Capítulo XVII

Al día siguiente, bien de mañana, Gregorio salió a la calle pensando en moros y cristianos.

Era aquel un barrio de calles estrechas, que Gregorio conocía de pasada. Hacía un buen día de sol y la ciudad presentaba un formidable aspecto laboral. Iban unos con la escalera o el canasto al hombro, el practicante con su maletín, las señoras con sus capachos rebosados de acelgas; se apresuraba aquél, felino y trajeado, a hacer una gestión, venía éste con el llavero espoleándose en las ancas, filosofaba amargamente el comerciante requiriendo el lápiz de la oreja, pasaba el jubilado con la garrota absorta y el rumbo cepón, surgía de pronto una gresca de voces y salía el peluquero a la puerta dando tijeretazos en el aire, bajaba por una cuesta el municipal, con almorzada lentitud, y se cruzaba balanceante y desdeñoso con un grupo de obreros que comían de tartera y navaja alrededor de una lumbre de astillas, y todo ofrecía un aspecto cívico de pueblo en marcha, de mural didáctico, de viñeta ejemplar.

Gregorio caminaba a buen paso, el sombrero torcido, las solapas altas, el rostro inescrutable. La sospecha de que a Gil le hubiesen concedido el día para instalarse en la ciudad y que llegara a casa antes que él, o de que Angelina hubiese denunciado la ausencia del esposo, lo obligaba a trotar pegado a las paredes y con los ojos fijos en el suelo. No había color ni forma que no se resolviese esa mañana en presagio ni presagio que no anunciara a un tiempo esperanza y desastre. El menor viento, la nube más alta y errabunda, el olor alcobero de las ventanas entreabiertas o el tibio sol en las esquinas, pregonaban que el mundo era azar y desorden. Pero cuando llegó a su calle y vio en el balcón una de sus camisas puesta a secar, pensó que en el mundo era aún posible la armonía. La camisa se agitaba como si lo hubiese reconocido y le pidiese ayuda, y Gregorio se emocionó y pensó sin querer en sastrecillos, dragones y princesas.

Sin dudar un instante, cruzó la calle, se hundió en el portal, subió desganadamente las escaleras y llamó al timbre. Apenas oyó pasos, dejó la carta en el felpudo y corrió de puntillas, jorobado y con un torpe aleteo de brazos, hacia el piso inferior. Allí se detuvo, una mano en la barandilla lista para un descenso de emergencia, y esperó a que Angelina, después de gritar dos veces, «¿quién va?», y después de un silencio reflexivo que se fue haciendo de estupor, cerrase la puerta. De inmediato, vio su sombra en el muro subir cuatro escalones y estirar el cuello: la carta ya no estaba. A toda prisa, oyendo cada vez más próximo el fragor de moros y cristianos, salió a la calle y tomó de nuevo el rumbo del exilio.

Cerca de la pensión, en una esquina, entró en un bar y ocupó una mesa apartada. Pidió un café con bollo, abrió la libreta, encabezó con la fecha una página en blanco y escribió: Guerras de la Patria. Porque, desde ese amanecer, Gregorio llevaba toda la mañana pensando en moros y cristianos. Primero fue la extrañeza y el pánico de verse ocioso en lunes, lejos de casa y del trabajo y con Gil instalado no sólo en la ciudad sino en el territorio que, con sigilo de serpiente, había usurpado a su dueño legítimo. Luego, al salir a la calle, se le ocurrió que también él iniciaba allí, desde su último reducto, la reconquista de los solares patrios, y que aquél era el principio de una guerra cuyo objetivo final consistía en expulsar al invasor a sus tierras de origen. Siendo imaginario y más que discutible, como en algún momento de lucidez no dejó de entrever, aquel hallazgo le ofrecía un lugar en el mundo, una causa justa, un modo enérgico y general de entender las cosas, y eso lo fue llenando de coraje, de razón, de eficacia.

Subrayó el título y consultó la hora: las nueve menos veinte. El bar, que era más bien taberna, tenía colgada en la puerta una jaula con perdigones. El mostrador era alto, de cemento crudo, y las paredes estaban decoradas con motivos futbolísticos y taurinos. Al fondo había algunas mesas con vinagreras y manteles de cuadros y arriba, como presidiendo, un televisor y una cabeza de toro con la lengua fuera. Allí se sentó Gregorio, junto a la pared. Un hombre, de manos grandes y tardías, le trajo el café con bollo, que él comió con apetito urgente y distraído. Luego, volvió a la libreta. Hizo cuatro columnas, a las que llamó Dacio Gil, Gregorio Faroni, Café Hispano-Ensayista y Angelina del Mar, y comenzó a escribir furiosamente y a relacionar las columnas con flechas, llaves, llamadas al margen y signos de su propia invención. A las nueve y veintidós, el proyecto era una inagotable y prometedora maraña de perspectivas y alusiones. Consideró que aún era alguien, que aún podía llenar una hoja con signos que anunciaban un futuro, si no espléndido, al menos idéntico al razonable edén del que fuera expulsado. Recordó así que en su juventud había dedicado un romance a inquirir dónde quedaría el Paraíso, si en el pasado o en el futuro, si sería un remoto jardín que habíamos perdido para siempre o una ciudad con polideportivos y avenidas aéreas, y si estábamos condenados por tanto a la esperanza o a la nostalgia. «Somos el joven que pregunta y el viejo que contesta o calla», apuntó, y quizás ahora que luchaba por recobrar un mal empleo, una mujer a la que acaso no quería y el honor de un fantasma al que no se resignaba a renunciar, tuviese respuesta para la insolencia de aquel joven. Y en eso estaba, buscando, más que una respuesta, un sarcasmo que se burlase de la propia pregunta, cuando oyó decir a su espalda:

—¿Un numerito de la suerte?

