Agosto fue un mes monótono y pacífico. Gregorio y Angelina iban al cine y paseaban por el barrio, como en la época de novios, y no olvidaban nunca llevarle a la madre alguna golosina, que ella devoraba en su habitación, quejándose a boca llena de la mala condición de los tiempos. Al anochecer, Gregorio retrasaba seis horas el reloj, abría el atlas y viajaba por América del Norte ayudándose con un lápiz rojo y avanzando cada día distancias siempre verosímiles. En embajadas y agencias de viaje se había provisto de folletos que informaban de horarios y medios de transporte, y se atenía a ellos con rigor. Consiguió también postales de las cataratas del Niágara, de los rascacielos de Nueva York, del Pentágono y de una estampida de búfalos, que envió a Gil con una nota adjunta del biógrafo: Estas tarjetas las ha enviado Faroni para usted. No le ha escrito directamente por prudencia. ¿Cómo va ese Círculo? Suyo afectísimo, G. Olías. En ellas, describía paisajes y costumbres, hablaba de máquinas prodigiosas que descubrían las mentiras y traducían el lenguaje secreto de las flores, de luces y puertas que obedecían a la palabra y de automóviles que se gobernaban con la mente. Contó el recibimiento («entusiasta e inmerecido») que le habían hecho los artistas de América, los homenajes y discursos y la oferta, que quizás aceptase, para protagonizar una película sobre su vida, con una primera estrella de Hollywood en el papel de Marilín. En una de las tarjetas, adjuntaron breves mensajes otros miembros del Comité, cada uno con su identidad caligráfica: «También en agosto te recordamos, Dacio. No nos olvides, Marilín»; «Hello, Dacio! How do you do? I am Mark. I know by Faroni. And the Circle Cultural? Goodbye, friendly Dacio, Mark Spermann»; «Señor Gil Monroy: por Augusto me han llegado noticias de su vida. Sigo de cerca sus pensamientos y le digo: ¡Animo, muchacho!, confíe en la posteridad. Afectuosamente, Santos Merlín».
Gregorio, por su parte, no mintió en sus sentimientos; a pesar de todo estaba triste, bien por la añoranza de su soledad de artista, bien «porque a lo mejor me estoy haciendo viejo», le decía, y estaba pensando muy seriamente en marcharse al campo en busca de la paz esencial. «Te envidio, Dacio, porque el progreso es sólo vanidad; la gloria, un poco de ceniza, y la vida un sueño sin sentido». En el fondo, sus cartas eran humildes y sinceras, y en una de ellas se atrevió a decir: «A veces pienso que soy una ilusión de mi biógrafo». Sin Gil, sin la tertulia, publicado el libro, concluida la obra y despachadas las cartas de América, Gregorio sospechó que había llegado al final de la farsa. No se sentía con fuerzas para retomarla en otoño, y las pocas que le quedaban había que guardarlas para tramar un desenlace, saludar al público y correr el telón.
Tal era su estado de ánimo cuando el 2 de septiembre llamó Gil. Había recibido las tarjetas, incluida la del Comité, y estaba ofuscado con tantas atenciones y buenas palabras. Eso fue lo primero que le dijo:
—¿Cómo podré agradecer que personalidades de tanto relumbre se acuerden desde América de un pobre vendedor como yo? No me lo merezco. Por eso, les he enviado unos obsequios, me he tomado esa libertad. A la señorita Marilín me he permitido mandarle una muñeca con el traje regional de estas tierras, al señor Merlín un paquete con salchichones y chorizos típicos de aquí, que son muy ricos, y lo mismo al señor Spermann, para que los pruebe, y a usted no sabía qué mandarle y al final le he mandado una tontería, pero que es lo mejor que puedo regalar porque significa mucho para mí. Es la navaja de mi padre. No he encontrado mejor forma de demostrarle mi agradecimiento. Yo, prefiero hacer el ridículo antes que pasar por un hombre desagradecido.
Gregorio, desarmado ante aquella humilde lección de lealtad, balbució unas palabras en nombre de los del Comité. Enseguida, pasaron a hablar de los prodigios del viaje. Gregorio contestó a las preguntas con más oficio que devoción, y en un tono lacónico que se hizo jovial cuando, en una pausa, preguntó:
—Por cierto, y ¿cómo va ese plan?
—¿El plan? ¡Ah, no sé, supongo que mal! —se entristeció Gil.
—¿No sabes?
Pues no, porque no va a salir, ya verá como no —dijo sombrío.
—Bueno, si me lo cuentas, a lo mejor puedo ayudarte.
