Capítulo I

La mañana del 4 de octubre, Gregorio Olías se levantó más temprano de lo habitual. Había pasado una noche confusa, y hacia el amanecer creyó soñar que un mensajero con antorcha se asomaba a la puerta para anunciarle que el día de la desgracia había llegado al fin: «¡Levántate, pingüino, que ya se oyen cerca los tambores!», le dijo. Miró el cuarto en penumbra y de inmediato, derrotado por la ilusión de estar soñando la vigilia, volvió a cerrar los ojos. «Bah, todavía es tarde para huir», contestó desde la duermevela, y aunque por un momento se consideró a salvo, enseguida adivinó que progresando en el absurdo acabaría encontrando en él las leyes lógicas que lo emparentaban con la realidad. Así que reunió valor para decir, «estoy perdido», y añadió, «perdido en la selva amazónica con una caja de zapatos y una navaja múltiple», y otra vez comprendió que estaba levantando un parapeto de urgencia que lo defendiese de las asechanzas del mundo. Pero las palabras debían de haber perdido sus propiedades mágicas. Para confirmarlo, dijo en alto, «penibán», y quedó alerta, escuchando los efectos de tan formidable declaración. No ocurrió nada: ni siquiera las cosas veteranas de siempre, con sus nombres ilustres de siempre, elevaron la más débil protesta contra la irrupción del intruso. Un reloj dio las ocho, y el tiempo amenazó entonces con recuperar su sentido lineal.

Inspirado en el eco de la última campanada, Gregorio se imaginó la agonía de un movimiento originariamente impetuoso. Vio morir las olas contra el faro, la calderilla postrera de una gran fortuna, el suspiro final de un alma apasionada, y no sólo se negó a reconocer en esas visiones los síntomas precursores del presente, sino que retrocedió en el tiempo hasta encontrar a Aquiles detrás de la tortuga, y cuando a punto estaba ya de proclamar que el mundo era ilusión y sólo ilusión, salió a la realidad con una tragantada de pánico.

Y sin embargo, ¿qué era ahora aquel rumor en desbandada que se oía afuera? Escuchó con tanta atención que no tardó en reconocer los pasos de unas raquetas en la nieve y el aullido de los lobos en un bosque de abetos, y por un instante se llenó con la euforia lúgubre de su mejor héroe de ficción, Luck Turner, protagonista de la novela Vidas salvajes, cuyos datos constaban en los ficheros de las más prestigiosas bibliotecas públicas de la ciudad. Cuando al cabo de mucho tiempo se desvaneciese el recuerdo de aquellos años y floreciese en el país una generación inocente, quizás entonces alguien encontrase un nombre flotando a la deriva de los siglos, no asociado a un crimen, a un capitel o a unas palabras, y ni siquiera a una anécdota, sino simple y mágica partícula en suspensión, tan absurdo y exacto que acaso quedara como cifra de la condición y destino de una época.

Pero no: lo más probable —advirtió, desazonado por la lucidez— es que bastase un débil coletazo municipal para desbaratar aquel tinglado que tanto pudor, vigilia y osadía le había supuesto. Y ya se disponía a regresar al Amazonas, cuando volvió a entrar el mensajero y se detuvo junto a la mesilla de noche. Sintió su aliento en la oreja y oyó decir su nombre, con apremios nasales:

—¡Gregorio, Gregorio, que nos vamos, que te quedas solo, que ya son las ocho, que ya se oyen cerca los tambores!

Recordó entonces que aquel día, 4 de octubre, pasaba el General por la ciudad. En el pasillo, las dos mujeres parecían dispuestas a partir, pero siempre las retenía en la oscuridad un asunto de última hora. «Póngase usted de fiesta, perfúmese, cálcese de lujo, esté ciega y quédese aquí esperando como una pantaruja[1]», dijo una de ellas, difuminándose en la estela de sus propios reproches.

