Cuatro meses después, había escrito doce poesías y concluido el resumen ilustrado de su obra completa. Gregorio no olvidaría nunca el martes de agosto en que Gil llamó con la noticia de que acababa de leer en el periódico el nombre de Faroni.
—¡Lo tengo aquí delante! —gritó—. Es una carta donde se habla de usted muy elogiosamente. ¡Y también se me nombra a mí, figúrese! Por eso le llamo fuera de fecha.
—¿Una carta? —se acauteló Gregorio, recostándose en el sillón.
—Una carta, sí. Imagínese cuando la he leído. Se titula «Un genio olvidado». Cuando la leí y vi su nombre se me cortó la respiración. La llevo leída más de cien veces y estoy deseando enseñársela a otros viajantes. Porque yo les he hablado de usted, aunque muy discretamente, y ellos creen que no es tan Importante como yo les digo. ¡Si supiera qué orgulloso me siento! Y mi padre, ¿qué diría mi padre si viese aquí mi nombre? La tengo aquí delante, en el periódico. ¿Usted no la ha leído?
—Pues no, ni siquiera lo sabía.
—¿No lo sabía? Lo que es ser un gran hombre. Salir en el periódico y no enterarse. ¿Quiere que se la lea? Me la sé casi de memoria.
—Está bien, veamos qué dice —se resignó Gregorio.
—Pues escuche, porque es una carta muy bonita, ya verá. Leo: «Señor Director: apelando al alto espíritu de Justicia que sé que le caracteriza, le escribo estas líneas, que espero tenga a bien publicar, con la esperanza de llamar la atención sobre uno de los más grandes e incomprendidos hombres de nuestra época, a quien la envidia, la ignorancia y quién sabe si el odio, han condenado al más vergonzoso y triste de los olvidos. Me refiero, como ya más de uno habrá adivinado, a Augusto Faroni. No ignoro que el tiempo, gran juez de la Historia, acabará dando a cada cual el lugar que merece, y que no necesita valedores quien tiene sus obras que sobradamente lo defiendan. Pero mi deber, como biógrafo que soy de esta ingente figura, mi afán de justicia y también mi indignado patriotismo, me obligan a levantar la voz y a proclamar su nombre, para que nadie pueda pretextar, cuando una vez más hayamos de sufrir la vergüenza de que a nuestros genios se les descubra en el extranjero antes que aquí, que no se les avisó a tiempo, y sepa cada uno la parte de culpa y la deshonra que le ha de tocar en el futuro. Sé también, señor Director, que Faroni desaprobaría esta carta, pues su modo de ser sencillo lo convierte en enemigo de toda ostentación, y al brillo social prefiere la oscuridad de su modesta buhardilla de artista, y al boato de la gloria, su apartada y laboriosa senda de sabio. Así se explica que él mismo favorezca su propio olvido, y que renunciando a los honores trabaje humildemente en una oficina, sin que jamás se le haya oído una palabra de protesta. Es imposible resumir la obra del maestro, pero confiando en su generosidad lo voy a intentar, lo más breve que pueda. Por un lado está su actividad en renombradas tertulias de intelectuales, donde es figura cumbre y el curioso podrá oírlo disertar sobre las más difíciles cuestiones científicas y filosóficas, escuchar sus versos o el relato de sus apasionantes viajes, y embelesarse con su erudición y el donaire de su oratoria. A sus veintinueve años (aunque la edad es lo de menos), ya ha compuesto cuatro novelas, dos ensayos, dos libros de viaje, tres de poesía y una obra dramática. No voy a enumerarlas, por no alargarme, pero ¿cómo olvidar las novelas Nombres para la eternidad o Te espero en Stambul, por no citar Vidas salvajes o La tragedia de un músico ambulante, donde cuenta los infortunios de un guitarrista llamado Elías Centellas? ¿Cómo no recordar su libro de poesías Mágicos vocablos, o El estudiante de los mares, por no citar Versos completos de la vida artística, o su ensayo Seres y Existencias, su obra dramática Convulsión o las relaciones de sus viajes El mundo en un pañuelo y Un poeta en el Ártico? ¿Y cómo silenciar, señor Director, el poema de 20.000 versos, titulado El conquistador errante, que ahora está componiendo? Pues bien, a pesar de tan extraordinarios méritos, ¿cuántos en este país (no en París o Roma, donde tanto lo admiran) han oído hablar de Faroni? ¿Cómo es posible que un hombre de tal valía no haya merecido aún un sillón en la Real Academia, a la que tanto podría aportar este gran mago de las palabras? Cada día somos más los que seguimos los pasos del maestro. Ya hay tertulias y centros a su nombre, sobre todo en el extranjero, y próximamente, uno de sus admiradores y discípulos, Dacio Gil Monroy, va a fundar un “Círculo Cultural Faroni”, y a no dudar otros muchos seguirán pronto su ejemplo. Aprovecho desde aquí, y ya acabo, para rendir homenaje a quienes han descubierto en Faroni a uno de los más grandes e incomprendidos artistas de nuestro siglo. Y concluyo: ¿hasta cuándo este escandaloso olvido? ¿Hasta cuándo la envidia y la ignorancia? ¿Es que esta bendita tierra estará condenada a no conocer en vida a sus más grandes hombres? Gracias, señor Director, por publicar esta carta. Gracias en nombre del progreso. Firmado, en representación de la tertulia del Café de los Ensayistas: Gregorio Olías».
Guardaron un largo y solidario silencio.
—Señor Faroni —dijo finalmente Gil—, yo no sabía hasta qué punto era usted un hombre reconocido y famoso en tantas partes. Después de leer la carta, me da cierto reparo hablar con usted. Es como si estuviera hablando con Edison.
—Ese Gregorio Olías…, nunca debió hacerlo —susurró Gregorio.
—Pues yo creo que sí. ¡Qué se entere la gente de quién es usted!
—Y de quién eres tú, que también vienes ahí —bajó Gregorio la voz.
—Sí, eso es lo que no entiendo. ¿Cómo es posible?
—Porque los biógrafos lo saben todo —dijo Gregorio desilusionado—. Date cuenta que nos vemos mucho y yo no tengo secretos para él.