—No, no quiero molestarle. Lo siento.
—Pero, Dacio, ¿desde cuándo hay secretos entre nosotros? ¿No te he contado yo todo sobre mi vida, incluso lo que no he contado a nadie?
—Si ya lo sé, señor Faroni, y por eso le pido perdón. ¿Me perdona, aunque no lo merezco?
Y tanto pidió perdón, y tanto dijo que no lo merecía, y tanto insistió no obstante en ser perdonado, que Gregorio lo perdonó, sin saber de qué ni para qué.
A partir de ese día, tampoco Gregorio supo con claridad por qué las conversaciones se hicieron misteriosas. Durante septiembre hablaron de América y de las tertulias americanas, pero enseguida los diálogos languidecían bajo el hechizo de silencios vagamente elocuentes. Hablaban de algo y, de pronto, callaban como deslumbrados por una sugestión. Gregorio dudaba si atribuir aquel devaneo a la veteranía de las relaciones, que los condenaba a un cansancio de cónyuges felices donde los sobreentendidos hacían inútiles las palabras, o era que los obsequios de Gil le habían renovado los escrúpulos y había perdido el placer de la ficción y, con él, la maestría de su oficio. La navaja, sobre todo, lo puso al borde de la claudicación. Era una navaja de lo más vulgar, con cachas de tornasoles y hoja herrumbrosa y mellada que olía a pescadilla. Pero él la miraba como el botín que hubiera ganado tras muchos años de asedio. Los otros regalos, sin embargo, no le correspondían. Esto lo tenía claro. Así que una mañana se levantó con la convicción, absurda y exacta, de que debía entregarlos a sus dueños legítimos. Ni siquiera pensó que aquellas buenas intenciones fuesen un pretexto para volver por el café. En efecto, temía que con el libro hubieran descubierto el engaño y que se burlasen de él, preguntándole por Hemingway o por sus viajes al Ártico o a la selva. Pues bien, ahora, con la muñeca regional y los embutidos, quizá pudiese responder a la burla con otra más sutil: casi un sarcasmo.
Esa esperanza, oscuramente lo animó. Al segundo sábado de septiembre se apostó en una esquina, con los paquetes bajo el brazo, y espió desde allí la llegada del maestro, de Marilín y de la comitiva, pero no se atrevió a entrar, y mucho menos a abordarlos. Se sentía acorralado y sin saber qué hacer. Caminó arriba y abajo de la acera, miró por los cristales (con tanta precaución que no vio nada), decidió irse, volvió, se apostó otra vez en la esquina, conteniendo la temeridad con el miedo y el miedo con la temeridad, hasta que al fin consiguió reunir en un punto ambos sentimientos, se caló el sombrero y, oponiendo el perfil, entró al salón y se escondió tras la pilastra. Con asomos de gánster, vislumbró el pelo de Marilín y las manos creadoras y etéreas del maestro. Al rato oyó risas y de repente tuvo la certeza de que estaban hablando de él.
—¿De quién hablan? —le echó el aliento a un joven que se recostaba al otro lado de la pilastra.
—De poesía.
«Entonces, ya está», se dijo, y buscó alrededor por dónde huir. Un reguero de frío le bajó por la espalda y lo dejó sin voluntad para la fuga. En algún lugar de su ilimitado espanto, vio la gaviota que salía de la cubierta del libro y venía a su encuentro, haciéndose cada vez más grande. Entonces cerró los ojos y la oyó chillar dentro de la cabeza, y los chillidos se confundían con las risas y gritos de los contertulios. ¡Dios mío! ¿Y si lo descubrían y lo llamaban? «¡Eh, Faroni, sal aquí, hombre, y cuéntanos lo de Bagdad y los secuaces!». Aflojado contra la pilastra, de pronto tuvo una visión fugaz ‘intensa y completa de su vida, no como una secuencia en el tiempo sino como una tira de viñetas cómicas, pero también entrevió la imagen global del hombre pacífico y prudente, e identificándose con ella sintió lástima por el otro y se avergonzó de él, como de un sátiro en la familia. Cuando estaba juntando fuerzas para huir (y se imaginó a sí mismo ganando la calle con una embestida de búfalo, y a la vez como un diablo retrocediendo ante una exorcisión, pero en ambos casos dejando atrás un desorden de injurias y embutidos), el joven del otro lado, se asomó y dijo:
—Creo que de Petrarca.
