Capítulo XIV

Fue un invierno crudo, de cielos bajos, aire colado en los zaguanes, tirites de charcos y nortes esquineros. Invulnerable a cualquier inclemencia, Gregorio seguía trabajando en el libro, y por las tardes se aventuraba más allá de los linderos del barrio, en busca de los regalos que había prometido a Gil.

Primero encontró el catalejo de su padre almirante. Luego fueron los lentes del notario, el capelo felizmente descolorido del cardenal, la pamela parisina de Marilín y la gorra marinera que utilizó él mismo en su época de grumete. Con pequeñas pero metódicas cantidades que iba sisando del cestillo de mimbre, envió revistas y tarjetas postales de todo el mundo que encontró en puestos callejeros y en tiendas de anticuario, y objetos que atestiguaban su propio y magnífico pasado: un jipijapa de fantasía, la brújula que utilizó la expedición del Ártico, la copa que le entregó un rey en el Certamen Lírico de París y que hizo grabar con la leyenda: AL INSIGNE AUGUSTO FARONI. PRIMER PREMIO DE LA POESÍA INTERNACIONAL, y otras cosas que ilustraban con exactitud las distintas fases de su existencia imaginaria. Llegaba a casa con los trofeos, que escondía en el trastero del sótano, y mientras subía las escaleras se preguntaba en qué acabaría aquel adverso o feliz malentendido, y si le llegarían las fuerzas y la convicción para seguir manteniendo la alta imagen de Faroni, con el que tan pronto se identificaba como evocaba de un modo independiente: un tercero creado por las ambiciones y miserias de dos seres ilusos. Pero apenas iniciaba la reflexión cedía a los apremios de las visiones nocturnas y el mundo se le volvía un fantástico carrusel de cosas ciertas y fingidas, que se superponían en el vértigo de las vueltas, y entonces comprendía hasta qué punto le hastiaban los ensueños que no estuviesen unidos a la realidad por algún vínculo tangible.

Aquellos objetos le revelaron su pasado ficticio con una veracidad deslumbrante, y se pasaba las horas enriqueciéndolos con nuevos detalles y desechando otros que no se ajustaban a su temperamento o a la lógica de lo posible. Tenía, pues, un pasado ejemplar y una extensa obra, con sus indicios reales, su densidad fragmentaria y hasta con las lagunas propias del olvido. Confuso, lúcido, animoso o cansado, convenciéndose de que estaba haciendo con Gil una obra de caridad y salvando así los breves vislumbres del riesgo y la vergüenza, durante dos meses cursó puntualmente su opulenta colección de despojos.

Gil recibía alborozado las reliquias, y como su vida ambulante le impedía llevarlas consigo, alquiló un cuarto estable en la pensión de Socorrito, las dispuso con sus rótulos correspondientes y allí se pasaba las horas libres y fiestas de guardar, sin acabar nunca de maravillarse con la elocuencia de aquellos símbolos, que venían a representar el espíritu del progreso y la identidad histórica del siglo. Gregorio le había aconsejado que por el momento no enseñase a nadie aquellos tesoros de familia, para precaverse de ladrones e incrédulos, y que hasta que no se inaugurase el Círculo Cultural, el improvisado museo permanecería cerrado al público.

También le mandó o le recomendó los libros prometidos. Gil sólo conservaba algunos manuales del bachillerato y la biografía de mister Edison. Fuera de eso, apenas leía y, cuando lo intentaba, siempre sufría la duda sobre si el libro que había escogido sería o no provechoso. «Usted podría recomendarme los libros esenciales. Dirigirme», le había suplicado en más de una ocasión. Y Gregorio desempolvó sus libros de estudiante y le recomendó o le envió los Diálogos de Platón, la Poética de Aristóteles, la Summa Teologica de Santo Tomás, la Crítica de la razón pura de Kant o la Lógica de Hegel, y en literatura, comenzaron por el Majabarata y el Ramayana, con objeto de ir luego barriendo obras maestras hasta la época actual. De aquellos libros, descontados los que le envió Gregorio, Gil no encontró la mayoría, y los que encontró no los entendió.

—No estoy preparado —se lamentaba—. Y además estas cosas hay que cogerlas de chico. Como decía mi padre, «loro viejo no aprende lengua».

Pero su entusiasmo se desbordó cuando Gregorio empezó a enviarle, en tallas grandes y sabiamente envejecidas, todas las prendas de su indumentaria faroniana, desde el sombrero a los zapatos blancos, e incluidas las gafas. No pudo evitar entonces un sentimiento de inquietud, pues la farsa había alcanzado una fluidez tan natural, que lo arrastraba con su lógica y no exigía ya de ninguna invención. Y cuando un lunes de noviembre llamó Gil con el anuncio de que se había encargado a medida un atuendo idéntico al de Faroni, con sus gafas negras y todo, Gregorio descubrió con angustiada certeza que ya era tarde para volver atrás, y que lo único que podía salvarlo del peligro de un desenmascaramiento era adentrarse sin miedo en lo más espeso de la ficción. Así que la tarde en que callejeando por la parte antigua de la ciudad se detuvo ante una vitrina y vio el retrato, no lo dudó un instante.

Representaba de busto a un joven con el cabello alborotado por el viento y la mirada torturada y remota, vestido descuidadamente con una levita entre cuyas solapas se rizaba, con ondas y remansos, un pañuelo de seda a medio desceñir. Un aire de fatal melancolía empañaba sus ojos, como si hubiese descubierto en el confín el enigma de su propio y terrible destino, y el viento que todo lo agitaba parecía emanarle de la profundidad sombría del pensamiento. «Podría ser Faroni», pensó de inmediato, y en lo más hondo de su alma se reconoció sin error ni malicia. Miró hacia arriba: era una librería de viejo con umbral de madera y campanilla diáfana, a cuya seña salió de la trastienda un anciano, ajustándose los lentes.

