Y llegó el sábado. Después de decirle a Angelina que iba a reunirse con otros poetas donde ella ya sabía —y Angelina lo miró con las manos en el regazo y sin decir nada ni expresar sorpresa ni reproche—, escaleras abajo se ajustó el sombrero, a dos manos, se ahuecó el pañuelo, se subió las solapas, se caló las gafas, y ya en el portal se despejó el gesto con una carantoña facial, enyescó una breva, se persignó y salió a la calle, silbando a flor de labio.
Era día de tertulia, hora de preparativos. Los asistentes disponían en orquesta las sillas. No había ya asientos libres. Gregorio, después de observar un rato desde el mostrador, en un momento que juzgó favorable entró rápidamente en la sala, fue derecho a un rincón y se estribó contra una pilastra. Algunos contertulios tenían ya dispuestos lápices y papeles. También él sacó su libreta de hule y empezó a examinarla con aire inapetente. Leyó en ella que era centro de alguna curiosidad: compuso una mirada de macho espino y aceptó el reto, pero sólo encontró los ojos burlones, o acaso admirativos, de una señorita de labios recién iluminados y sobacos frescos de limón. A su lado, algunos jóvenes habían reunido las cabezas en ramillete coloquial, pero por sus gestos más bien parecía que estuviesen echando cartas o contando monedas. A todos los observó Gregorio con ojos distraídos. Vio el bodegón de frutas y perdices, las bufandas sabias, las risas cómplices, la giba de los íntimos parlamentos. Algunos llevaban zamarros de oveja, chalecos de punto, chaquetas al desgaire, jerseys gruesos de cuello cisne, lentes redondos de metal, botas o zapatillas deportivas. Ninguno gabardina solapada, ni traje, ni gafas de sol, ni sombrero ni pantalones blancos. Por lo menos dos lucían lacitos negros de poeta, y otro se acomodaba muellemente bajo una túnica bordada con fantasías de Oriente. ¿Habría equivocado, pues, la indumentaria? Se tranquilizó pensando que así vestían los héroes del cine, y que su aspecto de viajero sin rumbo le daba un aire intemporal y misterioso que no excluía la presunción de alguna actividad artística. Y más con la libreta, en la que se puso a dibujar una casa con humo, lejanas siluetas de montañas, y pájaros y nubes. La sala estaba casi al completo. Muchos se amontonaban de pie, formando una segunda orquesta y forcejeando por no ceder terreno. La atmósfera comenzaba a cargarse, y había tanta gente en torno a la columna donde habría de situarse el maestro, que la luz de afuera —de tarde nubla— no daba para alumbrar a todos, y por lo mismo oscurecían los espejos casi hasta cegarlos. Pero también había espacios hondos en la sala, atravesados por haces polvorientos de luz, y tan en penumbra, que apenas se distinguían los bultos de los contertulios —si es que lo eran, pues parecía imposible que pudiera oírse desde allí al orador—. Y éste, ¿no usaría entonces un estrado o un púlpito? En esta duda estaba Gregorio cuando de pronto hubo un murmullo general, un tumulto creciente de carreras, aplausos, siseos, cuellos asomadizos y reajuste de asientos. Y apareció el maestro, envuelto en blanca peletería —pelo bufo florecido de canas y ceguera carnal en el rostro—, y tras él, como lesa de vergüenza, una criatura vestida de pardo. Todos los espejos lo proclamaron, lo condujeron al centro de la orquesta, que cerró filas a su alrededor. La criatura de pardo desplegó los útiles magistrales con diligencia de practicante a domicilio. El maestro esperó ese momento para despojarse de las pieles. La criatura lo miró, dio dos palmadas: se desvanecieron los cuchicheos en silencio de artesanía. Sin más, el maestro tomó la palabra y dejó que su voz se desperezase como humo, y cuando hubo bien untado el silencio con ella, abandonando su primera dulzura, propuso hablar del ser y del existir. Enseguida entró en materia y comenzó a enlabiar un discurso sutil. Gregorio intentó seguirlo, pero en vano: más atento a sí mismo que a las palabras del orador (y le parecía que el sombrero había extraviado su airosa compostura), muy pronto perdió el hilo y esparció los ojos por la sala: había allí gentes de otra guerra, que leían el periódico o escribían por su cuenta o dormitaban con la cabeza degollada a un lado, y eran varias las tareas que allí concurrían. Al fondo, incluso, en la angostura de los retretes, se oía un ruido irregular de entrechocado, como de bolas de billar. Y había otros ruidos, que enseguida acabaron confundidos en uno: en la barra se agrupaban las voces rápidas y agrestes de los bebedores de cerveza, y estaban las voces de los camareros («¡una de boquerones!, ¡churros para tres!, ¡marchando una morcilla!»), los golpes de las fichas de dominó y los jubilados, que aunque silenciosos en apariencia, ronroneaban, tosían y enredaban continuamente con objetos que extraían de los bolsillos. De modo que era difícil oír al maestro, y aún más seguir el curso de la plática. Gregorio captaba alguna palabra aislada, y a veces sólo sus gestos, o sus párpados, que caían regulares, entre fatigados y juiciosos. Cuando se volvía a un lado mostraba el cogote, corto y lanudo. En una ocasión Gregorio consiguió atrapar, sin embargo, una frase completa: «El yo es el ser para sí puro». ¿Qué querría decir con aquello? Lo anotó en la libreta e intentó distinguir otras, pero por más que aguzaba la oreja sólo alcanzaba el tono despedazado de la voz, persuasivo e implacable en el ritmo. «¿De qué habla?», le preguntó alguien por detrás. «Del ser», contestó Gregorio, sin volverse ni alterar la expresión.
