Capítulo X

Durante el otoño completó, con agridulce asombro, la imagen de Faroni. A pesar de la vaguedad de su relato, por primera vez sintió Gregorio la presencia viva del héroe, y compartió con Gil la admiración por aquel hombre hermoso e indomable y la curiosidad por conocer otros detalles de su identidad. Pero, incapaz de distinguirse de él, dejó que el propio Gil hiciese infalibles los equívocos. Antes de abordar su aspecto físico y su modo de vestir, y para no traicionarse abiertamente, buscó algún retrato de juventud que le sirviese de nexo con la realidad. En la cajita de música encontró uno de cuando el viaje de novios a la costa. Aparecían los dos riéndole a la cámara. Tenían el mar de fondo y cada uno sostenía un puñado de conchas a medio enseñar —y quizá por eso reían con temor, mostrando apenas los dientes y hurtándolos a la vez como partes pudendas, aunque también con un asomo de gratitud, acaso por estar allí juntos, con las manos llenas de conchas y a la orilla de un mar benevolente. Había engordado desde entonces. Un rebujo de pelo lacio, entre claros, había venido a sustituir el pelo liso peinado a la raya. El mentón afilado, la mirada nítida, se adivinaban hoy apenas entre carnes sedentarias y ojos de asomada turbia. Los hombros, abatidos, los remansos de grasa, la ausencia de caderas, la incipiente papada, le daban un aspecto de lagarto indefenso y reconciliado con su propio asombro.

Sin embargo, no se dejó vencer por las apariencias. Con el retrato y el modelo creado en sus ensueños —generoso en la síntesis, e indulgentemente resignado a las imprecisiones de la memoria—, animó a Gil a que dedujese la descripción por sí mismo. Gil preguntó: «¿Alto?», y Gregorio dijo, «sí»; Gil preguntó: «¿Delgado?», y Gregorio dijo, «sí»; Gil preguntó: «¿Fuerte?», y Gregorio dijo, «pues…».

—¡Atlético! —zanjó Gil—. ¿Ve cómo no me equivoco? Y seguro que también es guapo, ¿cierto?

Pero aquí Gregorio advirtió que, como la clandestinidad y su mismo espíritu inquieto le exigían cambiar regularmente de aspecto, la descripción no podría nunca ser del todo exacta, pues aunque tenía por ejemplo el pelo largo y negro, a veces se lo cortaba al rape o simulando cierta calvicie, o se lo teñía de rubio, y también variaba el color y el tamaño y forma de la barba, cuando la tenía (ahora no), y hasta andaba encorvado para disfrazar mejor la estatura y la edad.

—Así que, ¿cómo soy? ¿Alto o bajo?, ¿rubio o moreno?, ¿joven o viejo?, ¿gordo o flaco?, ¿guapo o feo? De verdad que, a veces, con los malos tiempos que corren, ni siquiera lo sé.

—De todas formas, es usted inconfundible, tal como yo me lo imagino —dijo Gil.

Y siguió preguntando hasta dar con las señas permanentes de su identidad: alto y atlético, ojos claros, de atisbo ardiente e inflexible, perfil clásico y soñador, expresión segura y andares elegantes.

Un día de invierno, pasaron a examinar la vestimenta. Ocasionalmente, Gregorio se describió con atuendo deportivo: zapatillas de tela, suéter de estambre, pantalones claros de género dócil y gorra marinera. El modelo de la revista en que se había inspirado (había cortado la hoja y la tenía delante) era un tipo joven con gafas de sol apoyado en la borda blanquísima de un yate, la cadera quebrada y la sonrisa vuelta seductoramente hacia una muchacha con equipo de tenis que venía corriendo del fondo de la foto con los brazos en alto y el pelo suelto y como impulsada por el júbilo de una gran noticia. Fuera de esas ocasiones, vestía al desgaire, tal como se había visto en sus ensueños: pañuelo al cuello, gafas oscuras, sombrero flexible de ala baja y solapada gabardina.