—Ya entiendo. Pero ahora, ¿qué voy a hacer? Porque ahí me nombran como Dacio Gil Monroy, y aquí todos me conocen por Gil a secas. ¿Cómo voy a convencerlos de que ése del periódico soy yo?
—Diles la verdad, que es un seudónimo.
—No se lo van a creer. Pero, ¡fíjese qué orgullo poder enseñar el periódico y decir: «Yo conozco al gran Faroni, a uno de los más grandes genios del siglo, es mi amigo, y este Círculo Cultural lo voy a fundar yo»! Y me pondré en la tarjeta: Fundador del Círculo Cultural Faroni. Y diré: «Con este nombre me ha bautizado el gran Faroni para que presida el Círculo». Y ya nadie se atreverá a dudar de mis palabras. ¿Sabe? Ya he hablado del Círculo con Socorrito y he pensado decorarlo con un cuadro que represente un faro de mar, como en el café, y también con un retrato suyo, ¿qué le parece?
—¿Un retrato? —se sobresaltó Gregorio.
—Un retrato suyo.
—Pues la verdad… no tengo ninguno apropiado.
—Pero se puede hacer uno, ¿no?
—No sé, ya veremos. Sabes que no me gusta la ostentación, y que además puede ser peligroso.
—Sí, pero fíjese qué bien quedaría. Y también he pensado hacer en las paredes un Museo Faroni, con cosas suyas que me mande. Sería muy bonito, ¿no cree?
—La verdad, no sé qué podría mandarle.
—Pues cosas personales que tenga por ahí. Bueno, y ¿cómo va El conquistador errante?
Gregorio explicó que avanzaba poco porque estaba componiendo a la vez un libro, con poesías viejas y nuevas, que aparecería en otoño, bajo el título ya clásico de Versos completos de la vida artística, y que el trabajo apenas le permitía visitar el café. «Ni siquiera veo a mi biógrafo», dijo, reservándose así una salida para el caso de que Gil llegase de verdad a inaugurar el Círculo. Pero a cambio le informó que el nuevo libro iría dedicado, entre otros, a su amigo Dacio Gil Monroy.
—¿A mí? ¿Es posible? —se asombró Gil.
—Para que veas que te estimo más de lo que tú crees. Allá para diciembre, en cuanto salga, te mandaré un ejemplar.
Gil se deshizo en agradecimientos y colgó como siempre entre excusas y balbuceos.
Gregorio cerró entonces los ojos, y con la mano todavía sobre el auricular, recordó la noche de julio en que, incapaz de ganar una línea en los fragmentos supervivientes a su novela La tragedia de un músico ambulante, tuvo de pronto la idea de escribir al periódico de provincias que Gil leía, y cuyas señas indagó por teléfono. Abandonó los ímprobos trabajos literarios y en tres noches consecutivas, desechando más de diez borradores, redactó la versión final de la carta. Para combatir los escrúpulos, pensó no tanto en que después de hacerse un nombre tendría tiempo de elaborar la obra atribuida como que aquella obra podía haber existido en realidad, a poco que se lo hubiera propuesto. «Me ha faltado constancia, no talento, y además la obra existe en mi cabeza», razonó, porque para entonces podía imaginarse con detalles precisos los personajes y situaciones de sus relatos, en los que a veces se abstraía durante horas, ideando nuevos episodios. Pero después de oír la carta en boca de Gil, pensó que la farsa estaba adquiriendo una apariencia peligrosamente real, y que así y todo parecía más condenado que nunca a mentir, porque ahora que iba todos los sábados a la tertulia se veía precisamente obligado a decirle a Gil que no iba, de modo que nunca conseguía coincidir con la realidad y aquello era como si jugase con ella al ratón y al gato, o a cualquier otro juego de nunca acabar. Lunes y jueves para hablar con Gil, y los sábados para asistir a la tertulia, Angelina le tenía preparada la ropa de fiesta, y con un índice al sombrero salía saludando a los vecinos.
En efecto, después de cuatro meses de rigurosa asistencia, ya algunos lo conocían en el café y lo recibían con señas sutiles de complicidad. Y aunque nunca se sentó en las primeras filas, que parecían reservadas a contertulios veteranos, y prefería atalayarse en la pilastra y limitarse a dejarse ver y a estar allí, sin embargo alguna tarde ocupó sitio en la compacta orquesta de a pie, donde tampoco era fácil seguir la exposición, ya que el grupo, por efecto del empuje, y sostenido a reculones por los oyentes delanteros, tan pronto se deslizaba hacia el maestro como retrocedía alejándose de él, y en aquel continuo vaivén de marea también la voz se iba y se venía, y sólo se atrapaban retazos, casi siempre faltos de sentido. Por otra parte, Gregorio atendía más a la señorita que al maestro, la cual se volvía a veces —o al menos eso le parecía a Gregorio— para mirarlo precisamente a él, y sólo de imaginar esa mirada sentía que los huesos le brincaban como en un cubilete, en tanto que las vísceras, concertadas en un vuelco común, permutaban los puestos.
Así que muy pronto se encontró esperando los sábados con una zozobra semejante a la de los días de su primer amor, cuando la plenitud del sentimiento lo condenaba a una conducta contradictoria, y un acto anulaba a otro y no había pensamiento que no se resolviese en dilema. Se pasaba el tiempo mirando fascinado sus hombros o las travesuras del cabello, que al echar atrás con una torsión desdeñosa, desparramándolo por la espalda como arena viva, descubría el perfil fugitivo, y la breve visión de los labios entreabiertos por la seriedad o la sonrisa, la curva del cuello que se desvanecía insinuante y la mirada de infinita, recóndita y abrasadora dulzura, lo torturaban sin piedad. Aquellos fugaces atisbos eran agujas, puñales, espinas, dardos de nieve que iban directos a las llagas profundas del deseo. Pero lo peor era que aquella inalcanzable belleza ponía en peligro la imagen de Faroni, para quien Gregorio sabía que el amor era fácil, y aunque intentó despreciarla, convenciéndose de que no era su tipo, o que le faltaba espiritualidad o que sus tetas eran insignificantes, o bien que su alta condición de artista le exigía un renunciamiento casi monacal y que aquella mujer venía a ser lo que las sirenas para el incauto marinero, todo fue en vano, porque su recuerdo lo perseguía como un dolor imperceptible, que a veces se alzase con alguna súbita punzada. Hizo cuanto pudo por evitar la vergüenza del ensueño arbitrario, hasta que un sábado, abrumado por la desazón, fue al retrete, sorteando los chistidos del padre de las tres Marías, y se masturbó frente a un espejo roñoso —pegando a él la cara para ahuyentar la tentación de mirarse—. En la acometida final, un hiriente sentimiento de lástima, mezclado al poderoso trance, convirtió el arrepentimiento en ambigua explosión de placer. Aceptó el hecho como una prueba más de su obediencia a las leyes sencillas de la realidad, y a partir de esa tarde inició una delicada conquista amorosa donde lo cierto y lo probable se entreveraban en proporciones verosímiles. De ese modo esperaba escapar al bochorno de la mera ficción.