Gregorio se volvió con el vértigo de la duda todavía en los ojos. Había allí un hombre bajo y corpulento, de unos sesenta años, de aspecto complicado o absurdo. Vestía un impermeable de hule negro que, cinchado a la cintura, le llegaba casi hasta los pies. Llevaba en el pecho décimos de lotería, cogidos con imperdibles. Lucía un bisoñé amarillento, como un estropajo, zapatones de muerto, gafas negras de romanceador ciego y bigotín de perito en leyes sindicales. Se dejó mirar complacido y luego torció servicialmente la cabeza:

—¿Un numerito?

La voz, distorsionada de tan grave, le salía de lo profundo por media boca aguardentosa en la que se veían unos dientes de verde podredumbre.

—No soy hombre de suerte —sonrió Gregorio.

El otro movió la cabeza, rodeando la silla. El impermeable le daba un aire torpe y rígido, y el menor gesto le cogía todo el cuerpo.

—Me permitirá usted que me presente: Antón Requejo. No le había visto antes por aquí, le diré, y me he dicho: nobleza obliga. Así que he venido a ofrecerle mis servicios, junto con mis respetos. ¿Está usted de paso? —dijo, con cortesía teatral.

Gregorio cerró la libreta:

—Sí, soy forastero.

—Le diré, y ¿viene de muy lejos?

—De París.

—Ciudad luz. ¿Permite que me siente, un instante?

Pronunciaba con énfasis, y en un tono de afectación profesoral, casi declamatorio.

—Desde luego —dijo Gregorio, contento de que la fortuna le deparase, en aquellas horas solitarias, el alivio de alguna amistad.

—¿Ha acabado ya de escribir, le preguntaría? —dijo Antón, señalando la libreta.

—Por hoy, sí —contestó Gregorio, dispuesto a proclamar a la menor ocasión su condición de artista.

—Yo, ¿sabe usted? —dijo el otro con dolorosa vaguedad, como si deplorase tener que ir a buscar tan lejos las razones de su discurso—, soy hombre de intuiciones. Le diré. Intuyo el sexo del nonato, saco los nombres por las caras (si los nombres están puestos conforme a natura), adivino las lluvias y las guerras, y sobre todo distingo con un golpe de vista a los dolidos de amor. A ésos, los bordo. Permítame un sobreinciso, ¿es una carta de amor? —y señaló la libreta.

—De negocios —dijo Gregorio, en un tono cordial de burla.

—Nadie lo hubiera dicho. Le he venido observando, no vaya a ofenderse, y por las caras y posturas que ponía al escribir, me dije, de amor o de suicidio. Como poco, versos.

—Bueno —repuso Gregorio, animándose a las confidencias—, no iba descaminado. En realidad, soy poeta.

—¿Escritor de versos? —exclamó eufórico—. ¿No andaba equivocado yo entonces?

—De versos y prosas. Poeta y novelista.

—Pues yo podría contarle muy buenas historias, dignas del Dante. Historias de otros tiempos, sentimentales y verídicas. He hecho llorar con ellas. Le diré, ¿es usted casado?

—Sí —dudó Gregorio.

—También yo lo soy. Casado y coronado. No me avergüenzo —e interpuso un índice—. Perdí el honor como otros pierden la salud o la hacienda. Donde unos dicen, soy electricista o diabético, yo digo, soy cornudo. He aquí una historia apropiada al poderío de mi ronquera crónica. Hace ya algún tiempo la conté al sobreprecio de un salchichón y una botella de hipocrás. Pero, no entienda mal. No vaya a creer que vengo a ofertarle lágrimas de ocasión. Le diré. Yo soy un hombre de ideales, trabajo para una doctrina, como los misioneros. Abordo al respetable cuando distingo señales que reclaman mi presencia, como es éste el caso. Mi territorio por el momento son los lugares públicos del barrio. Todos me conocen. Pregunte por mí. Le dirán: ¿Antón? Un prócer, un visionario. Yo difundo mi historia como los apóstoles la religión. Todos los días la cuento dos, tres y hasta cinco veces —y sonrió como un diablo: «Es mi misión en este mundo», añadió.

Gregorio lo miró a su vez sonriendo, comprensivo y conciliador.

—¿Dispone usted de media hora para escuchar mi parlamento? ¿Dispone? —dijo, animado por la expresión risueña de Gregorio—. Es lo que dura mi relato. Veinticinco minutos. Lo tengo al milímetro. Hace diez años me llevaba ocho horas, y a veces más, según la inspiración. Pero lo he ido limando, conforme al espíritu de los tiempos, y calculo que de aquí a unos años lo despacharé en cuatro o cinco minutejos. Le diré. El relato consta de un inciso o preámbulo, de una parte central y una teoría de sobrepostre. Se lo contaré al hilo de estos cuatro retratos —y sacó un papel sucio de seda rosa que desdobló con torpe lentitud—, que ilustran la historia, junto a algunos objetos que aparecen en ella y que iré mostrando en su momento. Yo la llamo historia museo. Le diré. En esta época, la vista es la que trabaja, y si la historia no se ve, la gente no cree en ella. Así que póngase cómodo, ilustre amigo, como si estuviera en el cine. Y para empezar, mire esto —y enseñó una mano, que sólo conservaba el índice y el meñique—. No se vaya a ofender. Tampoco le dé pena. Este accidente me permitió en mis años mozos ser artista de circo y variedades. Y antes, fui cabrero. Compruebe —y mostró el primer retrato.