—Debe de ser usted muy ágil —dijo Gil, deslumbrado por la descripción.

—Bueno, me muevo con presteza cuando me conviene —bromeó Gregorio, doblando la foto de la revista—, pero más bien soy hombre reflexivo y solitario.

—Un hombre ágil y solitario, qué gran cosa —dijo Gil—. Yo también era ágil cuando vivía en la ciudad. ¿Quién no es ahí un buen deportista? Era casi de goma. Pero ahora, mis movimientos son torpes.

Se detuvo, dudó.

—Mis muslos son más bien gordos —dijo—, y tengo un poco de tripa.

—El aspecto físico no tiene importancia —repuso Gregorio, convencido de la justeza de su afirmación—. También Platón era gordo y ya ve.

—Sí, pero fíjese en los nombres. Un Platón gordo se entiende, es casi cosa del destino. Pero un Gil gordo resulta ridículo, ¿no? Si yo fuese un predestinado, o sería flaco o me llamaría Gilón. Los nombres hay que merecerlos, ¿no cree?

—Eso son tonterías. Deberías cambiarte el nombre, si tanto te obsesiona. ¿Qué te parece si en adelante te llamo Dacio, que es un nombre que no compromete a nada y no es para gordos ni flacos?

—Dacio —dijo Gil soñador.

—Dacio Gil.

—¿Y de segundo?

—¿Qué te parece Pizarro? Dacio Gil Pizarro.

—No, Pizarro ya hubo uno.

—Entonces, ¡Monroy! ¡Dacio Gil Monroy!

—Sería hermoso —susurró Gil.

—Imagínate el pensamiento del cuervo con tu nombre completo debajo: Pensamientos escogidos de Dacio Gil Monroy. ¿No dirás que no suena bien?

—Sí, pero ¿quién se lo iba a creer? Eso es imposible.

—Al contrario, es lo más fácil del mundo. En adelante, cuando conozcas a gente nueva, diles tu nombre nuevo. ¡Hazte valer, hombre! ¡El espíritu es lo que importa! Para mí, desde ahora eres ya Dacio Gil Monroy, químico y pensador.

—Es usted muy generoso —dijo Gil.

—Dejemos la humildad para los débiles. ¿No me dijiste que en el fondo eres un tipo duro?

—Si hace falta, una hiena.

—Pues decidido: Dacio Gil Monroy. Ahora te tienes que merecer el nombre.

—Eso le iba a decir. Y ¿qué puedo hacer yo? —se lamentó.

—Por de pronto, hazte tarjetas nuevas, con tu nombre nuevo y tu nueva profesión. Luego, ya veremos.

—Pero eso es mentira.

—¿Y qué? Además, lo de la mentira y la verdad son cosas relativas, sobre lo que los filósofos no se ponen de acuerdo. Hay que aprender a ser escéptico. Tú tienes pensamientos y algo sabes de química, ¿no? Y por otro lado, en adelante te voy a recomendar libros para que te conviertas en un hombre realmente culto. Entonces, ¿dónde está la mentira?

—¿Lo hago? ¿Pongo también químico? —dudó.

—Naturalmente. Ya tendrás tiempo luego de hacerte del todo acreedor a esos títulos. Y para eso, es necesario primero tener fe en uno mismo. Si me mandas tu tarjeta, yo te mando la mía.

—Entonces, ¡hecho! —gritó Gil.

—Así me gusta. ¿Ves? Ya empiezas a portarte como corresponde a Dacio Gil Monroy. Para llegar lejos, hay que empezar por tener buena opinión de sí mismo.

—Gracias, señor Faroni, porque eso es precisamente lo que yo necesito.

Gregorio cerró la libreta y reunió fuerzas para la despedida.

—Hasta el lunes, Dacio —dijo, y durante un instante quedó pensativo, buscando alguna frase real y solemne que pusiera fin a aquel breve capítulo del jueves invernal.

