Capítulo XI

Así que la de los zapatos fue como abrir la caja de los males y salir de estampida el pasado y quedar adentro sólo la vergüenza. Y fue como volver a aquel mes de julio por cuyo ardiente laberinto arrastró sin norte las amarguras del amor.

Sus primeras tribulaciones comenzaron a la mañana siguiente, cuando al descubrir en su rostro una expresión extraña, desconocida hasta entonces, algo así como una imperceptible sonrisa de ídolo azteca donde se confundían ambiguamente la perversidad y la burla, recordó que en una de sus poesías de adolescente, leída el día anterior, afirmaba que igual que el viento cambia las formas de las nubes, así el tiempo va mudando las caras hasta borrarlas del cielo de los años. Aquella mueca alimentaba la absurda ilusión que había tenido la tarde antes de ser su propio extraño, pero aún más absurdo se le hacía admitir que aquel rostro hubiese sido adolescente veinticinco años atrás. «Es como si yo fuese mi propio superviviente», se dijo, mirándose con aprensión.

Era, la mueca, como la antesala de un estornudo o un gruñido, y tan pronto Gregorio la veía con claridad como se desvanecía camuflada en la espesura de la costumbre, y entonces su expresión era la familiar y diaria de siempre. Había en ella algo obsceno y a la vez lastimoso, algo de altivez y de súplica, y en uno de los visajes que hizo para examinarse desde distintas perspectivas, se le antojó que parecía un niño gordo sin postre. «Soy viejo y estoy acabado», se dijo. «Soy un impostor y soy un náufrago», y tan intolerable fue entonces su amargura, tan desproporcionada la penitencia que pensaba imponerse y tan afortunadamente inclementes las palabras que se reservaba para desenmascararse ante Gil, que no tardó en sentir el alivio de saberse viejo y desdichado.

Cerró los ojos para asumir la plenitud del dolor, y quedarse a solas con él. Por un instante concibió sin asombro la idea del suicidio. Y aunque no podría gozar del triunfo de su audacia, razonó, nada le impedía paladearlo por adelantado. Para no demorarse más en las miserias del presente, y, sin otras consideraciones que pudiesen alterar tan magnífico designio, fijó el plazo para dentro de una semana, y sería despeñarse desde la terraza de su casa, por la noche y dejando nota escrita. En el cuaderno de ficciones, que ya tenía medio olvidado, comenzarla mañana mismo a esbozar el mensaje.

Dudó primero si dirigirlo al mundo o sólo a Angelina. Pero antes de vislumbrar siquiera el encabezamiento advirtió que de cualquier forma no iba a contar los verdaderos motivos de la muerte, y se sorprendió a sí mismo inventando otros admirables, como si inconscientemente hubiese pensado en la reacción de Gil. Y cómo firmaría, ¿Gregorio Olías o Augusto Faroni? ¿Y si dejase una nota a Gil o le dijese por teléfono que los esbirros del General lo tenían cercado, deslizando así la hipótesis de una muerte heroica? La tentación de hacer de la muerte su última mentira, lo horrorizó. Pensó que un instante de decoro podía salvar la dignidad de una existencia. Se dirigiría a Angelina, en términos sencillos y humildes, algo así como Querida Angelina: lo siento pero no puedo más. Perdóname. Gregorio. Pero no, la grandeza de su proyecto rechazaba aquel modo anónimo de dejar el mundo, más que por el adulto por el poeta que había sido en su adolescencia. Porque quien se suicidaba era el adolescente, veinticinco años después, y para darlo a entender así se compraría ropa y se vestiría a la moda de entonces, y se lanzaría al vacío con la caja de zapatos, la guitarra, el atlas, la enciclopedia y el diccionario, y una nota que dijese: No pudiendo sobrevivir más a mi propia muerte, mato también al náufrago, y se sintió purificado por aquel acto supremo de honradez.

Pero llegó la navidad y, por unos días, Gregorio consiguió aliviarse de sus torturas de impostor. Asistió en familia a las celebraciones religiosas y oyó su voz ronca entonando himnos y enderezando letanías, compró anises, sidra y mazapán, cantó villancicos, tocó la pandereta y se comportó en todo como un hombre dócil y feliz. Y cuando en Nochevieja fueron a casa algunos vecinos, con zambombas, gorritos de papel y cintas voladoras, él abrió la fiesta bailando un bolero con la madre, que ciega y todo se había puesto sus mejores galas de reina en el exilio del presente, y al final hizo una reverencia cortesana y todos aplaudieron tanto que Gregorio hubo de repetir tres veces el saludo. A las doce tomaron las uvas, y antes de la última campanada, una vieja empezó a encogerse en sus lutos y a decir que aquélla sería su última navidad.

—¡Qué haya alegría! —gritó alguien, y aunque volvieron a batir palmas y a bailar a los ritmos de moda de la radio, la vieja hacía pucheros y cabeceaba como deslumbrada por el rayo de una certidumbre, y también a Gregorio le dio por recordar a sus seres queridos ya muertos, y la nostalgia de la niñez le anuló las ganas de vivir. Se sintió solo, entre extraños, sin amigos ni ilusiones y enredado en mentiras dignas de piedad.

—¡Qué haya alegría! —volvieron a gritar—. ¡Qué no decaigan esos ánimos!

Gregorio comenzó entonces a beber sin mesura y a alardear de Jovial. Aflojó la voz, gastó bromas, bailó por su cuenta dando palmadas en alto y haciendo equilibrios con un vaso en la frente y al final se soltó la corbata, se apuró el vuelo de la chaqueta y, en el centro del corro, bailó una rumba flamenca, con zapateos, desplantes y ceñidos pases de pecho. Animado por el éxito dijo con una mano, ahora veréis. Midiendo taurinamente la distancia, fue a por la guitarra, vino haciendo culebrillas, le sacudió el polvo, la templó y cantó la habanera. Le salió una voz desabrida, pero así y todo lo aplaudieron con fuerza y alguien dijo para que todos lo oyeran:

—¡Qué callado se lo tenía este Gregorio!

La madre recordó de inmediato la noche en que su difunto la rondó con sesenta violinistas vestidos todos de capitanes de navío.

—Cantó una romanza con las manos juntas en el corazón, y al final yo salí y le tiré una orquídea que él se llevó a los labios, mientras los músicos tocaban detrás un vals y se movían como las olas.

Según hablaba, Gregorio fue imitando la serenata, y cuando representó el toque del violín y se movió como llevado por vientos alternos, todos contuvieron las risas, y hasta Angelina puso cara de tener un marido incorregible. La madre, que percibía el bulto y los movimientos de Gregorio, creyó acaso que aquél era el fantasma en que se encarnaban sus recuerdos, y dijo:

—Me parece que lo estoy viendo, aquel hombre terrible, debajo del balcón —y todos soltaron las risas, incluida la vieja para quien ya no habría otra navidad.

Se hicieron brindis, y alguien propuso que cada uno se adelantase con una gracia al centro del corro. Corrió el turno entre chistes, remedo de animales y adivinanzas, y cuando le llegó a Gregorio, ya tenía él sobre las rodillas la caja de zapatos, de la que sacó una poesía seria y otra burlesca, que leyó con titubeos de cómico en el alambre.