Como no ignoraba lo que un poeta —con libro editado y atributos espléndidos— puede en el corazón de una mujer, tomó a crédito las futuras ganancias y una noche de julio cerró los ojos y vio la cubierta de su libro: arriba el nombre en letras de erizado terror, luego el cielo oscuro, el vuelo inmóvil de las gaviotas, la compleja arboladura del barco, y abajo el título mecido por las olas. De pronto la imagen cobró vida. Cabeceó el barco y chillaron las gaviotas. La más veloz salió de la escena y, siguiendo su vuelo, la cámara llegó a las puertas de un lejano jardín. Entró en la espesura y desembocó a un claro donde mujeres en trajes de noche y hombres con pajarita bailaban al son de una orquesta. Había una piscina, un toldo, un césped con sillas de lona abandonadas al fresco. Perdiendo el rastro de las risas, se internó la cámara por un sendero de arena y fue a detenerse en una glorieta, en cuyo centro hacían corro clásicas columnas, levemente ataviadas con enredaderas. Y allí estaba él, Faroni, de pie, radiante con sus galas, empujando la barra de un columpio donde una mujer vestida de blanco vaporoso, en actitud soñadora, se dejaba ir y venir, riendo en cada vuelta, y así un buen rato, hasta que con un golpe de cadera saltó también él sobre el columpio, pulsó un resorte y ofreció tabaco. Fumando con descuido, apurando las risas, dejaron detenerse el vaivén. Giró entonces el torso y, encimado sobre la mujer, le impuso una sonrisa mundana, aristocrática y viril. Ella bajó la cabeza y el sendero brilló en la oscuridad. Con el dorso de un dedo le alzó la cara y la obligó a mirarlo, y sólo en ese instante la reconoció con inequívoca nitidez.
«Soy Faroni», dijo burlón. Ella bajó de nuevo y como avergonzada la cabeza, la movió con melancólica evidencia y dijo: «Lo sé que eres Faroni, el poeta; he leído tu maravilloso libro y sé que has estado en el Ártico y que eres mágico». Él deslizó sobre sus hombros un brazo protector, la atrajo menuda hacia su pecho y le recitó al oído la canción del marinero triste. Con el último verso brotó del silencio el rumor de un agua oculta, se oyó en la espesura el imperioso reclamo de un pájaro y a lo lejos las notas de la orquesta de baile. Por un instante confundió el turriturri de la batería con el alboroto de los senos y la respiración entrecortada de la señorita, que se había ido irguiendo con el mudo temblor de Faroni en los labios y que ahora lo miraba fijamente, mientras él se aflojaba el pañuelo y le sonreía con sincera ternura, cada vez más cerca, hasta que de pronto se echó arriba el ala del sombrero, le rodeó el talle y, venciéndola sobre el respaldo, besó sus labios iluminados y quedó envuelto en el lujoso aroma de limón.
La misma ternura, que lo hacía conducirse como experto, le reveló el instante en que el amor parecía exigir el testimonio de la obscenidad. Y ya iba con tacto ciego buscando entre la botonadura del vestido, cuando de súbito sintió la tentación de pronunciar su nombre, y en vez de la boca abrió los ojos y vio correr por el techo el reguero de luz de un automóvil.
Entonces cayó en la cuenta de que no conocía el nombre de aquella mujer. De inmediato le buscó uno. Desechó Vicky, Amapola, Ester y Rosalinda, y eligió el de Teresa. De ese modo consiguió desabrocharle dos botones y sentir en los dedos la temperatura íntima de su piel, pero ocurría que al pronunciar su nombre se disolvía el ensueño, o bien provocaba la irrupción de paseantes indiscretos, que eran siempre los mismos: el maestro, seguido de cerca por la parda criatura, Alicia con su perro, Elicio con su corona fúnebre, el padre de las tres Marías con una flor desnuda en el puño, que lo obligaban a retroceder de nuevo a aquel momento en que saltaba al columpio, pulsaba el resorte y ofrecía tabaco. Era un trabajo agotador. Otra vez, cuando a punto estaba ya de ganar la entrepierna, Angelina se incorporó dormida y gritó:
—¡Bordaré la sobrepelliz que me mandaste a mí, bordaré un bordado tan grande como tú!
Exhausto, acabó por dormirse.
Volvió a fracasar otras noches, pues el nombre de Teresa era falso y no casaba con el verismo que exigía la escena. Necesitaba puntos reales de referencia, y entre otros conocer el nombre de la señorita y que ella conociese el suyo, no fuera a ser que lo llamase Luck Turner, como ya había ocurrido en una de las variantes del ensueño. Así que al otro sábado fue al café. Sorteando contertulios, se metió en el compacto grupo de a pie y se abrió paso hasta la primera fila. Atraída quizá por las protestas, la señorita se volvió y lo miró. Gregorio le ofreció una cabezada de complicidad. Como otras veces, apenas se enteró de nada (pues allí se estaba más atento a no ceder terreno que a otra cosa, y siempre había por medio alguna discusión que todos intentaban acallar, originando así nuevas discusiones y acallamientos), pero ya casi al final de la tertulia oyó que a la señorita la llamaban Marilín. Entonces dejó caer algunas tarjetas y con los pies las empujó hacia delante, con la esperanza de que alguna llegase hasta Marilín y el maestro, y se fueran previniendo de la existencia de Faroni, para cuando en diciembre apareciese el libro. No hubo suerte, pero en la confusión final consiguió acercarse a la mesa y deslizar media docena de tarjetas entre los papeles del maestro. Lo vio marcharse, acompañado de Marilín, y vio cómo sus tarjetas pisoteadas eran barridas por los camareros. Entonces preguntó a un contertulio rezagado:
—¿Quién es esa señorita que se sienta cerca del maestro?