En ese instante concluyó la tertulia. Crecido ante la visión terrible de una desdicha finalmente infundada, que quizás en desagravio le garantizase un éxito inminente, salió afuera y esperó bajo el toldo. Apenas apareció el maestro, que venía con Marilín y escoltados ambos por el grupo de jóvenes, Gregorio se destacó ante él y le puso un índice en el pecho:
—Maestro —le dijo—, ¿ha leído el libro de Faroni?
—¿De Faroni? —y se volvió al grupo, obteniendo al momento una mirada solidaria de asombro.
—Sí, el libro de poesías que le dio el camarero. Se titula Versos completos de la vida artística. Faroni, sabe usted, no se lo pudo entregar en mano porque estaba en América del Norte.
El maestro reflexionó un instante y una sombra le oscureció la frente, como una mano que hace un pase de magia ante unos ojos débilmente cerrados.
—¡Ah, ya recuerdo! —dijo, y su voz cobró una pureza de dicción y una riqueza de matices que a Gregorio le recordó un manantial alpino—. Muy hermoso. Atrevido. Ingenuo o extraño, no sabría qué decir.
Juntó los dedos abiertos de las manos y, apoyando los pulgares en el esternón y la punta de los índices en la barbilla, bajó la cabeza y se quedó profundamente pensativo. Todos lo miraban expectantes, e incluso algunos transeúntes se habían parado a curiosear y se asomaban de puntillas por detrás del corro. Y, sin embargo, fue todo muy rápido. Enseguida, con una inhalación tan cumplida que parecía que iba a echarse a flotar, subió la cabeza, abrió los ojos y dijo:
—Una curiosa y sofisticada pieza artística de la parodia popular.
Gregorio lo miró atónito:
—¿De verdad le gustó?
—Un libro notable. Extraño. Lúdico. Juvenil —y miró a los otros, iluminándolos con una sonrisa.
Gregorio volvió a tocarle el pecho.
—¿Sabe? —dijo—. Yo, yo soy Faroni —aunque su intención primera era decir: «¿Sabe? Yo soy Gregorio Olías, el biógrafo de Faroni».
El otro enarcó apreciativamente las cejas y Gregorio, sin esperar más, le mostró los paquetes.
—Un admirador me ha dado esto para ustedes. Se llama Dacio Gil Monroy, y es químico y pensador. Un detalle sin importancia, que ruego acepten —y antes de que abriesen los regalos, le dio una palmada en el hombro al maestro al tiempo que tras las gafas guiñaba un ojo a Marilín. Acto seguido, llevándose dos dedos al sombrero, saludó a los demás y desapareció a toda prisa.
Esa noche, apenas se metió en la cama, le dijo a Angelina:
—¿Te acuerdas que tú te reías de que yo era un buen poeta?
—Ya estamos.
—Pues ríete, pero hoy se ha hablado de mí en la tertulia. El maestro ha dicho de mí que soy poco menos que un genio, una figura del arte popular.
Angelina, en la oscuridad, musitó algo.
—¿Qué dices? —preguntó Gregorio.
—Nada, estoy rezando.
—Yo he sido el primer sorprendido. No es que no creyera en mí, pero, claro, imagínate lo que es oírlo en boca del maestro. Me dijo que el libro era muy hermoso y de los mejores que él había leído. Yo le dije: «Pero, ¿de verdad?», y él contestó: «Sí señor, un libro muy hermoso», y todos estaban de acuerdo con él —y hablaba con una sinceridad que a él mismo le resultaba extraña.
—Lo que pasa es que se están riendo de ti. Y tú sin darte cuenta —dijo Angelina, sin alterar el tono salmódico del rezo.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre? —murmuró amargamente Gregorio—. Con razón dice el refrán que nadie es profeta en su tierra. Y además, aunque se rían de mí. Bueno, ¿y qué? Mejor es eso que no que a uno lo ignoren.
—Tontunas.
—Me ha dicho también que escriba más libros, que no se me ocurra dejar de escribir.
—¿Con qué dinero?
—No sé. Lo podemos mandar a un concurso. Esta vez seguro que gana.
—Eso dijiste la otra vez.
—Pero ahora es distinto. Lo difícil siempre es empezar. Además, ahora voy a escribir una novela. Con mi nombre, Gregorio Olías. Ya tengo el título pensado. Se llamará Faroni, a secas, y será la historia de un artista incomprendido —y se sintió tan sobrado de fuerzas para componerla, que de pronto tuvo de ella una visión espléndida y real, y con todos los pormenores de estilo, trama y personajes.
—Es como si ya estuviese escrita —dijo, en un tono dulce y sobrecogido, como si hablase por boca de un espíritu.