—¡Hay que ver qué callado se lo tenía este Gregorio!

Con una apertura sacerdotal de brazos, Gregorio se adelantó y dijo:

—¿Gregorio? Señores, en realidad mi verdadero nombre es… ¡Faroni!

Rió la concurrencia celebrando la excentricidad.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó alguien.

—Es un nombre italiano —contestó Gregorio—, y no quiere decir nada. Es como una flor, que sólo huele. Así hay muchos nombres en el mundo.

Embuchó una tragantada de anís.

—Y a mi señora la llamaréis la señorita Mar, y mi suegra será en adelante la Dama Musa.

Y a todos los presentes les fue cambiando el nombre. A la vieja, que se llamaba señora Clementina, le puso doña Celeste, y al perro le asignó fray Revilla, en memoria de uno que tuvo su abuelo.

—¿Y cómo le pondrás a don Isaías? —le preguntaron.

—¿Don Isaías?

—Sí, el viejo del sexto, que no sale de casa.

—Pues a ése le pondremos Diógenes Casiano.

A un Abillo Rata, que le tocó en suerte Octaviano Murillo Quesada, no le gustó el juego y advirtió torvo:

—Dejemos estar los nombres.

—Allá usted —dijo Gregorio—, pero un nombre nunca estorba a otro. El que se llame Abillo Rata no impide que pueda llamarse también Octaviano Murillo Quesada.

—Mi padre se llamó Rata y yo soy Rata a mucha honra.

—Pues a mí —dijo la vieja— sí que me gusta doña Celeste, aunque lo que me hubiera gustado de verdad es llamarme María Cristina.

—¡Pues ya lo tiene! —proclamó Gregorio—. Doña María Cristina Celeste. ¿No ve usted que los nombres no cuestan dinero?

Se despidieron de madrugada en la escalera llamándose por sus nuevos nombres, y el último en irse, se volvió desde el piso de abajo para gritar:

—¡Buenas noches, Faroni!

Cuando se quedaron solos, Gregorio y Angelina juntaron las cabezas para ver nevar. Angelina llevaba un camisón de flores y Gregorio las iba contando con el dedo y a cada una le daba un nombre distinto.

—Luego haremos lo mismo con los copos de nieve y con las pulgas del perro. Y cuando llegue la primavera saldremos los dos juntos a bautizar a todas las hojas de los árboles. Porque es injusto que haya cosas que no tengan un nombre para ellas solas. Es injusto que tengamos un solo nombre y sin embargo tengamos dos trajes o cuatro pares de zapatos.

—Cuánta tontería.

—Las palabras son mágicas, y son de balde.

—Lo que te pasa es que estás borracho, eso es lo que te pasa.

Pasó la madre con el perrillo sonando entre las piernas.

—Buenas noches, Dama Musa —dijo Gregorio.

Pero ella no lo oyó porque iba rezando una oración para conjurar a las ánimas en pena, que ya alguna noche habían venido a revolver los armarios, buscando recuerdos de su época de vivos.

Gregorio se durmió cambiándoles los nombres a las cosas, y sólo en el último instante de vigilia alcanzó a sospechar que se estaba hundiendo sin remedio en el pozo de la más negra angustia.

La fatiga de la caída lo despertó de súbito. No sin trabajo encontró el punto en que se hallaba de su existencia. Abrumado entonces por el peso de la realidad y de los años, y abatido hasta la extenuación ante el espectáculo general de su vida, comprendió que había tocado en efecto el fondo de la angustia, Y, como si hubiera previsto por dónde comenzar la penitencia, y los alivios que le podía proporcionar, declaró solemne: «Mi vida está perdida. Desde hoy, seré el hombre más miserable de la tierra».

Reconfortado repentinamente por tan ambicioso proyecto de desesperación, y reafirmado en su intrépida decisión por ser Año Nuevo, esa misma mañana le dijo a Angelina que nunca más le preguntase nada, porque había hecho de por vida voto de silencio y pensaba cumplirlo hasta la muerte, llevándose a la tumba el secreto de su resolución. «Nunca más volveré a hablar, porque las palabras están todas malditas», dijo.

—Y ¿se puede saber qué es eso de no hablar, de dónde te ha venido ahora esa chifladura? —preguntó ella.

Pero Gregorio ya no contestó.

Para no caer bajo la esclavitud del infortunio, se entregó a él con la ilusión de dominarlo, anticipándose a sus acometidas y yendo siempre un paso delante de las amenazas del destino. Aquello de empezar la casa por el tejado, la culpa por la penitencia, adueñándose así de su propio desánimo y exagerando sus efectos hasta vaciarle de contenido real, como en los dramas que tantas veces había oído en la radio, pareció al principio un plan ciertamente efectivo, pues llegó un momento en que el entusiasmo que ponía en la defensa de su desdicha comenzó a depararle algunos instantes de felicidad. Se creía Prometeo, se creía Sansón, se creía él mismo perdido como en la adolescencia en un laberinto que no era de amor, pero que era terrible como entonces. Fueron tiempos aciagos.

Se dejó crecer la barba (para no verse la expresión de forastero), descuidó el atuendo y la higiene y por las tardes se daba a recorrer sin rumbo las calles del barrio. Furioso consigo mismo, con Gil, con todos, caminaba encogido y sucio junto a las paredes, arrastrando los pies, rumiando su rencor sin objeto, deteniéndose con la vista fuera de la voluntad, el pensamiento en ningún sitio, colgado del labio un cigarrillo a medio arder. Con el llavero iba sacando chispas y avisos musicales a los hierros y esquinas. Se le anchó la chaqueta y de los bolsillos extraía una astilla, una hebra de taco, un botón de camisa, una pastilla sucia que los ojos intentaban en vano reconocer. «¡Adiós, Faroni!», le decían los vecinos. Pero él no contestaba. Movía una mano o giraba la cabeza con ceporrería de tarasca, y la mirada se le apelmazaba en el vacío. De tal modo le avergonzaba su pasado ficticio, que sufría su presencia sin necesidad de recordarlo, pues el tiempo despreciaba el camino que la memoria le ofrecía hacia el presente y tomaba el atajo del malestar, del desorden que todo lo iguala, del olor a gallina y del sabor inalterable de los zócalos en invierno.

En casa, a pesar de que Angelina, creyéndolo loco, le llamaba Faroni para animarlo a hablar y le seguía las manías preguntándole, «oye, Faroni, ¿por qué no les pones nombres a los baldosines o vas pensando en los que vas a ponerles a las hojas cuando llegue la primavera?», y hasta le propuso hacer un viaje a la costa, y a pesar de que la madre quiso someterlo a una sesión de exorcismo convencida de que tenía en el cuerpo al diablo, sin embargo no hablaba: llegaba tarde y se sentaba a respirar en la oscuridad hasta que ellas se acostaban, y nunca quería cenar ni le dolía la cabeza. Pero con el silencio de la medianoche comía solo, en la cocina, y le gustaba sentirse voraz, empuñar con ansia la cuchara y vengarse del mundo haciendo ruidos de gañán, y de beber el agua con un chapaleteo que parecía devorarla a pedazos, como los perros, y decir por lo bajo: «Para mí solo la cazuela, qué cojones, para mí la manduca, que yo también soy lobo».