Pero de nuevo le volvió el cansancio del absurdo, y lo sintió intermitentemente durante mucho tiempo, mientras Gil pedía instrucciones para representar con éxito su nuevo carácter y él hablaba ya sin necesidad de libreta, pues las preguntas eran tan fáciles que podían casi contestarse con la verdad pelada: «Se peina, ¿con el peine o con la mano?, ¿cruza las piernas cuando se sienta?, ¿escribe por las noches?, ¿se deja crecer las uñas?, ¿hace gimnasia al levantarse?», y Gregorio, para darle un aire real a la farsa, comenzó a peinarse con la mano, a dejarse crecer las uñas y a hacer ejercicios gimnásticos cada mañana. Aquellas sutiles alteraciones en los hábitos lo animaron por unos días, pero la fatiga de la ficción, y el peso de las ilusiones y los malos presagios, lo sumían frecuentemente en una tristeza sin retorno. Comenzaban a hastiarle los ensueños nocturnos, y a avergonzarle sus hábitos de siempre. A veces sus nombres ficticios le producían dentera. Las preguntas de Gil se le hacían por momentos insoportables, y cada día era más lacónico en las respuestas. Definitivamente, estaba saturado de irrealidad. Tenía además casi cuarenta y tres años bien colmados y era un tipo sin suerte. La tarde —nieve y viento— que salió de la imprenta con las tarjetas de visita («AUGUSTO FARONI. Escritor. Ingeniero. Músico. Políglota», y en el ángulo inferior: Café de los Ensayistas), se le cayó la caja en una encrucijada de aires opuestos. Eran trescientas y se agachó precipitadamente a recogerlas. A unas se las llevó el viento (las vio volar por la calzada, caer en los balcones, remontar en remolino los tejados), otras quedaron en el fango y algunos curiosos alcanzaron otras y se detuvieron a leerlas con la expresión suspensa. Recuperó apenas cien y huyó haciendo gestos de que todo aquello le era igual. A uno que más allá le entregó unas cuantas cartulinas sucias, le dijo: «Es igual, era un encargo para una broma», y no se detuvo a recogerlas.

Regresó a casa con un humor de perros. Las mujeres rezaban el rosario, frente a frente, con las rodillas juntas y en la oscuridad. Gregorio se sentó en la sala con la cara vuelta hacia la calle, sin concentrar la vista en ningún punto, absorto en el vacío y haciendo por pensar. Evitó la tentación de los recuerdos remotos. No oyó las oraciones de la madre, cargadas de invencible perseverancia, ni contestó al final a las preguntas directas de Angelina: «¿Te duele algo?, ¿quieres cenar ya?». Sólo dijo, acosado por la expectativa: «No tengo hambre de cabeza», así que no cenó y se tomó dos aspirinas sentado en calzoncillos al borde de la cama, mientras se miraba las piernas con inocente asombro. Apenas se acostaron, Angelina inició otra pregunta:

—Gregorio —dijo.

Pero Gregorio gritó:

—¿Es que siempre me vas a llamar Gregorio? —y la pregunta no llegó a formularse.

Al día siguiente le envió la tarjeta a Gil, que le remitió la suya a vuelta de correo: «DACIO GIL MONROY. Viajante. Químico. Pensador».

Era martes. El jueves, incapaz de afrontar el diálogo de las nuevas identidades, no contestó al teléfono. Sonó diez veces, y él contuvo la respiración para impedir que el estrépito de los timbrazos llegase al piso de arriba. No se sintió seguro hasta trasponer la verja del jardín. Era principios de diciembre y las calles se habían preparado ya para la navidad. Pero él apenas se dio cuenta. Caminaba abstraído y veloz, y también esa noche se acostó sin cenar y sin que le doliera nada.