Después de una hora —en que todos escucharon entre expectantes y apenados, como si aguardasen en una antesala— el maestro calló, intercambió un susurro con la criatura de pardo (confinada siempre en las umbrías del magisterio) y, con mano amplia, luciendo en ella un diamante ensangrentado de luz, cedió la palabra a los contertulios. Sonó un aplauso y algún silbido. De inmediato hubo una pregunta al maestro: Gregorio vio un torso, una cabeza, tres vueltas de perlas en un cuello. Parecía, sí, una mujer. Todos se volvieron para oírla. Hablaba con encono, pero era imposible oír otra cosa. Gregorio miró al maestro: escuchaba atento y almacenaba aire. Unas gotitas de sudor le perlaban la frente. Pero aquella mujer no acababa nunca su pregunta. El maestro había desviado los ojos y ofrecía el lóbulo de la oreja, peludo y ciego. Ahora se oían otras voces, que protestaban la intervención de la mujer, y otras que condenaban las protestas. El humo ponía temblores en el mármol. Gregorio se puso de puntillas e intentó seguir la polémica, como hacían otros, a través de los espejos. Las caras se habían reducido a bocas enormes; las voces sonaban como dentro de un sueño o de una vasija. El maestro dio en la mesa tres golpes con la uña. Parecía ridículo que aquellas señales pudiesen poner orden, pero así fue. Se hizo el silencio: los rostros quedaron a mitad de un gesto, de una frase. Volvió a hablar el maestro. Gregorio volvió a mirar a la señorita: jugaba con el fleco de una bufanda. Agotado por la escucha infructuosa, se esforzó por pensar en algo elevado. Sumió la barbilla en el pañuelo: la sala, convertida en tiovivo, empezó a girar en el vacío. Al son de una música de feria, que algo tenía también de ritmo cortesano, pasó la señorita con su risa de eterna juventud, el maestro hablando sin voz, Gil sin rostro pero con lágrimas en los ojos, el diablo con capa y cicatriz, la parda criatura, los dos asistentes que lucían lutos de poeta, los jóvenes con ojos inexpresivos y cerámicos. Pero no se le ocurría nada, fuera de palabras sueltas que giraban también en el tiovivo: ínfulas, cernícalo, penibán. Abrió la libreta, la cerró, se esponjó el pañuelo, mudó de pierna, se pellizcó las gafas. Pasaban de aquí para allá, como si hubiesen excavado invisibles galerías, los camareros, sin prestar atención a las voces, ni siquiera a los encrespamientos de las disputas. Se dio el caso de que mientras un joven hablaba desde una mesa, un camarero se acercó a retirar el servicio y lo ocultó con el arco laboral de su cuerpo, y el joven tuvo que asomarse en escorzo para poder ser visto, pues en cuanto un hablante, por cualquier motivo, quedaba fuera del ojo del auditorio, éste se desinteresaba inmediatamente del asunto. Incluso una vez, alguien que no conseguía ver al hablante, no contento con oírlo, se levantó furioso y gritó: «¿Quién coño habla?». Los demás desviaron los ojos y, cuando el interpelante hubo satisfecho su curiosidad (pues un rostro subió de entre las cabezas), ya no prestaron atención al orador ni volvieron hacia él la cara, sino que siguieron mirando al otro, como si el discurso se hubiese desplazado definitivamente hacia él. Había un hombrecillo sentado junto a Gregorio que, a cada instante, pedía silencio. Pero no hacía nada: se limitaba a protestar ante sus vecinos y a ganarse de ellos una cabezada de afirmación, con lo cual volvía a su posición de aprovechamiento escolar.
