EL REGRESO
Aunque la situación, ya desesperada para aquellos hombres, se había agravado por el abandono de los marineros americanos y les aguardaba un tremendo desastre por la falta de víveres, pues ya no había que contar con los de la cabaña, todavía no perdieron el valor ni la energía.
Wilkye los guiaba; Wilkye se preparaba a afrontar animosamente el adverso destino, y el valor sobrehumano de aquel hombre reanimó el estado moral de todos aquellos desgraciados. Todos juraron luchar mientras tuvieran vida, antes que dejarse abatir.
Decidieron renunciar al primer proyecto, ahora que en la cabaña no encontrarían nada útil, e intentar llegar cuanto antes a la costa más cercana, con la esperanza de encontrar en las playas focas y aves marinas.
Se dividieron en dos grupos: el primero, mandado por Wilkye, se componía de Blunt, Bisby, que a pesar de sus sufrimientos estaba útil, y dos de los más fuertes marineros. El segundo, al mando de Peruschi, constaba de Linderman y demás gente más o menos inválida.
El primero debía apresurar la marcha para buscar víveres; el segundo marcharía según sus fuerzas.
A las cuatro de la tarde Wilkye y sus compañeros dejaban el campamento, llevando consigo un trozo de foca suficiente para alimentarlos por dos días, y se lanzaban a paso acelerado hacia el Oeste. Poco después partían los otros con el trineo, sobre el cual iban dos marineros que no podían tenerse en pie, y la camilla en que Linderman sufría un ataque de locura furiosa.
El frío heló la nieve, y esto favorecía la marcha, por lo cual, si no se desencadenaba algún temporal, el primer grupo podía llegar a la costa en tres días, pues sólo tenía que atravesar una distancia de ciento veinte millas.
A las nueve de la noche Wilkye se detuvo para dar algún reposo a sus compañeros; pero a las diez emprendieron otra vez la marcha manteniendo el paso ligero.
No acamparon hasta la medianoche, después de haber recorrido cuarenta millas en seis horas. A las ocho de la mañana, y luego de comer cada uno un trozo de foca, volvieron a partir.
El mar no debía de estar lejos. En el horizonte se dibujaban ya algunas brumas, y de vez en cuando aparecían al Oeste algunos puntos negros que debían de ser aves.
Fue entonces aquello una marcha furiosa: no caminaban; corrían como si alguien los persiguiera. Wilkye, siempre delante de todos, daba el ejemplo.
Estaban rendidos, jadeantes; pero no se detenían aún: una voluntad irresistible los empujaba hacia delante. A las nueve de la noche, en el momento en que el sol desaparecía en el horizonte, saludaban al océano con un ¡hurra! estentóreo.
Iban a precipitarse a través de los hielos para caer sobre las bandadas de pingüinos que allí anidaban, cuando se oyó a Blunt gritar:
—¡Un buque! ¡Un buque!
No se había equivocado. Un buque de vapor bajaba por el Norte a lo largo de la costa, dando furiosos golpes con su espolón a los hielos flotantes que le impedían el paso.
—¡Disparad enseguida los fusiles! —gritó Wilkye fuera de sí.
No era preciso. La tripulación los había visto a los últimos resplandores del sol, y los saludaba con la bandera y con un cañonazo.
¿Quiénes eran aquellas gentes generosas que acudían a salvarlos? ¿De dónde venían? ¿Cómo se encontraban allí?
Por el momento no importaba saberlo. Dos grandes chalupas fueron botadas al mar y avanzaron hacia la costa abriéndose paso en los hielos.
En diez minutos llegaron a la orilla, y dos hombres saltaban en tierra gritando:
—¡Señor Wilkye! ¡Señor Blunt! ¡Señor Bisby!
—¡Por cien mil quintales de carne salada! —exclamó el negociante—. ¡Los muy tunos han vuelto! ¿Habrán echado de menos mis comidas? Puede ser, pues no hay cocinero capaz de igualarme.
—¡Vosotros! —exclamó Wilkye en el colmo del estupor—. Entonces, ¿no nos habéis abandonado?
—No, señor. ¿Ha podido usted suponer eso? ¿Nos cree capaces de semejante traición? Los víveres iban a faltar a causa de la excesiva prodigalidad del señor Bisby…
—¡Callaos! ¡Cualquiera diría que yo me lo he comido todo!