Se dispuso a esperar el lunes sin amargura ni ilusión, pero enseguida se encontró abrumado por un turbio desasosiego que ya empezaba a serle vagamente familiar. «No puedo seguir engañando a Gil. Es una locura y una deshonra y una cabronada. Pero, ¡Dios mío!, ¿cómo he podido rebajarme tanto?», era lo único que acertaba a decirse. El domingo salió a pasear por el barrio y se detuvo en el cruce donde el remoto verano en que descubrió la poesía había visto un escudo de piedra y un balcón con geranios y avispas. Allí seguía el escudo. No le sugirió nada, ni le inspiró la más leve emoción. No entendía que aquello hubiese podido parecerle misterioso y poético alguna vez. Intentó recordar entonces, de nuevo, la habanera. Inútilmente comenzó a silbarla, y tampoco pudo rescatar del olvido los nombres de entonces, como por ejemplo el santo y seña que había ideado para huir a su isleta o el seudónimo poético que le había puesto a Alicia. Aquella malograda revelación del pasado lo enemistó un poco más con el presente. «No soy digno de mí, del que fui», pensó, y entonces cerró los ojos y juntó valor para decirse: «Eres un fracasado, un impostor, eres viejo y has perdido la vida, has despilfarrado tu fortuna y eres un traidor y un bastardo», y el odio que sentía contra sí mismo se iba volviendo contra Gil. «Estoy sucio y tengo que purificarme», se repitió obstinadamente, antes de regresar a casa.

—¿Dónde has ido? —le preguntó Angelina.

—Por ahí por donde entonces —contestó entre aspavientos.

El lunes se levantó ciego de ira contra el mundo.

—Soy Gil —se oyó la voz nasal de niño prodigio.

Gregorio no tuvo fuerzas para responder.

—Soy Gil. Bueno —titubeó al rato—, quiero decir, esto, Dacio. Dacio Gil Monroy.

Hubo un largo silencio.

—¿Me oye?

—Sí.

—Esto, ¿qué pasó el jueves? Llamé y no estaba.

—¿Qué jueves? Ah, sí, estuve por ahí fuera.

—Ya. De viaje, ¿no? Me lo imaginé.

Gregorio no contestó. Oyó el bumbum del sótano, como un silencio con pesadillas. Miró alrededor y las cosas se le aparecieron con la torpeza idílica de una viñeta infantil. «Por aquel camino de las vacas rubias», pensó sin querer.

—Recibí su tarjeta —dijo Gil—. Se la he enseñado a todo el mundo y se me va a gastar de tanto mirarla. La enseño y digo: «Este es el gran Faroni», y no digo más por prudencia.

—Yo también recibí la tuya —y le salió una voz de ultratumba.

—¿Le gustó? Al final puse viajante. Me dio por pensar que Dacio es el pensador, Gil el viajante y Monroy el químico, y todo en una sola persona, como el misterio de la Santísima Trinidad. Yo soy ya mayor, y a esta edad uno necesita mendigar unas migajas de dignidad, para ir trampeando en la vida. Compréndame. Yo acepto el nombre como quien coge una limosna. Y eso, en parte me avergüenza, aunque también me enorgullece. Pero, si quiere que le sea sincero, la verdad es que me siento otro. Hablo como con más seguridad, y en un tono más alto.

Gregorio no dijo nada, pero de pronto se llenó de un odio ciego y rabioso hacia Gil, que lo había puesto en aquella situación.

—Claro que no se la he enseñado todavía a nadie. No me atrevo. La miro a escondidas, y por el momento con eso me basta.

Esperó en vano una contestación.

—Así que de viaje. ¿Alguna conferencia por casualidad?

Gregorio midió la plenitud de sus palabras.

—No creo que nuestra confianza llegue a tanto como para tener que responder a todas tus preguntas —dijo, con secreta euforia.

—Ya, perdone —se le quebró el tono a Gil—. No quería molestar.

—Mira —añadió, para aliviar el exceso—, tengo problemas y estoy de poco humor.

