LA CATÁSTROFE DE LA «ESTRELLA POLAR»
A quinientos pasos de la altura, junto a una profunda cortadura del suelo, que se prolongaba hacia el Oeste, se alzaban cuatro tiendas que el huracán de nieve había casi aplastado contra el suelo.
A corta distancia se veía una chalupa rota, con la quilla al aire, un trineo y algunos fusiles que parecían abandonados. Ninguna voz salía de las tiendas; pero de una de ellas se escapaba a intervalos un humo negro y acre que parecía producido por la combustión de materias grasas.
¿Quiénes eran los hombres que habían buscado bajo aquellas tiendas un abrigo contra el huracán y la nieve? ¿Eran Bisby y los marineros americanos, o eran los supervivientes de la Estrella Polar?
Wilkye y Blunt, presas de viva ansiedad y de profunda emoción, echaron a correr hacia aquellas tiendas. En pocos minutos llegaron a la primera y levantaron la tela que cubría la entrada: estaba vacía.
Iban a visitar la segunda, cuando un hombre que había allí tendido, insensible al helado viento del Sur y a los furores de la borrasca, se levantó sacudiendo la nieve que casi le cubría por completo.
Pareció a los dos exploradores que, se levantaba ante ellos un fantasma, peor todavía, un esqueleto vivo. Aquel desgraciado, que debía de haber sufrido dolores y privaciones de toda especie, infundía miedo y piedad al mismo tiempo.
Su rostro esquelético, cubierto de manchas rojizas y blancas, con la barba larga y crespa que le daba un aspecto salvaje, y cuyos ojos lanzaban extraños fulgores, imponía terror. Sus vestidos, que caían a pedazos, parecían cubrir a un verdadero esqueleto, pues colgaban como de un espantapájaros de aquella seca armazón de huesos.
Miró a Wilkye y a Blunt, que se hablan detenido, con ojos que lanzaban destellos sombríos; apoyó luego la delgada diestra, seca cómo un manojo de espárragos, en el mango del hacha que tenía cerca y preguntó con ronca voz:
—¿Qué quieren?
—¡Dios mío! —exclamó Wilkye con emoción—. ¿Quién es usted?
—Yo soy… Pero ¿qué le importa? ¡Márchese!
Wilkye lanzó un grito.
—¡Linderman! —exclamó—. ¡Desgraciado! ¡En qué situación le encuentro!
Se lanzó hacia el inglés para abrazarlo, pero este lo rechazó con brusquedad, diciendo:
—No le conozco. ¡Márchese!
—¡Soy yo, Wilkye!
—¡Wilkye! —repuso Linderman con voz sorda—. ¡Ah, sí, mi rival del Polo! ¿Y qué quiere?
—Socorrerle —respondió Wilkye.
—¿Ha descubierto el Polo?
—Sí, Linderman.
—Mejor para usted, y peor para mí. ¡Márchese! ¡Nada le he de dar, ni nada necesito de vos!
—¡Es que yo no soy su enemigo, Linderman! He venido aquí para salvarle, en nombre de nuestra antigua amistad.
—¡Yo no tengo amigos!
—En nombre de la Humanidad.
—¡Palabra vana!
—De la Ciencia, por la que ambos hemos luchado.
—¡No! —exclamó el inglés—. ¡Márchese, no tengo necesidad de usted!
En aquel instante siete marineros extenuados, rojos por el escorbuto, medio muertos, se lanzaron fuera de la tienda, balbuciendo con ansia:
—¡Dadnos… de… comer, señor… Wilkye!
Blunt sacó de un saco de viaje las galletas que les quedaban para entregarlas a aquellos desgraciados; pero Linderman se interpuso y, enarbolando el hacha que tenía en la mano, se dirigió a sus marineros, gritándoles colérico:
—¡Viles! ¿Pedís socorros a mi rival? ¡Atrás, u os mato! ¡Somos ingleses, y estos son americanos!