Cuando al fin oyó los pasos de palo en la escalera, abrió los ojos y reconoció por entre la persiana la luz del otoño. Entonces recordó con exactitud su vida, tal como la dejara la noche anterior, y aunque se remontó al pasado buscándole un sentido que lo redimiese del presente y lo justificase en aquella hora decisiva, muy pronto volvió a comprobar que su existencia estaba hecha de fragmentos que no encajaban entre sí, y todo cuanto fuese buscarles un orden equivaldría siempre a un juego solitario de azar, donde todo se pierde o se gana pero donde al final se deshace el orden de las piezas y se comienza de nuevo, una y otra vez. «Es como intentar tachar una equis, con pluma o espada», se dijo, y en ese instante el presente se le desplomó encima con un derrumbe de instrumentos de música.

Un tiempo de cuarenta y seis años le corrió como una araña por la piel. Mientras oía el rumor de sus vísceras y reconstruía a tientas su imagen de cada mañana, fue pensando una vez más en los malentendidos y costumbres que lo habían conducido hasta allí: su entrada laboral en la oficina, vestido de primavera a media tarde, el trayecto que al oscurecer lo devolvía nuevamente al hogar, las conversaciones con Gil dos veces por semana durante nueve años, la primera mentira, risueña e impropia, y la última, cuando ayer mismo, 3 de octubre, colgó el teléfono para siempre, sopló la lamparilla de alcohol y cruzó con inesperada ligereza el sendero de arena, sintiendo bajo los pies una vaga noción de hostilidad, que aún hoy persistía.

Para ratificarla, un hierro le golpeó un tobillo. Todo se aliaba esa mañana contra él. Al encender la cocina, una cerilla se le prendió en las uñas, y no había acabado de maldecir cuando el viento se levantó al otro lado de la casa, abrió la puerta y entró arrastrando un torbellino de hojas de periódico. Entonces oyó los tambores. De la calle llegaban gritos de gente puesta en cometido cívico, que enseguida se mezclaron y confundieron con el hervor del agua del café. En el cacillo examinó su rostro de muchos nombres, ensayó un gesto de temerosa indiferencia y finalmente se quedó absorto, chupándose el dedo herido y mirando la llama del fogón. «Al final siempre ganará Aquiles», pensó, mientras oía los pitidos horarios de una radio lejana. Tomó aquel anuncio como advertencia del triunfo definitivo del presente, y para escapar a su amenaza intentó recordar otra vez el pasado. Pero sólo consiguió remontarse al sueño que había tenido la noche anterior. Había soñado que era comerciante y que debía transportar por tierra cierta cantidad de pollos de codorniz. Temeroso de que el camión sufriese un accidente y huyesen los pájaros y la mercancía se perdiese, urdió la estratagema de atarle en una pata a cada pollo una bolsita de té que sirviera de lastre. Así lo hizo y, en efecto, hubo un accidente, pero las aves no lograron remontar el vuelo y gracias a su astucia las recuperó todas y las vendió ventajosamente en su punto de destino.

La revelación del ensueño le descubrió que estaba retardando, con la convocatoria de otras pesadillas, el momento de enfrentarse a la realidad. «Estoy perdido», dijo sin énfasis, como si confirmase un hecho ajeno a sus más remotas inquietudes. Enseguida, espoleado por el temor a la cobardía, salió a la puerta y miró la sala en penumbra. Sobre el organillo se amontonaba su indumentaria de impostor, y en un sillón había una caja de zapatos y seis libros iguales, abandonados a un orden de naipes perdedores, junto a la ventana, en una silla que guardaba la ausencia de su dueña, distinguió la caja de los hilos y las agujas de tejer. Las cosas de siempre parecían envueltas en un aire hostil de novedad. Incluso el cascabel del perro, que vagamente sonó al fondo del pasillo, tenía la voluntad y el tono de querer expresar un concepto.