—Sí, sí, lo comprendo. A los artistas hay que comprenderlos, yo siempre lo he dicho. Usted es un genio y no tiene que disculparse. Fíjese, dando conferencias por ahí, cómo no lo voy a comprender. El jueves, cuando no contestaba al teléfono, pensé que se había ido de Belson, que había regresado al extranjero o que lo habían detenido, y que ya nunca más volvería a hablar con usted. Me entraron, no sé, ganas de llorar, de que ya no iba a merecer la pena vivir. Estuve casi a punto de romper las tarjetas, porque sin usted yo no soy nada, ni Dacio, ni Gil ni Monroy ni nada.

Gregorio sintió que el rencor se revolvía contra él. Y para mejor odiarse, dijo:

—Mira, Gil, no estoy dispuesto a aceptar esa responsabilidad. Tengo muchas cosas que hacer y empiezo a estar cansado de tus preguntas y de tus quejas. Así que en adelante llámame Olías y atente estrictamente a las relaciones comerciales, ¿estamos?

Reclamó el pedido, lo anotó a trazos ilegibles, quiso decir «hasta el jueves» y le salió «artajerjes», y colgó.

Salió con el bumbum dentro de la cabeza. Como todos los días desde hacía once años, confió a la memoria de los pasos el regreso al hogar. Iba ensimismado y diciéndose: «Qué miserable eres, tratar así a un hombre como Gil, qué sinvergüenza y qué canalla, qué cabronazo, qué rastrero».

Caminaba aprisa y con aspavientos de pájaro rengo. Pero al cruzar la avenida se detuvo con la mente nublada y vio la ciudad adornada de fiesta. Los árboles lucían bombillas de colores, se despedazaban de brillos los escaparates, pasaban los tranvías bajo los arcos luminosos que abovedaban la avenida y la gente andaba despacio, con ganas de derrochar el tiempo y dejándose llevar por cualquier rumbo.

Entonces, sin que mediara el ánimo de una decisión, paró a un viejo y le preguntó dónde quedaba el café Hispano Exprés. El viejo, como abriéndose natatoriamente paso entre un ramaje, ilustró las sinuosidades del trayecto. Gregorio se perdió entre la muchedumbre y luego apartó a un lado. Tomó por calles que iban a dar unas en otras, de forma que varias veces volvió a encontrar el mismo arco, los mismos rostros, el mismo letrero con fondo negro donde se anunciaba un especialista en enfermedades venéreas. Un callejón lo condujo tres veces a un entreabierto por donde se veía una nave llena de gente que, con los perfiles extasiados, escuchaba a algún orador oculto en las alturas.

Después de mucho andar, cuando cada paso reproducía la fatiga entera del camino, desembocó a una plaza y vio el café: primero el nombre (CAFÉ HISPANO EXPRES, en letra geométrica de verde neón), luego las cristaleras cargadas de luz y por último los espejos, que reproducían como en sueños las voces y las caras de la concurrencia. Se asomó. Había grupos de mujeres que le parecieron viudas acomodadas o señoritas pensionistas, y (como contrapunteándolas) grupos de jubilados sumidos en melancólico silencio. También una mesa de jóvenes: bien a las claras se veía —por el color gastado de las bufandas y las grandes libretas— que aquéllos eran los artistas. Caminó de arriba abajo, echando miradas furtivas. Al fin se decidió a entrar: se deslizó por la puerta giratoria y pidió una copa de anís. Desde el mostrador la distancia había hecho una de las suyas y ahora los artistas parecían más pequeños: parecían componer una estampa de porcelanas pastoriles en torno del Pesebre, pero a la vez habían ganado en importancia, pues un espejo los repetía en sus verdaderas dimensiones y, a través de otros espejos, proyectaba sus gestos sobre un fondo de columnas, molduras y rosetones. Por entre las vetas del anís, los estuvo mirando largo rato. Un agua gris o sucia había ido bajando hasta la altura de sus caras, emborronándolas como en un sueño. Retuvo en la memoria algunos detalles: las sillas marrones de palo, el bodegón de frutas y perdices, los sofás de marchito terciopelo verde. Aquel era, pues, el café de sus ensueños nocturnos, al que él, por su cuenta, había llamado el Café de los Ensayistas. Aquél el mundo que tanto añoraba Gil. Allí (no había púlpito ni estrado, ni había nada que delatase la solemnidad del lugar) lo habían aclamado al grito de «¡qué hable Faroni, el poeta, el ser infausto, el viajero universal!». Le pareció que toda aquella gente eran intrusos, o que Gil estaba loco, o que la tertulia se había disuelto hacía muchos años. Buscó en vano el cuadro con el faro de mar. Los sofás, que en tiempos de Gil fueron rojos, ahora eran verdes, tal como él los había inventado. Detuvo a un camarero flaco y lúgubre y le preguntó: «¿Cuándo es la tertulia?». El otro digirió la pregunta hasta la última sílaba. Sólo entonces contestó: «Los sábados», como si acabase de resolver un grave enigma. Enseguida pagó y salió de regreso.