Un día buscó los lugares de la adolescencia. Como en sus tiempos de poeta, intentó encontrar el secreto de las cosas, la significación que escondían al curioso, y fue mirando los árboles y los pájaros y diciéndose: «A ver qué tiene que decir esto, a ver qué tiene el árbol de pájaro y a ver este misterio en qué consiste». Pero las cosas no comunicaban nada ni tenían secretos que ocultar. Estaban allí, como él, cada una con su nombre y atenta a su tarea de existir, y ninguna era otra ni cómplice de las demás. Quiso remedar el sufrimiento que en su adolescencia le inspiraron las cosas, pero del generoso dolor de otros días sólo quedaba hoy el vano patetismo de quien busca la felicidad a cualquier precio. Huyó de allí con el horror de estar profanando su propio pasado. Así perdió del todo el dominio de su desventura. Una noche soñó que estaba en la academia nocturna, que se tendía a dormir en un pasillo oscuro y que del fondo llegaba el bedel con su luz portátil gritando: «¡Arriba esa juventud!, ¡trisquen los bachilleres!», y Gregorio se defendía diciéndole desde el sueño del sueño: «Todavía es tarde, todavía es tarde», y esa frase ondeó como lema de su negra desgracia. Y otra noche soñó con otra frase que también quedó incorporada al repertorio mágico de la desdicha. Soñó que estaba en un retrete público y había mucha gente congregada frente a la fila de urinarios. Pero sólo dos estaban de servicio y los demás derruidos y por todas partes se veían costillares de ladrillo goteando agua y el cemento blando y las baldosas encharcadas. Al fin consiguió acomodarse, junto a un hombre que orinaba con desesperante parsimonia. La gente esperaba detrás sin prisas ni protestas, y algunos asomaban la cabeza por la puerta de entrada y miraban a los de adentro con una expresión conjunta, de modo que a Gregorio le recordaron los ángeles del coro celestial en torno a una partitura. Le dijo a su acompañante: «Cuánta gente». «Esto no es nada», dijo el otro (y ahora reconocía en aquel hombre al hombre de negro), «estando yo en Roma había tanta gente que nos dábamos unos a otros con el pito». Estuvo pensativo un instante, buscando la expresión justa. Enseguida sonrió y dijo algo que Gregorio no entendió bien en el sueño. En ese momento despertó. Se levantó a orinar, y al volver perdió en la oscuridad el rumbo y entonces recordó la frase exacta del hombre de negro: «Aquello era como clavo en muslo de ciego». A Gregorio le pareció una expresión apropiada para un impostor, y aún más se le agravó la tristeza al comprender que en adelante habría de vivir con frases como ésa, y que, al igual que Gil, sólo aquellas pobres ocurrencias le estaban permitidas. Durante los meses que le duró el desánimo, cada vez que sentía un contacto confuso o destemplado, decía: «Como clavo en muslo de ciego», y cada vez que miraba la hora o percibía los indicios naturales del transcurso del tiempo, decía: «Todavía es tarde», y aquellas dos frases le servían para expresar todos sus sentimientos.

Recordó también (ahora que el hombre de negro había desaparecido del balcón y el empuje de la muchedumbre lo había ido relegando hasta las sombras de un portal donde una niña, ajena a aquella aciaga mañana del 4 de octubre, tarareaba una canción de cuna y se balanceaba con su muñeca al compás de un silloncito de mimbre) los temores de Gil: su miedo a llamar, sus preguntas trémulas («¿sigue, esto, con sus, con sus problemas?»), su única frase que se atrevía a largar con soltura («a los artistas, yo siempre lo he dicho, hay que comprenderlos»), sus apenados silencios y aquella forma de aludir con elusiones a las muchas novedades que tenía que contar: «Le tengo que contar algunas cosas, ya verá, pero no ahora que ya sé que no, que tiene problemas de artista, cuando usted quiera yo se lo cuento a ver qué le parece, ya verá». Y un lunes que se atrevió a pedirle un ejemplar de alguno de sus libros, pues no había conseguido encontrarlos en ninguna de aquellas infames librerías de provincia, Gregorio, evasivo, lacónico y hostil, respondió: «Están prohibidos por el Gobierno y yo sólo tengo los justos para mí», y en el cristal de la ventana encontró intacta su mueca de impostor. Se habían invertido los papeles y ahora era Gregorio el que hacía ruiditos misteriosos o soplaba por el auricular, y Gil quien preguntaba, como si imitase a su padre en el remedo de las miserias telefónicas: «¿Sigue usted ahí?, ¿sí?, ¿me escucha?», y en un tono de susurrante apremio, de quien quiere despertar a alguien dulcemente: «Soy yo, soy Dacio». Gregorio no respondía, y sólo quebraba su voto de silencio para negar. Se miraba de un reojo en los espejos y allí estaba, bajo la barba sucia, la expresión delatora del intruso, y allí continuó durante algunos meses: la vio reflejada en los escaparates, en los mármoles de los portales, en los parachoques de los automóviles, en los acordeones callejeros, en las agujas de bordar, en los charcos de lluvia y en los espejos del café donde alguna tarde volvió para examinar con más cuidado a los artistas y penetrar el misterio de sus gestos, las razones de sus sonrisas o la profundidad de sus silencios.

Entrado abril, Gregorio seguía sin hablar, y los vecinos lo rehuían. Había adelgazado hasta la Palidez, sufría de insomnio y se pasaba las horas con la mirada derribada y la expresión lela, y con una soñera crónica que le impedía dormir. Y como ya no era del todo consciente de las razones que lo habían lanzado a la desgracia, ésta existía por sí misma de tal modo que un rayito de sol, o las pisadas en el piso de arriba, se bastaban para revalidarla. Ocurría que en cuanto le faltaron las fuerzas para mantener activo su ambicioso proyecto de desesperación, que lo obligaba a trabajos que algo tenían de heroicos y benéficos, y como ya no era dueño de su propia angustia, había perdido el placer de la expiación, y con él se extinguió también el último sentido de su vida. Supo que había llegado a un punto sin retorno. Lo supo cuando retomó la idea del suicidio y se adentró en ella con tanto temple y realidad que se asustó de no encontrar el camino de vuelta. Empezó a mirar escaparates de moda, en busca de prendas vigentes en su adolescencia, con objeto de cumplir con esa parte de lo estipulado. Se persuadió con sombría certidumbre de que en cuanto encontrase un chaquetón marinero, una bufanda larga de color pardo y una gorra de cuero con orejas, no dilataría más su decisión. Pero las modas habían cambiado tanto que ya no se llevaba la papalina, y en cuanto al chaquetón, había modelos parecidos, pero ninguno como el que su tío se trajo de Cuba y que él gastó en su adolescencia.

Y así fue como buscando el objeto de su perdición encontró el que había de salvarlo, cuando ya se creía al borde del abismo.