Subido a unos riscos aparecía bruscamente un joven dentón y desgarbado, con un garrote, una piel de cabra y un perro entre los pies.

—Me la sacó un merchante a cambio de unos huevos de pava. ¿Ve el paisaje? Yo nací a trasmano, en estos valles, donde se estilaban otros tiempos. ¡Ay, eran los tiempos idos —y alzó teatralmente la cabeza, mientras balanceaba el torso y acompasaba las exclamaciones con las manos, como un tenor italianizante interpretando una romanza—, cuando las lechuzas entraban en las casas y se bebían las capuchinas, cuando las culebras hipnotizaban a los pájaros y los gatos enfermos de amores iban a oler la flor del lilo, cuando la gente hablaba en verso y los caminantes se alumbraban con farolillos de sandía! Eran los tiempos de los zorros sabios, cuando todavía en los montes se daban las fábulas y los animales andaban de pleitos y asambleas. Los horóscopos, entonces, los hacían las mariposas, de su propio instinto. ¿Querrá creerme? El ave que llaman ferreruelo avisaba del alacrán, y el abejaruco y el martín daban los cantos combinados. ¡Ay, los tiempos en que los burros se ahogaban por el culo y uno podía encontrar en una vereda un anillo de oro! No habían llegado a aquellos valles el progreso y la industria, y se vivía en la antigüedad. Yo soy uno de los pocos hombres antiguos que van quedando. Contándole un día a un catedrático historiador el camino que llevo andado desde los valles a la ciudad, en esta misma taberna, ante testigos, me sacó quinientos años de experiencia. Y conociendo luego mi teoría, y que yo era fundador de una secta, me nombró, entre bromas y veras, el heresiarca Requejano. Mire aquí en el retrato mis dos manos íntegras. ¿Qué pasó?, me pregunta. Le diré. Una noche, hurgando en el tueco de una encina, donde había un rumor, resultó ser un zorro, y en la captura me comió estos tres dedos. Y ahora le daré un sesgo a la historia para decirle, le diré, que antiguamente había refranes en las casas. Eran, dicho a groso modo, animalitos mansos. Convivían con los gatos, iban y venían por las alcobas moviendo el rabo y no mordían ni arañaban a nadie. Pero, ¿ve usted? Ahora ya nadie tiene refranes. Están todos en el zoológico, de huérfanos. Ya nadie quiere sus servicios. Refranes, gatos y ratones, todos cayeron en desuso. Pero en aquellos tiempos, era contraer una pena y venir un refrán a sobrelamerte la herida. Y a mí vino uno y me dijo: No hay mal que por bien no venga. Y entonces, así que me vi incapacitado para la vida agropecuaria, agarré al zorro y anduve con él por el mundo hasta hará como unos quince años, que se me murió. Lo transportaba en un cajón y lo lucía en las plazas, al tiempo que contaba la historia, que yo mismo puse en verso y adorné con penalidades. Cuando uno está al tanto de una pena, la flor del ingenio sobrebrota de ese mismo estiércol. Vea —y sacó de los bolsillos un rabo de zorro y dos colmillos—. Esto es lo que conservo de él.

—Y ahora mire esto —y le tendió a Gregorio el segundo retrato.

Se veía al narrador vestido con un traje de campesino regional, en el centro de un pequeño corro de curiosos. Mantenía la mano estropeada en alto, y con la otra señalaba el cajón, por donde el zorro asomaba el hocico.

—Así viví algunos años, nueve o diez, y no me iba mal. Pero sigamos adelante porque estamos llegando a la parte central de la historia. Le diré, muy breve. En esas andanzas conocí a una mujer, también del arte. La vida es un cantarillo camino de la fuente. Nos conocimos, congeniamos, formamos compañía, y al año cumplido la llevé virgen al altar. Ella cantaba y bailaba y yo, con estos dos dedos libres, la acompañaba con un rasgueo al requinto. Nos pusimos nombres artísticos. Le diré. Ella era Carmencita del Gran Sur, y yo y el zorro, el Buen Pastor y la Fiera. Escuche, porque este relato, además de estar ilustrado con objetos, tiene también música, como las películas y haciendo ritmo con los nudillos en la mesa y afinando la voz con un jipío, cantó por lo bajo una copla flamenca:

Carmencita del Gran Sur

y el Buen Pastor y la Fiera,

espectáculo dantesco

de bailes, cantes y penas.

Con un pañuelo se limpió una legaña sentimental, antes de seguir.

