Capítulo XVI

—Y ¿cuánto tiempo piensa usted quedarse?

Gregorio no dudó: «Uno o dos meses, quizá menos», y esta vez supo sin reservas que aquella afirmación no era producto aventurado de la audacia, ni de la inspiración transitoria, sino de la madurez que para entonces, sin él saberlo, había alcanzado su proyecto de fuga.

Fue una revelación repentina, pero no inesperada. «¡Volveré!», se había repetido escaleras abajo, y al salir del portal, y al tomar el camino hacia los lugares donde alguna vez había visto anuncios de pensiones modestas; pero enseguida, deslumbrado quizá por la novedad de su situación, se dio a deambular por los vericuetos del barrio, bajo la lluvia torrencial, sin decidirse a ningún rumbo, esperando unas veces la orden del destino que lo determinase a huir o a regresar y calculando otras qué circunstancias exigía la ocasión para vivir en el límite de ambas decisiones, en un territorio que no acertaba a imaginarse y que al fin aceptó como una isleta en medio del océano. Era inevitable: oía sus pasos, que el eco doblaba por corredores y traspatios, y en ellos volvía a encontrar sus temores de siempre. En vano había buscado alguna frase memorable, que lo defendiese en esa hora. Recordó la de Cristo en la Cruz, la de julio César al cruzar un río, la de Diógenes ante un rey y la de Francisco Pizarro al trazar una raya y dividir en dos el mundo: expresiones felices que justifican y esclarecen una vida.

Pero a él, ¿qué se le ocurría?, ¿qué tenía él que decir desde el pedestal de su infortunio? Iba bajo la lluvia, por calles solitarias, pensando si en el equipaje llevaría los calzoncillos y el dinero necesarios para emprender la huida, y al mismo tiempo, y esto era lo incomprensible, pensando en islas y en sentencias. Tres veces volvió al portal de casa, tres veces cruzó el parque y tres veces contó el dinero, billete a billete, con la esperanza incierta de convertir las novedades en hábitos y sin que las reiteraciones le trajesen la necesaria paz de espíritu para tomar una decisión que ya estaba tomada, y que de sobra sabía inexcusable. Pero al desandar el camino por cuarta vez, cuando ya estaba al límite de la resistencia, y la lluvia y el tiempo comenzaban a ser la misma cosa, de pronto se detuvo con un grito pintado en el rostro: en alguna parte, no sabía muy bien dónde, acababa de ver una figura (inconfundible con el sombrero bajo, las solapas altas y las gafas de sol) que por un instante lo miró con una fijeza alarmada y atónita. «Ahí está Gil», se dijo, echándose a un lado. Se dio la vuelta y, apenas dobló una esquina, aceleró el paso y se internó por calles cada vez más oscuras. Sólo cuando se atrevió a mirar atrás, girando al trote la cabeza, sospechó que lo que había visto era acaso su propia imagen, reflejada en alguna vitrina o en un charco de lluvia. Pero para entonces ya estaba lejos y todo daba igual, porque aquella visión equivalía a una advertencia, y Gregorio tenía ahora la seguridad de que cualquier camino, salvo el de regreso, era el mejor y, sin duda, el único posible.

La misma fuerza de la decisión le bastó para apartar hacia unas calles resonantes y estrechas y hundirse por ellas a buen paso, tenaz y encogido bajo la lluvia torrencial, y la misma fuerza lo obligó a detenerse ante un letrero que no se diferenciaba de otros ni en humildad ni en importancia, pero que le pareció el indicado para calmar las exigencias instantáneas de su inspiración. PENSIÓN DOÑA GLORIA, ponía, y debajo: «Habitaciones. Caballeros estables. 1.º izquierda».

Sin pensarlo dos veces, entró en el zaguán, cruzó un patio de cemento, donde había toneles y bultos y vertía de lo alto un roto canalón, tomó una escalera de peldaños dóciles, acomodados sin duda a las dolencias y artimañas de varias generaciones de inquilinos, y al llegar arriba era ya un hombre dueño de sus actos. Empezaba a entrever los detalles del plan que inconscientemente había urdido en los últimos días. Por un instante le maravilló la exactitud con que encajaban las piezas, la armonía del conjunto y hasta la sencillez de su ejecución, pero enseguida el miedo de estar fingiendo un optimismo desmedido, que lo defendiese del pánico, lo obligó a exagerar las dificultades y a atormentarse por adelantado con las consecuencias de una derrota en toda regla. Pero no era el momento de perderse en vanas reflexiones. Apretó los dientes, se ajustó las gafas, buscó el timbre a tientas y llamó.