Sólo cuando advirtió que hasta los hábitos más pacíficos habían perdido la fluidez y le exigían una atención artesanal, cayó en la cuenta de que estaba sucumbiendo al pánico. Pero hasta esto le pareció irreal. Se arrancó la servilleta del pecho, la dobló en triángulos exactos, se restañó los labios y la devolvió al cajón. Consultó el reloj: las ocho y media. Dudó entre tomar una súbita decisión o posponerse hasta la noche. Con esa duda se lavó, se vistió de fiesta, se untó de colonia y, con una mano en el picaporte del baño, como puesto al estribo de un tren listo a partir, se eternizó un instante así, con cara de autorretrato, esperando a ver quién de los dos, él o el del espejo, quedaba perdedor. Luego salió al pasillo, repitió la expresión bajo el dintel de la última puerta y, antes de cerrarla, se recordó: «Ya sabes, tú eres Gregorio Olías y no sabes dónde está Faroni. No sabes nada y tienes prisa, ni una palabra más ni una menos».

Afuera, todo estaba en orden y en silencio. Era una casa antigua, que quizás en otra época había gozado de cierto esplendor, aunque no tanto como para prolongar el prestigio en la decadencia.

Todo era viejo, sucio, crujiente y tenebroso incluso desde los tiempos ya lejanos en que Gregorio cursó allí su último año de estudiante, cuando había en el primer piso una academia nocturna y él llegaba al anochecer fumando en el secreto de la mano y subía la escalera con un balanceo desdeñoso, aprendido en las películas de cine negro que ponían en el barrio. Y antes, debió de ser aquel un inmueble de historia y ambiente galdosianos, casa de vecindad que en su origen conoció una trama de altos y medianos funcionarios, comerciantes, profesionales y rentistas, señoronas de misa diaria, de las que en la boca llevaban siempre el gusto de un severo sorbo de café y en las manos la pincelada de la servilleta que selló en las comisuras de los labios la última condena moral; y luego vio aparecer un melancólico trajín de jubilados con boinas y bufandas, algún especialista en enfermedades venéreas que de la noche a la mañana había instalado consulta en las alturas, alguna enjaezada viuda que había abierto pensión en el segundo o una tienda de lencería lánguida en el bajo, hasta que al fin, cerrada por nupcias la pensión, muertos los jubilados y marchita la tienda, sobre las cenizas de las últimas pasiones privadas de aquel mundo en perpetua disolución apareció la academia nocturna, ante cuya puerta, que ahora ostentaba el rótulo B. A. COMERCIAL SYSTEM, Gregorio se detuvo veinticinco años después.

«Aquí conocí a Angelina», se dijo, estribándose en la baranda y sintiéndose arrebatado, ahora sí, por la gracia de los recuerdos deslumbrantes. «Debió de ser un día de otoño, como hoy». Cerró los ojos y levantó una mano, remedando la misma seguridad mundana que había usado entonces para saludarla, cuando ella bajaba cada noche con su andar apenas perceptible, pues compartía con su madre el retiro de un luto inclemente y conservaba de las tardes de duelo la destreza en la lentitud y las penumbras y el hábito de las esperas insolubles. Entraba, caminaba un poco pegada a las paredes y se detenía en su propio remanso: la mirada ausente, aflojados los hombros, las manos reunidas en el seno y la expresión a juego con los zapatos bajos y aplicados, y la rebeca de honesto abrigar.

Se llamaba Angelina y venía a estudiar máquina, fue todo lo que alcanzó a decir el primer día. Gregorio declaró que se llamaba Gregorio (aunque algunos le llamaban Gregor), que vivía de pensión y que trabajaba de auxiliar en una oficina de seguros, y le enseñó un bolígrafo con el emblema de la empresa. Al segundo día le contó que escribía versos de amor desesperado y que sabía canciones tristes, que entonaba al son de una guitarra. Al cuarto le regaló el bolígrafo y le contó que iba a ser ingeniero y a construir puentes colgantes en la selva amazónica. Entonces ella, con un susurro atolondrado —pues todavía el dolor ponía sordina a las confidencias—, contó que su padre había sido capitán de caballería y que aún conservaban en casa un organillo con himnos marciales, símbolo de los tiempos prósperos en que sus padres la llevaban a mojar bizcochos al picadero militar.