—Es Marilín.
Se llegó a un camarero:
—¿Quién es Marilín?
—La señorita rubia que se sienta cerca del maestro —contestó.
Gregorio le ofreció una tarjeta.
—¿Para qué me da esto?
—Una cortesía.
El camarero la leyó y se la embolsó en la chaquetilla.
—Es un honor —dijo con leve reverencia.
Esa misma noche retomó la conquista amorosa. Siguió a la gaviota, tomó por el sendero y llegó a la glorieta. Vio sus zapatos blancos salir de un súbito recodo y detenerse frente a las columnas. Llevaba en una mano una flor oscura y complicada, de largo tallo, que había tomado al paso con fácil destreza y que ahora sostenía suspendida como una fusta o un trofeo pueril. Dio algunos pasos más. Adivinando su breve avance por la corteza del planeta, sintiendo bajo sus pies la ardiente pulsación mineral, llegó junto al columpio, lo meció bajo las estrellas, saltó sobre él en marcha, accionó el resorte y ofreció tabaco. Oyó el clic del mechero y la remota orquesta. «Buenas noches, Marilín», se oyó decir. Ella entornó apenas sus ojos de esmeralda: «Buenas noches, Faroni, mi viajero y poeta». Apenas la besó, rindiéndola sobre el respaldo, ganó de inmediato tres botones, y cuando al hundir la mano en la ardiente desnudez de sus piernas la escena amenazó con desvanecerse, él volvió a pronunciar su nombre verdadero, y ella dijo el suyo, y él añadió, «huiremos a Alaska», y ella dijo, entreabriéndose a la lenta caricia, «donde tú quieras, amor mio», y le tendió una mano que él recogió y llevó sin violencia a lo más desazonado de su ansiedad. Se adormeció oyendo la música de baile. Al rato despertó y, sin abrir los ojos, buscó el escenario del ensueño. Marilín dormía en el columpio, esparcida de brazos y piernas como sobreviviente a un naufragio agotador. El vestido revuelto, el pelo, una mano que en su caída salía del desorden para entreabrirse en el vacío, eran signos de la reciente consumación amorosa. Entonces la gaviota chilló en el aire y regresó a la cubierta del libro, y con esta visión concluyó el ensueño.
Al levantarse encontró a Angelina frente al puchero del café. Su perfil, iluminado por el resplandor del fuego, no se alteró cuando Gregorio dijo, quitándole importancia, que ya tenía listo el libro para publicarlo en diciembre.
—Será mi regalo de Reyes —anunció, para darle al asunto un valor sentimental o cotidiano.
—Y eso, ¿cuánto cuesta?
Gregorio, que ya había pedido presupuesto en la misma imprenta donde encargó las tarjetas, aventuró una cifra aproximada.
—Es muy caro —dijo Angelina en tono neutro.
Gregorio la siguió hasta la sala, explicándole los secretos financieros del mercado editorial, y continuó hablando con la boca llena, intentando contagiarle su euforia y enredarla en las trampas del sentido práctico.
—Primero lo mando a todos los concursos —dijo, golpeando con el canto de una mano en la palma de la otra—, y si no gana ninguno, que yo creo que sí, lo ofrezco en las librerías al cuarenta o cincuenta por ciento, y a poco que se venda, que se venderá, ganaremos dinero.
—Primero esa ropa de fantoche, ahora el libro…, es un despilfarro.
—Al contrario —dijo él, apartando las migas de pan como si con ellas rechazase la objeción—, es un buen negocio. Sólo en la tertulia venderé unos doscientos ejemplares, que ya están, como quien dice, apalabrados. Y a un amigo que tengo en provincias le mandaré otros doscientos para que los coloque por allí. Los otros cien los venderemos entre las librerías y el vecindario. Así que si me encargo quinientos, que es lo mínimo que hacen en la imprenta, y ya me están pareciendo pocos, se puede decir que prácticamente están vendidos todos. Se mire por donde se mire, sacaremos dinero. Si es muy fácil, mira —y ayudándose con los cubiertos repitió la operación mercantil.
—Esas son las cuentas del Gran Capitán —dijo Angelina recogiendo la mesa.
—Tú ríete, que puede que estés hablando con un genio.
—Menudo genio. El genio Merlín —dijo ella saliendo de la sala.
Gregorio la siguió a la cocina.
—¿Qué nombre has dicho?
—El genio Merlín.
—¡Qué nombre tan bonito! ¡Merlín! ¿De dónde lo has sacado?
—No sé, de los cuentos que me contaban de niña.