Se oyó un remoto aviso musical y, al rato, unos pasos se destacaron del silencio.

Una voz femenina, entre conjetural y complaciente, preguntó por la mirilla.

—¿Qué desea?

Gregorio contestó: «Una habitación», pero de inmediato, comprendiendo que en todo ruego hay siempre un matiz equívoco y hasta claudicante que sólo la exigencia puede desvanecer, añadió:

—Una habitación pequeña y tranquila.

Saltaron los cerrojos y Gregorio se encontró una vez más ante un pasillo en penumbra. Apenas entró en él, una mujer baja, casi enana, de aspecto rudo y desenvuelto, surgió de detrás de la puerta, la atrancó de nuevo y desapareció por el pasillo con las manos en el mandil y gritando:

—¡Doña Gloria, un caballero!

Una voz doliente se sobresaltó en algún lado:

—¿A estas horas? ¿A estas horas un caballero? Pase, pase usted.

Gregorio miró alrededor, pero no supo dónde ir. No había luces, y nada se oía sino un apagado trajín de vajilla al otro lado de la casa, tan lejos que se confundía con la lluvia. En las paredes, una trémula perspectiva de brillos muertos definía la distancia, y por todas partes había un olor a gente ya cenada, a mondas de fruta y a limpieza ganada a pulso y exhibida con los legítimos despojos arrebatados al contrario. Olía a pulcritud en estado de sitio, a orines derrotados, a carne vieja embutida en pijama.

—¿Señora? —dijo, dando unos pasos en la oscuridad.

La voz, inesperadamente fuerte y profunda, retumbó en el corredor. Se oyó un sobresalto de toses y suspiros, crujió una cama y alguien en sueños intentó decir algo. Enseguida, una franja de luz rosada se proyectó en el pasillo.

—¿Hay alguien ahí fuera? —preguntó la misma voz quejumbrosa de antes.

—Quería una habitación —dijo Gregorio, asustado, casi orgulloso de la potencia de su voz.

—¡Dios mío, qué soñerita! Y ¿lleva usted mucho tiempo esperando? Pase, pase y siéntese.

Doña Gloria estaba sentada en un sillón de orejas, con un chal en los hombros y envuelta en una manta blanca desde la cintura hasta los pies. Era una anciana robusta y de aire distinguido. Tenía los ojos de un azul acuoso, y el pelo blanco y venerable. Usaba lentes de metal, prendidos por un cordón de terciopelo, y su mano derecha descansaba sobre un bastón con empuñadura de plata. La habitación prolongaba aquella imagen entre dulce y vetusta. Los muebles eran serios, de un esplendor caduco que los emancipaba de los tiempos y parecía eximirlos de los deberes de su oficio. Apenas se dejaban alumbrar por una lámpara de pergamino con madroños que, en un rincón, era marchita matrona sorprendida en enaguas. En la vitrina de un aparador se vela un juego de loza con dragones y aves del paraíso, y las paredes estaban cubiertas hasta el techo por cuadros que representaban siempre una plaza y un burro. El burro podía aparecer bebiendo, rebuznando, cargado de leña, de melones, de paja, yendo viniendo, a pelo o con albarda, con o sin jinete, de día o de noche, con sol o con lluvia, y en todas las posturas, planos y combinaciones que se pudiera imaginar. La plaza tenía una torre, un ayuntamiento con balconada y un pilón central, en el que a veces aparecía una mujer con cántaro. Según la perspectiva, podía o no salir un viejo sentado en una silla (que al parecer siempre estaba allí, dormido o cabizbajo), un perro con el rabo entre piernas y, sobre el colorín de una barbería, un anuncio de Nitrato de Chile. Era una habitación incomprensible, y sólo la mesa camilla, con hule de gallos portugueses y patas con bolillos, sobre la que había una radio portátil, una canastilla de costura y una cacerola de alubias crudas, le daba un aspecto elemental y de vida diaria.