Era mansa y gordita, olía a jabón de coco y su voz se quebraba al acabar las frases, como si el pudor le advirtiese de haber cometido alguna indiscreción. Pero así y todo, vencieron las incertidumbres de los primeros días, y una semana después los encuentros casuales adquirieron carácter de citas. Sentados en un banco al fondo lóbrego de uno de los pasillos, juntaban las cabezas cada noche y se encogían a hablar, ajenos al tránsito de estudiantes insomnes, que continuamente entraban y salían de las aulas.

Eran conversaciones truncadas por largos silencios. Cuando callaban, Angelina se mantenía inmóvil, con las rodillas en orden y los ojos fijos en el suelo, pero Gregorio, que vestía un traje de franela dócil y había visto muchas películas de espías y llevado su afición a la vida real, buscaba el respaldo, fumaba entre solapas y se creía mundano y apuesto, aunque también era bajo y sin encanto, y sólo la palidez propia de un vago estudiante de bachiller nocturno, y el sueño interminable que sufría, le daban cierto aspecto especulativo de seminarista en crisis de conciencia. Fue quizás aquella buena noción de sí mismo, junto a la impresión de pudibunda desnudez que le producía el silencio, lo que le llevó a hablar de su pasado. Pero apenas empezó su relato —recordó Gregorio veinticinco años después—, sus palabras cobraron la calidad ambigua que habría de enaltecerlo en el futuro, y que finalmente labraría su desdicha. Contó algunas verdades, las más inofensivas, pero calló muchas más, y otras las adornó y otras se las inventó con inspiraciones que ya había olvidado pero que entonces le sorprendieron por su fluidez y verosimilitud, pues en ningún momento fue consciente de estar traicionando abiertamente el modelo real.

Era cierto que sus padres habían muerto, y que con nueve o diez años se vino del sur a vivir con el único pariente que le quedaba, su tío Félix Olías, a quien con fácil inventiva elevó a rango de artista bohemio, poseedor de una biblioteca exótica y monumental y experto en temas culinarios, geográficos y pedagógicos. Eso debió de decirle, pero quizás en ese instante recordó, con la misma nitidez del 4 de octubre —y aquí se sentó en la escalera dispuesto a analizar objetivamente su pasado y a encontrar en él el origen de su negra desgracia—, el lejano día en que llegó a la ciudad en un tren nocturno de carbón, y el amanecer borroso en que lo vio por primera vez, enfundado al pie del andén en un viejo abrigo de espigas, los ojos llorosos de frío, los zapatos cubiertos de barro y el cuerpo flaco y trémulo asomado al garabato de la soledad.

Tenía cara de honrado comedor de legumbres, y una cierta desmañada ternura que parecía a punto de querer decir algo. Y lo dijo: habló de un bacalao y de un brasero y de una historia extraordinaria, pero con los bufidos del vapor y los gritos de la muchedumbre no se oyó nada más. Era invierno y llovía. De su tío, Gregorio recordaba aún el ritmo anheloso de su respiración y la temperatura de su piel cuando, sin hablar, lo tomó de la mano y se dieron a caminar por un laberinto de calles embarradas. Se oían entre la niebla las cornetas de los basureros, y en las esquinas brillaban todavía algunos faroles, extenuados ya por la claridad del alba. Cruzaron lugares que años más tarde Gregorio buscaría en vano, y que en aquellos momentos le parecieron cobertizos enormes con goteras. Y era curioso: apenas había gente, los pocos viandantes iban solitarios y rápidos, y sin embargo la impresión de multitud y gritería aumentaba sin tregua. Apremiados por el ritmo amenazante que iba adquiriendo la ciudad, tomaron por unas callecitas empedradas y se apresuraron débilmente bajo la lluvia. Parecían ir recorriendo los caminos simbólicos de la vida, pero al fin entraron a un portal, subieron una escalera oscura y salieron a un patio de galerías con vigas de madera y macetas dormidas en las barandas, donde sólo se oía el cuchicheo del amanecer.