Fue a finales de abril. Gregorio seguía sin hablar y errando por las calles y adentrándose cada vez con más certeza en la idea del suicidio, o como mal menor abandonar el trabajo y no volver a oír de Gil, que era como la voz de su mala conciencia, cuando una tarde, a la vuelta de la oficina, se detuvo ante un escaparate de modas, preso de una desazón que le era vagamente familiar.

Durante un rato estuvo mirando sin ver nada, y al final se marchó llevándose en los ojos la imagen, engañosamente prolija, de lo que no había visto. Volvió al día siguiente, y al otro, asediado siempre por la misma zozobra. Examinaba el escaparate sin atreverse a buscar abiertamente el motivo de su inquietud, mirando apenas los maniquíes vestidos a la moda, detenidos en posturas inverosímiles, frágiles y felices y como anteriores a toda culpa original, sostenidos por hilos en un ámbito doloroso de luz donde flotaban estrellas de plata, espuknis y cometas de oro. Y todo era deslumbrante y leve y daban ganas de quedarse a vivir allí en un escorzo eterno.

Sintió, día tras día, que iba recuperando la facultad de discernir —pues la desgracia le había puesto los ojos bobos y no sabía aislar una cosa entre varias—, y por fin una tarde de principios de marzo, se hizo la luz de golpe. Estaba en un rincón a oscuras de la sala y súbitamente se removió en el asiento como un animal en la remota fetidez de su jaula.

—¿Qué te pasa? —le preguntaron.

Por señas pretextó algo, corrió al escaparate y buscó entre todos a un maniquí de los del fondo. Quedaba casi oculto entre los demás. Llevaba mocasines color canela, pantalones blancos, americana azul cruzada con botones de cobre, gabardina de espía alzada de solapas, camisa perla de hilo, pañuelo de seda batida apetalado al cuello, sombrero flexible de ala baja y gafas de sol con montura de oro. Entre el sombrero, las gafas, el pañuelo y las solapas, el modelo estaba como enmascarado, y tenía una edad imprecisa. Algo había en él, escondido en el fondo del escaparate con sombría y firme independencia, que provocaba miedo y fascinación. «¡Faroni!», susurró, pues aquel era Faroni, tal como Gregorio se lo había imaginado en sus ensueños nocturnos, tal como lo había descrito para Gil: el mismo aire misterioso e idéntico atavío.

Cada prenda llevaba marcado el precio y Gregorio fue sumando las cifras casi inconscientemente. Sin volverse a mirar el maniquí, echó a andar hacia casa, y apenas cerró la puerta Angelina le preguntó de lejos: «¿Dónde has ido ahora?». Pero Gregorio cruzó la sala con la cabeza ladeada y un gesto pícaro e infantil en los brazos que quería significar algo así como ¡ah, ah, es un secreto!, y acostándose de inmediato, cerró los ojos e intentó no pensar en nada que no fuese lo que acababa de ocurrir.

Fue una semana de esperanzados cálculos. Todos los días iba al escaparate, permanecía en él un momento y volvía preso de un lastimoso estado de excitación. Se chascaba los dedos, se rascaba furiosamente los tobillos, resucitó la manía de ordenar la realidad por el número cuatro y no tenía un instante de calma. La tarde del martes derribó en la oficina un frasco de alcohol, y al recoger los vidrios se hizo un corte en un dedo y regresó a casa más temprano que de costumbre. Angelina le compuso un vendaje con un lazo de comunión y al final le preguntó si quería un caldo de pollo, pero él salió sin contestar, dio una vuelta a la manzana y al volver se le enredó el perro entre las piernas y cayó de bruces contra el organillo, haciéndose un chichón que Angelina le redujo con emplastos de aceite y perejil. «¿Quieres que te haga el caldo?». Gregorio dijo que sí con la cabeza y se lo bebió a sorbitos ausentes, sin apartar los ojos del mantel. Esa noche se quedó hasta tarde leyendo sus versos y profundizando en sus significados. Muchas veces dijo para sus adentros el nombre de Faroni, pronunciándolo de muchas maneras, pero sin conseguir penetrar el misterio de su poder.

La noche del miércoles se atrevió a retomar tímidamente sus ensueños. Esta vez le guiaba el instinto de la realidad, pues el maniquí no sólo encarnaba la imagen incierta que hasta entonces había tenido de Faroni sino que le permitía distinguirlo de él mismo, evitando así la vergüenza de una identidad temeraria. Pero al rato de haber logrado que el maniquí cobrase vida, y según lo iba perfilando con los atributos espléndidos que él y Gil le habían asignado, advirtió que los rasgos eran en realidad los suyos, evocados con débil inconsciencia. Entonces detuvo el ensueño. Poco después, sin darse cuenta, vio otra vez al maniquí caminar por el corazón de la ciudad y entrar en la tertulia, pero en dos ocasiones —a pesar de las solapas, las gafas y el sombrero— se descubrió a sí mismo, una al girar la cabeza entre la multitud, otra al reflejarse de perfil en los espejos del café. Al tercer intento, renunció a la ficción.

La tarde del jueves pasó ante el escaparate con los ojos cerrados, pues había decidido aceptar su imagen ideal como un castigo inevitable y ya sentía en los párpados la fatiga de los rudos trabajos nocturnos. Esa noche se vio bajar de un barco y hacer señas a un grupo de jóvenes que no eran otros que los artistas del café, con sus bufandas, pipas y zamarras, y cómo lo rodearon preguntándole por sus viajes y versos. Había muchachas bellísimas, algunas con boina, que olían a limón y que lo miraban embobadas, y gente que decía, «mira, ése es Augusto Faroni, que regresa de viaje». Se vio dirigiendo en plena selva amazónica la construcción de un puente colgante, vestido conforme al maniquí pero con cartuchera al cinto y un látigo de piel de hipopótamo reatado al hombro. Se vio en el café cantando la habanera, rodeado de jóvenes y gente ilustre, entre la que reconoció al filósofo de los dientes de oro y el cráneo de plata. Entonces abrió los ojos y no sintió vergüenza ni amargura. Se dijo que en todas aquellas figuraciones había un innegable fondo de verdad. Y empezó a enumerar: él era Gregorio Olías, pero algunos vecinos lo conocían por Faroni; había cantado en público la habanera y lo habían aplaudido; había visitado el café, aunque no fuese en horas de tertulia; existían los poemas, y aún no era tarde para escribir otros y ser poeta de verdad, y hasta podría componer libros de ensayos, y para demostrarlo, al instante se le ocurrieron títulos magníficos: El bien y el mal, La soledad esencial, y novelas como Los temores de Octavio o La muerte en cada esquina, y por supuesto sus memorias, que esto era algo que convenía dejar para viejo, y vio que todo era posible con sólo ponerse a la tarea. Quedaba la edad. Faroni (también él había envejecido) tenía ahora unos veintiocho años; él, Gregorio, cuarenta y tres muy bien corridos. Ahora bien, la edad es relativa, como le pasaba precisamente al maniquí y a muchos personajes de novela, que tienen una edad imprecisa. Recordó películas en que el héroe debía de andar metido en los cuarenta, pero golpeaba y enamoraba como de veinte. Sí, la edad es relativa, y además lo importante era el espíritu y ése no tenía fecha. Se convenció así de que nada estaba definitivamente perdido y que todo estaba por ganar y de pronto, igual que en la adolescencia se le había revelado la poesía por el arte angélico de la memoria, ahora tuvo un presentimiento animoso del futuro, y no por intermedio de alguna fuerza mágica sino por el ímpetu repentino de su propio coraje. Si hasta entonces lo había acobardado el mundo, si había vivido en él como un mendigo que espera unas migajas, ya era hora, se dijo con voz ronca y Violenta, de sentarse al banquete con todos los honores. Respiró hondo, apurando cada exhalación, y poco después dormía profundamente.