Entretanto, había oscurecido. Gregorio, que se había estado viendo en un espejo, apenas distinguía ya su propio rostro, con una expresión que había sido altiva y que ahora le parecía como una tara física. Del maestro sólo percibía el brillo del diamante cada vez que subía las manos para ondular los pensamientos o encontraba materia en que hincar el índice, y de sus palabras, el hipnótico abejorreo canicular. En una pausa, alguien le preguntó algo y todos intentaron localizarlo sin éxito. «Aquí, aquí», se oía una voz débil, pero muchos seguían sin verlo y buscándolo donde no estaba. Aprovechando aquella momentánea confusión, el maestro se puso a hablar con su ayudante, en voz baja, y aunque algunos seguían atentos a aquel diálogo, del que nada podían escuchar, la mayoría formó grupos aparte, que se sumieron en discusión propia.
Gregorio aprovechó también para ir al retrete. Enfiló un pasillo medio oscuro, con bóveda, a cuyos lados había mesas y en ellas, casi tumbados sobre los sofás, parejas besándose y jubilados que dormitaban o jugaban al dominó. Llegó a un espacio abierto, ocupado por un grupo de hombres en mangas de camisa que se deslizaban alrededor de una mesa de billar y miraban a ella fascinados. «¿Los servicios?». Uno de los jugadores —sin hablar ni levantar la vista— extendió el taco hacia otro pasillo. Gregorio tomó por él y, apenas hubo dado unos pasos, alguien le chistó desde una mesa. Se detuvo perplejo.
—¡Eh, usted! ¡Sí, usted, acérquese!
Gregorio miró alrededor. Contra las paredes se apilaban toneles, material de limpieza, envases y muebles de desecho. Olía a humedad, a orines, a fermentos y a malos hervores. Entre aquel revoltijo había una mesa, y en ella un tipo menudo, de unos sesenta y tres años, calculó Gregorio, que se restregaba frenéticamente las manos.
—Vamos, ¡acérquese! —urgió.
Gregorio se acercó, desconfiado y de mala gana.
—¿Es a mí?
—Sí, a usted, acérquese más.
En la mesa había una jarra de aluminio.
—¿Es usted policía?
—No, no —dijo Gregorio.
—¿Está de servicio? —insistió.
—He venido sólo a la tertulia y voy deprisa.
—Usted no tiene hijas, ¿verdad?
—Pues no.
—Entonces, tampoco habrá oído hablar de la flor de Piñata. ¿Me equivoco?
—No, lo siento.
Se retorció las manos y miró a Gregorio con ojos torturados.
—Debe confiar en mí —dijo, bajando la voz—. Aquí me conocen todos. Todos saben mi historia y por eso me han puesto aquí esta mesa, para que descanse. ¿Le gusta la tila?
—No.
—A mí sí —dijo con orgullo, y bebió de la jarra—. Es tila alpina con miel de azahar. A veces estoy aquí hasta muy tarde y necesito tranquilizarme, no perder los nervios. Esta es la cuarta jarra que bebo hoy. ¿Qué le parece?
—No sé, tengo prisa.
El desconocido se chascó los dedos uno por uno.
—Se nota que no tiene hijas. Yo, sin embargo, soy un honrado jefe de familia, viudo, y tengo tres hijas, que pronto serán el sostén de mi vejez. Y para que lo sepa y no me tome por uno de esos charlatanes ociosos, le diré que la mayor se llama María Casilda y, créame, es una santa, se pasa el día cosiendo y yendo de acá para allá que es un primor. La mediana es María Antonieta y es muy suya, ahora le ha dado por cantar y va a una academia de lírica, y la pequeña, que sólo se llama María, ésa quiere ser señorita. Las tres son muy hermosas. Por la noche se asoman juntas al balcón a ver las estrellas, y por las mañanas se peinan las tres en corro con peines de oro. Las tres me quieren mucho. Me preguntan tantas cosas al mismo tiempo que no sé a cuál responder. Me rodean, me acarician, me interrumpen para preguntarme si necesito algo y me cantan para que me duerma. Una me pone la mesa, otra me echa el vino, y la tercera me trae la fruta en bandeja de plata. Dígame si no es una responsabilidad y un orgullo tener tres hijas tan diferentes entre sí. Las tres vienen muchos días a esperarme a la salida del trabajo y me llevan en volandas a casa. ¿Qué le parece el asunto?
—Tiene mucha suerte.