Gregorio sintió entonces un acceso de ternura y, acercándose por atrás, la besó en el pelo. Olía a ropa enjabonada y a pájaro dormido. Su piel tenía el color cansado del mármol en invierno, y el pelo, vagamente rubio, había perdido la voluntad y los últimos brillos, y sólo expresaba la práctica inconsciente de la honestidad. Muchas veces había tenido la impresión de que eran dos extraños, de que habían perdido la oportunidad de conocerse de un solo golpe de intuición, en el primer encuentro, como le había ocurrido con Marilín, a quien nada más verla creyó conocer de toda la vida, pero ahora, viendo sus gestos pausados y metódicos, la plenitud de sus hábitos y los estragos del tiempo en su pelo, le pareció que la impresión debía de ser un espejismo de la costumbre. Pensó que había en el hombre un desnivel absurdo entre la complejidad de la existencia (con todo su aparato de sueños, proyectos, creencias, palabras y ansiedades) y su escandalosa brevedad, que era injusto habernos creado contradictorios y efímeros a un tiempo y que había que resignarse a conocer a los seres más queridos por sus gestos, sonrisas, miradas, olores y signos del Zodíaco. Y sin embargo, frente al conocer añejo, ¿qué era aquello de la revelación súbita, de la relación inmemorial que estalla con sólo una mirada y nos hace creernos por un instante eternos? Al recordar los cuentos infantiles, y al mago Merlín, nada se alteró en ella. Continuó lavando los cacharros con una mansedumbre que a Gregorio le pareció de una dulzura humilde, sin alarde, pero tan incierta y secreta que cuando la besó y ella dijo, «déjate de pamplinas», en un tono que no significaba aceptación ni rechazo, la confundió con un repentino sentimiento de lástima. Entonces, volviéndole la cara, la miró a los ojos. Buscó en ellos los fantasmas terribles del fracaso y del tedio, los convocó con una mirada sabia, pero sólo encontró el sosiego, sin mezcla de incertidumbre. Por un momento creyó que podría despertarla del sueño de la vida, como en los cuentos, mediante un beso o una palabra mágica. Luego, observando otra vez la precisión de sus movimientos, se preguntó si no sería él el durmiente, si no existiría alguna palabra prohibida, como abracadabra, que al pronunciarla por azar convirtiese el mundo en ilusión. Recordó un palíndromo, «atar a la rata», que él había mejorado en su juventud. Después de una tarde entera de emborronar papeles, mientras los otros empleados de la oficina habían salido de excursión a un monte, él se levantó y pronunció en alto: «Notar y atar a la rata y ratón», y le pareció que era un elegido, un hombre llamado por fuerza a alguna gran tarea.
Angelina apartó la cara y volvió a los enigmas de su oficio. Le hubiera gustado a Gregorio pedir perdón, no con una palabra sino con un discurso donde la disculpa se convirtiese en alegato, de modo que también él tuviese acceso al privilegio de la compasión, pero en ese instante entró la madre con su bata de papagayos y el pelo empitonado de sueño y los envolvió en un silencio de infinito reproche. Desde la noche en que Gregorio apareció vestido de Faroni, no había vuelto apenas a hablar, y vivía entregada de lleno a las prácticas religiosas. Rezaba a voces y a cualquier hora. Había inventado nuevas oraciones y establecido rigurosas jerarquías de santos y vírgenes, otorgándole a cada deidad los atributos que le parecieron más propicios. En la cúspide del altar que había instalado en la peinadora de su habitación, presidiendo el santoral, colocó a San Jorge, y sus símbolos fueron una espuela y un diente de perro, que semejaba de dragón; lo seguía San Antonio María Claret, representado por un cubo de agua y una bobina de hilo de perlé; San Francisco de Asís venía declarado por un bozal y una pluma de alondra, y por último Santa Catalina traía por señas una palma de mártir y un libro de controversias teológicas, que a falta de otro mejor era un rústico tomo de ordenanzas militares. Se inventó incluso un santo que remediase todos aquellos males que, por inadvertidos o livianos, no disponían de intercesores divinos. Le dio el nombre de San Espolón y su signo fue una polvera vacía, con un puñado de arena dentro.
Al verla allí, revolviendo en el azúcar, exagerando sus dolencias, desmayándose en ayes de dolor, y luego salir de la cocina seguida de cerca por el cascabel del perro, Gregorio se llenó de ternura por aquellas dos mujeres, que no ofrecían más de lo que tenían ni menos de lo que podían dar. Camino de la oficina, hubo de apelar a sus mejores convicciones para no caer de nuevo en la tentación del arrepentimiento.
Así pasó julio, entró agosto, y Gregorio se pasaba las horas componiendo o corrigiendo versos para el libro, mejorando su obra completa y pensando casi constantemente en Marilín. Revivió con frecuencia la escena del columpio, y como ahora sabía su nombre y ella conocía seguramente el suyo, no sólo la condujo muchas veces a su justo final sino que la amplió con intimidades hogareñas en una buhardilla que ganó noche a noche, detalle a detalle, hasta conseguir una precisión microscópica y real.
Para no incurrir en hipótesis prematuras, juró no contar a Gil la conquista amorosa, cuyas incidencias tan pronto lo avergonzaban como lo comprometían en vagas ilusiones. Pero una mañana, ya al final del verano, encontró en la oficina una carta a su nombre. Era de Gil. Dentro había una fotografía, y en el dorso una dedicatoria escrita a lápiz: Para el gran artista del siglo, Faroni, para que conozca a la novia de su más grande admirador y fiel amigo, Dacio Gil Monroy. Debajo una posdata: La foto está tomada en el comedor de la pensión. ¿Qué le parece el sitio para el Círculo Cultural? Se acaba de reformar y es bonito, ¿no cree? Fíjese en el cuadro y a ver qué le parece.
Era, ciertamente, una sala grande, con amplitudes de local. En las paredes, sobre la claridad fresca de la reciente albañilería, había tres cuadros: uno representaba un sembrado llano, otro la Ultima Cena, el tercero un faro de mar entre unas escolleras batidas por las olas. Convivían allí lo privado y lo público. A un lado se alzaba un aparador oscuro, con una como jineta disecada de garras sobre el subiente de un tronco. A la derecha asomaba la rueda de una máquina de coser. El resto eran dos lámparas con palitos de vidrio, bajo el techo de vigas blanqueadas, y algunas mesas dispersas aquí y allá, como fichas sobrevivientes a una partida de ajedrez, con manteles de cuadros y, en el centro de cada una, un jarroncillo funeral con rosas reglamentarias de plástico. Tapando una de las ventanas —dejando ver por un extremo la desaparición de un entremuslo de caballería—, estaba de cuerpo entero la mujer. Era robusta y triste, y vestía un vestido también triste. Miraba torpemente a la cámara, y para reír había tenido que quebrar la cadera y afirmar en ella una mano con pícara licencia, pero era triste, y la risa se le paraba sin querer salir de la boca, como una papilla, haciendo inútil aquel gesto de levantar el rostro y regalarlo todo a la alegría. Abajo, el dedo meñique se le rizaba aflamencado, con más autoridad que gracia, y la otra mano se alzaba sobre la cabeza como para brindar un toro o advertir de un peligro. Se adivinaba que, huyendo de la naturalidad, había adoptado una pose de estatua y un aire equívoco de mocedad, y que alguien debía de estar allí cerca riendo la ocurrencia. Aquel escorzo era como una invitación a imaginársela con los brazos caídos, la risa vuelta al estómago, la cabeza baja y la expresión diaria, y quizá por eso, cuando el 4 de octubre Gregorio intentó recordar la foto, vio sucesivamente ambas imágenes, y ninguna le resultó definitiva ni real. Sin embargo, recordó sin vacilación la nota del pedido (doce cajas de vino y ochenta botes de aceitunas) que al otro lunes dictó Gil.