Angelina no supo qué responder. Se persignó, apagó la luz y sólo al rato dijo: «Tontunas», y también a ella le salió una voz ajena, que Gregorio nunca le había oído.
El lunes, 29 de septiembre, después de un domingo de desazones y súbitas euforias, Gregorio se levantó en un lamentable estado de ansiedad. A pesar del éxito reciente, que por momentos parecía dar alas a sus ambiciones, su optimismo no tardó en enturbiarse con la sospecha de si realmente no se habrían reído de él, o si los elogios no equivaldrían a una cortesía de circunstancias. Así que de nuevo sintió el futuro como una amenaza ineludible. Necesitaba poner orden en su vida, encontrar el punto de equilibrio que, conciliando la verdad y la apariencia, le permitiese el descanso de una identidad definitiva. Mientras se afeitaba, de pronto decidió que sólo le quedaba una salida: darle un plazo a Gil para la inauguración del Círculo. Era la única forma de que la situación, empantanada en el fango de las repeticiones, tomase un nuevo rumbo. Y hasta podría ocurrir que allí, cara a cara, se atreviese a desbaratar la farsa, con argumentos que ya tendría ocasión de urdir, poniendo fin a lo que ya iba pareciéndose mucho a una pesadilla. Y para dar a la decisión un carácter irrevocable, escribió la fecha en el cuaderno: 29 de octubre. Siguiendo el curso de una reflexión feliz, fijó el próximo jueves para comunicar que si la inauguración no era en octubre no sería ya nunca. Antes, quería anunciarlo en casa, pues de ese modo ya no podría ceder a los pretextos y súplicas de Gil.
Apenas llegó a casa, le dijo a Angelina que pronto tendría que hacer un viaje por cuenta de la empresa.
—A una subasta de vinos —añadió, saliendo hacia el baño.
Al rato, Angelina preguntó de lejos:
—Y en ese viaje, ¿te pagan?
—¡No sé, a lo mejor! —se vio gritar en el espejo.
—Y ¿a dónde vas?
—A un pueblo, no recuerdo el nombre, me parece que se llama Quínola, o algo parecido.
—¿Quínola?
—Sí, es un pueblo agrícola, estepario.
—Y ¿vas solo?
—Con uno de los jefes. Don Crispín Pallavoy, un tipo de sangre azul, marqués o algo así —y se quedó admirado de sus buenos reflejos.
—¿Qué pasa ahora? —gritó la madre desde su dormitorio.
—¡Qué Gregorio se va de viaje!
—¿A qué?
—¡Dice que a comprar vino!
—¿A comprar vino? ¡Mentira podrida! ¡Irá a lucir el tipo, o a saber qué irá a hacer!
Gregorio esperó en el baño hasta que se sintió confiado en su capacidad para compadecer y despreciar. Luego salió silbando y se sentó, con ostensible desenfado, a leer el periódico.
—Y entonces, ese viaje, ¿cuándo es?
—No sé, el veintinueve es la subasta, así que saldremos el veintiocho, o el veintisiete, ¿no?
—Ah, tú sabrás. Y ¿qué pintas tú allí?
—Hombre, pues para llevar las cuentas y vigilar la carga, ¿no?
—No sé, es todo tan raro.
Así estuvieron, forcejeando vanamente, sin conseguir salir de aquel círculo de preguntas incrédulas y respuestas fáciles y precisas (demasiado fáciles de creer para ser ciertas, demasiado precisas para parecer espontáneas), hasta que al rato Gregorio recordó una vez más que la mentira sólo resulta verosímil si tiene algo de intrincada, de incomprensible como la vida misma. Pero la idea de inventar algo que alterase la armonía del proyecto y lo perdiese en cambio por vericuetos extenuantes, le produjo un cansancio próximo a la náusea. Entonces apeló a los reproches. Habló de directores y gerentes que volaban por todo el mundo sin más equipaje que un carterín de piel y una bolsa de aseo. Hizo un canto de aquel modo de vida y al final afirmó que eso era lo que le hubiera gustado hacer a él: «Yo tenía que haberme ido a la selva y haberte dado a elegir entre la selva y yo o tu madre y la costura», dijo amargamente. «Pero me quedé por ti, entré en una oficina por ti», y fue alzando la voz, «y ahora, ¿qué soy?, un hombre medio calvo que escribe poesías. Esa es la historia de mi vida, ahí tienen ustedes el esquema de un hombre. Te lo dije, no me digas que no. Te dije, “vámonos al Amazonas”, y tú, “aquí se está bien, aquí se está bien”. Aquí, con el perrito, y los hilos, y los retratos de papaíto. Aquí bien calentitos todos. Y me dijiste: “Anda, Gregorio, arregla ese reloj, verás como puedes”. ¡Y arreglando ese puto reloj me he pasado la vida! Y entre el reloj y los rosarios me he ido quedando, ¿ves?», y aunque iba a decir que con el alma triste, dijo: «¡Me he ido quedando con la polla triste!», y se sintió espantado de aquellas palabras. Pero no se arrepintió. Tiró el periódico al aire y gritó con todas sus fuerzas:
—¡¡Me cago en los hilos y en el militar y en todos los santos de esta puta casa!! —y con el mismo impulso del grito llegó hasta donde estaba Angelina y le puso una mano en el hombro.