—Vea —y sacó una cajita de nácar donde entre algodones había un anillo de casado—. Oro de ley. ¿Querrá creerme? Fueron tiempos prósperos y felices. Le diré. Teníamos radio y camioneta. De ser yo cabrero en los valles, me vi usando colonia, mechero de gas, bragueta con cremallera y zapatos de pico. No me faltaba ni un diente, y hasta tenía uno de oro. Y por si fuera poco, el médico me había hablado de recetarme gafas para leer, y ya tenía yo escogido modelo en la óptica, unos lentes con montura de plata y con su estuche de muerto mayor. Y a mi Carmencita, que era algo sorda, le recetó un sonitrón, y ella decía (se me parte el alma de pensarlo), que ya puestos a lo mejor se sacaba también el carnet de conducir. ¡Y cómo se reía la putona con aquella ocurrencia! Hasta el zorro se asomaba al cajón y hacía con los dientes así, chak, chak, porque también él, a su modo, era feliz. Pero dejemos los sobreincisos y examine aquí el tercer retrato de esta parte central.

Aparecían los dos ante la camioneta. Ella, con vestido de volantes, fondona y descarada, abrazaba el requinto; Antón, con traje blanco y zapatos de pico, destacando una pierna, la señalaba con la mano extendida, como si la presentara en escena. Abajo el zorro se asomaba al cajón, huraño y olfativo.

—¿Ve a éste? —y señaló una figura borrosa en un ángulo del retrato—. Este era un vendedor ambulante de miel, que ese día cogimos de camino. Un mequetrefe que hablaba por los codos y hacia juegos de manos. Le diré, y abrevio. Durante dos meses lo encontramos por todos los pueblos donde íbamos. ¿Tú por aquí, Rufino?, le decía yo. Y él respondía, el mundo es un pañuelo. Total, que un día ocurrió lo que tenía que ocurrir. Una mañana al despertarme en la fonda me vi sobrecoronado de mariposas azules. En aquellos tiempos, las mariposas azules rodeaban todavía al cornudo en el momento mismo de la desgracia. Le hacían un cortejo de pésame. Corrí a la ventana y estaba amaneciendo. Vi un camino que le iba buscando las vueltas a un llano, y por el fondo vi un punto negro que se corría a lo lejos. Era la camioneta. ¡Era mi Carmencita del Gran Sur, ilustre amigo, que se me había fugado con el mequetrefe! Y yo me quedé solo con las mariposas, el zorro y las gafas de lectura. Lo demás, todo se lo llevaron. El dinero, el vestuario y todo.

Bajó la cabeza y con un dedo empujó hacia Gregorio el último retrato. Aparecía allí Antón, de facha ya contemporánea, con unos cuernos de carnero en una mano y una navaja abierta en la otra.

—Aquí empezó mi sacerdocio —dijo—. Me hice esta foto para no olvidar quién soy y lo que hago en el mundo. Yo entonces era joven. No sabía, como está hoy sobredemostrado, que todas las mujeres tienden a putas de natura. ¿Estamos o no de acuerdo en esto? ¿Es o no una verdad universal? —y se echó adelante, con una expresión entre amenazadora y suplicante.

Gregorio, que había escuchado con obsequiosa seriedad, y que dudaba si aquel hombre sería un iluminado o un simple charlatán, sonrió conciliador:

—Hombre, habrá de todo.

—Le diré —objetó él—. Excluyendo a la suya, que la doy por santa, las demás son todas putas, sobreentendidas o declaradas. Permítame, está demostrado. Todas, antiguas y modernas. De obra o pensamiento. ¿O es que no lo tienen todas en el mismo sitio? Seamos realistas. Es de natura. Lo dice la Biblia, se lee en San Agustín y los Santos Padres. He hecho estudios intrínsecos. Desde la antigüedad, cuando los sabios, no hay filósofo ni arcipreste que no lo certifique. Comparadas están a las gallinas, a las zorras y a las serpientes. Ahí quedan a la par reinas y fregonas. Todas se peinan el moño, se afeitan los sobacos, se jabonan las tetas, y al reír se les ve a todas la campanita. ¿Es o no es así?

Su voz era baja e insinuante. Le hedía el aliento, y había apresado con una mano de hierro el brazo de Gregorio para mejor persuadirlo con el poder de su murmullo.

—Son hijas bastardas del grito y legítimas del susurro —cuchicheó—. De cintura para abajo se les condensan todas las neblinas. Tienen allí el alma en vinagreta. Son húmedas de por sí. Hasta las beatas adoratrices llevan bragas. Las hay blancas y negras, y de todos los colores y más que el arco iris. Se las quitan y se las ponen. Limpias y sucias. Suben una pierna y luego la otra, y se las ajustan a la horcajadura. También las monjas. Todas. Y eso durante siglos. Da escalofríos pensarlo, ¿eh? Imagínese, ilustre amigo, la reina con el caballerizo, el abad con la costurera, la marquesa con el mastín, la peluquera con el fresador, arriba y abajo, poner y quitar, y siempre lo mismo. No me negará estos hechos. Mire —y se llevó las manos a los bolsillos—. ¿Ve esto? —y fue dejando sobre la mesa una pelota de pimpón, tres avellanas, cuatro horquillas, una barra de labios, dos pinzas de la ropa y unas bragas marchitas—. Esto es todo lo que quedó en la fonda. ¿Ve? Todavía huelen —y se las metió a Gregorio en las narices.

A dos manos, reunió los objetos que había sobre la mesa y los miró cabeceando.