—No lo crea, porque las tres son muy caprichosas. La pequeña sobre todo se pasa el día dudando sobre cuál es su pájaro favorito o qué flor prefiere. Y las tres me mandan a por cosas difíciles de conseguir. María Casilda me pidió una vez copos de soconusco para condimentar un arroz. Un domingo de invierno, la mediana me pidió que le trajese, para aclararse la voz, hiel de golondrina. Pero la peor es la pequeña. Ahora se le ha antojado una flor de Piñata y llevo un mes buscándola en vano, pues nadie conoce esa flor y hasta es posible que ni exista. Pero claro, a mí me da la impresión, o mejor dicho, estoy convencido de que la felicidad de mis hijas, y sobre todo la de la pequeña, depende de que yo cumpla o no sus caprichos, y como son muy soñadoras, ¿qué puedo hacer yo sino seguirles la corriente y esperar a que olviden sus quimeras? Por otro lado, son tan buenas conmigo que yo debo corresponder en la medida de mis fuerzas. Por eso hago como que cumplo sus caprichos, y en cierto modo es así, porque ahora por ejemplo he salido de casa sólo para darle a entender que iba a buscar la flor. Llevo un mes buscándola. Apenas salgo de trabajar me vengo a buscarla a este rincón, y confío en que ella acabe olvidándose del asunto. Así es como me hago la ilusión de que trabajo para satisfacer sus deseos. Cuando vuelvo a casa, al amanecer, apenas me oye entrar se levanta y me pide su flor de Piñata. Yo le digo siempre que estoy a punto de conseguirla y ella me abraza emocionada, diciéndome que soy muy bueno, y otras cosas que me avergüenzan, porque es vergonzoso que un padre no sepa hacer feliz a sus hijas, ni siquiera a la más pequeña.
Después de echar otro cumplido trago de la jarra, hundió las manos en el pelo y se lo mesó con violencia.
—Cómo de pronto me he visto enredado en esta situación, no lo sé —prosiguió—. Parece que fue ayer cuando era niño y perseguía gatos por la calle y ahora estoy aquí, abrumado por la responsabilidad. Pero no me asusta, no soy una de esas personas endebles que van contando a todos sus pequeñas calamidades. ¿Sabía usted que yo fui ferroviario en una guerra, que conducía una locomotora con estas manos? —y las enseñó, crispadas como garras—. Sí señor, ahora trabajo aquí cerca, llevo la contabilidad de una modesta industria de alambre.
—Está muy bien —dijo Gregorio, iniciando la retirada.
—No vaya a creer por lo que le he contado —dijo, endureciendo el tono— que soy uno de esos charlatanes que viven de sus pequeños éxitos callejeros. Al contrario, soy una persona reservada, e incluso tengo fama de huraño. Es posible que tenga ocasión de comprobarlo por sí mismo en el curso de estas confidencias. ¡Dios mío, hay tantas cosas que ignora usted de mí! Veamos, ¿usted sabe por ejemplo que yo sufro de insomnio? Sí señor, sufro de insomnio —y se restregó dolorosamente los ojos—. Llevo años sin dormir, siete u ocho, desde que me quedé viudo. La última vez que dormí soñé con un coche de carreras.
—Estará muy cansado —dijo Gregorio, apenándose de él.
—No, soy incansable. La responsabilidad no me deja dormir, pero en cierto modo tampoco me deja trabajar, así que nunca estoy ni cansado ni descansado. La flor de Piñata, como quizá no existe, no me obliga a ninguna actividad, pero sí a estar aquí, haciendo que la busco. Y eso, señor mío, sin exigir trabajo, llega a ser agotador. Así que ya lo ve: descanso al tiempo que me esfuerzo. ¿Quién me iba a decir a mí que acabaría en esto, si parece que fue ayer cuando perseguía gatos por la calle? Ahora me pregunto: ¿qué será de mis hijas, sobre todo de la menor? ¿Quién se encargará de cumplir sus deseos cuando yo falte? —y hundió la cara entre las manos.
Gregorio retrocedió unos pasos.
—Entonces, ¿no es usted policía? —preguntó el otro desde lo oscuro.
—No.
—Pues tiene toda la pinta. Y ¿no busca nada? Quiero decir, ¿nada concreto?
—Pues no.
—Y ¿a qué se dedica?
—Soy poeta.
El desconocido bostezó. Se embrocó de nuevo la jarra.
—Le aconsejo que se haga herbolario. Y si se hace, que utilice tirantes y bastón con punta de metal. Será usted feliz.
—Bueno, me voy —dijo Gregorio, caminando hacia atrás. Cuando volvió del retrete oyó otra vez el «¡chist, chist!», pero no se detuvo. Al contrario, aceleró el paso y entró precipitadamente en la sala.