El mismo azar que parecía haberlos conducido hasta allí los hizo detenerse ante una puerta que el tío manipuló con vacilante obstinación. Antes de entrar, volvió la cabeza sobre el hombro abrigado: «Animo, hijo, que en estas situaciones se forjan los héroes del mañana», y dejó que las palabras se agruparan en torno de un sentido y se debatiesen un instante entre la plenitud y la disolución. Luego se limpió los pies y empujó la puerta hacia la nueva edad. Y allá entraron, cogidos de la mano, los intrépidos viajeros del amanecer.

Era un piso de dos habitaciones, separadas por una cortina de pájaros en vuelo. En el centro de la primera, sobre el suelo recién fregado de ladrillo, había un brasero de cenizas tibias, y alrededor, remotos en el resplandor turbio de la madrugada, un armario, una mesa y dos sillas. Todo tenía allí el aspecto complicado de la sencillez que intenta burlar a la miseria oponiéndole algún objeto incomprensiblemente ornamental. De la pared colgaba un calendario ilustrado con un faro de mar, y en el mismo clavo había un rebujo de hilo de bramante.

Muchos años después, Gregorio recordaba aún que su tío, después de adelantarse a despabilar las brasas, se volvió y lo miró con la misma concentrada delicadeza con que hay que recordar los sueños recientes para que no se esfumen, y que él mismo conservaba la mirada floja de ver pasar cosas desde el tren, de modo que largamente se observaron como dos desconocidos en el claro de un bosque, sin atreverse siquiera a pestañear. Fue sólo un instante, sin embargo, porque enseguida un imperioso toque de corneta vino a sacarlos de su desamparo. El tío se acercó rascándose el cogote, le echó una mano por los hombros y lo condujo al otro extremo de la habitación.

—Mira, hijo —le iba diciendo—, ésta es nuestra vivienda. Aquí —y golpeó la mesa para probar su robustez—, comeremos, y tú harás los deberes y yo echaré las cuentas del negocio. Porque tengo un negocio, ¿sabes? Ya lo verás. Y ésta es una radio, ¿ves? Mira qué bien se oye. Este armario, con esta viñeta tallada que representa un coloquio de animales, es un buen armario, y como todos los objetos de esta casa, tiene una historia larga que contar. Allí haremos de comer —y señaló a un rincón donde había una alacena, un infiernillo de petróleo y un fregadero de barro—. ¿A ti te gusta el bacalao? Pues yo sé prepararlo de seis maneras distintas: con repollo, con arroz, con fideos, con garbanzos, con patatas y con tomate, que es el más rico de todos —enumeró jovial—, y hago también unos menudos con cebolla de chuparse los dedos, y algunos días especiales, como hoy, carne de chivo con su patatita. ¿Qué te parece a ti todo esto? Y aquí —y apartó la cortina—, dormiremos los dos.

Entonces se calló como si hubiesen llegado ante una panorámica. Era un cuarto pequeño y sin ventana, con paredes desnudas de cal, y permanecieron en él más tiempo del que hubiesen necesitado para ver una cama de hierro y una mesilla de noche con un orinal de loza en la cajonera desportillada, pero no el suficiente para encontrar las palabras que volvieran a redimirlos de un silencio que por momentos se hacía definitivo. Dieron un paso más. En un rincón apareció una guitarra despelujada y en otro un arca con herrajes de cobre. Siguieron mirando, y cuando ya no hubo más que mirar, Gregorio sintió la respiración de su tío e identificó en ella el mismo aire usado que adormecía la estancia, y se puso tan triste que empezó a llorar por dentro, sin derramar una lágrima ni descomponer el rostro ni sacudir los hombros, pensando que el frío de aquel amanecer y aquel olor a gallinas dormidas no lo abandonarían ya nunca. El tío se sentó entonces en la cama y saltó un poco sobre ella para probar su elasticidad. Luego se quedó mirando entre sus pies, como si le hubiesen propuesto un enigma cuya dificultad lo condenase a la melancolía.

Pero otra vez sonaron afuera las cornetas. Con su largo y pesado abrigo, que le confería una corpulencia derrotada, el tío cruzó el cuarto, encendió el infiernillo, se volvió sonriendo y se quedó en jubilada posición de firmes.