—Diez años anduve en su busca, para ajusticiarla. Pero no di con ella y aquí me tiene usted, un hombre deshonrado. Y éste es el último objeto de mi historia —y sacó una navaja de muelle, cuyo acero expuso a la luz—. Si la encuentro, ¿querrá creerme?, sabría donde hincársela. Un carbón vivo, donde dicen los libros que se hospeda una anguila, a la que nada aprovecha. Ni el mismo orangután las satisface. Amigo, el honor se lava matando la anguila, y aquí concluyo. Han pasado veinticinco minutos y yo soy hombre de palabra. Y ahora dígame, le diré. Esa carta, ¿no era de amor?

Gregorio, que según escuchaba a Antón se había ido sintiendo desazonado por una idea tan imprecisa como luminosa, respondió con un gesto ambiguo. «Yo soy un hombre de intuiciones», dijo de inmediato Antón, cogiendo el gesto al vuelo. «Un idealista. Por eso le he contado la historia», y volvió a atenazarle el brazo y a confinarlo en el círculo íntimo de su voz.

—Tengo grandes proyectos. Los cornudos somos legión. Debemos organizarnos, fundar un club, o una cofradía, como el kukusclán. Saldríamos de noche con antorchas, a chamuscar coños. La gente se reúne para formar sectas. Las hay políticas, religiosas, laborales y de todo tipo. Hasta los maricas y las putas tienen sede propia. Sólo los coronados vamos insolidarios por el mundo. Con el honor se nos va el coraje. Y siendo, como somos, víctimas de natura, no una secta secreta, un Real Colegio deberíamos fundar. Hay que remover los cimientos del mundo y aprender materia de los animalillos. La humildad nos enseñará el orgullo de las calamidades. Y aún le diré más: todos los hombres son cornudos. Hasta los más seguros, aunque sólo sea del pensamiento, los tienen esbozados. Hay cabrones aéreos y terrestres. Vivir es estar de camino. Hasta la soltería y el clero andan en armas, en servicios de retén. Hablo como hombre antiguo que soy. Va uno a la guerra, pierde un brazo y gana una medalla. Pues lo mismo nosotros. Los coronados también lo somos de laurel. Debemos llevar la añadidura como otros el miembro mutilado, como un timbre de gloria. Imagínese un ejercito de vencidos. Una embestida mundial de cabrones tendría efectos parejos al de una guerra atómica. Cambiaría el curso de la Historia, como ocurrió con otras grandes sectas, la masonería o el socialismo. Mire esto —y sacó un pequeño látigo con puntas de plomo—. ¿Se imagina? ¿Qué ejército habría mayor que el nuestro? ¡El Ejército coronado!

Estrechó aún más el cerco de su voz:

—Por el momento somos tres. Tres soldados, que nos reunimos los sábados después de medianoche. Pero, le diré. Sólo en este barrio, tengo contabilizados más de cuatrocientos posibles infantes. Tienen miedo del deshonor. No han aprendido todavía el orgullo de esta gran desgracia natural. Tenemos antepasados emperadores, príncipes, santos, papas y sabios. Una genealogía que nos hace aristócratas. Tenemos una bandera, dos rayos rojos sobre fondo blanco, y pronto tendremos también un himno. Amigo, si alguna vez cae en desgracia, o ya ha caído, únase a nosotros. Yo estoy aquí todas las noches, después de las nueve. Corra la voz. Nuestro lema es: «¡Honor en llamas!».

Se levantó y dio un taconazo militar:

—¡Antón Requejo, para servirle! Y ya sabe dónde tiene su casa.

Fue hasta el mostrador, pidió una copa de aguardiente, la embuchó de un trago y salió a la calle. «¡Los numeritos de la suerte! ¡Mañana salen!», se le oyó alejarse.

Gregorio, confuso y absorto, tardó en retomar el hilo de sus inquietudes. Mientras comía —de pie, en cualquier lado, todavía aturdido por la historia de aquel hombre insólito—, volvió a repasar el plan que esa misma tarde pensaba poner en marcha y a examinar las posibilidades de que Antón pudiese participar en él, y que había creído entrever durante el relato. «Quizá sea la Providencia, que viene en mi auxilio», pensó. Pero no conseguiría adivinar qué papel podía tener reservado Antón en su proyecto. Recordó que la realidad se vale con frecuencia de las casualidades para imponer su lógica implacable, pero también que eso se debe a que a menudo es la propia desdicha la que, en su hambruna de esperanza, interpreta ventajosamente los imprevistos, creando nexos de fatalidad o de fortuna donde en realidad no los hay.

El peligro de enredarse una vez más en vanas antítesis, lo urgió a concentrarse en sus proyectos inmediatos. Según ellos, el próximo paso consistía en impedir que Gil entrase en el café. Aunque era lunes, estaba seguro de que esa misma tarde aparecería por allí preguntando por Faroni y, en su defecto, por Gregorio Olías o Marilín. Buscaría el cuadro con el faro de mar y otros detalles de la descripción que él le había hecho, y al comprobar que no existían comenzaría a pensar que había sido víctima de un engaño. Y lo que era peor: si Gil perdía la fe en Faroni, no habría forma de expulsarlo ya de la ciudad. «Al contrario», pensó, «me buscará para pedirme cuentas, y yo no podré volver a casa y perderé el empleo para siempre», pues calculaba que por un mes de ausencia no iban a echarlo del trabajo. Eran catorce años de fidelidad laboral, y ya sabría él contar una historia lo suficientemente dramática y verídica para justificar su repentina deserción. Podría incluso cambiar aquel mes por el de vacaciones. Sí, el asunto era así de sencillo. La única dificultad consistía en convencer a Gil para que abandonara la ciudad. Y ése era un problema elemental de fe. Si Gil creía en él, acabaría obedeciendo. Ahí estaba, sí, el nudo del conflicto.