De inmediato preguntó por la fotografía.
—¿Qué le pareció el sitio?
—Bien. Es amplio y cómodo.
—Y el cuadro, ¿qué le pareció el cuadro? Se lo encargué a un pintor de aquí. Yo le di la idea.
—Ha quedado casi tan bien como el del café.
—Se hace lo que se puede —dijo Gil, reprimiendo el orgullo—. Verá, he pensado que para la tertulia podemos traer los pupitres de la escuela, además de algunos bancos, porque seguro que esto se llena. Todos querrán verle de tanto como he hablado de usted.
Gregorio se ajustó las gafas y tragó saliva.
—Hará falta una tarima.
—La conseguiré. De la escuela o la banda de música.
Gregorio se acordó entonces de la criatura de pardo y dijo que tanto si iba él como su biógrafo, necesitarían también un ayudante.
—¿Un ayudante?
—Sí, alguien que cuide de los papeles y del orden.
—Ese puedo ser yo —dijo Gil—. Si usted me lo permite, si me concede ese honor, yo seré su ayudante.
Gregorio aceptó. De inmediato, adivinando la dificultad del silencio en el que acababan de adentrarse, se puso a dibujar un pájaro y una flor. Pero no esperó la pregunta de Gil. Dijo:
—Tienes una novia muy atractiva.
—¿De verdad? ¿Le ha gustado?
Gregorio elogió su estampa y su carácter y Gil añadió que era además muy trabajadora y muy inteligente para los negocios.
—¿Cuántos años le echa? —preguntó.
—Pues no sé, pero parece joven —mintió Gregorio.
—¿Cuántos?
—No sé, las fotografías engañan tanto…
—Tiene cuarenta y cinco, dos más que yo, pero se conserva tan bien que la gente no le echa más de cuarenta.
—La edad es relativa.
—Sí es verdad —dijo Gil con tristeza—. Pero es fea, seguro que le ha parecido fea y no quiere decírmelo. Lo he notado en la voz.
—Por supuesto que no —protestó Gregorio.
—Y gorda.
—Pero…
—Y vieja.
—Vamos, Dacio, no desvaríes. De verdad que me parece una mujer atractiva. Y por otro lado eres tú quien va a casarse con ella, ¿no?
—Pero a usted no le gusta. Es fea y vieja.
—¿Ya estamos otra vez?
—Seguro que usted vive con una mujer muy hermosa y por eso no le gusta Socorrito.
—Vamos, Dacio, vas a conseguir que me enfade.
—¿A que vive con una mujer muy hermosa?
Gregorio dibujó el tallo de una flor.
—Sí —dijo resignado.
—¿A que es rubia?
—Sí —y dibujó un pétalo.
Y con los ojos azules.
—Verdes.
—Verdes, fíjese. Y ¿qué edad tiene?
—Veinte años —dijo, dibujando el tercer pétalo.
—Veinte años. ¿Lo ve? Lo sabía. No podía ser de otro modo. Y es universitaria, ¿no?
—Pues sí, pero…
—¡Lo sabía, lo sabía! Es una cosa fácil de deducir. Y ¿cómo se llama?
—Marilín.
—¡Marilín! ¿Lo ve? ¡Si supiera cuánto le envidio!
—Sólo el amor es lo que importa —dijo Gregorio, rematando la flor.
—Por eso mismo —elevó Gil su protesta nasal—, por eso mismo. Yo a quien quise de verdad fue a Mari, mi novia de joven. Y, si quiere que le sea sincero, le diré que ahora que me imagino a la señorita Marilín, me avergüenzo de Socorrito, que no es culta, ni moderna, ni joven ni nada. Ya sé que es difícil que comprenda. Usted triunfa en los cafés, sale en los periódicos, ha escrito libros, es famoso, es joven, vive con la señorita Marilín, tiene admiradores, y no se da cuenta de que yo vivo en los pueblos, que ya voy para viejo, que me canso de tanto andar y estoy solo en el mundo. Por las mañanas, me digo al levantarme: «Pobre Gil, mira cómo amanece, ponte ahora los zapatos, coge la maleta y a luchar por la vida». Y los sábados, al anochecer, que a veces vuelvo andando por un camino oscuro, me digo: «Ahora estará hablando el señor Faroni en la tertulia, quizás algún inventor está haciendo en este mismo instante la demostración de un invento, o un filósofo exponiendo sus últimas ideas, y allí estarán todos calentitos y viendo de cerca los pasos del progreso, y tú, Gil, mira por dónde vas, por estas soledades, camino de un cuarto de pensión, sin nadie con quien hablar y muerto de cansancio». Y luego en el cuarto saco el espejito que me regaló mi novia y la navaja de mi padre y me pongo a recordar el pasado. Yo, señor Faroni —y empezó a quebrársele la voz—, yo soy un fracasado y no tengo remedio, eso es lo que yo soy, un tonto del bote, tan torpe que no serviría para ser su ayudante ni su amigo ni nada. Ahí tiene lo que hay y ahora ya puede usted despreciarme, porque es lo único que me merezco —y se puso a llorar.
Gregorio lo oyó gemir allá lejos, convulsivamente, y también a él le hubiera gustado llorar y gritarle que todo era mentira, que su vida de cuarenta y cuatro años era quizá más lastimosa que la suya y que de allí en adelante harían un pacto de amistad pura como no se habría conocido otro en el mundo, y que los dos solos, sin ayuda de nadie, con sus miserias e ilusiones, con el dolor de pies el uno y el olor a gallina mojada el otro, buscarían juntos algún camino de acceso a la felicidad. Un camino verdadero y brillante como una tarde infantil de verano. Que se harían vagabundos y vivirían al raso calentándose en una lumbre y asando patatas y hablando de las cosas menudas de la vida, y llamándose por sus verdaderos nombres. Pero nada de eso dijo. Se quitó las gafas y susurró: «Vamos, Dacio».