Aquel era, pues, el lugar que tan laboriosamente había recreado para Gil; y aquel que caminaba encogido y veloz, pegado a las paredes, y que trotaba por calles apartadas y cruzaba bajo unos arcos y sorteaba a la festiva multitud y que de pronto se detenía, ensombrecido de presagios y temblándole en los párpados un pensamiento informe, era él, Gregorio Olías, aquél el nombre de quien aminoró el paso y, en un instante, alcanzó a entrever de un solo golpe el episodio entero de su vida. Vio caer las últimas hojas de los árboles. Llegó a un paseo de arcadas. Se detuvo junto a vendedores de estilográficas y mecheros, de ciegos nacionales y expendedores de tabaco, todos ellos trabados en un garganteo monótono y febril.

Vio a un tipo sentado en cuclillas, verdadero atleta del cansancio, y a un pobre contando dos monedas, como un gran erudito de la necesidad —y sin embargo las cuentas no le salían. También vio a dos parias echados contra una pared, propietarios de un huevo duro y de un botellín de cerveza. Se reían de la gente, y para reírse todavía mejor la señalaban con el dedo. Incluso no necesitaban mirar a la gente para reírse: con mirar el dedo les bastaba. Y si alguien les sostenía la mirada, ellos enseñaban el huevo y el botellín, como si fuesen talismanes. Estaban allí, tallados en su propia e íntima sustancia, como dos hechiceros parodiando sus tiempos de esplendor. Se acercó a examinar tiendas de antiguallas, en cuyas vitrinas se amontonaban imágenes religiosas, escopetones y arcabuces, labores de cobre y otros mil cachivaches todavía vigentes en su niñez: trébedes, candiles, capuchinas, morteros, ratoneras, lavativas, carburos, jaulas, muebles de estilo, bastidores de hierro y triciclos decanos, y otros cuyos nombres nunca había conocido. Pasó un hombre con embutidos colgados de los brazos y una cesta de quesos puesta al hombro. «¡Chorizo! ¡Morcilla! ¡Queso y requesón! ¡Miel y laurel!», iba gritando, a paso distraído y marcial. Una secreta muchedumbre llenaba las calles. Los bares habían encendido sus fritangas, y algunos habían sacado la churrería a la puerta, con un toldillo bajo el que un hombre en camiseta cuidaba de la masa con batutas de mimbre. Al lado, había instalado un viejo su tenderete de juguetes mecánicos: el patito que nada, el pollito que pica, la rana que salta, la bailarina que baila. «¡Patitos, pollitos, ranitas, bailarinas de cuerda para el nene y la nena!». Vio el interior de una cafetería americana y a una señorita camarera rematada por detrás con un gran lazo de embalaje de lujo. Nunca la ciudad le había parecido a Gregorio tan llena de sabores prohibidos. Sin darse cuenta, había comenzado a imitar el paso indolente con que caminaba en sus ensueños, y hasta se atrevió a mirarse de reojo en un espejo, cosa que evitaba hacer desde que había descrito a Gil su aspecto físico. Un sentimiento de experimentada livianía lo empujaba con hombro fácil entre la multitud.