Gregorio señaló a sus espaldas con el pulgar:

—¿Quién es ése, el del retrato?

El anciano dio unos pasos tímidos y abrigados:

—Un poeta —pronunció con dulzura.

—Y ¿qué más?

—Un poeta romántico.

—¿Cuándo vivió?

—Hace mucho tiempo. Más de un siglo.

—¿De dónde era?

—Era inglés.

«Inglés, hace más de un siglo», pensó Gregorio, calculando las posibilidades favorables. «Puedo decir que es un retrato idealizado o que lo engañé para no comprometerlo en cuestiones políticas». Y en cuanto al desajuste de la época, razonó que la levita había pasado de moda, ciertamente, pero no así el anacronismo, como le enseñaba su experiencia en el café, donde algunos llevaban capas, túnicas orientales, pellejos de oveja y otros atuendos más o menos rancios, de modo que nada antiguo parecía ser inoportuno.

Lo envió al día siguiente, con rúbrica y dedicatoria, y al otro jueves repicó el teléfono con perentoria intensidad.

—¡He recibido su retrato! —gritó Gil—. Es usted muy guapo. Parece, no sé cómo decirle, un ángel rebelde.

—Bueno, en realidad —dijo Gregorio, poniendo las cosas en su sitio—, el pintor, que es amigo mío, más que la figura lo que ha intentado es captar el espíritu.

—Pues lo ha captado de maravilla.

—Sí, porque el espíritu es lo que importa, y lo demás es secundario.

—No tanto —murmuró Gil.

—Hombre, date cuenta que ha habido escritores mancos y cojos, conquistadores enanos y filósofos jorobados, y sin embargo sus espíritus eran grandes y sin defecto. Y si tú tuvieras que pintarlos, ¿les pintarías la joroba y el muñón o el espíritu?

—El espíritu.

—Pues eso es lo que importa, el espíritu. De hecho —se le ocurrió de pronto— el retrato se titula Retrato espiritual de Faroni, y en general ahí se me ve mejor el alma que el cuerpo.

—Pero siempre se ha dicho que la cara es el espejo del alma.

—Eso es relativo. Platón por ejemplo era muy feo de cara, y ya ves qué gran filósofo fue. Y Cervantes no tenía dientes, y así muchos.

—La vida es un misterio —se sobrecogió Gil.

La vida, efectivamente, era un misterio. Cuando Gil estrenó en navidad su nueva indumentaria y llamó con ella puesta, a Gregorio, que vestía igual al otro lado, le pareció increíble haber llegado a aquella situación. Sí, la vida era un misterio, un sueño, el puñado de arena que había echado la madre en la polvera vacía. Pero, por otra parte, había ganado tanto en la conquista de la realidad, que no se sorprendió cuando un sábado, al pasar junto a Marilín al término de la tertulia, sacase fuerzas para saludarla por su nombre: «Adiós, Marilín», y que ella respondiese: «¿Cómo va eso, Faroni?». Para evitar cualquier barrunto de burla, para castigar su atrevimiento en el caso de que ésa hubiese sido su intención, aceleró los preparativos del libro.

Planeó detalladamente el original. Constaría de cuarenta y tres poesías de la adolescencia y doce nuevas, dos prólogos (uno de Gregorio Olías, con la semblanza biográfica, y otro que pensaba adjudicar a alguna ilustre personalidad extranjera) y un soneto o décima de Santos Merlín a Faroni. Durante siete noches trabajó sin descanso. Redactó primero la dedicatoria: A mis padres y abuelos. A mi tío, Ilustrísimo Félix de Olías. A Angelina. A mi amigo Dacio Gil Monroy, químico y pensador. A Gregorio Olías, mi primo y biógrafo. ¿Qué más? Pensó en Elicio, en Alicia, en Marilín, en la madre y en algunos vecinos, pero, huyendo del exceso, se limitó a añadir: A mis amigos de todo el mundo. Le pareció una dedicatoria elegante, discreta y hasta un punto enigmática.

Abordó luego los prólogos. La biografía se ajustaba a todo lo que le había contado a Gil, y contenía la relación de su obra completa, con algunos fragmentos escogidos. Le llevó poco tiempo. Pero el segundo, ¿a quién atribuirlo? ¿A un imaginario doctor Sprummer o a un personaje real, que todos conocieran? Quizás en otros tiempos se hubiese decidido por el primero, pero ahora, hambriento de realidad y saturado hasta la náusea de invenciones demasiado fantásticas, rechazó a aquella etérea criatura como si se tratase de algo deshonesto. Elegiría, pues, un personaje real.

Se concentró en nombres insignes. Desechó los nombres ilustres del país, pues su cercanía los hacía peligrosos, y después de barajar las pocas celebridades extranjeras que conocía, eligió finalmente y fue como una revelación, a Ernest Hemingway, cuyo nombre había leído alguna vez en los periódicos y al que no consideraba excesivamente famoso. Como, por otra parte, ya había muerto, nadie podría venir a desmentir el prólogo.

Volvió a la historia. Habló de un hotel en Bagdad, el Hotel de la Media Luna, de dos vasos de whisky, de una noche de junio, de una porfía sobre Platón, de una súbita revuelta armada y de cómo Hemingway y Faroni huyen en un camello a través del desierto. Seis días vagaron los fugitivos por el arenal, acechados por la sed y los espejismos. Al séptimo alcanzaron un oasis y compartieron un ramo de dátiles y un tasajo de cabra. La invención era suficiente. Añadió otros detalles de carácter realista y encaró el prólogo. Venció los prejuicios del estilo y del idioma diciéndose que la sugestión de la firma bastaría para acallar cualquier sospecha. Amagó un trazo en el aire y escribió:

«Me pide mi amigo Faroni, a quien tantas cosas debo, entre ellas la vida allá en Bagdad, que prologue sus versos de juventud, y he de decir que esto no supone para mí un compromiso sino por el contrario un gran honor. Y sin embargo, ¡menudo papeleo en la oficina nocturna de la inspiración hablar de Faroni! Porque por un lado su talento artístico y su valía humana lo convierten en una de las figuras más apasionantes de nuestra época…».