—Pase, pase y siéntese —dijo doña Gloria, sacándose un pañuelo de la manga y recogiéndose en los lagrimales las agüillas del sueño—. Viene usted empapado.

Gregorio aceptó la invitación con una sonrisa de abatimiento y gratitud. La caja de zapatos estaba hecha papilla, tenía lluvia en el sombrero y los pies parecían seguir andando solos por debajo del agua.

—Bueno —dijo, como si justificase una travesura—, soy forastero y llevo todo el día perdido, buscando pensión.

Doña Gloria meció la cabeza en el abismo de lo irremediable.

—No es de extrañar —dijo, dulce y recóndita, como si disertase ante el auditorio de sus propias certezas—. Ha sido un día de locos. Hace un rato tampoco yo hubiera podido atenderle. Ayer noche tuvimos en casa a once caballeros de no sé qué sindicato del trigo, grandes como torres, que toda la santa noche se la pasaron abriendo y cerrando puertas, encendiendo y apagando luces y preguntándose la hora unos a otros. Una locura —e hizo una pausa para asumir la amarga evidencia de sus palabras—. Pero ya se han ido. Ahora sólo tenemos tres caballeros estables, que hace un rato se han retirado a dormir. También usted habrá venido a la celebración, ¿no es así?

—No, no —dijo Gregorio, defendiéndose de la pregunta con las manos—. He venido por cosa de negocios.

Doña Gloria suspiró:

—Y ¿cuánto tiempo piensa usted quedarse?

—Uno o dos meses, quizá menos —y entonces supo que aquel era el plazo que, sin auxilio de la inspiración ni de la audacia, exigía su proyecto.

Gregorio llevaba preparadas algunas palabras, unos pedazos de historia confusa cuyo valor consistía, más que en el contenido, en el patetismo de la elocución. Algo que, antes que justificar su conducta, disculpara por adelantado la comprensible malicia que pudiese inspirar su presencia. Pero, abreviando las formalidades, mostró su equipaje y explicó que al bajar del tren le habían robado la maleta y la cartera con los documentos. «He estado en la policía y han quedado en hacerme otros papeles», dijo, y se pasó una mano por la cara, de arriba a abajo, apurándose la piel hasta ponerse ojeras de Cristo bizantino. «Estoy agotado», añadió.

—Ha sido un día de locos —confirmó doña Gloria.

Meditó un instante, con la mirada cuajada en el vacío, y enseguida se puso a bascular en el sillón y, ganando el borde y haciendo allí palanca con los codos, consiguió incorporarse.

—Ya hablará usted con Paquita, mi sobrina, que es la que se ocupa de estos asuntos. Ahora, venga conmigo. Le enseñaré su habitación. ¡No hagamos ruido!

De pie, parecía aún más robusta. Era alta, y aunque caminaba muy encorvada, el bastón por delante y la otra mano afirmando la manta en el regazo, tenía el porte achacoso de una reina madre.

—Aquí estará usted muy bien. Esta es una casa de caballeros honrados y estables, y la más limpia y desinfectada que se pueda encontrar. Aunque claro —y se señaló la manta, encogiéndose con resignación—, ya sabe usted que los microbios están por todas partes. Yo me defiendo de ellos como puedo, abrigándome sobre todo por abajo, que es por donde suben. Lo decía mi hermano, que esté en gloria: «La política y los microbios, los peores enemigos del hombre». Y usted, ¿no estará enfermo?

—No, señora.

—Las personas enfermas traen microbios que luego se quedan aquí, y hay que combatirlos. En fin, ¿me ha dicho usted que era comerciante? —preguntó, saliendo al pasillo.

—No, no, soy viajante de vinos y aceitunas —dijo jovialmente, y salió tras ella—. Bueno, viajante y artista, si he de decirle la verdad. Escritor.

—En tiempos los artistas morían tuberculosos. Ahora, con los adelantos, llegan a viejos, ya ve usted las cosas. En este piso no, pero en otros del inmueble debe de haber todavía microbios del siglo pasado, cuando los románticos. Aquí, los más viejos calculo yo que serán de la época de la República. Algunos son grandes como piojos, y de noche se les oye salir.