El viernes se despertó libre de pesos. Se bañó, se afeitó (barba nublada y sucia, de mala vida, que nunca vio florecer venerable y artística), se lustró el calzado, se vistió de domingo, se untó de colonia, cogió a mano ciega los ahorros domésticos, que guardaban en un canastillo de mimbre, y se encaminó derecho a la tienda. Con dos gestos, sin probarse ni regatear, se hizo empaquetar la ropa, desde el sombrero a los zapatos, e incluidas las gafas, y cuando vio desnudo al maniquí, con sólo un peluquín que también estuvo tentado de comprar, lo juzgó indigno del carácter que él le había atribuido.

Con la convicción de haber estafado al comerciante, pagó a puñados y salió con el bulto. Miró a un lado y al otro. Inútil precaución: sólo desconocidos y una paloma. Apenas llegó a la oficina, se puso a trabajar de inmediato con regular y escrupulosa lentitud, para aturdirse con la precisión y no pensar en nada. Sabía que cualquier pensamiento le sería por el momento hostil.

Al atardecer ordenó sin prisas la mesa, agarró el envoltorio y sin apresurarse llegó a casa y se detuvo al fondo del pasillo. Las dos mujeres desgranaban los misterios dolorosos en un tono que le pareció el de una delación pagada de antemano. Cruzó ante ellas como si fuese invisible Y, flotando en la ilusión de la penumbra, llegó al baño y se encerró en la oscuridad. Mientras se vestía a tientas abrió el ventanillo, asomó la cabeza y vio brillar las estrellas en un claro sobre el alero de uralita. Notó que todo le quedaba grande, menos las gafas y el sombrero, pero no perdió el rigor de sus actos ni cayó en la tentación de opinar. Sólo cuando estuvo vestido, con las solapas altas, el sombrero bajo y el pañuelo en pompa, encendió la luz.

Tardó en reconocerse, y no halló ni rastro de su mueca de impostor. Tomándose las distancias, ladeando el talle, ensayó distintos gestos, posiciones y portes, encontró mil formas de ponerse y quitarse las gafas, de embolsarse las manos, de subirse las solapas o graduarse el sombrero, y otras mil de seducir o fulminar con la mirada, y finalmente sonrió. «¡Ah, Faroni, Faroni, eres mágico!», se dijo. Cierto que los pantalones le cubrían los zapatos, que la chaqueta le llegaba casi hasta las rodillas y la gabardina a los tobillos, pero eso tenía fácil arreglo y tampoco entonces perdió la entereza. Con una mano en el picaporte y puesto de perfil, se examinó por última vez, con una forma de volverse que le recordó al personaje que, a punto de irse, se eterniza un instante desde el fondo mágico de Las Meninas. Luego apagó la luz, abrió la puerta y escuchó: oyó llover dentro de casa, pero apenas entró en la sala se hizo el silencio y sólo entonces comprendió que había confundido la lluvia con la letanía del rosario. Angelina tenía en el rostro una exclamación muda y también la madre había dejado de rezar. Gregorio las miró fijamente a través de la doble penumbra del atardecer y las gafas, maravillándose de cómo ahora podía sostener cualquier mirada sin sentir el pudor del silencio ni la necesidad de una respuesta. Y así estuvo un rato, y así podía haber seguido indefinidamente, pues la distancia era regulable de tal modo que si bajaba o ladeaba la cabeza la oscurecía con el sombrero, y si enfilaba la escena con un reojo oblicuo la alejaba hasta convertirla en miniatura, y era como estar en un seguro de parchís o en la remota intimidad de una isleta.

Al fin se caló un poco más el sombrero, encendió la luz y dio unas vueltas de lucimiento. Angelina lo miraba boquiabierta y a punto de llorar, pero antes de que pudiera decir algo, Gregorio se paró frente a ella y habló por primera vez desde Año Nuevo:

—Me está grande —y se quedó mirando desde sus gafas negras, entre solapas y velado por la umbría del sombrero—. Me está grande de aquí, de aquí y de aquí, y lo necesito para el lunes —y otra vez sintió la seguridad fácil del silencio y la mirada inexpugnable, capaz de doblegar la altanería de cualquier oponente.

Angelina, sin descomponer el gesto de estupor, lo miró fijamente a la cara, luego el pañuelo, la camisa, los pantalones, y cuando llegó a los zapatos volvió a subir los ojos y dijo:

—Gregorio, ¡te has vuelto loco de verdad!

Gregorio ladeó la cabeza y sonrió comprensivo, como quien se dispone a disuadir a un niño de vanos terrores.

—No, no —explicó—, es que me lo piden en la oficina y me han dado una lista de lo que tengo que comprar.

—¿En la oficina?

—Sí, todo esto. El lunes empiezo a recibir clientes.

—Pero, Gregorio, estás fachoso. ¿Te has visto?

—Bueno, me está un poco grande, sólo eso.

—Estás fachoso. Pareces un mochuelo, con esas gafas y el sombrero.

—¿Tú qué sabes? Es la moda. Además, me hace daño la luz, y además con las gafas el cliente no te descubre las intenciones. Estaba en la lista que me dieron, unas gafas negras de sol. Qué quieres, ¿que me echen?

Por un momento se miraron entre ellos, los tres a la vez, como los puntos de un triángulo que intentasen reconocerse y buscarse un sentido. La madre se levantó entonces, se acercó a Gregorio, olfateando el aire como si oliese mierda, y lo palpó de arriba a abajo.

—Ya que te gustan tanto los motes —dijo al fin—, yo también te quiero poner uno: Juan Mundano. Y a Angelina le pongo Juana Hazmerreír, y a mí doña Juana Mártir.

Se apartó unos pasos y comenzó a largar una invectiva contra la vanidad e injusticia de los placeres de este mundo, y como era perverso y engañoso comprarse pañuelos de seda, camisas de hilo, cinturón de flor de piel, calcetines de lana virgen, gafas de sol y tantos otros lujos con sólo el pretexto de que le habían dicho en la oficina que el lunes tenía que llegar hecho un brazo de mar, pero que en cambio no le habían preguntado si su esposa necesitaba acaso un bolso de serpiente o si tenía su suegra una triste estola de piel para ir a misa los domingos, como las que usan las verdaderas señoras, siendo ella tan señora como la que más y viuda de un héroe, que no tenía alegrías desde hacía muchos años y hacía vida de santo del desierto por puro amor al sacrificio y para que a Juan Mundano, que lo sacó como quien dice del arroyo y le abrió las puertas de su casa y le concedió la mano de su hija, digna de mucho más, que podía haberse casado con un teniente o un médico si hubiese querido, o con un comerciante que ahora la tendría recogida en la gloria, y no que se fue a casar (y aquí extendió el índice y erró el señalamiento) con un pelagatos, que apenas ganaba para mantenerla y encima le daba por no hablar y aparecía luego vestido de príncipe, ahí lo tienen ustedes, mire qué bonito, como si eso fuese lo justo y no un pecado contra las verdades de la religión, porque era un pecador, Juan Mundano, y ya vería cuando estuviese en el infierno y ella le dijese desde arriba, ¿no te lo decía yo?, ¿te acuerdas cuando viniste así y así y yo te dije esto y lo otro?, y tendría que oírla sin rechistar, consumiéndose en las llamas eternas y arrepintiéndose ya tarde de sus muchos errores. Así que ya habría tiempo de ver quién de los dos tenía razón.