Se detuvo, pensó largo rato y prosiguió:

«… en una de las más cristalinas y apasionantes figuras de nuestra época, pero por otro, ¿quién es ese ser infausto y misterioso del que nadie sabe nada cierto salvo unos pocos elegidos, entre los que hay que destacar a su gentil y no menos infausto biógrafo, Gregorio Olías? ¿Qué decir de él si las blasfemias no lo hieren y los halagos no lo alcanzan? Faroni es la brisa mágica de un ideal de oro. Humo y oro es su obra, confiscada sin duda, por sicarios de precio, en algún tenebroso lugar. Mas, ¿qué importa? Ni nosotros, ni las generaciones venideras, perderemos nunca la esperanza de salvarla de su cautiverio, como en la Edad Media los cristianos a Jerusalén».

No sin pesadumbre tachó la referencia histórica, y siguió:

«Pero aunque no lo consiguiéramos, aunque la empresa sucumbiese en el proceloso piélago de la fatalidad, y el negro olvido nos cubriese con su fúnebre e inmisericorde ropaje, quedarían aún los fragmentos, tendidos al futuro por la inocente mano de un bandido, cuyo resplandor bastaría para alumbrar la ingente grandeza del autor. Y aunque no quedase nada, ni siquiera una línea, bastaría con la garantía de su existencia para recordarlo eternamente. Ninguna inclemente adversidad, ninguna vil conjura, podrá destruir nunca la magia eterna de su nombre».

Releyó sobrecogido el último párrafo. ¿Qué asombrosa fortuna le habría concedido el privilegio de tan altas palabras? ¿Al dictado de qué soplo acudía, puntual e inocente, la mano del bandido? ¿Sería de verdad un genio en bruto, como sugerían aquellos vislumbres? «La esperanza es delicada como un pájaro», improvisó de viva voz, «como la rosa en junio. No la expongamos a dedos incrédulos». Le pareció entonces que estaba extraviándose en un tono demasiado subido para lo que pedía la situación. «Busquemos palabras nutritivas, de menos golosina», pensó, «la palabra lenteja, el menú que engorda y da eructos, el tocinete del concepto, la morcilleja de un refrán», y temeroso de enredarse en aquella retahíla, añadió: «el coño de la hipótesis, los sobacos de la definición, la polla de la idea», y sintió que ahora, purificado por el exabrupto, podría volver a un tono más cordial. Puso punto y aparte y en apenas dos horas concluyó felizmente el prólogo:

«Recordaréis, amables lectores, aquella escena de la Biblia en que uno de los apóstoles pidió tocar las llagas de Cristo para creer en él. De igual manera, sólo los que poseen una fe ilimitada en el arte, creerán en Faroni sin necesidad de conocer sus obras. Pero, para los incrédulos, para los que necesitan tocar las llagas, o como diría él, “tocar la frágil rosa estival”, aquí está su libro, con algunas de las poesías de juventud.

»Prepárate ya, lector, para traspasar el umbral del misterio y entrar en el mundo de las palabras mágicas. Porque en los versos de Faroni las palabras se hacen nuevas. Leed por ejemplo aquello de:

“Más deprisa canta el mirlo

mirando el agua correr,

y más fuerte llora mi alma

según se va tu querer…”

»Recitad las palabras una a una, saboreando bien el sonido, cerrad los ojos y veréis cómo al mirlo le nacen plumas y gorjeos, y el agua se os mete, cristalina y susurrante, en las orejas. Ese es su talento. Esa es su grandeza para quien la sepa merecer. Ante estas poesías primerizas de juventud, uno se pregunta qué maravillas esconderá el resto de su obra.

»No remuevas, lector, las llagas del maestro. Y para ti, amigo Faroni, allá donde estés, un abrazo sincero de tu camarada y admirador.

Ernest Hemingway».

En la quinta y sexta noche compuso la décima de Santos Merlín, que le salió doble:

No hay duda, según entiendo,

sobre lo que he de decir,

ni tampoco descubrir

una novedad pretendo,

pues a nadie creo que ofendo

si digo que yo me sé

lo que bien alto diré:

que entre todos los artistas

que van a los Ensayistas

o a cualquier otro café,

hay uno (nadie se asombre).

que es de todos admirado,

y si aún no lo has acertado

te declararé su nombre:

es, por artista y por hombre,

no faro ni fulgor vivo,

sino lucero que altivo

relumbra en la oscuridad,

su patria es la inmensidad:

¿cuál será su apelativo?

Santos Merlín.

Al amanecer del séptimo día, conteniendo la euforia y oyendo a lo lejos las primeras cornetas, se acostó, cerró los ojos y, sin pensar en nada, sintió cómo el cansancio le salía del cuerpo y lo dejaba en un estado de livianía inerme. Era un martes de enero.