—¡¡No he querido decir eso!! ¡¡Perdóname!! —voceó.
—Si ya lo sé. Son cosas que se dicen.
Desde arriba la vio con las rodillas juntas y una horquilla en el pelo.
—¡¡Yo no quiero que sufras!! —dijo, sin encontrar la forma de dejar de gritar.
—Si no sufro —susurró Angelina.
—¡¡Lo de la selva es mentira, y lo otro también!!
—Si ya lo sé.
—¡¡Pero lo del pueblo es verdad, ¿sabes?!! ¡¡Tengo que ir aunque no quiero!! ¡¡Por eso me he enfadado!! ¡¡Por un lado el jefe, por otro tú, cada uno diciendo una cosa!!
—Perdóname, yo no sabía. No vayas a pensar mal.
—¡¡Si ya lo sé, si no pienso mal!!
La besó en el pelo, hundiéndose en su olor, y esa noche apenas pudo dormir, sobresaltado por bruscas acometidas de arrepentimiento y de ternura.
El jueves, 1 de octubre, Gregorio estuvo todo el día tan abstraído con los pormenores del viaje, que de pronto se dio cuenta de que había atardecido, de que era hora de irse y de que Gil no había llamado. «¿Qué habrá ocurrido?», pensó. Salió al sendero de arena, traspuso la verja y, ya en la calle, se paró de golpe, se rascó el entrecejo y se preguntó: «¿Qué le habrá ocurrido a Gil?». Para esquivar las preguntas de Angelina, llegó a casa pretextando un horrible dolor de muelas. Angelina le hizo un sopicaldo que él comió soplando cada cucharada y cabeceando con pesar. Tan sinceramente hacía su papel que, cuando se acostó y apagó la luz, siguió con una mano en la mejilla hasta descubrir que los trabajos de la apariencia le habían producido un leve pero indudable malestar. A las doce se levantó, con la idea de ensayar el discurso de apertura y esbozar la trama de la novela sobre Faroni. Pero apenas había escrito el título le volvió el fingido (o real, ya no sabía) dolor de muelas. Se levantó, fue hasta la ventana, fijó la vista en el cerco del farol y se dijo: «¿Qué le habrá ocurrido a Gil?». Su tono era patético, y el dolor de muelas no acababa de regresar a la ilusión.
El viernes se levantó libre de presagios. Había decidido que Gil tenía anginas y que sus conjeturas de ayer eran tan infundadas como el dolor imaginario: «Figuraciones de poeta». Salió silbando de casa y regresó silbando y durante todo el día luchó sin tregua contra la tentación de un miedo sombrío e indescifrable. Y debió de vencer, porque al otro día, fue abrir los ojos y descubrir que era un hombre feliz y en paz con su conciencia. «Todo en orden», se dijo ante el espejo.
Apenas empezó a trabajar, sintió la sencillez magistral de la vida, la plenitud de los placeres cotidianos, la promesa continuamente cumplida, pero siempre pospuesta, de cada instante. Encordaba paquetes, hacía nudos, manejaba con virtuosismo las tijeras, los dedos, el cordel, el lápiz, gobernaba el fuego y la escritura, y cada útil que empleaba volvía de nuevo a su lugar. «Las dulzuras del orden», se dijo. De vez en cuando se rascaba las palmas de las manos, y luego los tobillos. La lámpara de alcohol proyectaba las sombras en el muro y también allí se repetía el lento prodigio del orden. Para confirmar aquel dulce misterio, Gregorio compuso con las manos la figura del lobo comedor y durante un rato lo vio comer y aullar en la pared.
A las diez le dio cuerda al reloj y comenzó a pasar a máquina las direcciones de los bultos. Sin peligro de distraerse, pensó en la navidad, en mazapanes, turrones y zambombas. Pensó en la primavera, y vio un prado y un arroyito con flores y renacuajos en la orilla.