Más allá, cesó el bullicio. Finalmente desembocó en una placita empedrada, presidida por una iglesia que todo lo oscurecía, reservándose ella una cierta luz de sobrenatural enojo. Sonaba en ese momento una campanita en las alturas, una como alarma de avaro que echa en falta su bolsa y dispendiosamente pide auxilio. Se sentó en un banco y, apenas cesó la campana, se dijo: «Nueces en primavera». Y de pronto comenzó a tararear la habanera que le enseñó su tío, y cuya música había tratado en vano de recordar durante muchos años. Y se dijo: «Ondina, Crispinela», y otros nombres de su época de poeta. Perdió entonces el sentido del tiempo. Le pareció que aún era adolescente, que los años de juventud y madurez los acababa de soñar, y que ahora despertaba. Inspirado por una súbita desazón, volvió apresuradamente a casa.

En la penumbra del pasillo clareaba un espejo, y había como un orden pánico en la profundidad de las alcobas. Sin hablar, buscó y llevó a la sala la caja de zapatos donde guardaba los versos olvidados de la adolescencia. Le limpió el polvo y la abrió con la misma solemnidad con que la madre había abierto en otro tiempo la arquita de laca con los recuerdos de sus mejores años. La madre ya se había acostado, pero Angelina, que le estaba esperando, inició una pregunta que Gregorio no dio ocasión de terminar.

—No quiero cenar ni me duele nada —dijo.

Deshizo sin prisas los nudos y dejó a un lado la tapa. Encontró su letra de adolescente pálido y leyó en la primera hoja su nombre completo, la fecha de nacimiento, el signo del Zodíaco y, en trazo más grande y virtuoso, su seudónimo de poeta, y más abajo el nombre de la amada y el dibujo de un pájaro y una flor. Leyó los primeros versos. Admirado, los recitó cuatro o cinco veces. Era como si las palabras, de no usadas, se hubieran hecho crípticas. Algunas las tenía olvidadas desde hacía más de veinte años. Otras le parecieron inexplicablemente nuevas. La palabra «melancolía» le recordó el último giro exhausto de una bailarina de cuerda. «Oropel» (¿qué podría significar?, y ¿cómo era posible que aquel mozalbete la utilizase allí con tanto desparpajo?) se le antojó que podía ser un pájaro o una dignidad eclesiástica (en la rama canta el oropel, la bendición del ilustrísimo oropel), y la palabra «ensueño» tenía algo en el sonido semejante a un objeto delicado, o al mismo sueño, pero envuelto en papel de celofán. Cuando venció el asombro de las palabras (y del ritmo, que en cada verso parecía dejarlo al borde de una sima), revivió sentimientos que —ahora lo recordaba, no sin pena— habían llenado sus días con los temblores de lo desconocido, lo infinito y lo eterno.

Casi todas eran composiciones de amor, pero las había también de tema filosófico y de tono burlesco. Al fondo yacía un taco de hojas bajo el título de Poema épico de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, «el Conquistador Errante», y debajo la entrega que había preparado para Alicia: Para Ti, Mujer, Amor desesperado, de tu poeta anónimo, Augusto Faroni. Poeta del Mundo y de la Nada, del Amor y de las Cosas, de la Muerte. «¡Dios mío!», se dijo, pensando en el adolescente, «¿qué ha sido de ti?, ¿qué he hecho contigo?».