Estaba levantando la niebla, y cuando se sentaron a desayunar, un rayo de sol los envolvió en un ámbito de transparencia absorta. Comían sin hablar, sin mirarse, el tío chapoteando en su tazón de leche migada; Gregorio con desmemoriada y triste inapetencia. Los ruidos iban poniendo patas arriba la mañana, y afuera despuntaba la posibilidad de una ciudad grande y laboriosa.

Sólo cuando acabó el desayuno, volvió el tío a tomar la palabra. Aliviado de sus inquietudes, se espantó las migas del pecho y dio una palmada de satisfacción.

—Vamos a ver —dijo, agitando un índice—, ¿tú sabes quién era el obispo Acuña?

—No.

—¿Y sabes lo que significa la palabra «abuna»?

—No.

—¿Y sabes dónde cae Acapulco? ¿No? Pues ya verás cómo muy pronto lo has de saber. ¿Y nunca te habló tu abuelo o tu padre del afán?

—No me acuerdo muy bien.

—Pues mejor así, porque ésa es una palabra maldita. ¿Y tú sabes que yo conozco al diablo en persona?

—No.

—Pues también eso te contaré.

Miró el reloj.

—Pero ahora hay que apresurarse. Cuando lleguemos al negocio te hablaré de los proyectos que tengo hechos para nuestra vida en común, y te contaré una historia que te ha de admirar, y que nunca hasta hoy he contado a nadie.

Salieron a la galería, recorrieron una calle tortuosa y desembocaron a una encrucijada por donde pasaban echando chispas los tranvías. Allí, bajo una acacia, estaba el negocio. El tío lo señaló de lejos:

—¿Lo ves? Te parecerá poca cosa, pero tenerlo al día, con artículos completos y modernos, exige mucha dedicación y experiencia. Pero tu tío, aquí donde lo ves, es un gran comerciante. La pena es que la vida no me haya dado ocasión de demostrarlo.

Se trataba de un quiosco de tablas sin cepillar pintadas de verde y sujetas con tiras de latón, atestado de chucherías para niños, tabaco suelto y novelas de amor, policíacas y del oeste.

Entraron reculando por una trampilla y se acomodaron en el interior, entre ventanitas de cristales turbios, el tío sentado en un taburete y con una estufilla de alambre entre las piernas, Gregorio encogido sobre una pila de tebeos desde donde sólo se alcanzaba a ver, movido por el viento, el alto ramaje de la acacia.

Desde su esconderite oyó los gritos de los colegiales y el estrépito de los tranvías. Y oyéndolos se adormeció y soñó con un zaguán y una mujer que cosía dulcemente al contraluz de un patio alborotado de sol. Vio un rayo de transparencia angélica por donde bajaban las avispas a un jazmín, y escuchó en lo más oculto de la tarde un diáfano parloteo de agua. Cuando por fin despertó, sobresaltado por el sigilo de la lluvia, sintió que se precipitaba en el vacío y que le faltaba el aire para respirar. Con una atragantada, que era grito sin voz, y como huyendo de su propio cuerpo, se irguió estremecido en la penumbra. Su tío, que sostenía un libro grande en el regazo, detuvo el dedo con el que seguía la lectura, y se volvió con una sonrisa desmañada.

—Ahora que has descansado —dijo cerrando el libro y cruzando las manos sobre él, y eran manos fuertes como herramientas, pero de una lentitud rígida que resolvía cualquier movimiento en obstinación—, hablemos de nosotros. Y para empezar, te contaré la historia prometida.

Y de nuevo se encogió Gregorio en su rincón, rodeado por el olor a gallinas dormidas y el frío perenne del amanecer.