Hacia las once se concedió un descanso y empezó a sentir sueño. «Las mañanitas de abril», se dijo. Cerró los ojos y pensó o soñó con un eucalipto y un perro chico. Vio otra vez la casa de la infancia, alterada definitivamente en el recuerdo por la casa apócrifa de sus noches en vela. Vio una sombra de mujer cruzando las altas ventanas de la torre y oyó que le decían al oído: «Gregorio, Gregorio, corre a casa que va a salir la luna». Entonces se acercó al umbral, se puso de puntillas (pues era un niño y vestía de Primera Comunión, aunque con sombrero de gánster y gafas metálicas de sol) y pulsó el timbre. El estruendo lo levantó en vilo de la silla. Se frotó los ojos y miró la hora: las doce menos veinte.
Y, sin embargo, ¿qué ocurría? ¿Estaría soñando aún? Porque el timbre del sueño no había dejado de sonar. Miró alrededor, intentando comprender en qué laberinto de la realidad se había extraviado, hasta que de pronto sus ojos se detuvieron en la mesa: el teléfono repicaba con tal apremio que le pareció que se estremecía en el soporte, como en los dibujos cómicos. Alcanzó a pensar que en catorce años nunca había sonado el teléfono en sábado, y en ese instante tuvo un presentimiento del que sólo percibió su condición sombría y amenazante. Vio su sombra en el muro tomar el aparato y echarse atrás. No dijo nada, y su perfil no se alteró cuando oyó gritar al otro lado:
—¡Señor Faroni! ¿Me oye? ¡Soy yo, soy Dacio! ¡Vuelvo a la ciudad! ¡Mañana mismo vuelvo a la ciudad! ¿Me oye, señor Faroni, me oye usted?
Al día siguiente, 4 de octubre, Gregorio recordaría no sin cierto orgullo cómo dijo, con voz cavernosa: «Faroni no está aquí. Se ha marchado», y cómo colgó el teléfono, sin prisas, sin hablar, oyendo cada vez más lejos el clamor desatado de Gil.
Oscuramente supo que el temor había previsto aquel desenlace. No sintió vértigo ni asombro. No miró afuera ni encendió un cigarrillo. No se concedió un solo instante de pánico o de duda. Al contrario: una suerte de lúcida fatalidad lo dispuso a la acción. Como si cumpliese un plan largamente ideado, y sin errar un solo movimiento, ordenó los paquetes, guardó en un cajón los útiles de trabajo, limpió la mesa, tomó papel y lápiz, se santiguó y escribió de un tirón:
«Muy señores míos: razones familiares graves me obligan a abandonar precipitadamente la ciudad. No sé cuánto tiempo estaré fuera, pero a mi vuelta les explicaré los motivos de mi marcha, que espero sabrán comprender. Hubiera deseado despedirme personalmente de ustedes, pero el tren sale dentro de media hora y sólo tengo tiempo para disculparme. Les ruego tengan a bien reservarme el puesto hasta mi vuelta. Respetuosamente,
Olías».
Dejó el mensaje en el rincón acordado, sobre las cartas comerciales listas para el correo. Luego se levantó, corrigió dos veces la posición de la carta para destacarla de la correspondencia cotidiana, sopló la lamparilla de alcohol, se subió las solapas, echó una última mirada sobre el hombro y en cuatro zancadas, casi incorpóreo por la ilusión de que caminaba de perfil, y seducido por su propio sigilo, cruzó el sendero y alcanzó la calle. «¡Pingüino a salvo!», exclamó, juntándose a las paredes y acelerando el paso.
Regresó a casa y se sentó a esperar una señal. Era extraño: no sentía angustia. Por más que se decía a sí mismo, animándose a la desgracia, «¿no ves, desdichado, dónde te has metido?, ¿qué será de ti ahora, perro sin amo?», y otras muchas recriminaciones y advertencias, no conseguía sino confirmarse en la precisión arbitraria de sus actos. Después de comer, con más aplicación que apetito, sacó las piezas del reloj y se dio a armarlo como en los tiempos jóvenes. Tal era el poder de su voluntad y el rigor paciente de sus dedos, que después de dos horas logró que funcionase por primera vez en veinticuatro años. ¿Era aquélla la señal que esperaba? Angelina, que cosía remota en su idílica viñeta otoñal, levantó los ojos y dijo. «Lo has conseguido, Gregorio. ¿Ves? Cuando tú quieres eres un hombre que da gusto contigo». Siguieron fascinados el incierto tictac y, cuando a los pocos minutos se detuvo, comenzaron a oír los primeros titubeos de la lluvia. «Está empezando a llover», dijo uno de los dos, y el tiempo recuperó entonces su ritmo natural.