Una tristeza antigua le nubló la mirada. Más de veinte años habían pasado. Desde entonces, no había vuelto a cantar al otoño, ni a sentir el apremio del camino, ni a nombrar a la amada por sus nombres secretos de pájaros y flores. Ató la caja de zapatos, preguntándose a cambio de qué había renunciado a todo aquello, qué había pasado para un olvido tan atroz. Cerró los ojos. Todos sus viejos sueños de grandeza lo cercaron como monstruos de una tentación diabólica. Recordó a su tío, sus ansias crepusculares de inmortalidad y la laboriosa aflicción a que obliga una vida inútil. Lo comprendió con un sentimiento indómito de ternura, y también a su padre y a su abuelo, que para escapar a las torturas del afán habían puesto el deseo tan alto que, siendo inalcanzable, dejasen la vida en el empeño. Sintió no haber nacido insecto, de los que gastan los días en roer una tabla. Pensó —mordiéndose los labios ante el dolor de la evidencia— que él podía haber sido de verdad un gran poeta, y haber viajado y ser ahora ingeniero en la selva, y otras muchas cosas de las tramadas para Gil, y tan fácil lo vio que tuvo un escalofrío de pánico, ante la certeza de sus propios errores. Durante un momento, por primera vez y sin ambigüedad, Gregorio tuvo una visión completa de su vida, y supo que la farsa era la imagen justa y elocuente de la desbandada que sigue a la derrota. Se vio a sí mismo, al adulto que ya era, como un intruso en la vida del adolescente que había sido, y tuvo que respirar hondo para escapar a la asfixia de un devastador sentimiento de lástima. Se tocó la cara, imaginó con asombro su fisonomía, notando en ella algo que le era profundamente ajeno, percibió la temperatura y el olor de la piel y el peso de su propio cuerpo y tuvo una impresión de multitud, de que eran muchos los que estaban allí pensando y debatiendo la misma cosa. Por un instante adivinó los malos días que le aguardaban, y creyó que con la previsión llevaba ya andada parte de la penitencia, pero al mismo tiempo recordó a Faroni y se dijo que en el fondo de su vida había una suerte de grandeza, y que nunca había dejado de ser en realidad un verdadero artista. Volvió a respirar hondo y oyó a Angelina desnudarse en la oscuridad, entre hervores de lencería y bisbiseo de oraciones nocturnas. También él se acostó de inmediato.

—Entonces, ¿cómo quieres que te llame si no te llamo Gregorio? —preguntó.

—Eso es cosa tuya —dijo él, que luchaba esforzadamente por no caer en el agujero de la angustia—. Búscame un seudónimo. Y, además, de aquí en adelante yo tampoco te llamaré a ti Angelina.

Se sintió milagrosamente inspirado:

—De aquí en adelante serás Marchambre.

—¿Marqué? Qué tontería.

—Sí, señor, la señorita Marchambre. Pero te llamaré sólo Mar, y a veces Violeta Selvática.

—Tú no riges bien.

—Y a mí me gustaría que me llamases por ejemplo Gregor, o Goyo. O con un diminutivo, por ejemplo Gori, o Gorito. O aún mejor, Faroni.

—Anda, duérmete.

—Y ¿qué más?

—Gregorio.

—No.

—Pues Gori, o como sea.

—No, Faroni.

—Pues Faroni o como sea.

—Buenas noches, señorita Mar.

Apenas se durmió sonó que un mensajero entraba precipitadamente en el dormitorio a comunicarle que los almendros ya habían florecido en París.

Portaba una lámpara de aceite, y cuando pronunció su mensaje se extinguió la luz y quedaron flotando en la oscuridad sus verdaderas palabras:

—Pero, ¿qué dices ahora de almendros ni almendros? —dijo Angelina.

Gregorio volvió a recordar los versos, y la habanera, y a Gil, y un pálpito de ansiedad lo elevó en vilo. Se levantó, fue al baño, se inclinó sobre el espejo y se escrutó como si desvelase entrañas.

Una sola arruga le pintó en el rostro un laberinto de dolor. Regresó al dormitorio y enseguida cayó en un sueño negro, vacío de imágenes y de palabras.