Tras las gafas, la oscuridad era casi total. El maestro, sin acallar del todo los rumores, había tomado la palabra. Gregorio oyó su salmodia, vio el brillo del anillo y el pelo rubio de la señorita, y comenzó a desear que todo aquello acabase pronto. Se sentía extenuado por el desconcierto. «¿De qué habla?», preguntó al hombrecillo escolar. «No sé, pero está contestando a una pregunta». Gregorio se echó arriba el ala del sombrero y se recostó burlón en la pilastra. Al rato, cuando ya las caras apenas se reconocían, un camarero de andar solemne se acercó a la columna y, con las yemas de los dedos, encendió una lámpara —que se estremeció—, defendiéndose débilmente de los ataques de la penumbra. Se restablecieron las distancias. Pero para entonces, salvo los de las primeras filas, nadie sabía por dónde iba el discurso. Volvieron a preguntar algo. Volvieron las inciertas búsquedas y las vanas protestas. Volvió el maestro a hablarle a su ayudante en la oreja. Volvieron los rumores privados y los golpecitos de uña y la voz invencible del maestro. En ese instante un joven hercúleo, una especie de jayán (fue la palabra que se le ocurrió a Gregorio al ver su sombra gigantesca proyectada en el techo) se levantó y se dio a gritar: parecía que gritaba en latín, en lengua arcana, y a su voz la gritería se hizo general. Porque no confundieran (la señorita sobre todo) su silencio con ignorancia o temor, también Gregorio gritó algo: un grito de apuesta, de doblo la puja, de reproche taurino. Gritó con saña: «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?», dos, tres veces, y luego algo así como «sindicato de monos con nikis». El hombrecillo se volvió y lo miró atónito. Mientras echaba una bocanada artística de humo, Gregorio le devolvió una mirada de lástima. Enseguida, la tertulia comenzó a tocar a su fin. Muchos se levantaron y se pusieron los abrigos. El ayudante recogió las notas y ofreció las pieles al maestro. En uno de los fondos de la sala se seguía discutiendo a gritos, y se veía un vago movimiento de torsos atléticos y gestos ciclópeos de orador. Gregorio se dispuso a salir. En la puerta coincidió con el dómine. Venía con él la señorita y un grupo de jóvenes, y se habían detenido a hablar. Se bajó el sombrero, chupó de la breva y dijo: «Buen trabajo, ¿permite?», y lo sorteó juvenilmente con un quiebro de talle.
Llovía afuera. Los contertulios se resguardaron bajo el toldo, incluido el maestro. De pronto un relámpago rubricó sobre los tejados y todos, concertados en una, salieron corriendo como en un final de historieta cómica.
Exaltado por la carrera, ganándole la partida a los semáforos y enfilando luego calles solitarias, Gregorio no sabía si sentirse feliz o desdichado. Pensó primero que el éxito de esa tarde debía acompañarlo ya siempre, donde quiera que fuese, pues de haberse enterado de lo que allí se hablaba, no sólo hubiera intervenido como uno más sino que habría aprovechado para leer algunas de sus poesías, y tenía la íntima convicción de que la concurrencia lo hubiera aplaudido tanto o más que al maestro. Así que el próximo sábado llegaría antes al café, ocuparía una silla delantera y a la primera ocasión que se presentase levantaría la mano para hablar. Comenzó a idear una pregunta, dando por hecho que no se le ocurriría ninguna pero que de todos modos sería brillante y comprometedora. ¿Y qué dirían allí cuando supiesen que había un Círculo Cultural Faroni y que él no era otro, precisamente, que Faroni? Corría más y más, ebrio de acción, dejando atrás las esperanzas y los temores de que un día Gil llamase con el anuncio inminente de su boda. Pero luego, aminorando el paso, el recuerdo de la señorita y de los jóvenes vagamente lo entristeció. ¿Sabía él lo que allí se había debatido? ¿Tenía noción él, Gregorio Olías, del ser y del existir? ¿No era acaso un intruso, con sólo el bagaje de unas poesías de adolescente y unas gafas oscuras y más de cuarenta y tres años escondidos bajo una indumentaria que ya no se llevaba? Y en el caso de que se decidiera a intervenir, ¿qué diría? Y se puso a idealizar las palabras del maestro y de los interpelantes, que aquéllas sí que debían de ser palabras mágicas y no las suyas, fruto del ocio y del azar. Allí llevaban hablando más de veinte años, pues ya Gil conocía de entonces la tertulia. Quizá cien años, quizá siglos hacía que se debatían allí las más altas cuestiones. Y ahora, mire usted por dónde, venía un oficinista a desbaratarlas con unas cuantas rimas de juventud, que guardaba en una caja de zapatos. ¿Cabía mayor absurdo?
Una gota de lluvia le coloreó la mirada. Recordó al padre de las tres Marías y se preguntó si existiría la flor de Piñata, si no sería una palabra para designar alguna flor tan sencilla como la margarita por ejemplo. Lúgubre, práctico, se dijo que de seguir por los derroteros del ensueño acabaría cayendo otra vez en el pozo de la desgracia. Decidió no salirse de las lindes de la realidad, y que esa misma noche, sin otras reflexiones, retomaría el poema épico. Llegó a casa diciéndose: «Hacer algo, no pensar en nada, éste es el secreto de la felicidad».
—Vienes perdido —dijo Angelina, cuando lo vio detenerse en medio de la sala.