Y contó, sin detenerse en su dificultoso avance, que aquella pensión la había fundado su abuela, que también se llamaba doña Gloria, en los tiempos en que los caballeros gastaban chalecos amarillos y se batían en duelo, y que ya entonces era famosa por su limpieza y honradez. Al pasar ante una puerta se oyó un golpe de tos, y doña Gloria aprovechó para explicar que los tres caballeros estables estaban allí alojados desde hacía veinte años. Ya se habían jubilado, y los tres habían sido empleados de Hacienda, además de solteros, miopes, castellanos, aficionados a la zarzuela y grandes comedores de lechuga. Ahora, apenas salían de sus habitaciones. A veces iban todavía al teatro, o a pasear por el parque, pero nunca iban juntos.

—No son malas personas, pero nunca se han querido bien. Ya ve usted las rarezas.

Explicó también que la pensión era completa. «Y usted, ¿va a comer aquí?». «No, por el momento no», dijo Gregorio. «Aunque», añadió, «espero noticias de un libro y unos pedidos, y no sé cuánto tiempo tardarán en llegar».

—También mi hermano —siguió doña Gloria— era artista. Todos los cuadros que hay en esta casa los pintó él. Se llamaba Cabrera, Aurelio Cabrera, y de apodo le decían el Cávila. A lo mejor lo ha oído nombrar, porque de joven fue pintor del Rey. Pero un día tuvo un sueño y soñó con una plaza y un burro, y tanto se obsesionó con la visión que desde entonces ya no supo pintar otra cosa. La pintó cientos de veces, y siempre decía: «No, no es así como yo la vi», y otra vez a empezar. Creía que aquel era el pueblo donde había vivido en los tiempos de una vida anterior, y hasta alguna vez dijo que a lo mejor en esa vida él había sido burro. A todos los cuadros —y se detuvo en el pasillo, señalando a las paredes con el bastón— les puso el mismo título: Los niños libres. Y ya ve, en ellos no se ve ningún niño. Siempre hay un burro, y a veces una mujer, un viejo y un perro, pero niños ninguno. Más raro era que los ratones colorados. Y usted, ¿tiene también alguna manía?

—No, señora, soy un hombre normal.

—¿Y qué libros escribe?

—Poesía, y algo de novela. Y de vez en cuando algún ensayo. ¡Lo que se puede! —dio un gritito de humilde júbilo.

Doña Gloria, con su andar errático y doliente, dobló por el pasillo. Iban a oscuras, guiados apenas por los brillos muertos de los cuadros.

—A mi hermano le gustaba mucho leer. Leer y cavilar. Tenía muchos libros, y los distinguía por el olor. Para releerlos, los olía. Cerraba los ojos, se llevaba el libro a la nariz, y con el olor se le venía otra vez a la memoria, en todos sus detalles. Yo, ¿sabe usted? —y se detuvo, bajando confidencialmente la voz—, no leo, ni apenas me muevo, para no gastarme. Tengo ochenta y siete años, y si consigo gastarme poco e irme defendiendo de los microbios, espero llegar a los cien. Hoy, sin embargo, ha sido un día de mucho gasto. A este ritmo, no duraría un año. Pero en fin —dijo, abriendo una puerta—, ésta es su habitación.

Había una cama grande de madera, muy alta, un armarlo de tres cuerpos con crestería gótica, una mesa y una silla de palo. En las paredes volvían a aparecer los cuadros de la plaza y el burro, el suelo era de baldosas de verde escoria y del techo colgaba una bombilla con tulipa. Había una ventana estrecha, de una hoja, con un visillo de estampados, que daba a un patio interior.

—¿Le gusta?

—Sí, algo así quería yo —sonrió Gregorio.

—Pues ahora le dejo, que es tarde. Mañana se entenderá con mi sobrina. El cuarto de baño lo tiene al fondo del pasillo, por allí. Y si necesita algo, no tiene más que avisar a mi sobrina. Buenas noches.