—¡Triunfa —gritó sarcástica—, que ya veremos al final quién ríe mejor el último!

Y ya se preparaba para proseguir el discurso cuando Angelina le exigió silencio con una energía desconocida en ella.

—O te callas o me pongo a gritar —dijo con determinación.

La madre la miró entre atónita y furibunda. «Así que éste es el pago», murmuró. Llamó al perro, el único que le tenía afecto en este mundo, y se fue retirando con un monólogo sobre la soledad ingrata de las madres, que después de darlo todo por los hijos, después de haber limpiado tantos culos y haber perdido así la juventud, luchando para que fuesen felices, ¿qué recibían a cambio?, desdén, coces, amenazas, palabras tan crueles como aquellas que acababa de oír y que eran dardos que le habían atravesado el corazón, y se llevó las manos al pecho, porque ahora ya podía decirlo, ella era vieja y se iba a morir pronto, tenía el presentimiento de la muerte y unos dolores tristes en el cuerpo que se había callado hasta entonces para no preocupar a quienes ya se conchababan para arrinconarla como un trasto inútil, sí señor, como un trapo que se tira de viejo, así, pero ya no le importaba y lo diría, que se enterasen de una vez de sus noches en vela con el tormento de los dolores tristes, mordiéndose los labios para no llorar y pidiéndole a Dios que si alguien había de morir que se la llevase a ella, que ella se ofrecía de víctima propiciatoria y fiador de sus hijos, y ¿todo para qué?, para que ahora alzase la mano contra ella, contra su propia madre, que le dio la vida con el dolor del parto y la amamantó con estos pechos que habían seducido a tantos hombres, y tantas cosas más que se callaba porque ya le daba igual, porque también el dolor del desaire estaba dispuesta a soportarlo, como los santos mártires, como Santa Mónica, o las Santas Inés y Eulalia que las devoraron los leones, y aquí aceleró el ritmo de su discurso y entró triunfante en su habitación, donde todavía siguió oyéndose su invencible protesta.

—¿De verdad te lo han mandado en la oficina? —preguntó Angelina, que no había movido las manos del regazo ni había perdido un solo instante la paciencia.

—Sí —contestó Gregorio.

Abrió la caja de los hilos, se arrodilló y comenzó a tomar medidas.

—Entonces, ahora que ya hablas, ¿cómo quieres que te llame?

—Ya da igual —dijo Gregorio—. Pero podemos hacer una cosa: cuando esté con el traje me llamas Faroni, y cuando no Gregorio.

—Eso es un lío.

—Pues entonces llámame como quieras. Total los nombres da lo mismo.

—Estás loco. A veces me das miedo.

Y Gregorio sonrió imperceptible, pues no le pareció mal aquello de inspirar miedo sin proponérselo.

Angelina trabajó sin descanso todo el fin de semana, y el domingo se quedó hasta las dos de la madrugada, mientras Gregorio, a su lado, la miraba coser.

A las once le preguntó si se acordaba de cuando él hacía poesías.

—Sí —dijo Angelina.

—¿Quieres que te lea alguna?

—Bueno.

Fue a por la cala de zapatos y estuvo leyendo durante media hora, y cada vez que Gregorio preguntaba, «¿te gusta?», Angelina decía que sí.

—A lo mejor vuelvo a escribir más —dijo al final, mientras ataba la caja—. En realidad, yo creo que tengo alma de poeta.

—Hacer poesías no es malo —dijo ella sin perder puntada.

—Y a lo mejor me presento a un concurso o me hago un libro por mi cuenta. Así empezaron todos los poetas.

—Pero eso será caro y no sirve de nada.

—Sirve para darse a conocer, y por el gusto de tenerlo. Y hasta puede venderse y ser un buen negocio.

—No sé.

Al dar las doce, preguntó Gregorio:

—¿Tú crees que las hadas existen de verdad?

—Qué tontería.

—Ahora es como si yo fuese Cenicienta y tú el hada madrina, ¿verdad?

—No sé.

A las doce y media preguntó:

—¿Tú sabes que a mí me hubiera gustado ser ingeniero?

—Eso son fantasías. Lo importante es ser feliz.

—¿Tú eres feliz?

—Yo sí —dijo, sin dejar de coser—. ¿Y tú? —preguntó al rato.

—A mí me hubiera gustado que cuando me muriese se hablase de mí. Lo peor de morirse es no dejar nada detrás, ni siquiera un hijo.

—Los hijos también se mueren.

—Pero los nombres no. Ahí tienes a Platón o a Cervantes.

—Después de muertos da lo mismo.

—No sé.

A la una en punto, Gregorio preguntó:

—¿Tú crees en Dios?

—Murió por nosotros —respondió Angelina sin ansiedad.

—Pero ¿tú crees que hay una vida después?

—¡¡Os condenaréis los dos!! —gritó la madre desde su habitación.

A la una y cuarto preguntó Angelina:

—¿Quién es Faroni?

—Faroni soy yo —contestó Gregorio con un sobresalto—. Es mi seudónimo de poeta, ¿es que no lo sabes?

—Pero tú no eres ingeniero, ni músico, ni sabes idiomas —dijo Angelina sin levantar los ojos de la aguja—. Lo leí en una tarjeta.

Gregorio sintió una oleada de sonrojo y tardó en responder.

—Eso era una broma que le gasté a un amigo —dijo manoteando y exagerando el tono inocente de la voz—. Él me dijo que era químico y pensador y yo le dije todo eso. Una broma sin malicia.

—Pero es mentira.

—¡Y dale con la mentira! —se exaltó Gregorio—. Y además, ¿tú qué sabes si yo soy o no soy? A lo mejor tengo un pasado oculto. A lo mejor ni siquiera me llamo Gregorio Olías.

—Qué tontuna.

—Además yo estudié inglés, ¿no? Hay muchas cosas de mi vida que ignoras por completo —dijo con rencor—. Yo en realidad siempre he sido un poeta y los poetas tenemos una especie de doble vida. Hay muchas cosas que no te he contado. Vamos a ver, ¿tú sabes por ejemplo que a veces voy a una tertulia de intelectuales, la mejor, por cierto, que hay en la ciudad, y que allí me conocen por Augusto Faroni y no por Gregorio, el oficinista?

—Y ¿qué se hace allí?

Gregorio adoptó un tono de revelación confidencial.

—Allí los poetas leen sus poesías, los científicos enseñan sus inventos, los pensadores sus ideas…

—Y ¿tú que pintas allí?