—Está lloviendo a mares.
Se levantó y dejó la costura en la silla.
—Anda, quítate la ropa que se seque. Ahora sí que pareces Cenicienta.
—En realidad, soy un príncipe encantado.
Lo miró de arriba a abajo:
—Fíjate qué zapatos. De dónde vendrás.
—Ya te lo dije, de la tertulia —respondió quitándose la gabardina.
—Y ¿de qué habéis hablado?
Gregorio le dio también la chaqueta y el pañuelo y empezó a aflojarse los pantalones.
—Del alma.
—No merece la pena hablar de nada si uno se moja —dijo Angelina saliendo abrazada a la ropa.
Cenaron juntos, sin saber de qué hablar, y apenas acabaron preguntó Angelina:
—¿Te acuestas?
—Tengo que hacer —respondió, Gregorio con voz de nadie.
—¿A estas horas?
—Los poetas siempre escriben de noche.
—Estás tonto. Se te va a quedar cara de mochuelo.
En cuanto se acostó Angelina, Gregorio se instaló en la sala y deslazó la caja de zapatos. Temeroso quizá de haber perdido el favor de las musas, o de no encontrar, agobiado por la responsabilidad y los años, el ardor de las pasiones juveniles, se concedió una tregua: despejó la camilla, cargó la pluma, aguzó el lápiz agrupó las virutas, numeró las páginas de la libreta —sin caer en la cuenta de que aquellos interminables preparativos eran los mismos que habían enredado a Gil en sus noches de bachiller autodidacto— y quedó sometido a los caprichos de la inspiración.
El poema se había interrumpido en el momento en que Alvar Núñez Cabeza de Vaca naufraga frente a las costas de Florida. ¿Seguía lloviendo afuera? Cuando regresó de ver la lluvia releyó lo anterior. Había 52 octavas. Hasta 20.000 versos quedaban por tanto 2448 octavas: 19.584 versos. En un rincón de la libreta echó las cuentas. A cuatro octavas diarias, 612 días: dos años. ¿Y a ocho octavas? A ocho octavas, 306 días. Pero ¿cómo escribir 64 versos diarios? Sacó una hoja en limpio y halló que a una octava diaria (pues de ningún modo quería engañarse con cálculos demasiado generosos) daban un total de casi siete años. «Tendré entonces más de cincuenta», pensó sombrío. Llenó dos hojas con reglas de tres, multiplicando versos por años y partiendo por versos en busca de un milagro aritmético que le permitiese acabar la obra en un espacio breve de tiempo. Pero, a diferencia de las palabras, los números no eran mágicos, y sus noticias eran siempre tristes. Fue a por la enciclopedia y encontró que Espronceda a los catorce años había escrito un poema épico, y a los treinta y cuatro ya se había muerto, con la gloria cumplida. Buscó otros ejemplos. A los veinte años, Platón era discípulo de Sócrates. Sin embargo Cervantes tenía casi sesenta cuando empezó el Quijote. ¿Y Shakespeare? Shakespeare, a los veintinueve años —es decir, la edad que ahora tenía Faroni— había compuesto ya dos poemas épicos. ¿Y Garcilaso de la Vega? «Murió a los treinta y cinco, el cabrón», dijo, cerrando a dos manos la enciclopedia.
No tuvo valor para alargar las pesquisas. Cerró los ojos y se vio a sí mismo sentado ante la mole de los 20.000 versos. Era impresionante aquella estampa del artista captado en la soledad de la noche, mientras alrededor la ciudad se confiaba al sueño. «Aunque no escriba nada», pensó, «qué grandeza hay en estar aquí, persiguiendo un ideal». Entonces recordó que su actitud era semejante a la del padre de las tres Marías, que ahora estaría en el café buscando la flor de Piñata, y abandonando la sugestión de las formas, con un temblorcito volvió a la realidad.