Toda la tarde anduvo a vueltas con aquellas cuestiones, mientras callejeaba y esperaba la hora en que presumiblemente Gil iría al café. «Hay que apuntalar esta casa en ruinas», se decía, «hay que actuar antes que Gil descubra el engaño, porque entonces no sé qué será de mí», y la visión de su futuro lo llenaba de espanto.

Finalmente, a las seis y media, después de darle muchas vueltas a todos los detalles del plan, llegó frente al café. Se puso al acecho en una esquina, y apenas vio el campo despejado cruzó de soslayo la puerta y fue a emboscarse entre los bebedores de la barra. Desde allí buscó un lugar apartado. Enseguida, llamando con una seña sutil e imperiosa al camarero cómplice, se reunió con él tras una columna.

—¿Recuerda quién soy?

—No del todo.

—Soy Faroni.

—El señor Faroni.

—El mismo. Verá —dijo, quitándole importancia a la confidencia—, hoy vendrá por aquí, hacia las siete y media, un tipo bajito, vestido como yo, que se llama Dacio, Dacio Gil Monroy o algo así. Yo lo avisaré. Vendrá preguntando por mí o por un tal Gregorio Olías. Se trata de una apuesta, o más bien de una broma, y consiste en que ese Dacio no entre aquí, en el café. Si no, perderé, y está en juego el honor, ¿comprende?

El camarero remotamente asintió.

—Usted le pregunta: ¿Eres Dacio, el amigo de Faroni? El dirá que sí. Entonces va y le dice: Faroni se ha ido al extranjero, creo que a Chicago. Y le dice: Déjame un teléfono donde él pueda llamarte y no hagas nada hasta que él te llame. Ahora vete a casa, por tu bien, porque la policía está dentro. Dígale también: ¿No ves que hasta nos han cambiado el nombre?, refiriéndose al nombre del café. Y si se resiste, le dice: Es una orden de Faroni. Sólo eso. No se le ocurra decirle que yo estoy aquí porque entonces perderemos la apuesta. ¿Entendido?

—Al extranjero.

—Sí, a Chicago.

—Que nos han cambiado el nombre.

—Eso es, y le pide el teléfono.

—¿No será cosa de política? —ladeó el otro la cabeza.

—Si quiere le dejo en prenda el carnet de identidad —y se echó las manos al pecho.

El camarero lo detuvo con una mano, como si jurase en un juicio:

—Basta con su palabra.

—Es una broma de artistas —lo tranquilizó Gregorio.

Le deslizó unos billetes. «Si gano la apuesta le daré más», y su voz, susurrante, le recordó la de Antón. El otro hizo una breve reverencia de mayordomo lúgubre y se marchó.

Desde la columna, y a través de un espejo, Gregorio espiaba la puerta y estudiaba el terreno para el caso de una fuga de urgencia. Tenía arena en la boca y un nudo de esparto en la garganta. Quería tragar y no podía, y aquel esfuerzo le iba poniendo dolor de hierro en las mandíbulas. En el salón había jubilados y estudiantes, y el rumor de las voces distorsionaba el aire y las perspectivas. Se imaginó la sorpresa de Gil cuando viese el nombre verdadero del café y el bodegón de frutas y perdices, y se dijo que por sus mentiras, que más bien debían llamarse inexactitudes, no merecía tanta penitencia. Había actuado como el artista que en realidad era, alterando las cosas para hacerlas mejores y más bellas, como Platón y como tantos otros. Pero, claro, Gil no atendería a razones. Gil confundía el arte y hasta la propia cultura con la religión y hacía del juego una cuestión de fe. Quería salvarse a toda costa, entrar en el paraíso que él sospechaba que existía en este mundo, y se comportaba con el mismo empeño cándido con que otros se afanan por ganar el cielo. Aquél, en efecto, era un caso de fe, y sólo por la fe podría expulsar a Gil a su infierno de provincia.

Se miró en el espejo. Tenía la expresión sucia y las carnes flojas, y otras miserias de la edad y el espíritu que quedaron suspensas porque, en un rincón, al fondo del espejo, un reloj marcaba ya las siete y media. Gregorio se apretó contra la columna, y todos los fantasmas de la espera se esfumaron de golpe. No había sombra o figura que no le produjese un sobresalto. En cada parpadeo adoptaban combinaciones nuevas, como un caleidoscopio. La puerta giratoria era una continua e indiscernible novedad, y como además el espejo se reflejaba en otros espejos, Gregorio no tardó en perder el sentido de las distancias y la capacidad de orientación. Se ponía de puntillas, se encogía, se ladeaba, y no sabía ya dónde mirar. De pronto, en uno de aquellos atisbos, entre muchas figuras distinguió a una inconfundible. La reconoció con la memoria antes que con los ojos. Era una silueta baja —sombrero, gabardina y gafas de sol—, y estaba parada en la puerta, estorbando y sin decidirse a entrar.