El miércoles se hizo una foto de estudio para la contraportada. Posó de medio cuerpo y de perfil, enmascarado por el sombrero bajo, las solapas y las gafas de sol, con un cigarrillo humeante en los labios y finalmente envuelto, por la técnica y el retocado, en una luz vaporosa que difuminaba los contornos y le daba un aire de actor de cine negro. Aquel era el héroe que había soñado ser en su adolescencia. Examinó la expresión enigmática, sin fecha ni lugar, el dominio secreto de las pasiones y el porte privilegiadamente melancólico, y reconoció sin error al poeta romántico inglés que un siglo más tarde, después de sufrir la mutación que exigen las modas y los tiempos, seguía mirando fascinado el mismo punto remoto del vacío. Entonces se le ocurrió una idea. Vio por allí unos decorados idílicos y pidió al fotógrafo que lo retratase con ellos al fondo. Había pensado ilustrar el libro con motivos reales, dándole así a la obra un cierto carácter de documento lírico. Entre otros, había un telón blanco, la silueta de un barco, una arquería moruna y una selva. En todas se sobrepuso de perfil y medio cuerpo, y ordenó matar el fondo para que no se advirtiera el artificio. El fotógrafo le ofreció vestidos apropiados. Aceptó un gorro de piel de castor para el telón blanco, un casco de explorador y un fusil para la selva y una gorra de capitán para el barco, pero no renunció a la gabardina, y sólo en la última toma se deslazó el pañuelo y, con ayuda de un ventilador, lo dejó flotar sobre un horizonte tropical de palmeras. Ya en casa, fue escribiendo al pie de cada foto: Faroni en el Ártico, Faroni en la selva amazónica, Faroni en Bagdad, Faroni en los mares del Sur. Se vio tan ilusorio, y al mismo tiempo tan milagrosamente real, que no supo si sentirse humillado o enaltecido por un equívoco donde los riesgos se mezclaban con las ventajas hasta confundirse en ellas por completo.

Al día siguiente entregó el original en la imprenta. Antes de que nadie le preguntara, se adelantó explicando que él era un amigo del autor, que el tal Faroni era un primo suyo que vivía en París y que él se llamaba Gregorio Olías, biógrafo del poeta —y al decir su nombre tuvo la sensación de que estaba mintiendo, y se alegró de que aquel sentimiento fuese ya posible. Eligió un modelo en papel tela y tamaño infólio, describió el dibujo para la cubierta y cerró el trato sin regatear, adelantando el 30% del importe.

Esperó dos meses y diez días. Al principio iba a la imprenta, que quedaba en un sótano, tras una pequeña puerta de hierro a la que se bajaba por tres escalones de mezcla. Pero no se atrevía a entrar. Espiaba por un ventanillo sucio con tela de alambre y se recreaba en el olor a papel, a tinta y a grasa. Luego, desazonado por la espera, buscó mejores formas de combatir el tiempo. Intentó primero hacer dos cosas a la vez, pensando que los instantes venían a ser recipientes que antes se colmarían cuanto mayor fuese el caudal de la acción. Si leía el periódico (en busca de noticias de Hemingway, de Bagdad, de Roma, del Ártico, y de otras ciudades, lugares y hechos que confirmaran su existencia hipotética), tenía también que silbar o limarse las uñas; si miraba las nubes debía concentrarse en el recuerdo de una mirada anterior. Se peinaba afeitándose, comía cantando, hablaba escribiendo, y en momentos de gran inspiración hacía coincidir los cinco sentidos y las tres potencias del alma: olía una hoja, miraba un pájaro, acariciaba un hierro, degustaba una hierba, oía un reloj, pensaba en Platón, recordaba algún episodio de la infancia y se imaginaba un torneo medieval, como un consumado equilibrista de circo.

Se inventó otros trucos para engañar al tiempo, como dividir la jornada en secuencias tan breves que permitían ser desechadas de antemano. «Ahora tengo que bajar las escaleras», se decía, y en efecto, cuando quería darse cuenta ya estaba abajo, y allí se marcaba otro objetivo, que más tardaba en proponérselo que en cumplirlo, y así, la espera se convertía en una sucesión de fulgurantes victorias. Llegó incluso a intercalar un día apócrifo entre el jueves y el viernes, al que llamó saturnio, de forma que cuando llegaba el sábado descubría alborozado que era ya domingo. Y así, queriendo burlar el tiempo, sólo consiguió vivirlo con una intensidad interminable.

Pero llegó la primavera, tan temprana que a últimos de febrero, precisamente un día saturnio, Gregorio descubrió que habían florecido los almendros. Cuando llamó Gil, eso fue lo primero que le dijo, que la vida era hermosa y digna de vivirse, aunque sólo fuese para admirar las flores y salir al balcón a respirar el aire nuevo.

—Yo prefiero, sin embargo —dijo Gil—, el humo de los cafés.

Uno defendió la vida sencilla de los hortelanos y el otro las maravillas del progreso, y los dos con una nostalgia tan sincera que el desacuerdo se convirtió enseguida en complicidad.

—Cada uno quiere lo que no tiene —dijo Gil.

—Puede ser. Pero a veces la felicidad es algo tan sencillo que no nos damos cuenta de su presencia, y vamos a buscarla a otra parte, muy lejos.

—Pues yo creo que la felicidad hay que merecerla, y que es como ir a buscar un tesoro. Y los tesoros siempre están lejos, ¿no?

—Bueno, a lo mejor estamos ya lejos y no nos damos cuenta —dijo Gregorio.

¿Qué era aquello de estar lejos o cerca? Y ¿respecto a qué? Gregorio lo ignoraba, pero era feliz: había completado los envíos de su pasado y dentro de poco vería publicado su libro. Por tanto la primavera equivalía a una tregua de esperanza y de paz. «Soy feliz esperando», pensaba, y pedía, no sabía a quién, que aquella espera se prolongase mucho más, porque ahora que conocía el valor de los hábitos, la humilde trama inextricable de cualquier vida anónima, era dichoso, y percibía el futuro como una amenaza de la que por el momento parecía estar a salvo.