Se concentró en el naufragio hasta que una palabra salió como una lombriz de la memoria: retumbante. Reunió otras: fragor, bóveda, terror, bélico, horrísono, proceloso. Las encerró en un círculo. «Pastor es el artista de palabras ovejas», dijo en alto, advirtiendo que aquel era el primer fruto de la inspiración. Se puso a escribir. Era un gusto juntar palabras y observar cómo se trababan en singular combate, representando la lucha nunca vista entre el tigre y el tiburón, el alacrán y el as de espadas, o sucumbían con sólo conocerse a los hechizos de un turbulento amor. Empezó así a revivir los sobresaltos de sus antiguas inquietudes de poeta. Sintió de nuevo la presencia viva de las palabras y el milagro de una frase que superaba su verdadero poder mental. Con un suspiro, retomó la tarea, y al fin consiguió escribir dos versos: «Ya retumba la bóveda y se extiende / el horrísono manto de su sombra». Ganas le daban de saltar de contento, pues aquellas palabras, aquel alto oficio, concedían a su vida un sentido y una seguridad de ánimo que ignoraba desde hacía mucho tiempo. Pero enseguida se entristeció de golpe al comprobar que iba para cuarenta y cuatro años y había tardado cincuenta minutos en concluir dos versos. A ese paso, no acabaría nunca. Ahora bien, ¿y si dejase el poema épico o lo acortase a 4000 versos? Quinientas octavas, quinientos días: un año y medio. Había pues que reconciliarse con la realidad por medio de otras cuentas, de otras conjeturas; había que pactar con la tarea o buscar en ella el modo de otorgarles a los números un valor mágico o abstracto donde los versos no se midiesen por octavas ni la vida por años ni los años por obras nunca hechas, sino que todo se bastase en el presente y cada acto cobrase sentido en el fragor diario del empeño. «Ha de bastar con el empeño», se dijo, entre animoso y cauto.
Claro que, ¿por qué no componer un libro de poemas con los mejores que ya tenía y otros que hiciese en adelante? Podría empezar por hacerle una poesía a Gil. Casi de un tirón escribió:
Querido Dacio Gil Monroy,
en verso esta misiva yo te escribo,
que solitario y triste como estoy,
de tu noble amistad vivo cautivo.
Examinó sus viejas poesías. Por lo menos veinte eran aprovechables, que retocadas y unidas a otras veinte que compusiera en los próximos meses (incluso en un mes, a la vista de lo inspirado que andaba esa noche), haría un libro de unas 60 o 70 páginas, prólogo aparte, que se titularía Versos completos de la vida artística. Se animó. Había poco menos que concluido su primera obra maestra y ya veía el libro, con un barco de vela en la portada, y unas gaviotas, y el nombre en letras grandes y rojas: Augusto Faroni. Y ¿qué diría Gil cuando lo tuviese en sus manos y sobre todo cuando leyese el prólogo, que o bien se lo adjudicaría a un ilustre personaje real o bien a Gregorio Olías, su discípulo y biógrafo? Y como el libro existía realmente, y también el seudónimo, y como la poesía consistía en idealizar las cosas, no habría vergüenza sino orgullo, no verdad relativa sino verdad desnuda: legítima, poética. Se lo dedicaría a su padre, el almirante, a su abuelo el notario, a su pobre madre y a su tío Félix, cardenal en Roma. ¡Ah, si su tío levantara la cabeza y viese su nombre impreso nada menos que bajo el título de Eminencia! Y desde luego también a Gil: A Dacio, mi lejano y fiel amigo. Saldría de casa con el libro en el bolsillo, el título asomando, e iría al café y le regalaría un ejemplar al maestro y otro a la señorita. ¿Quién sabe si, admirado del prólogo y los versos, no lo divulgaría el maestro en la tertulia? Saldría entonces él, Faroni, al centro de la orquesta, junto a la columna, y lo aclamarían como en el ensueño.
De pronto se le ocurrió otra idea deslumbrante. ¿No había pensado alguna vez decirle a Gil algo así como que su obra fue quemada entera por el Gobierno y que sólo se habían salvado fragmentos muy breves? Esta fatalidad la explicaría en el prólogo, donde ofrecería el censo y el resumen de las obras perdidas, con algún fragmento original. La hipótesis no era quimérica, porque con aplicación le hubiera sido fácil componer novelas y ensayos de mérito. El único error consistía en no haberlo hecho, pero como creía sinceramente en su talento artístico, como cada verso y hasta cada palabra demostraban que era suficiente multiplicarlos por medio del trabajo y reunirlos luego bajo un título para tener ahí otra obra maestra, le restó importancia al accidente de no haber emprendido la tarea, y le bastó con la satisfacción de saber que de haberse puesto a ella la habría culminado con éxito. ¿Cuántas grandes obras no se habrían perdido con las mudanzas de los siglos y cuántas no habría de las que sólo se conservaban unas pocas líneas? Así que, pasando por sobre cualquier otra consideración, dio por escritas y perdidas cuatro novelas, tres tomos de poesía, un poema épico (del que sobrevivían cincuenta y dos octavas y dos versos), dos ensayos, un libro de viajes y una obra dramática. Además, diría en el prólogo que esa ingente obra acaso se hallase confiscada en los sótanos de algún ministerio, o en la oscura cripta de un convento. Sacó una hoja en limpio y, tras escribir y subrayar Restos de la obra perdida de Augusto Faroni, comenzó a idear los argumentos y los títulos, así como los fragmentos que hasta hoy se habían salvado de la quema.