—Mira, hijo, yo he sido conserje. Ahora estoy jubilado, tengo una pequeña paga y me ayudo con este pequeño negocio que aquí ves. Hasta hace algunos años estaba contento con mi suerte y tenía la conciencia tranquila, aunque me quedaba la pena, es verdad, de no haber llegado a ser algo mejor. No algo grande como juez o médico sino un buen artesano, mecánico o ebanista, o cualquier oficio de maestría donde hubiese alcanzado una mediana perfección. Y era una pena porque, apenas me jubilé, me pasó lo que a tu abuelo, que empecé a descubrir en mí aptitudes inmejorables, desconocidas hasta entonces, para ejercer las profesiones más difíciles y las tareas más escogidas. Si veía trabajar a un mecánico, me decía: «¡Qué gran mecánico se ha perdido en mí!», y si a un albañil, «¡qué gran albañil!», y me pasaba las horas asomado a la puerta de los talleres, viendo trabajar a los oficiales y lamentándome de mi mala fortuna. Llegué incluso a convencerme de que hubiese sido un excelente policía de tráfico. Me obsesioné tanto que a cualquier hora cerraba el negocio y me iba a los cruces a observar a los guardias, y siempre les sacaba defectos. «Yo lo haría mejor», me decía, y me imaginaba a mí mismo vestido de uniforme y dirigiendo la circulación con gestos elegantes y enérgicos, y trinando el silbato como un jilguero. Eso me llenaba de orgullo, pero también me entristecía y me envenenaba el pensamiento. Y empecé a preguntarme por qué con tan buen talento no había pasado de conserje. Así viví algunos años, y cuando estaba ya a punto de resignarme a mi destino, verás lo que ocurrió un día.

»Yo estaba aquí cenando (me acuerdo muy bien, bacalao con tomate) cuando llegó un hombre de muy mediana edad con una capa negra y unos guantes que se quitó con mucha parsimonia. Era fuerte, con buen dominio del porte. Tenía una cicatriz en la frente, como un ciempiés, y le temblaban un poco las manos. De todas formas, ya no recuerdo bien su aspecto, aunque podría darte mil detalles de su fisonomía. Traía un aire distinguido y dañino, eso sí, lo pensé apenas lo vi (este hombre es un tentador, me dije), y miraba con deferencia y despego a la vez. El caso es que puso aquí mismo, en este mostrador, un bulto grande envuelto en papel de periódico. Yo creía que venía a cambiar novelas. Hay personas mayores que tienen vergüenza de leer novelas y las traen escondidas de noche, y mirando siempre a los lados. Hijo, tú nunca leas novelas, nunca caigas en ese vicio, porque ya lo dice la palabra: novelas, no velas, es decir, no verlas, y así debían llamarse, noverlas, con la advertencia de la erre. ¿Me estás escuchando, hijo?

—Sí, tío —contestó allá abajo Gregorio.

—Bueno, pues verás. Dejó aquí el bulto sin decir nada. Al contrario, se puso a mirar a otra parte, como si hubiera un convenio de por medio. «¿Para cambiar?», le pregunté, con el bocado torcido en la boca. «Para cambiar», dijo él, con una dicción muy pura, casi cantada. Abrí el envoltorio y había allí tres libros enormes, y muy bien forrados en cartón de becerro. Como todavía tenía el bocado en la boca me puse a masticar y a no saber qué decir, percibiendo en todo aquello un aire de desastre. «¿Qué me da por eso?», preguntó el hombre. Y fijate, Gregorito, me salió una respuesta muy ingeniosa, no sé cómo. Aparté un poco los libros y le dije: «Lo siento, pero no he pensado por ahora ampliar el negocio». «Así y todo», dijo él, «hágame un trato». Entonces ocurrió algo muy difícil de explicar, algo extraordinario que sólo entiende quien lo prueba. Y es que empezamos a sentirnos inspirados y a combinar burlas y frases atrevidas. Habíamos perdido la vergüenza y nos comportábamos como dos verdaderos artistas. A mí eso nunca me había ocurrido, aunque en la relación que había hecho de mis cualidades no desdeñé la de orador, y tenía la seguridad de que si la ocasión llegaba a presentarse me hubiera salido un buen discurso, no importaba sobre qué. Eso mismo le pasaba a tu abuelo, que quería ser notario. ¿O es que no sabes que tu abuelo era notario y tu padre coronel, aunque de mentira, y que a eso le llamaban el afán? ¿Lo sabes?

—No me acuerdo muy bien.