Pero cuando pocos días después fue a la imprenta y vio el libro impreso, y la cubierta con el barco y las gaviotas, y su nombre en letras llameantes, tal como se lo había imaginado en sus ensueños, sintió que una succión delicada y enérgica lo levantaba en vilo para pasarlo al otro lado de la amenaza y el temor. Las fotos, los versos, la magia de los nombres propios (Faroni, Gregorio, Hemingway, Santos Merlín, Dacio Gil Monroy, Angelina, Félix de Olías), y el olor a cola y a papel, le parecieron de una realidad indiscutible y deslumbrante. Era como en los cuentos de niño, cuando el hada madrina convierte la calabaza y los ratones en coche de caballos, la casa del pescador en luciente palacio, el mísero pan en oro auténtico. Así era el mundo, así de sutil la frontera que separaba la realidad de la ficción: un gato y un hombre vestido de negro, un zapatito de cristal que sólo por una talla no te convierte en reina, una palabra que por una sílaba trabucada transforma en tumba la cueva vehemente de tesoros. «Así es la vida», se dijo, mientras pagaba con gusto el 70% del precio convenido. «Este es el gran misterio de la letra impresa, de los dibujos, de las fotos». ¿Quién se atrevería a decir ahora que él era un impostor? ¿Qué prueba podría oponerse a la del libro que tenía en las manos, donde todos los nombres parecían destinados a sobrevivir a las opiniones de los efímeros mortales? Había juntado allí palabras que, siendo de todos, eran sólo suyas. Ellas lo defenderían contra las inclemencias de la vida. Definitivamente, aquélla era su isleta, sólida y tangible. Y aquellas gaviotas, hijas de su invención, eran también suyas. ¿Quién podría arrebatárselas? Casi con lágrimas de agradecimiento, firmó un albarán y estrechó una mano.

Eran quince bultos. Alquiló un motocarro y, sentado detrás, con los bultos, saltando y agarrado a los hierros, llegó a casa. Apenas subió la carga, abrió uno de los paquetes y le tendió un ejemplar a Angelina.

—Es muy bonito.

—Mira el barco, y las gaviotas, y las olas. Y mira, aquí estoy yo.

Leyeron la dedicatoria.

—¿Ves? También te lo dedico a ti. Y este Dacio Gil Monroy es aquel amigo del que te hablé. Vive en un pueblo, ¿sabes?, y se va a casar con una mujer que se llama Socorrito. Y a mi tío le llamo Ilustrísima porque a los muertos se les da en poesía ese tratamiento.

Juntas las cabezas, leyeron el prólogo de Gregorio Olías.

—Esto es también poético —se adelantó Gregorio a la sorpresa de Angelina—. Lo hacen muchos autores. El del seudónimo consta como autor y el verdadero autor hace el elogio. Una broma, ¿comprendes?

—Pero esto es mentira, Gregorio. Tu padre no fue almirante, ni tu abuelo juez, ni tuviste un tío cardenal, ni has estado en París ni en el Ártico ni nada de lo que pone aquí.

—¿Tú qué sabes? —dijo Gregorio—. ¿Qué sabes tú del arte? ¿No ves que la poesía siempre es mentira? Fíjate aquí cuando digo: «la luna en el río se baña». También es mentira, porque la luna no se baña nunca. Es como en el cine. Verás —y fue a buscar un libro.

Trajo el Quijote y enseñó los prólogos.

—¿Te das cuenta? Todo esto también es inventado. Lo que pasa es que tú no entiendes de estas cosas. El arte todo es mentira, como en el cine. ¿O es que las novelas de la radio que tú oyes son verdad?

—Y éste quién es.

—Ese es Hemingway. Va a la tertulia y de allí lo conozco. Es americano. Es un tipo bajito, muy poca cosa, pero es un gran poeta, y también un gran orador. A veces lleva una túnica y un laurel, como los romanos. Le dejé el libro y le gustó tanto que ya ves lo que dice de mí. ¿A que es bonito? Y este Santos Merlín, mira qué poesía me ha dedicado. Es otro de la tertulia, se llama como el mago de tus cuentos.

—Pero tú no eres un genio, Gregorio.

—Y ¿tú qué sabes si yo soy un genio? Aquí dice que sí, ¿no? Y si lo dice esta gente, será que es verdad. Y ¿por qué no iba a ser yo un genio? A ver, ¿por qué no?

—Y estas fotos.

—Son para ilustrar las poesías. Pero, ¿será posible que no lo entiendas? Fíjate en ésta que se titula La nieve eterna. Entonces pongo aquí una foto con nieve, representando el Ártico, para que el lector se haga una idea mejor de la poesía y del poeta.

Angelina meneó la cabeza y lo miró con los brazos caídos y llena de lástima:

—Eres un embustero, Gregorio.

—¿Yo? —miró Gregorio alrededor—. ¿Yo un embustero? Pero ¿no ves que todo es una broma, que el único embustero de verdad es el libro?

—Te van a meter en la cárcel, Gregorio, o en el manicomio. Te van a denunciar, y a ver qué hacemos entonces.

Gregorio volvió a explicar la naturaleza ilusoria del arte, extendiendo sus argumentos a la vida real, donde teníamos el caso de la madre —que se había inventado un santo y un marido—, o al mismo Dios, cuya existencia era problemática, como todas las existencias.

—¿O es que nosotros existimos de verdad? —gritó girando bruscamente—. ¿Quién me dice a mí que tú no eres un espejismo, o quién te dice a ti que los mandriles (que son unos monos de colores) existen de verdad si nunca los has visto?