De inmediato, buscó al camarero, le hizo con los dedos unas castañetas de alerta y con la cabeza le indicó la calle. El camarero asintió con un profundo pestañazo de búho. Sin apresurarse, se estiró dignamente la chaquetilla y llegó a la columna. «Ahí lo tiene», le dijo Gregorio sin mover los labios, «ese tipo bajito que hay ahí, con gafas y sombrero. Dése prisa, no vaya a entrar». El otro se pellizcó una oreja: «No me gusta este asunto». «¿Quiere el carnet de identidad?», susurró violentamente Gregorio. «Está bien, iré. Pero si hay líos me vuelvo», y se dirigió a la puerta.

Gregorio vio por el espejo cómo la silueta alta alcanzaba a la silueta baja y comenzaba a hablar. La silueta baja miraba arriba y escuchaba. Enseguida —y se llevó una mano a la garganta para parar un vómito de miedo— vio cómo las dos dirigían los ojos a lo alto, donde estaba el rótulo del café, y cómo la silueta baja, después de levantar los brazos como si no diese crédito a lo que oía, sacaba papel y lápiz y anotaba algo. Inmediatamente, el camarero tomó el papel, giró en la puerta y llegó a la columna.

—¿Cómo ha ido todo? —preguntó Gregorio, sin apartar los ojos del espejo.

—Bien. Le dije lo que me encargó. Que se había ido al extranjero, que la policía estaba aquí dentro y que nos habían cambiado el nombre.

—Y él, ¿qué dijo?

—Nada. Se puso pálido. Aquí tiene el teléfono.

La silueta baja seguía parada afuera. Sin perderlo de vista, Gregorio se guardó el papel y devolvió un billete. «Gracias», dijo.

Durante un rato, vio cómo la sombra de Gil flotaba a lo largo de las cristaleras y cómo a veces se detenía para mirar adentro. Finalmente, desapareció. Tras ella, con el sombrero en la mano y las solapas bajas, salió Gregorio.

Oculto entre la gente, vio a Gil cruzar al trote una calle, entorpecido por la gabardina, que le quedaba larga y nueva y lo obligaba a moverse con cierta rigidez de autómata. Desde el otro lado se volvió a mirar el café. Gregorio, que esperaba el disco en la otra acera, giró al mismo tiempo y se escondió tras el semáforo. Entre los claros de los transeúntes, vio a Gil retroceder ante los empujones, con una mano en el sombrero y sin quitar la vista del café. Lo siguió a distancia, desplegando sus mejores artes de espionaje. Gil caminaba como sin control, con los hombros un poco encogidos, y unas veces daba trotecitos y otras remansaba el paso y dejaba de bracear. A veces se paraba como deslumbrado por una revelación súbita, y entonces parecía que iba a volver atrás, pero el mismo impulso de aquella débil decisión le servía para prolongar un instante la duda, y con la fuerza errática de la duda reanudaba el camino, sin gracia ni rigor. En una esquina se juntó a la pared para encordarse los zapatos. Gregorio saltó a un portal y asomando el perfil lo vio allí agachado, el vuelo de la gabardina derramado por tierra.

Así estaba cuando de pronto cruzó, con luces y sirenas, un coche de bomberos. Gil corrió al bordillo a verlo pasar y siguió mirando hasta que dejó de oírse la alarma. Allí mismo acabó de atarse los zapatos. Y otra vez a andar, y otra vez a correr hacia un grupo de curiosos que rodeaban a un voceador callejero. Gregorio se puso de puntillas para ver a Gil, que también de puntillas se asomaba al corro. Tomó posiciones tras una farola hasta que Gil, después de comprar algo, siguió su camino. Gregorio se acercó al corro. Un hombre de pelo aceitoso y rizado vendía cruces magnéticas para la salud. Charlaba sin parar y hacía demostraciones del producto. Colocaba unas ancas desnudas de rana sobre una lámina de metal, aplicaba al borde la cruz magnética y las ancas de rana se estremecían con un brinco de rana.

—¡Demostrado! —gritaba entonces—. ¡Sin trampa ni cartón! ¡El milagro del magnetismo oculto! ¡El último avance de la ciencia magnética! ¡Ciencia y arte unidos en esta práctica y preciosa joya a precio de regalo!

Siguió tras Gil. Lo perdía y lo reencontraba, no a Gil, sino al sombrero, que iba dando saltitos entre los viandantes. Y lo mismo él: dos sombreros saltando hacia Dios sabe dónde. Más allá, cuando disminuyó el gentío, pensó en abordarlo. Se le ocurrió que, haciéndose pasar por Gregorio Olías o por cualquier otro emisario de Faroni, podía exigirle que abandonase la ciudad, suplicarle en nombre del progreso aquel sacrificio memorable. Pero tuvo miedo de enfrentarse a él cara a cara, o de que la fe de Gil, debilitada quizá por la ausencia de las maravillas prometidas, no diese para tanto. «Primero la fe, después el sacrificio», se dijo. Casi inmediatamente, y como para olvidar aquella tentación, se le ocurrió poner nombres a los lugares transitados por Gil: Café de los Espejismos, Esquina del Buen Cordón, Bordillo de los Sobresaltos, Chaflán del Elixir, y con aquellas invenciones intentaba burlar la amargura, que lo ganaba por momentos. Uno tras otro pasaron ante la puerta con toldo de un club nocturno, y los dos acortaron el paso para mirar la roja penumbra y el ambiguo silencio de los terciopelos.