—¿Cómo que qué pinto? —echó a volar los brazos Gregorio—. ¿Es que no tengo esta caja llena de poesías? Las leo, y hablo.

—¿De qué?

—De cosas que se me ocurren. Y también se discute.

—Es malo discutir.

—Con tu madre por ejemplo sí —bajó Gregorio la voz—, pero con un historiador o un filósofo no. Allí se discute de grandes cosas.

—No sé, has cambiado tanto.

A las dos menos cuarto Gregorio suspiró.

—Y ahora, ¿qué pasa? —preguntó Angelina.

—Estaba pensando en mi tío y lo echaba de menos. Me daba muy buenos consejos.

—A mí también mi padre.

—Mi tío se volvió al final loco.

—Y tú acabarás igual. Ya empiezas a decir tonterías.

—Los locos no sufren.

—Pero hacen sufrir —dijo Angelina.

A las dos Gregorio preguntó:

—Tú entonces, ¿crees de verdad que hay otra vida?

Pero Angelina dio en ese instante la última puntada, se levantó y le puso a Gregorio la chaqueta en las manos.

—Pruébatela.

Gregorio se la puso y anduvo unos pasos.

—Te queda muy bien. Pareces otro.

—Sí, es verdad —dijo Gregorio—. Parezco otro.

Apenas se acostaron, dijo Angelina:

—A lo mejor te sale novia en ese sitio donde vas.

—Qué tontería —dijo Gregorio sonriendo, y apagó la luz.

El lunes se reconcilió nuevamente con Gil. Salió de casa vestido de Faroni y, como cada día, cruzó ante el portero del inmueble vecino —a quien tenía pensado contarle, si le preguntaba por su nueva apariencia, que había ascendido en la oficina y se dedicaba a visitar clientes y casas de comercio—, pero el otro no lo reconoció y Gregorio pasó de largo, sintiéndose seguro y más ligero que de costumbre. Al cortar la avenida tropezó con un militar y tuvo ocasión de sostenerle la mirada sin disculparse ni apresurar el paso. Hacía un buen día de viento y sol; el aire le movía el pañuelo y las solapas le iban dando en la cara guantaditas de fiesta. Se sentía feliz, confiado, liviano, milagrosamente inocente. En una esquina un árbol le ofreció una hoja nueva, que él aceptó por compromiso y deslizó bajo su anillo de casado. Sujetando el paso, recreándose en la lentitud de la tarde, llegó a la oficina. Antes de entrar se detuvo un momento en el sendero de arena y sin apenas levantar la cabeza, fumando en el hueco de la mano, miró hacia arriba, a las ventanas de la planta alta, pensando en el hombre de negro y en las respuestas que ahora le daría si se atreviese a interrogarlo. Sintió de nuevo la ilusión de que el tiempo era una arcilla blanda que cualquier artista de la vida podía moldear a su antojo, representando en un instante la imagen exacta de la eternidad, y volvió a sentirla cuando a las seis sonó el teléfono y él se puso el sombrero y las gafas y dejó que el timbre repicase tres, cuatro, cinco veces. Sólo entonces se llevó la hoja a los labios, tomó el auricular y se recostó en el sillón.

—Soy Gil —se oyó la voz nasal.

—¿Gil? No lo conozco.

—¿No es el señor Olías?

—Sí, Faroni al habla.

—Soy Gil.

—Creí que tu verdadero nombre era otro.

—Bueno, esto, Dacio quiero decir. Dacio Gil Monroy.

—Eso ya está mejor. Y bien, Dacio, ¿cómo te va?

—Pues mal, ¿cómo me va a ir? ¿Y usted?

Gregorio había preparado en la libreta de ficciones la apología de su silencio. Como era cierto que había sufrido una crisis de artista, le hubiera gustado contar sus verdaderos efectos, aunque silenciando las verdaderas causas, pero no encontró palabras suficientemente elocuentes (fuera quizá de pavor, infierno, araña y mortadela) y se resignó a decir que había sufrido una crisis de artista a causa de asuntos difíciles de explicar, pues resumir en unas frases meses y meses de contradicciones, ideas de suicidio, tedio y melancolía (palabras inferiores sin duda a las que hubiera usado de haber podido formar con ellas un concepto), era poco menos que absurdo, por lo que se conformaba, ahora que al fin había superado el desánimo, con que Gil supiese entender y disculpar estas cosas. Gil dijo que no tenía que explicarle nada porque Faroni era un artista y a los artistas —él siempre lo había dicho— había que comprenderlos. Que también él lo había pasado muy mal y hasta había llorado pensando que Faroni, cansado de él, aburrido de su torpeza e ignorancia, intentaba desengañarlo con sus silencios y evasivas, pero que ahora, podía confesarlo sin vergüenza, ganas le daban de llorar por todo lo contrario, ya que curiosamente él también había estado al borde del suicidio y sabía lo que era volver de aquellas lobregueces.

—Y usted, si me permite, ¿por qué quería matarse?

Gregorio habló entonces, con voz cansada, de un poema épico que estaba componiendo de más de veinte mil versos de extensión. Silbó Gil, admirado de aquella enormidad, y Gregorio aprovechó para explicar que era precisamente aquella enormidad, junto a la falta de inspiración, el infernal vacío, la araña del miedo, la mortadela del tedio, la duda pavorosa sobre la utilidad del arte y de la vida —que le había inspirado un canto de desesperación desde el umbral mismo de la muerte—, lo que había provocado la crisis.

—A los artistas hay que comprenderlos —se reafirmó Gil—, yo siempre lo he dicho.

—Hay que comprender a todos los que sufren —improvisó Gregorio.

—Sí, pero fíjese qué diferencia hay entre su crisis, que es una crisis de artista, y la mía, que no hay por medio ninguna genialidad. ¡Veinte mil versos! Y ¿cómo se llamará la obra?

El conquistador errante.

—¡El conquistador errante! Será una gran obra, estoy seguro de que si.

Gregorio volvió a engarzar la hoja en el anillo y se tentó el papo de seda.

—Bueno, y ahora cuéntame cosas tuyas. ¿Qué has hecho en estos meses?

—¿Se acuerda que le tenía que contar muchas cosas?

—Sí.

—Pues es cierto, y no sé por dónde empezar.

Estornudó.

—Verá —dijo mientras se limpiaba—, hace algún tiempo que estoy en relaciones con una mujer. Se llama Socorrito y es dueña de una pensión muy buena, con once camas y tres cuartos de baño. ¿Sabe? A lo mejor me caso.

—Pues que sea enhorabuena.

—Usted, claro, no está casado. Los artistas no suelen casarse pero los demás sí. Bueno, pues he pensado una cosa. He pensado que si me caso podría dedicarme a regentar la pensión y, lo que es más importante, fundaría en ella, los sábados por la tarde, un Círculo de Cultura.

—Qué gran idea.

—Y ¿sabe cómo se llamaría? ¡Círculo Cultural Faroni! ¿Qué le parece?

Gregorio se mordió los labios sin saber qué decir, furioso consigo mismo por no haber previsto aquella situación.

—¿Qué le parece?