—Que no —se obstinaba Gil, balbuceando entre hipidos—, que no hay que darle vueltas, que no, que yo soy un don nadie y sólo sirvo para vender aceitunas y no me merezco el nombre de Dacio. Un desastre, un desastre…
Entonces Gregorio gritó:
—¡Gil, cállate!
Y Gil se calló. Se sonó los mocos y dijo: «Ya me callo, señor Faroni. Perdóneme usted».
Gregorio esperó a que se calmara:
—Pero, vamos a ver —razonó Gregorio—. ¿Por qué no dejas de quejarte y te haces pensador de verdad?
—Tengo cuarenta y tres años —objetó Gil.
—Nunca es tarde si la dicha es buena. Además, mira, de aquí en adelante yo te mandaré revistas, libros y muchas cosas más. Verás como ahí, con mi ayuda, llegarás a aprender tanto o más que en la ciudad. Y en cuanto a Socorrito…
—Tiene un nombre ridículo.
—Pues cámbiaselo.
—¿Cambiarlo?
—Sí. Le podías poner Aurora, o Alicia, o Vicky.
—No, no, ella no querría. Eso no puede ser.
—Pues se lo impones. Don Quijote, por ejemplo, le cambió el nombre a su amada y le puso Dulcinea.
—No, pero esas cosas no son para mí. Ella seguiría siendo la misma y yo también. No, no, mi vida es un desastre.
—No eres justo contigo mismo. Además, ¿no vas a fundar un Círculo de Cultura y no cuentas para eso conmigo?
—Eso sí.
—Entonces no te quejes, porque hay gente todavía peor. Piensa en los que son analfabetos, o pasan hambre, o tienen un defecto físico.
—¡Lo que yo daría por oírle hablar en el café! —dijo Gil, sin entrar en razón—. Me digo: «Gil, te morirás sin entrar nunca a una tertulia». Si yo pudiese oír un poco, sólo un poco, con sólo eso me conformaba. Se lo ruego, señor Faroni, usted que es un gran hombre, ¿no se le ocurre algo?
—Y ¿qué podríamos hacer? —caviló Gregorio.
—No sé, usted sabrá.
—¿Yo?
—Bueno, no sé. De pronto a Gregorio se le ocurrió otra idea luminosa. Empezó a dibujar una nube y dijo:
—¿Por qué no me llamas por teléfono a la tertulia el próximo sábado?
—Sería estupendo —se emocionó Gil.
—Toma nota —y le dio el teléfono del café—. Llama a las ocho en punto y di lo siguiente: «Que se ponga el poeta Faroni de parte de un discípulo». Ni una palabra más ni una menos.
Gil prometió que haría lo que le ordenaban y colgó entre tartamudeos de gratitud.
Esa misma tarde Gregorio fue al café, buscó al camarero a quien semanas antes le había obsequiado con una tarjeta y le preguntó:
—¿Se acuerda de mí?
—No del todo.
—¿No se acuerda de Faroni, el poeta?
—¿Faroni? No en este momento.
—Yo soy Faroni. Verá, el próximo sábado, durante la tertulia, a las ocho en punto, me llamarán por teléfono. Es una llamada urgente y por eso he dado el teléfono de aquí. ¿Hará usted el favor de estar atento y avisarme? —y le deslizó un billete en el bolsillo, como había aprendido en las películas policíacas.
—Faroni —murmuró laboriosamente el camarero.
—El poeta Faroni de parte de un discípulo —corrigió Gregorio, tendiéndole otra tarjeta—. Si lo hace bien y es discreto, yo sabré agradecérselo.
El sábado, antes de las siete, fue al café, abordó al camarero y le recordó el pacto. Bebió dos copas de anís, y apenas llegó la comitiva, entró tras ellos y —seguro, animoso, centelleante la mirada, adelgazado el labio y oponiendo el hombro— se abrió paso entre el grupo —«permiso, permiso»—, dejando atrás protestas y calumnias, y fue ganando lugares hasta llegar a las primeras filas. Miró Marilín. Gregorio se llevó un índice al sombrero y extendió el saludo hasta el maestro, que ya se desgarraba de sus pieles de estío.
Se empezó a hablar del alma, le pareció a Gregorio. El grupo se puso a oscilar y de pronto surgió una discusión y dos contertulios, entre blasfemias, rodaron trabados por el suelo. Luchaban en silencio, laboriosos y humildes, y Gregorio los vio desaparecer rodando camino del retrete. El ayudante de pardo se levantó, fue a ver qué ocurría y regresó a informar al maestro. Éste asintió y se quedó gravemente dando cabezadas. Gregorio no hacía más que mirar el reloj y el teléfono. Le parecía tan imposible que aquellos artefactos pudiesen sonar alguna vez como que un perro rompiese a hablar de pronto. Allí, en el grupo, hacía un calor terrible. El discurso avanzaba implacable y Gregorio, aflojado repentinamente por el temor, fue perdiendo terreno. El reloj dio el cuarto y la media. Pronto, empezó a oscurecer. A través del humo y de las gafas veía al maestro hacer redondelitos en el aire con el pulgar y el índice, picos de pato si pellizcaba algún argumento del grosor de una pulga, casitas alpinas cuando unía fraternalmente los dedos, y también manejaba naipes invisibles, acariciaba bolas de cristal de tamaño adivinatorio, degustaba bizcochos, desenroscaba tuercas, subía a pulso pesados objetos, desparramaba embozadas de plumas o monedas, cambiaba probetas de lugar, rechazaba ofertas tentadoras, allegaba montones de trigo y lana, despreciaba locos proyectos, descubría islas distantes señalaba cumbres y simas, juntaba los dedos como flores dormidas, los abría con lentitud carnívora, se sacudía arañas, cardaba lino, sembraba arroz, segaba hierba, escogía las mejores naranjas, cambiaba candelabros por figurillas de cerámica, tiraba de una soga, sacaba a pastar rebaños, liberaba pájaros, trazaba en el aire rúbricas, espirales, teoremas, mapas con sus caminos y provincias, sus ríos de curso ágil o caudaloso, sus cordilleras, cascadas, isobaras, golfos y lagos interiores, y en sus manos se alzaba la tempestad y la calma, y había en todo aquello algo fantástico que Gregorio miraba deslumbrado, sin conseguir imaginarse qué palabras podían sustentar tanta maravilla. La voz crecía y decrecía, rehaciéndose desde el susurro a la distorsión, como un ruido de olas. El grupo oscilaba, entrando y saliendo de un espejo enloquecido por aquel asalto interminable. En una de las reculadas, Gregorio se metió en lo más compacto del auditorio y miró fijamente el teléfono. De pronto, sonó.