En cuanto se quedó solo, Gregorio se quitó la gabardina, el sombrero y las gafas, llevó la caja de zapatos a la mesa, sacó papel y lápiz y escribió: «Querida Angelina». Se detuvo y, ganando distancia, consideró la firmeza del trazo. Sus manos no temblaban. Su expresión debía de ser impenetrable; su mirada, fría y calculadora. El cajón de la mesa, que abrió por el solo gusto de recrearse en la exactitud y poner a prueba el virtuosismo de sus actos, estaba tapizado con unas hojas de diario amarillas, donde venían avisos necrológicos. Aguzó el oído: sólo se oía, sobre la lluvia, el canalón del patio. Miró la cama: la colcha era azul y lucía un gastado boscaje con ninfas al corro, y sobre ella, la gabardina, que pesaba como tierra y olía a plumaje hervido, había adoptado una figura de paño de Pasión. Esperó un poco más, convencido de que si conseguía no sucumbir en esos instantes a la angustia, si la miraba cara a cara sin que le flaquease el ánimo ni le temblase el pulso, quedaría a salvo de sus ataques durante el tiempo necesario para poner en marcha su proyecto. Entonces la angustia cedería ante las exigencias de la acción. Esperó, y cuando al rato se sintió seguro de la fuerza en reposo de su voluntad, volvió a tomar la pluma:

«Querida Angelina: te escribo esta carta desde un lugar secreto, que por ahora no te puedo decir. Ya te explicaré todo con más calma. Confía en mí y atiende bien lo que voy a decirte, y sigue mis instrucciones al pie de la letra, por absurdas que te parezcan, porque de eso depende mi vida y puede que la tuya. Ha llegado la hora de que conozcas la verdad. Has de saber que hace ya mucho tiempo, desde antes de conocernos, que estoy metido en política, aunque nunca te he dicho nada para no asustarte ni comprometerte. Era el gran secreto de mi vida. Cuando iba al café que tú sabes, además de la poesía iba a reunirme con los del Partido (no te puedo decir más por carta, pero ya te puedes imaginar a lo que me refiero). Yo era uno de los jefes y hace tiempo que la policía me seguía los pasos. Por eso tenía un seudónimo y me ponía gafas y sombrero. ¿Comprendes ahora todo?

»Bueno, pues cuando bajé a por pastillas para las muelas me llevé, como hacía siempre desde hace años, algo de ropa y de dinero, por si tenía que huir de repente, y nada más salir había dos hombres escondidos que me echaron el alto. Tú lo debiste oír desde arriba. Me gritaron: ¡Faroni, date preso! Así que salí corriendo y me dieron por atrás un tiro en el hombro. Pero no te asustes, el balazo fue limpio y ya estoy casi bien. Ahora, como te dije, estoy en un lugar secreto, en un sótano, y aquí seguiré algún tiempo, uno o dos meses, no creo que llegue a dos, hasta que amaine el temporal. Y ahora viene lo más importante. Quizá mañana o al otro, o cuando menos lo esperes, vaya a verte Gil, del que ya te hablé, que viste más o menos como yo y que quizá diga que se llama Dacio Gil Monroy. Te dirá que trabaja en Belson y que acaba de llegar de provincias. A saber qué es lo que te contará. Tú no le creas. Es en realidad un policía y va allí a buscar pruebas contra mí. Intentará sonsacarte. Te dirá que es amigo mío y que me conoce desde hace años. No le creas nada, porque es un hombre sin escrúpulos. Tú sólo tienes que decir que Faroni se ha ido al extranjero. No se te ocurra enseñarle ninguna foto mía, ni le digas mi verdadero nombre, ni me describas, ni digas mi edad, ni que tú eres mi mujer ni que yo vivo ahí. Dile que lo único que has oído es que Faroni se ha ido al extranjero por motivos políticos, que me dieron un tiro y conseguí escapar, que estoy grave, ni una palabra más ni una menos. Si te pregunta por el café, dile que crees que los han detenido a todos, que le han cambiado el nombre y que han cerrado la tertulia. Si te pregunta por una tal Marilín, dile que no sabes nada, o que quizá se ha ido también al extranjero. Y si te pregunta por Gregorio Olías (porque ellos creen que Faroni y Gregorio Olías son dos personas distintas, ya te lo explicaré todo), dile que tampoco sabes nada, pero que crees que está en la cárcel o escondido. Y si te pregunta quién eres tú, dile que una admiradora de Faroni. Dile que si realmente él es Dacio Gil, ya encontrará Faroni el modo de ponerse en contacto con él, y si sigue preguntándote, tú échalo de casa. Grábate bien en la cabeza todas estas cosas, no vayas a meter la pata y acabe de verdad en el extranjero o en la cárcel por tu culpa. Mañana, día 5, ve a pasear por el parque, a la glorieta de la estatua, a eso de las diez. Yo apareceré por allí y te lo contaré todo. Llévame ropa y mira que no te siga ese tal Gil. Confía en mí. Te quiere más que nunca, G.»