Gregorio cerró los ojos, y ya empezaba a cortejar de nuevo la desgracia, cuando se dio cuenta de que estaba quedándose dormido. Habían pasado muchos años y he aquí que estaba de nuevo en el sillón, a salvo otra vez de las amenazas del mundo. «Mientras duerma, nada debo temer», se dijo. Se encogió feliz, y ya estaba borrándose su voluntad cuando lo despertó el cascabel del perro. Había atardecido y en la cocina se oía el crepitar del aceite, remedado de lejos por la salmodia de la lluvia. Sólo entonces la realidad empezó a revelarse en toda su deslumbrante magnitud. Sólo entonces entendió que, desde que llamó Gil, llevaba todo el día combatiendo la desesperación con la inconsciencia y que por eso se retrasaba tanto la desgracia. Incluso había hecho planes inconscientes que ahora empezaba a vislumbrar.
Y también inconscientemente se había enfrentado al bochorno de presentarse ante Gil (y se veía allí: bajito, feo, viejo, cínico y anónimo) y decirle: «Yo soy Faroni, el que fuese ingeniero, conspirador, poeta, viajero universal, hermoso y joven como en el retrato, prófugo y políglota, y ésta es la tertulia y aquí está Marilín y éste es Gil, Dacio Gil, el químico del páramo, el feliz corrector de la fábula del cuervo: señores, un fuerte aplauso para él».
¿Cómo soportar la ira, el estupor del hombre escarnecido, arrancado de una vida segura por las artes ilusionistas de un vulgar farsante? Inconscientemente rechazó la posibilidad de aparecer como Gregorio Olías, pues faltaban todas las circunstancias que diesen sentido a su existencia de biógrafo. ¿Pedir perdón entonces, pasar el trago, envejecer en el oprobio? Y así, fue rechazando cada solución, las más sencillas, las más arduas y las más absurdas, pero también inconscientemente reparó en una que era mezcla de las tres cualidades, y aquí ahincó el paso, aturdido por la convicción de que aquel recurso, aunque desesperado, era el único posible. Incapaz de cualquier decisión, apenas llegó a casa, se dijo: «Que las cosas decidan por mí», y se sentó a esperar una señal.
Y ahora era ya de noche, había dejado de llover, y la señal no había llegado aún. Ahora, las piezas esparcidas de su conciencia se habían reunido al fin. Era, pues, el momento de preguntarse: «¿Qué voy a hacer?, ¿qué será de mi vida?». Pero quizá no había alcanzado la plenitud de la desgracia, o bien su instinto de supervivencia permanecía aún aletargado. Sólo sentía amargura, algo amorfo como un animal con las extremidades mutiladas, y seguía llamándose a si mismo pingüino, pues se había convertido de pronto en un extraño de su propia vida.
Mientras cenaban, pusieron la radio y escucharon el himno nacional. Comían en silencio, moviendo sólo los codos, y alguien arriba había empezado a correr muebles y a no saber qué hacer con ellos.
—¿Cuántos años llevamos ya de paz? —preguntó de repente la madre.
Pero nadie contestó, porque ella misma, engullendo medio tomate, dijo: «Mañana hubiera cumplido ochenta años», y sólo al rato siguió masticando, con mucha pesadumbre.
Angelina, sin levantar los ojos, preguntó:
—Y tú entonces, ¿vas a venir o no?
—¿Yo? ¿A qué? —se sobresaltó Gregorio.
—Pues, ¿a qué va a ser? A ver al General. Te lo he dicho ya tres veces.
—No, no —tartamudeó—. Yo estoy cansado. Me duelen las muelas.
—¡Siempre le duele algo a este hombre! —gritó la madre, con una ironía que el tono de reproche moral no dejó prosperar.
Gregorio no replicó: estaba, ciertamente, muy cansado. Tanto, que carecía de fuerzas para sentir siquiera la cercanía de la desgracia. «Hasta mañana queda mucho tiempo. Una eternidad», se dijo, pues estaba convencido de que su vida sólo necesitaba un instante para decidirse.