—Que es una locura —susurró.

—Y además tengo pensado invitarle a la inauguración, para que nos lea sus poesías y nos hable del arte, del progreso y del mundo. ¿A que es una buena idea?

—Yo es que… —balbuceó Gregorio.

—¡No se hable más! —zanjó Gil—. Aquí no hay humildades que valgan. Como usted dijo, dejemos la humildad para los débiles. Yo mismo le presentaré: «Ante ustedes, el gran artista, viajero, ingeniero, filósofo y políglota, famoso en todas las tertulias del mundo, que me honra con su amistad y a todos ustedes con su presencia, ¡Fa-ro-ni!».

—Pero, eso es imposible. No, no lo puedo consentir —dijo Gregorio, ganando tiempo al desconcierto—. Mejor es poner Círculo Cultural Platón, o Espronceda, o Virgilio, o un nombre cualquiera, Círculo Cultural El Faro de Mar por ejemplo.

—No, no, se llamará Faroni. Está decidido.

—Bien, en ese caso acepto —dijo Gregorio, después de calcular las posibilidades a favor—, pero sólo porque tú me lo pides.

—Y yo seré el presidente del Círculo. Ya he pensado hacerme una tarjeta que diga: «DACIO GIL MONROY. Presidente del Círculo Cultural Faroni». En letras de oro.

—Sí que suena bien —reconoció Gregorio.

—Y entonces, ¿vendrá usted a la inauguración?

Admirado de la sutileza y rapidez de su inventiva, Gregorio dijo sin descomponerse:

—Si puedo, iré. Si no, mandaré en mi nombre a un discípulo.

—¿Un discípulo?

—Un discípulo. Pueden ser varios. Quizás el más apropiado, y que habría que llamarle mejor colega, sea un primo mío. Se llama casi como yo, Gregorio Olías, porque nuestro abuelo común se llamaba Gregorio, y es poeta, además de mi biógrafo. También él va mucho al café.

—Ya. Pero es que a mí me gustaría que viniese usted.

—Iré en la primera ocasión que pueda —se apresuró a decir Gregorio—. Pero date cuenta, con el poema épico apenas tengo tiempo de nada. Además, este Gregorio Olías es realmente un gran hombre. Tiene más o menos tu edad, y es poeta, como te he dicho, y también inició estudios de ingeniero, y ha viajado mucho y conoce mi vida tan bien o mejor que yo.

—Comprendo. Bueno, pues que venga entonces el discípulo, pero que venga alguien. Y le tomo la palabra para cuando acabe el poema.

—Ya veremos para entonces —dijo Gregorio, tirando la hoja por encima del hombro.

—Esto, ¿se acuerda que le tenía que contar más cosas? —dijo Gil—. Bueno, es que he vuelto a tener otra idea, que quizá se pueda exponer en el café.

—Sabes que lo haré con mucho gusto.

—Es muy poca cosa. Verá, se trata de un método para dejar de fumar. Yo no fumo, pero otros viajantes sí, y siempre están intentando dejarlo. Entonces me puse a discurrir un método y he pensado que la mejor forma de dejar de fumar es conseguir no fumar el último pitillo, ¿entiende?

—No del todo.

—Es que no me explico bien, nunca me explico bien. Dejar de fumar es difícil, pero dejar de fumar un pitillo es más fácil, ¿no?

—Eso es cierto.

—Entonces se trata de no fumar ese pitillo, que es el último y se lleva siempre en el bolsillo. Se trata de vencerlo a él, al pitillo, que es una cosa pequeña y concreta, y no al hábito de fumar, que es algo grande y abstracto. Cuando vienen las ganas, se saca el pitillo y se lucha con él hasta vencerlo. Y siempre es mejor luchar con uno que con muchos. Es decir, que primero se debilita al enemigo y luego se le vence. Por eso le decía yo que para dejar de fumar hay que conseguir no fumar el último pitillo, ganar esa pequeña batalla. ¿Qué le parece?

—Que es muy ingenioso, sí señor —respondió sinceramente Gregorio.

—Y lo mismo con todo —siguió alborozado Gil—. Para dejar de beber, pues no se bebe la última botella. Y así siempre.

—Eso es casi una filosofía de la vida.

—Gracias, señor Faroni. ¿Puedo pedirle entonces un último favor? ¿Sí? Pues que como no hay forma de encontrar sus libros, que al menos me mande alguna poesía, y si puede ser dedicada, mejor.

Gregorio sonrió, pues había adivinado que tarde o temprano habría de producirse aquella petición, y desde hacía algún tiempo llevaba siempre encima una de sus mejores poesías de adolescente.

—La próxima semana te mandaré varias —dijo—, pero si quieres, ahora mismo te puedo leer alguna.

—Sería un honor.

—Pues escucha. La compuse hace años —dijo, mientras desdoblaba el papel—, y trata de la pasión romántica que inspiran los grandes viajes. La tengo aquí porque el sábado se va a hablar en el café precisamente de los viajes, y me pedirán mi opinión de poeta. ¿Preparado?

—¡Sí!

Gregorio miró alrededor, se aclaró la garganta y con voz profunda y solemne recitó:

Paseando por la playa un claro día,

en las aguas azules contemplé

un velero que lejos se partía,

hacia tierras que yo nunca veré.

En la popa cantaba el marinero,

con la voz algo afónica de ron,

la romanza doliente del viajero

que en la orilla dejaba el corazón.

Le grité por favor que silenciase

los motivos de aquel triste cantar,

que en su tierra querida se quedase

y a cambio me dejase a mí embarcar.

Mas veloz el velero se alejaba

y no oyó mi anhelante petición,

y en el aire tan sólo se escuchaba

el eco dolorido de su son.

—Nunca he escuchado nada tan bonito —dijo emocionado Gil—. Se me ha puesto carne de gallina. Eso sí es una idea y no las mías, que ni siquiera se explicarlas.

—La compuse hace años —dijo Gregorio, guardando el papel—. De éstas debo de tener cientos.

—Fíjese, y yo sólo tengo dos ideas mal dichas. Esa es la diferencia entre un gran artista y un pobre diablo como yo. Y lo más bonito de todo es cuando dice eso de «hacia tierras que yo nunca veré» —y se le puso dramática la voz—. Si yo consiguiese hacer una poesía como ésa, me pasaría la vida repitiéndola y diciéndome: «La has hecho tú, Gil, recuerda que la has hecho tú», y con la propia estima sería suficiente para ser feliz.

—Pero si no es nada. Una poesía de adolescente —se disculpó Gregorio.

—«Hacia tierras que yo nunca veré». Qué bonito. Me gustaría que me la mandase dedicada, para aprendérmela de memoria.

—Bueno, no sólo eso. Tengo pensado hacer una poesía dedicada especialmente a ti.

—No, no soy digno —se excusó Gil—. Seguro que se está burlando de mí.

—Eres digno de eso y de mucho más.

—Gracias, amigo Faroni, permítame llamarle así, y acuérdese un poco de este fiel admirador suyo cuando vaya al café y se hable allí de los grandes viajes y de la cultura y del progreso.

—Hasta el lunes, Dacio.

—Que Dios lo bendiga, señor Faroni.