La carta le pareció de un verismo sencillo y magistral: con ella, no sólo se congraciaría con Angelina sino que la haría cómplice en su lucha contra Gil. La primera amenaza quedaba conjurada. Pero había otras —y aquí se levantó sombrío y empezó a desvestirse— de más difícil solución. Ante todo, había que buscar la forma de impedir que Gil entrase el próximo sábado en el café. Y no se le ocurría nada. Se le ocurría, sí, sobornar al camarero para que, pasándose por emisario de Faroni, lo detuviese en la puerta con el soplo confidencial de que el café estaba tomado por policías disfrazados de artistas y que su vida corría peligro si no huía de inmediato. Pero quizás al camarero aquel encargo le pareciese temerario. O quizás el propio Gil, irrumpiendo en la tertulia al grito de «¡Viva Faroni!, ¡mueran los secuaces!», aprovechase la ocasión de inmolarse en aras del progreso. No, no, era absolutamente necesario encontrar el modo de hablar con Gil y exigirle, en nombre del Progreso, del Partido y de la seguridad de los Contertulios, que se abstuviese por el momento de entrar en el café. Se detuvo ante el espejo: «Con tu llegada nos has delatado a todos. Gente valiosa caminando en el barro.-Eruditos chupando hierbas. Insignes académicos subiendo en marcha a trenes de ganado. Filósofos sin lentes. Un biólogo en alpargatas. Dramaturgos en paños menores. Políglotas amordazados. Esa es tu obra, pobre Dacio. Vino el químico y acabóse el mundo».

Se vio en calzoncillos, como si el del espejo fuese Gil y, desde el otro lado, él lo mirase con la piedad triunfante del desprecio. Lo amenazó con el dedo: «¡Ay, Gil Gil Gil, ¿qué Dios de ojos verdes castigará tu audacia?!», y se echó atrás, con amplitudes de orador, fijando en un desmesurado ademán estatuarlo el prometedor poder de su elocuencia. Y Gil, avergonzado por la culpa, obediente al destino, huiría de la ciudad, tal como su proyecto había previsto. Y entonces él podría volver a casa, recuperar el empleo, lavar el deshonor.

Animado por aquellas perspectivas, se puso el pijama y apagó la luz. Las campanadas de las doce, dadas en alguna iglesia próxima, dejaron en el silencio una lúgubre resonancia. Entonces, durante un instante de interminable intensidad, Gregorio se atrevió a considerar la hondura de su angustia, imaginándola como una herida de asta de toro y calculando si cabrían en ella, en forma de trapos y cartones, los años que le quedaban por vivir. Repasó los hechos de su vida, las múltiples tareas y circunstancias que lo habían llevado a aquella situación, los pecados que habría podido cometer para encontrarse allí al cabo de los años, un domingo por la noche, lejos de casa, respirando un aire que no era el suyo y compartiendo con desconocidos su silencio de siempre. Entonces oyó ladrar tras él los perros de la negra desgracia y, para escapar a su acoso, pensó en un día infantil de verano. Quizás algún día pudiese dirigir palabras claras e imborrables a un auditorio joven. «Un verano de fin de siglo, en un prado con bueyes y cornejas».

Vio venir por un camino hacia el prado al grupo de jóvenes, cantando un himno. Sin levantarse de la piedra donde estaba sentado, agitó el bastón, y los muchachos al verlo subieron los brazos, como espantapájaros, y con tan súbita energía, que las cornejas alzaron el vuelo. Uac, uac, las oyó graznar, antes de dormirse.