—Pues mejor, porque ésa es una palabra maldita. Pero a lo que iba. El hombre estaba esperando que le hiciese un trato, y yo fui entonces y le ofrecí la luna (me acuerdo que menguaba); él contestó que no había traído un cesto para llevársela. Le ofrecí la piel del oso que cazara en el año de Maricastaña, más un ciento de pájaros volando y todas las uvas altas que pudiera alcanzar, y le ofrecí otras cosas imposibles, que él rechazó con gracia, después de sopesarlas. Cuando me flaqueó la inspiración le tendí, que Dios me perdone, un puñado de caramelos y una ristra de petardos. Él se reía con ganas y decía: «Ofrézcame también su uniforme completo de guardia de tráfico». ¿Cómo podría saber aquel hombre mi secreto salvo que fuese el diablo, como pienso? Pero en aquellos momentos sólo me preocupaba poner a salvo mi honor. Le ofrecí incluso la tartera con su bacalao. Y él seguía riéndose y pidiendo más cosas: mi badila de albañil, mi llave de mecánico, mi escoplo de ebanista, mi insignia de conserje. Le puse aquí encima (pues yo andaba como loco, sin dar crédito a aquella maligna demostración de poder) un reloj de mentira, una pistola de agua, una careta de mono y todo lo que había por aquí. Pero cuando saqué un montón de novelas y cuentos, al buen tuntún, él se puso serio, colocó una mano encima como si fuese a hacer un juramento y dijo: «Cierro el trato, los tres libros grandes por este lote». Me asustó su voz de pronto ronca, como de tahúr. Por estar a la altura de las circunstancias, acepté, y para que no pensara que yo era un charlatán sin sustancia. Así que agarró el lote, se arrebujó en la capa con un movimiento que parecía que iba a desaparecer bajo tierra, se puso los guantes sin ninguna prisa, dio una cabezada de artista y no volví a verlo nunca más. ¿Qué te parece lo que ocurrió? ¿No es cosa del diablo?

—No sé —contestó Gregorio, que sólo muchos años después llegaría a comprender aquella historia.

—Pues mira, hijo, éste es uno de los libros, y ahí tengo los otros, guardados como oro en paño y con los que tú te harás un hombre de provecho. Si yo hubiera sabido que existían estos libros, a estas horas sería un gran hombre, quién sabe si juez o médico, o incluso cardenal en la propia Roma, y no como tu abuelo o tu padre sino de verdad, con los papeles bien en orden.

El primero era un diccionario. «Aquí vienen todas las palabras que existen, sin faltar ni una». El segundo era un atlas: «Y aquí todos los lugares y accidentes del mundo», y el tercero una enciclopedia: «Y éste es el más extraordinario de los tres, porque trae por orden alfabético todos los conocimientos de la humanidad, desde sus orígenes hasta hoy. ¿Tú sabías que existía un libro así? Pues yo tampoco hasta hace tres años. Desde entonces lo estoy estudiando. Voy ya por la palabra “Aecio”, que era un general romano que mató al conde Bonifacio en el año 432 y derrotó a Atila, rey de los hunos, en el 451, pero que fue asesinado por el rey Valentiniano III, temeroso de su poder. Adelanto poco porque ya soy viejo y tengo mala memoria, y para aprender una cosa debo olvidar antes otra. Y luego está el atlas y el diccionario. Todos los días me aprendo cinco palabras nuevas y el nombre de algún río o una ciudad. Cuando pienso en la cantidad de cosas que podía saber a estas alturas si estos libros hubiesen caído en mis manos hace cincuenta años y tuviese entonces el espíritu que hoy me anima, no hay nada que pueda consolarme, porque sé que he equivocado mi vida, y eso ya no tiene remedio. Pero tú, Gregorito, todo lo tienes a favor. Pareces enviado por el destino para reparar la burla que me hizo a mí, dándome pan cuando no tenía dientes. Así que ya sabes, desde mañana empezaremos con tu aprendizaje, porque no hay tiempo que perder».

Se volvió trabajosamente y, poniendo una mano sobre la cabeza de Gregorio, con la voz demudada por la solemnidad, proclamó:

—Hijo, tú serás un gran hombre.