Un poco más allá, Gil se detuvo ante una iglesia y, tras un instante de duda, finalmente se decidió a entrar. La puerta estaba abierta y Gregorio lo vio quitarse el sombrero, tomar agua bendita, persignarse y avanzar hacia el altar mayor. Fue a ocupar uno de los primeros bancos. Desde la penumbra del fondo, Gregorio lo vio rezar de rodillas y con las manos juntas, como los niños antes de acostarse. Luego se dirigió a una capilla lateral, donde había una vieja con los brazos en cruz, y besó el manto de la Virgen. Al salir echó una moneda en un cepillo. Gregorio lo vio pasar a su lado, con el sombrero sostenido a dos manos a la altura del pecho, y apenas distinguió, o más bien adivinó en la oscuridad su expresión contrita y concentrada.

Un poco más allá se detuvo, cepón y solemne, en una parada de autobús. Preguntó algo a alguien, guardó unas monedas en el puño y se aplicó a la espera. Viéndolo allí, con el puño pegado al muslo y encogido de hombros, Gregorio volvió a dudar entre seguir fiel a su proyecto o desbaratarlo de golpe y para siempre con la confesión espontánea y sincera de todas sus mentiras.

Pero se contuvo. «Así que éste es Gil», pensó. Lo vio quitarse el sombrero y alisarse con el antebrazo la entrecalva. «Es algo más bajo que yo, un poquitín más bajo». Y como en sus correrías de detective joven había aprendido a sacar las caras, y hasta los caracteres, por los cogotes —los cuales aludían con exactitud grotesca, como la urdimbre de un tapiz, al rostro invisible—, juzgó que el de Gil era el negativo de una fisonomía medrosa y poco agraciada. «Pobre Gil», se dijo, «pobre hiena feúcha». Allí estaba, perdido, abandonado en una ciudad cuyas maravillas no sabría nunca descubrir. Ni pirámides, ni zigurat, ni globos aerostáticos, ni río navegable, ni robots, ni tertulias de sabios ni bandas de música. ¿Dónde estarían entonces las fuentes del gran río del progreso?, se habría preguntado. Y se habría dicho que él («se lo digo yo, señor Faroni, que lo sé») tenía un mal destino y estaba condenado a mirar el banquete por fuera, como si viviese al margen de su tiempo.

«Así que éste es Gil», se repitió, cerrando los ojos con un estremecimiento de piedad. De inmediato, sin querer, el escenario sombrío de su conciencia se iluminó violentamente y se vio a sí mismo joven y apuesto, de una belleza gentil y atormentada, como en el retrato del poeta romántico inglés. Se vio avanzar sonriente, vertiginoso, con su melena al aire, acercarse a Gil y decirle (¡oh, y qué dulce sonrisa juvenil!, ¡qué fuego en la mirada!, ¡qué tierna cortesía de amante!): «Dacio, amigo mío, hermano menor del alma, sígueme, porque la ciudad ha abierto sus puertas para ti».

Con una mano por los hombros, como para protegerlo del riesgo de un espejismo, lo llevó a la tertulia y allí vio cómo todos, al verlo entrar, se levantaban en su honor. Lo vio avanzar hasta el centro del corro y corresponder a los aplausos con cumplidas reverencias de anfitrión chino. La más profunda fue para un robot que le trajo un ramo de rosas y pronunció un breve discurso de homenaje con voz nasal y entrecortada de robot. Marilín le dio un beso, y el maestro que él había conocido, pidiendo silencio para tan señalada ofrenda, se extrajo limpiamente su dentadura de oro y se la tendió con un gesto solemne, y luego esbozó un abrazo de alternativa taurina. Entonces vio cómo él, Faroni, tomaba la palabra y le iba presentando a los maestros: «Mira, Dacio, éste es el señor Fausto Cienfuentes, el gran químico inventor de la energía sentimental, y aquí tienes a don Feliciano Ballesteros Matamoros, ilustre arquitecto de rascacielos subterráneos, y éste es Octavio Friso, eminente filósofo, y éste es Mack Spermann», y Gil iba haciendo reverencias chinas y diciendo: «Encantado, señor Cienfuentes; es un honor, señor Matamoros; yo no lo merezco, mister Spermann», y de vez en cuando miraba a Faroni con los ojos empañados de lágrimas. Luego, a petición de los oyentes, lo oyó hablar del cuervo. Y oyó preguntar a alguien: «¿Quién es ése?», y que alguien respondía: «Es Dacio Gil Monroy, la hiena del páramo».

Otra vez entre aplausos, se vio salir con Gil a la calle, donde un globo esperaba. Montaron en la cesta y ascendieron entre vítores, músicas, pañuelos y cohetes. Iban despeinados entre jirones de nubes, con gafas de aviadores, y abajo la ciudad se extendía iluminada e infinita. «Ahí tienes, a tus pies, la ciudad de tus sueños. Mira el río y las pirámides, abre bien los ojos y mira todo bien, querido Dacio, porque ahora estás en la primera fila del gran espectáculo del siglo». Y abrió los ojos y tristemente sonrió. Pero no tuvo tiempo de recrearse en la melancolía del ensueño. Eran las ocho y media cuando, desde la penumbra, vio a Gil subir al autobús y desaparecer agarrado a un hierro y con el puño bien en alto.

Gregorio se volvió al fondo del portal. «Eres un miserable», se dijo, y cerró los ojos para asumir plenamente su propio desprecio.