—Nos embarcamos antes que faltara el alimento por completo, con la esperanza de encontrar algún buque ballenero que viniese en su socorro.
—¿Aquel buque es, pues…?
—Una ballenera americana tripulada por compatriotas nuestros también.
—¡Gracias, amigos! ¡Nos salváis de una tremenda catástrofe!
—Señor Bisby —dijeron los marineros—, ¿nos guarda rencor por nuestra mala acción?
—¡Qué desatino! ¡Aquí, sobre mi corazón, valientes marineros; pero a condición de que roguéis al cocinero de a bordo que prepare comida para treinta personas! ¡Qué demonio! ¡Tengo derecho a engordar un poco, ahora que estoy delgado como un arenque!
—¡A bordo! —dijo Wilkye—. Es preciso enviar socorros al segundo grupo.
Veinte minutos después Wilkye y sus compañeros llegaban a bordo de la ballenera Hudson, del Departamento Marítimo de Norfolk. El capitán Klemer, un buen bostoniano, propietario del buque, dispensó la más franca hospitalidad a sus valientes compatriotas, así como a los supervivientes de la expedición inglesa.
Informado de que el segundo grupo se hallaba aún en el continente en criticas condiciones, organizó al punto una expedición de socorro, compuesta de ocho marineros provistos de víveres, de una farmacia de campaña, de muchas botellas de zumo de limón y de vino generoso para los atacados de escorbuto.
Wilkye y Blunt se pusieron a la cabeza de los expedicionarios, y al día siguiente hallaron a Peruschi, Linderman y los marineros ingleses. Aquellos socorros llegaban a tiempo, pues los desgraciados eran ya víctimas del hambre.
Dos días después, el Hudson, que había terminado su campaña de pesca y completado su carga de aceite de ballena y de elefante marino, filaba a todo vapor hacia el Norte, llevando a bordo a los exploradores.
El 16 de abril anclaba en Norfolk, y al día siguiente Wilkye, Bisby, Peruschi, Blunt, Linderman y los marineros ingleses se embarcaban en un buque costero y llegaban a Baltimore.
Su regreso fue un acontecimiento. Los miembros de la Sociedad Geográfica y las autoridades, prevenidos ya telegráficamente, los esperaban en el muelle, y los condujeron en triunfo hasta el domicilio social, donde habían dispuesto un banquete para solemnizar el descubrimiento del Polo Austral.
Wilkye tuvo que narrar hasta la saciedad, las aventuras, trabajos y sufrimientos experimentados en aquellas lejanas regiones de los hielos y de las nieves. Bisby, en cambio, se contentó con comer a mandíbula batiente durante seis horas seguidas, confiando en hacer aún una discreta figura entre los miembros de la Sociedad de los hombres gordos de Chicago.
El Gobierno de la Unión Americana, orgulloso por el gran descubrimiento, no olvidó a los héroes de la expedición polar, y concedió a Wilkye y sus audaces compañeros honores y una buena pensión anual.
Wilkye, que al par de todos los exploradores polares parece sentir la nostalgia de los hielos, está ahora proyectando una gran expedición a los mares árticos para intentar también el descubrimiento del Polo boreal. ¿Lo conseguirá? Tal vez lo sepamos algún día.
Linderman, que ha sido recluido en una casa de salud, está más loco que nunca. El desgraciado parece dominado por una idea fija; el odio contra su generoso rival, que le salvó de una catástrofe completa. Violentos furores le acometen de continuo, especialmente cuando Peruschi, Blunt o cualquiera de sus marineros van a visitarle. ¿Curará? Los médicos lo dudan mucho.
En cuanto a Bisby, ha vendido sus almacenes, y no forma ya parte de la Sociedad de los hombres gordos. Los ingratos le han expulsado porque… ¡está demasiado delgado! El bueno del negociante procura consolarse, sin embargo: se ha establecido permanentemente en la Sociedad Geográfica, y entre las dos comidas y las tres meriendas diarias que devora con gran apetito discute acaloradamente y con gran acopio de datos sobre cuestiones polares.
El digno hombre se cree un sabio, un geógrafo de primer orden, y al que le rebate sus argumentos le responde enfáticamente:
—¿Qué sabe usted? ¡Calle! No ha estado en el Polo, y yo sí he estado.