La primera novela, titulada Vidas salvajes, contaba la historia de Marcos, joven intelectual que, perseguido por la justicia por razones políticas, se embarca para Alaska, donde se hace trampero. Allí vive en una cabaña de troncos, comiendo renos y salmón. Todos los años baja a un poblado con una ristra de pieles y compra café, sal, azúcar, municiones y whisky. Viste una piel de oso; es alto, serio, huraño. Nadie conoce su verdadero nombre y le llaman Acero. Descubierto por la policía, una noche de luna llena escapa en su trineo perseguido de cerca por una manada de lobos. Alcanza la costa y se embarca de polizón hacia el Amazonas. Vive en la selva. Un día le pica una serpiente coral y convalece en la choza de una familia de salvajes. Los salvajes le llaman Mainú, que en su lengua quiere decir «el que nunca sonríe». Conoce un día a una mujer de extraordinaria belleza, a quien salva la vida de un único balazo cuando una anaconda se disponía a engullirla. La mujer se llama Vicky y es hija de un americano multimillonario, rey del automóvil. Había venido en viaje de placer y el avión se había estrellado en plena selva, sobreviviendo sólo ella. Se enamoran. Se hacen una casa en un árbol. Noches de amor. Pero la policía encuentra el rastro y han de huir en una canoa río abajo, acosados por los caimanes. Salen a mar abierto y un mes navegan a la deriva, hasta que llegan a un islote desierto. En una cueva pasan el invierno, comiendo peces y frutas silvestres. Los recoge un barco con rumbo a Nueva York. Alegría del padre americano. Marcos, que se ha cambiado el nombre en Luck Turner, es nombrado director de una fábrica de automóviles. Uno de los modelos es bautizado Vickytur, y lleva por enseña un corazón. Pero de nuevo irrumpe la policía. Hay un tiroteo y una persecución automovilística. Marcos huye y alcanza el islote. Allí vive solo, triste, mirando siempre al horizonte. Un día aparece una lancha. Es Vicky que, renunciando a la civilización, ha decidido reunirse con Luck. Corriendo uno hacia otro por la playa, abrazándose finalmente, con la rugiente tempestad al fondo, concluye el relato.
Miró el reloj: las dos de la mañana. Imperturbable, adelantó provisionalmente el primer fragmento que se conservaba de la novela: «La noche se extendía silenciosa por la infinita noche del Ártico. Brillaban las estrellas en la inmensidad pura y azul, y el profundo rumor del bosque llenaba el alma de misterio, terror y dulzura. En la soledad de una cabaña de troncos, a la luz de la lumbre, un joven de perfil duro y melancólico leía tristemente un libro de Platón. En su cara impasible se dibujaba el signo de un destino único y fatal. Lejos, aullaban los lobos, y el termómetro marcaba en el exterior ochenta grados bajo cero. Pero dentro, el alma del joven se consumía en el fuego del conocimiento, de la nostalgia y del dolor».
Releyó el párrafo y le pareció verosímil y artístico. «Puede que sea un hombre de talento», se dijo. Sin concederse un instante de tregua, prodigando la inspiración más allá de lo razonable, compuso también el argumento de la obra dramática: doña Gloria, mujer hermosa y gorda, de grandes pechos y sobacos, deseada por mecánicos y lecheros, experta gastrónoma y gran cantante lírica, se enamora perdidamente de un guardia municipal desdeñoso, que suspira a su vez por una joven delgada y pálida, de nombre Carantoñita. Una noche, doña Gloria duerme a su rival con cantos de Pascua y Epifanía, y la suplanta. Pasea del brazo de Dominguín, que así se llama el munícipe de imponentes bigotes, y es noche oscura de septiembre. Con su risa, con el olor fresco de sus sobacos, lo embruja y enamora. Al llegar a una plaza iluminada, Dominguín advierte el engaño y se detiene suspenso. Doña Gloria, sin dejar de hablar y sonreír, sigue caminando y se pierde a lo lejos. Drama en verso, del que por ahora sólo se conservaban cuatro: «Carantoñita ya duerme / en su redondo cojín, / y doña Gloria pasea / del brazo de Dominguín».
Dudoso, dejó la pluma en la mesa, como un cubierto usado, y salió al pasillo. Otra vez sintió la fascinación del poeta en vela, e imaginó el sueño de la ciudad como un mar bravío por el que él se aventuraba en una solitaria barquilla. Volvió a la mesa, corrigió y amplió los fragmentos y a las tres en punto se acostó.
Se sentía satisfecho o cansado. Oyó dar las cuatro, urdiendo la trama de otra novela, que contaría la historia urbana de un músico ambulante. Apenas alcanzó la pleamar del sueño se le reveló el nombre del artista, Elías Centellas, y todavía alcanzó a imaginar el inicio de otra obra dramática, más sencilla, trágica y realista, pues la que había compuesto no acababa de satisfacerle del todo.