Y siguió a gritos, declarando que ya estaba harto de aquella mosquita muerta que sólo bordaba, bordaba y bordaba, que nunca abría la boca pero que de pronto le daba por decir, y puso voz de cotorra: «Esto existe, esto no existe, tú no eres un genio, tú no has estado nunca en la selva, te van a meter en la cárcel», y otras afirmaciones temerarias de ese estilo. ¡A él, además, que llevaba toda la vida escribiendo poesías por la noche, consagrado a una noble tarea, unas veces con suerte, otras, las más, con desventura, pero batallando sin tregua para encontrar una lucecita en el misterio de la vida, algo que diera sentido al universo, una lucecita de salvación, una respuesta a tantas y tantas preguntas terribles!, mientras que ella, la mosquita muerta, nunca pensaba, ni leía ni quería ir al teatro, siempre bordando y bordando hasta que de pronto se atrevía a condenar todo el producto de sus desvelos sin más autoridad que su láaanguido y miserable sentido común. Pues bien, que lo supiera:

—Me da igual haber estado en el Ártico o no, la selva me la paso por aquí, mi tío fue cardenal porque a mí me da la gana que haya sido cardenal, y yo, yo soy Faroni porque he escrito esto —y enarboló el libro—, esto, y aquí en la pasta dice, mira, léelo, Far-ro-ni, y porque prefiero ser Faroni a medias que tú Angelina por entero. ¡Y no quiero oír en esta casa que si tal cosa o la otra existe o no existe! ¡Hazte la cuenta de que tampoco el libro existe, ni yo, ni tú, ni el Ártico de mierda!

Fue hasta la ventana y miró a la calle. «La vida es hermosa», pensó sin querer, en el tono rutinario y eficaz con que un funcionario hubiera dicho: «Vaya usted a la ventanilla número 5». Recuperó la calma y siguió hablando. Porque ella era hija legítima de la rutina. Lo blanco era blanco para siempre. Ella era fiel a un solo color. Porque, ¿cuándo había tenido ella una crisis como la que él tuvo, que no quería hablar y apenas comía? Nunca. Y qué pensaba, ¿que tuvo la crisis por capricho, o que también fue de mentira? Aquel Faroni que ella tomaba tan a broma, a punto estuvo un día de suicidarse. No Gregorio, que sólo existía en la mente enfermiza de Angelina, sino Faroni, el autor del libro, el que una vez había sido joven, el poeta al que ella se negaba a reconocer.

—Porque yo soy un extraño para ti, por eso crees que miento, porque tú te guías por el Gregorio oficinista y no por el Faroni poeta.

Pero estas cosas, quizás ella no llegara a comprenderlas. Él vivía en el mundo del arte y ella en el mundo de los bordados. Bordaba cisnes, y algunos dragones.

—Pues bien, ahí tienes un ejemplo de lo que te quiero explicar. Tus cisnes son tan mentirosos como mis viajes o mi padre almirante. ¿Te he dicho yo alguna vez: «Angelina, eso que estás bordando es mentira, es inútil que te esfuerces porque los dragones no existen y te van a denunciar, te van a meter en la cárcel o en el manicomio»? No, porque los bordados también son poesía y todos en el mundo somos un poco poetas.

Y Angelina, bien por los gritos, bien por la elocuencia del ejemplo, el caso es que comprendió.

—Perdóname, Gregorio —dijo.

Gregorio la tomó por los hombros y se sentó con ella en el sofá.

Abrieron el libro y leyeron el primer poema que encontraron, que fue precisamente el de la nieve eterna.

—Es muy bonito —dijo Angelina.

—Lo escribí mientras tú dormías —explicó Gregorio en voz baja—, y al escribirlo pensaba en ti.

Angelina bajó la cabeza y él la alcanzó con un beso extraviado en el cuello.

—La poesía es como la religión. Por eso el Señor tiene tantos nombres: jesús, Cristo, Jesucristo, Yavé, el Salvador, el Mesías, el Cordero, el Redentor, el Verbo, el Nazareno, el Hijo de Dios, y más que no me acuerdo ahora. Y lo mismo pasa con las cosas. Si te fijas, las cosas que tienen más de un nombre siempre son mágicas, y lo que hacemos los poetas es ponerles a las cosas nombres nuevos, para hacerlas misteriosas.

Continuó revelando los secretos del arte, pero no mencionó sin embargo las perspectivas financieras del libro. Desde el principio había sabido que a los concursos no podría mandarlo, porque resultaba imposible justificar las inexactitudes, sobre todo las referentes a Hemingway y a los títulos y fragmentos de las obras completas, y por la misma razón renunció también a ofrecerlo en las librerías. Restringiría por tanto el ámbito de sus lectores. Esa misma noche confeccionó cuatro paquetes: tres ejemplares para el maestro, tres para Marilín, cincuenta para Gil, para gasto del Círculo, y uno para el camarero cómplice. ¿Qué hacer con los otros cuatrocientos cuarenta y tres?

Siete meses después, el 4 de octubre, Gregorio recordó que a partir de entonces los libros comenzaron a aparecer en los lugares más insospechados: debajo de los muebles, en las alacenas de la cocina, entre el ramaje de una maceta, al desdoblar una manta, al tender un mantel, al volver una olla, dentro del organillo, bajo un colchón, en el horno y en los bolsillos de todos los trajes, abrigos, batas y pijamas. Un día, al abrir un armario empotrado, a Angelina se le vino encima un derrumbe de libros, y en el trastero encontró otros, medio roídos por los ratones. Vivían rodeados, acechados, sorprendidos y derrotados por aquel mar de letra impresa. La madre habló de plagas justicieras, y el perrillo, cada vez que encontraba un libro, se ponía a ladrar furiosamente a su alrededor. Como además las fotos habían quedado mal encuadernadas, bastaba cualquier ráfaga de viento para que se levantase un revuelo de hojas y una lenta lluvia de Faroni en el Ártico, Faroni en la selva, Faroni en Bagdad y Faroni en los mares del Sur, y no había forma de escapar a la furia de lo que parecía, en efecto, una plaga de dimensiones bíblicas.

Pero, entretanto, Gregorio había conseguido algunos éxitos notables. Gil, después de no encontrar palabras para expresar su admiración, después de decir que aunque no conocía a Hemingway había preguntado a todos los viajeros que fue encontrando en los caminos hasta oír maravillas de aquel genial americano, informó que ahora, entre los libros y las reliquias, el cuarto de pensión se le había quedado pequeño para tantos objetos memorables y que había alquilado un bajo en una casa medio derruida, sobre cuya puerta había colgado ya un cartel que anunciaba: CÍRCULO CULTURAL FARONI. Contó que había reñido con Socorrito porque ella decía que le estaba llenando la casa de trastos y le dio a elegir entre ella o la colección de recuerdos. Y como era una mujer muy brava también le dijo que si se vestía así, con el sombrero y las gafas y de aquel modo tan ridículo, que no quería volver a verlo.