A medianoche despertó envuelto en pesadillas. Orinó largamente, escuchando el rumor de sus vísceras, y antes de volver a dormirse sintió el roce de la adversidad, y siguió sintiéndolo dentro del sueño, transitado por gentes que venían a decirle algo pero que no podían, porque apenas abrían la boca sus palabras se despedazaban como en una tinaja, y las sílabas se juntaban luego para formar mensajes absurdos: «Venin las murgas mindaladas», «trinca la mano de zotal», «devén la calva del cordel de la luna», le aconsejaban, le advertían. Al amanecer tuvo frío, intentó despertarse y fue entonces cuando creyó soñar que un mensajero se asomaba a la puerta para anunciarle que el día de la desgracia había llegado al fin: «¡Levántate, pingüino, que ya se oyen cerca los tambores!», le dijo.
Ahora eran las dos y la niña se había dormido en su silloncito de reina. El hombre de negro miraba abajo, descansado el talle sobre el barandal. De súbito, se hizo el silencio. Alguien dijo en voz baja: «Ahí viene el Caudillo». Se oyó una nota grave de trombón. Contestó un clarinete ajustando el tono en otra octava. Un trueno retumbó a lo lejos. De uno de los balcones, alguien perdió unas monedas, que se desmenuzaron por el suelo. «Ya está aquí», volvió a oírse. Entonces el director de la banda se estiró la guerrera, sacó el gañote, levantó las manos e interminablemente las mantuvo en lo alto, amenazantes y suspensas. De pronto las hundió junto con el torso en una zambullida y emergió no con el estruendo de un himno sino con un clamor de sirenas por entre el cual llegaba el chimpún distante de la música. Gregorio vio pasar un destello de luces. Detrás, como en sueños, como si un rumoroso surtidor se hubiese abierto en el centro mismo del estrépito, cruzó la motorizada; y detrás un cortejo de automóviles negros y, cerrando la marcha, un escuadrón de lanceros a caballo, cuyos airones de plumas fueron dando saltitos, cada vez más pequeños, hasta perderse en el confín.
La multitud quedó como hechizada por la rapidez e intensidad del desenlace. Arriba, el hombre de negro había desaparecido del balcón. Gregorio aprovechó aquel momento de incertidumbre general para abrirse paso hasta un pasaje de piedra, y allí se detuvo, sin saber qué hacer. Vio dos perros fornicando junto a la fachada de un palacio, con las cabezas vueltas y concertadas en una expresión alarmada de súplica. Rodeándolos, aceleró el paso, cada vez más sombrío. Anduvo sin rumbo, como si huyese de un presagio, buscando calles apartadas y esquivando a la festiva multitud, y cuando llegó a casa era ya media tarde.
Ahora, otra vez estaba allí, sentado en la penumbra, en el centro exacto de un laberinto que no sabía si interpretar como refugio o como cárcel.
—¿Dónde has estado? —preguntó Angelina.
Gregorio no respondió.
—Entonces, ¿te duelen todavía las muelas?
—Un poco las raíces —dijo Gregorio, comprendiendo que aquella respuesta era el último parapeto que le quedaba por oponer a la inminencia de la desesperación.
«Ahora Gil ya está en la ciudad», pensó, «quizás en estos momentos ande en el café preguntando por mí, intentando enterarse dónde vivo».
Apretó los ojos para escapar al terror. Volvió a oír en la memoria el tintineo de hebillas y se dijo, «cuarenta y seis años», como si con ello purgase sus culpas. Otros recuerdos saltaron en el tiempo y se encaminaron al presente, como perros famélicos que vinieran a lamer una grande herida de buey. Una de las mujeres suspiró y, por un instante, él sintió que la conciencia le rozaba la cara con su rabo de zorro. «Aún queda tiempo para descansar», se dijo, pero apenas se encogió en el sillón, pensó: «Gil viene hacia aquí, lo estoy oyendo subir las escaleras y llamar a la puerta. ¡Dios mío, el tiempo se ha cumplido! ¿Qué voy a hacer?», y entonces, coincidiendo con la revelación del mísero lugar que ocupaba en el mundo, alguien gritó en la calle: «¡Dentaduras postizas!, ¡dentaduras postizas!», y el reloj comenzó a dar las ocho. «¡La señal!», pensó Gregorio a voces. Se levantó, fingiendo —incluso entonces— un cansancio infinito.
Fue al dormitorio, llenó precipitadamente una bolsa de ropa, cogió al tacto un buen puñado de billetes, agarró la caja de zapatos y, antes de salir, ensayó en el espejo una sonrisa de ánimo. Ya en el pasillo, dijo: «Bajo un momento a por pastillas». Alcanzó la puerta, la abrió con sigilo, contó hasta cuatro, hizo la morisqueta del conjuro, se subió las solapas, se santiguó y, encogiéndose de hombros, se hundió escaleras abajo.