Eran las ocho en punto. Nadie lo atendía. Al fin se llegó a él un jubilado y habló con aspavientos de sordo. Luego, arrastrando los pies, se acercó a un camarero. El camarero llevó la noticia a otros camareros, hasta que de ellos vio Gregorio a su cómplice destacarse unos pasos y levantar un índice hacia él. Abismándose en la libreta, se hizo el distraído. Quienes habían advertido la señal buscaban al destinatario, y por señas se entendían con el camarero para que éste precisara su objeto. Enarbolaba el índice: señalaba, reiteraba, negaba cuando alguien señalaba a alguien a su vez. Hubo un momento en que casi todos se aludían unos a otros con el dedo, y algunos incluso se apuntaban sorprendidos a sí mismos, tocándose el pecho y extrañando la cara, hasta que al fin el maestro se detuvo, se hizo el silencio y el camarero avanzó unos pasos y dijo con voz clara, lúgubre y cavernosa:
—El poeta Faroni, al teléfono, de parte de un discípulo.
Un escalofrío le subió por la espalda.
—Yo soy —dijo, levantando un dedo.
Todos se volvieron a mirarlo, unos atónitos, otros sonrientes, otros inexpresivos, y también Marilín se volvió y enarcó las cejas. Gregorio la miró con pródigo lujo de perfil y ella le devolvió la calderilla de una sonrisa, le pareció a Gregorio, mientras salía estirando la nuez —«permiso, permiso»— hacia el teléfono.
Muchos ojos siguieron sus pasos, y el maestro no se decidía a continuar y permanecía dubitativo junto a la columna. Gregorio se estribó contra la pared, cruzó los tobillos en escuadra y medio gritó: «¡Faroni al habla!».
Entonces, se reanudó el discurso, pero algunos continuaron mirándolo fijamente, y otros se volvían a menudo para comprobar si seguía aún hablando por teléfono.
Se oyó muy lejos una vocecita: «Soy Gil». «Hable más alto», dijo Gregorio. «Soy Gil». «¿Dónde está ahora?». «Mire usted, en la pensión de Socorrito». Gregorio buscó la intimidad de la pared: «Pues aquí estamos en la tertulia, justo en estos momentos se está hablando del alma. ¿Quieres escuchar el ambiente?». «Me gustaría mucho». «Escucha», y tendió el auricular hacia la sala. Algunos miraron con asombro y él hizo que buscaba algo en los bolsillos.
«¡Qué! ¿Has oído?». «Se oía un rumor». «¿No había una voz más alta que las otras?». «Sí.» «Era la voz de uno de los maestros. Se llama Santos Merlín». «¿Y usted no habla hoy?». «Después». «¿Cómo?». «¡Después!». «Ya. ¿Y hay mucha gente?». «Sí, está lleno». «¿Y también está la señorita Marilín?». «Sí, la estoy viendo en la primera fila». «Salúdela de mi parte». «¿A quién?». «¡A la señorita Marilín!». Callaron sin saber qué decir. «¿Quieres volver a escuchar?». «Por favor». De nuevo buscó en los bolsillos y tendió el aparato. Habían comenzado las intervenciones y se oían murmullos y voces de protesta. También al otro lado de la línea se oyó a Gil pedir silencio con siseos enérgicos. Una voz femenina se acercó al auricular: «¡Hola, señor Faroni!». «Era Socorrito», dijo Gil. «Salúdela en mi nombre». Se oyó un confuso vocerío a ambos lados de la línea.
«Bueno, esto es lo que hay», dijo finalmente Gregorio. «Gracias, señor Faroni. Esto, créame, significa mucho para mí, porque aunque poco, es algo real», se emocionó Gil. «Bien, ya hablaremos de todo esto el lunes». «Dé recuerdos a todos de mi parte», oyó antes de colgar.
Se apoyó en la pilastra, sin devolver las miradas curiosas, y esperó a que concluyera la tertulia. Rehuyó cualquier palabra que pudiese alterar la calidad ambigua de sus sentimientos, se imaginó el cansancio como una cabaña de troncos al otro lado de un río, constató que le quedaban fuerzas para derribar un taburete, resignarse a la contemplación de la próxima lluvia o renunciar a la esperanza de un medio de transporte, una motocicleta por ejemplo. Pensó en una expedición en busca del origen de un río, en alguien que cruza en otra dirección con una escoba al hombro y en un albañil que antes de echar a andar se ajusta un gorro de lana azul. «Albañil a tus albas», se dijo, tocándose la cara, y ya se disponía a refugiarse en otras imágenes y palabras cuando se oyeron algunos aplausos y rechiflas. Arqueó el espinazo y adelantó el mentón para enfrentar el paso de la comitiva. La vio alejarse y desaparecer en un espejo. Detrás salieron los demás. Los camareros desbarataron la orquesta de sillas y esparcieron serrín. Despertaron los jubilados de su modorra y, como por arte de magia, todo adquirió un aire de pacífica irrealidad.
Gregorio continuó apoyado en la pilastra. «Carpintero a tus carpas, fontanero a tus fontas, herrero a tus erres, pecador a tus pecas», fue enumerando, sin ilusión ni desaliento.
Antes de pagar al cómplice, se imaginó a un niño tocando el violín con una anguila, y vio un camino con una jarra de leche rota en medio. Luego salió, se subió las solapas y se perdió entre la multitud.