—Y yo, señor Faroni —y el orgullo le ablandó la voz—, elegí sus recuerdos. Por eso alquilé el bajo, que aunque era una cuadra ha quedado muy propio. Le he echado el piso de cemento y he cubierto el pesebre con una estantería para los libros. Las paredes las he pintado de azul, y estoy poniendo una tarima para cuando usted venga a la inauguración. Lo malo es que allí no caben más de veinte personas, si caben, y en fin, que no es digno de usted. Y por eso —continuó, alborotándose de nuevo—, no me quiero casar. Yo, mi querido Faroni, y permítame que le llame así, permítame esa libertad, yo tampoco creo en el matrimonio. Yo sólo creo en la ciencia, en el arte y en el progreso, como usted. Leyendo el libro me he dado cuenta de algunas cosas. He pensado: «Unos tantos y otros tan poco». No lo he pensado con envidia, usted sabe que no. Al contrario, he leído mil veces la dedicatoria y me he dicho: «Ahí estás tú, pobre Gil, inmortalizado sin haber hecho nada. Tienes cuarenta y cinco años y te morirás sin haber hecho nada, y dentro de muchos años alguien leerá el libro y dirá: “Este Dacio Gil debió de ser un gran hombre”». Y entonces he pensado: «Quizá todavía puedas hacer algo. Algo pequeño pero ejemplar, un acto que te salve de esta vida de desastre». Y entonces lo he visto muy claro. Me he dicho: «Necesitas un plan al que dedicar las fuerzas que te quedan». Porque fuerza todavía tengo mucha. No se ría. A veces la siento como si tuviera dentro un toro bravo, pero no sé contra qué dirigirla. Y entonces, ¿para qué sirve? Para amargarme, sólo para eso. ¿Tengo o no razón?

Gregorio contestó que, efectivamente, ése era el secreto de la felicidad, y añadió, recordando las enseñanzas de su abuelo: «Y no te quedes corto en el pedir. Cuanto más difícil sea el plan, más orgulloso estarás de él, y si es imposible, mejor aún, porque en el fracaso tendrás también la gloria».

—Entonces, ¿usted cree que me debo trazar un plan grandioso?

—Grandioso o quizá pequeño, no lo sé. Eso depende de los ideales de la persona.

—Entonces, señor Faroni, me trazaré un plan, aunque sea imposible. Es más, le diré que en cierto modo ya tengo uno.

—¿Uno? ¿Y cuál es?

—Bueno, por ahora prefiero no hablar. Si se lo contara se reiría de mí. Y además, es una tontería, ¿comprende?

Gregorio pensó que un hombre como Gil no podría sacar adelante más que humildes proyectos, como aquel de la cuadra, y supuso que la inauguración del Círculo era ya inminente. Pero ahora tenía el libro, y conocía tan bien la vida y la obra de Faroni, con sus claroscuros, galerías laterales y puertas de emergencia, que no le asustó demasiado el riesgo de un desenmascaramiento. No obstante, aquella misma noche comenzó a elaborar un largo discurso sobre Faroni, con poemas, fragmentos escogidos y algunos episodios de sus viajes y aventuras. Aquella ocupación le levantó el ánimo, pues después del libro vagamente intuía que la invención había concluido y que ya nada, o muy poco, quedaba por añadir.

El libro le permitió también realizar el ensueño de salir de casa vestido de Faroni y con el título, Versos completos de la vida artística, asomado al bolsillo. El primer sábado le regaló un ejemplar al camarero, pero el miedo a la burla o a la indiferencia, mezclado al placer de recrearse en el estupor que causaría la lectura, le aconsejó posponer la entrega de los dirigidos al maestro y a Marilín. Pensó incluso en la posibilidad de presentarse públicamente en la tertulia como Gregorio Olías, portavoz de Faroni, y resignarse al triunfo de que Marilín se enamorase del mismo ser hipotético del que se había prendado Gil, pero el escándalo de aquella nueva duplicidad contuvo su audacia. Finalmente, cuando supo que a final de junio se despedía la tertulia hasta septiembre, decidió que la entrega tendría lugar en el último sábado, para que así el enigma acompañase a Marilín y al maestro durante el verano y él tuviese tiempo de prepararse contra los coletazos de la realidad.

Ahora bien, según iba llegando Junio, cierto temor sombrío vino a enturbiar sus planes. Era evidente que Marilín y el maestro no iban a deslumbrarse con la misma facilidad que Gil, cuya credulidad confundía los límites con la nostalgia y el deseo. Quizás el libro provocase efectos contrarios a los previstos. Quizás a la vuelta leyese en los ojos, en vez de la admiración, el sarcasmo y la lástima, y hubiese de huir avergonzado y renunciar a la tertulia para siempre. Tanto fue su espanto que, en la primera ocasión que tuvo, requisó el libro que había dedicado al camarero, con el pretexto de algunas correcciones. Durante tres sábados no fue al café, y el cuarto se recostó en la columna y desapareció antes del final. Creyó que algunos contertulios lo habían mirado con segunda intención, que no había cuchicheo que no lo hubiese aludido ni mirada que no hubiese atisbado al impostor tras las gafas oscuras. Pero rehusó aceptar la derrota. El último sábado de junio sacó fuerzas de la altanería y se dirigió al café con los seis libros dedicados. Se dejó ver en las primeras filas, y cuando la exposición dejó paso al coloquio se acercó al camarero, le encomendó la entrega de los paquetes y se marchó con la confusa convicción de que aquel acto era de renunciamiento, de arrojo, de humildad.

Durante julio, la ciudad quedó medio desierta y Gregorio dedicó sus ocios a deshacerse de los libros. Todos los días salía de casa con un capacho y regresaba con él plegado bajo el brazo. Los dejó olvidados en buzones, estantes de librerías, bibliotecas (sin olvidar registrarlos en los ficheros, junto con el censo de su obra completa), cines, bancos públicos y mesas de café. A Angelina le contó que estaba distribuyéndolos por las editoriales, y ella no opuso el más leve gesto de duda, de aliento o de desánimo, ni volvió a preguntarle nunca más por ellos.

Y al mismo ritmo, Gregorio iba perdiendo el gusto por la farsa y cayendo en un vacío que le era sobradamente familiar. No sabía si sentirse feliz o desdichado. No sabía si aquel aflojamiento anunciaba un principio o un fin, ni en qué punto exacto de su existencia se hallaba, si reencontrado en su tierra de origen o perdido definitivamente en un paraje sin retorno. Por el contrario, Gil parecía cada vez más dueño de un entusiasmo contenido, que con frecuencia se empanaba de melancólicos silencios.

—¿En qué piensas, Dacio? —preguntaba Gregorio, con una dulzura que invitaba más a un suspiro que a una respuesta.

—¿Yo? En nada. ¿En qué iba a pensar yo?

—No sé, a lo mejor pensabas en el plan.

—¿Yo en un plan? ¡Qué va! Estaba sólo mirando las cigüeñas.

Gregorio intentaba sonsacarle el secreto, pero Gil objetaba que los secretos no se dicen, porque entonces ya no serían secretos. Quién sabe si no le estaría preparando un recibimiento apoteósico, con banda de música y niños de escuela con banderitas de papel. Quién sabe si no sería capaz de alquilar un cine o una plaza de toros, de erigirle una estatua o de entregarle en un cojín de terciopelo las llaves de oro de una ciudad. Quién sabe si no estaría al cabo de la burla, y andaría urdiendo la venganza. Aunque tenía ya listo el discurso de apertura —que siempre había imaginado en un lugar reducido y secreto y ante un auditorio dócil, de no más de nueve o diez personas: los íntimos de Gil—, empezó a poner pretextos que excusaron su doble presencia, de biógrafo y de biografiado, pues si en otro tiempo Gregorio había temido la incredulidad de Gil, ahora que éste había tomado la iniciativa de la acción, aún temía más su fanatismo. Para ganar tiempo, y recobrar la propia estima, informó a Gil que en agosto, durante las vacaciones, haría un viaje por América del Norte.

—¡A América! ¡Cómo le envidio, mi querido Faroni, permítame la expresión. Y lo dice así, como si fuese a por pastillas a la esquina! ¡A América! ¡A la gran América! ¿Y va también la señorita Marilín?

Gregorio dijo que no sólo ella, también Santos Merlín y otros científicos y artistas del café: «Es una especie de Comité Cultural. Ya sabes, cada diez años se celebra una reunión mundial de tertulias», añadió.

—¡Lo que habrá que oír allí! ¡La de cosas que se dirán! —susurró Gil, con más tristeza que entusiasmo—. ¡Y lo que yo daría por oírlos, aunque fuese debajo de una mesa, como los gatos! ¡Fíjese, y yo aquí, viendo las cigüeñas!

—A la vuelta —dijo Gregorio, rehuyendo el consuelo—, ya hablaremos de la inauguración del Círculo. A mí me gustaría, por mi amor a las cosas sencillas, que se hiciese en el bajo, con poca gente, como los primeros cristianos. Una reunión íntima. Cuatro, cinco, nueve personas.

—Usted se merece algo más —protestó Gil—. Mucho más. ¡Estaría bueno que viniese de América a hablar en una cuadra, y ante media docena de personas!

—Pero a mí no me importa. De sobra sabes que soy un hombre solitario y tímido, un particular como si dijéramos. Y teniendo en cuenta que la reunión es clandestina, y por tanto peligrosa, yo creo que la cuadra es el lugar más indicado.

—No, señor Faroni, eso no puede ser. Yo no puedo meterlo en ese sitio. Sería vergonzoso.

—Entonces, vamos a ver. ¿Tu plan está relacionado con mi visita?

—Perdóneme, pero yo no tengo ningún plan.

Gregorio endureció el tono:

—No me gustan los secretos de niños.

Con aquella amenaza, esperaba amedrentar a Gil. Pero fue él quien salió confundido cuando Gil se alzó con un grito nasal:

—¡Le exijo que me perdone! —y ambos quedaron espantados de aquellas palabras.

Enseguida Gil compuso un tono de lamento:

—Yo, perdóneme, no se enfade conmigo, se lo suplico. Y no vaya a creer nada malo. ¡Si yo no tengo ningún plan! Y en el caso de que lo tuviera, si se lo contara se reiría de mí. Y ¿qué necesidad tenemos de eso? Yo soy poca cosa, y por eso usted debe comprenderme y perdonarme. Por favor, ¡dígame que me perdona!

Y Gregorio, incapaz de encontrar otra salida, dijo: «Sí, Gil, te perdono», y ya no supieron qué añadir.

A finales de julio, recibió por giro postal el importe de los veintiséis libros que Gil había conseguido vender en sus correrías extras de viajante, y una semana después se despidieron hasta septiembre. Gil le pidió que le escribiese desde América. «Y no se olvide de mí, ni se vaya a quedar allí para siempre», le dijo, «porque entonces, ¿qué sería de mí?». Gregorio, emocionado sinceramente con aquellas palabras, le prometió escribirle y contarle todas las novedades dignas de mención.

—Adiós, señor Faroni, buen viaje, y deles recuerdos a los del Comité —fueron sus últimas palabras.