—¡Señor Linderman! —gritó Wilkye adelantando un paso—. Aquí no hay ni ingleses ni americanos, sino hombres que han luchado por el triunfo de la Ciencia; hermanos, que deben unir sus esfuerzos para llegar a la lejana patria. ¡Basta, señores! La rivalidad no debe existir aquí, en medio de los hielos del Polo, mientras el hambre amenaza matar a los últimos supervivientes de la Estrella Polar.
—¡Fuera de mi campamento! —vociferó Linderman—. ¡No le conozco!
—Está loco, señor —dijeron los marineros.
—¡Loco! —exclamó Wilkye dolorosamente—. ¿Qué drama es el que se ha desarrollado en la Tierra Alejandra?
—¡Fuera de aquí! —repitió Linderman con loco furor.
—¡Jamás! ¡No le abandonaré!
El inglés, que, en efecto, debía de estar loco, hizo ademán de lanzarse contra el americano; pero Blunt y los marineros lo sujetaron, lo desarmaron y lo arrojaron al suelo.
—¡Traidores! —gritó el loco revolviéndose con rabia.
—Atadle y conducidle a una tienda —dijo Wilkye—. Confiemos en que algún día recobrará la razón.
Después añadió, volviéndose hacia Blunt:
—Ve a buscar a Peruschi; cargad la foca en las bicicletas y traedla aquí. Estos desgraciados se mueren de hambre, y un retraso en tomar alimentos puede serles fatal.
—Gracias, señor Wilkye —dijeron los marineros con lágrimas en los ojos—. Le deberemos la vida.
—¿Sois vosotros solos?
—Hay uno en la última tienda: el pobre Kelpy; pero murió esta mañana. El escorbuto y el hambre lo han matado —dijo un marinero.
—¿Y los otros? ¿No erais veintiséis?
—¡Todos muertos!
—¿Y la Estrella Polar?
—Aplastada por los hielos el 6 de diciembre, a los 76° 15’ de longitud y 68° 30’ de latitud.
—¡Una catástrofe completa, pues!
—Sí, señor. ¡Y qué tremenda! —exclamó el marinero, secándose las lágrimas que le calan por las mejillas—. Aún me pregunto cómo no han podido matarnos tantos sufrimientos y tantas privaciones.
—Cuénteme, Johnson.
—Llegamos felizmente a la costa Alejandra a mediados de noviembre, a pesar de los continuos encuentros con los hielos flotantes. El 20, la Estrella Polar había entrado en un canal que parecía internarse en el continente muchos centenares de millas.
»Confiábamos en poder, si no llegar, al menos acercarnos bastante al Polo; pero el 28 nos encontramos de pronto cerrado el camino por una inmensa barrera de hielos.
»El capitán Bak, después de celebrar consejo con el señor Linderman, lanzó la Estrella Polar hacia el Sur, esperando encontrar otro paso; pero durante la noche, los hielos nos bloquearon.
»Toda tentativa de vernos libres resultó inútil. El 6 de diciembre, un enorme iceberg que desde hacía muchos días nos amenazaba, cayó sobre la goleta destrozándola y sepultando entre sus restos a once marineros.
»El desastre fue tan rápido, que a duras penas logramos salvar una chalupa, dos trineos y víveres para dos meses.
»El capitán Bak quería dirigirse sin perder tiempo a la costa de Graham para alcanzar vuestra cabaña; pero el señor Linderman se mantuvo inflexible. Os consideraba como enemigos, y quería ir a descubrir el Polo.
»Durante treinta y seis días se aventuró por el continente; pero los víveres desaparecían con rapidez, las dificultades aumentaban a cada instante, y el escorbuto se había presentado entre nosotros.
»Nos rebelamos, obligando al armador a dirigirse a la costa para llegar a vuestra cabaña. Desde aquel día el señor Linderman no fue el hombre de antes. Se puso tétrico, y de vez en cuando le asaltaban tremendos ataques de cólera, durante los cuales nos amenazaba con las armas en la mano. Su razón se extravió, y un día advertimos que estaba completamente loco.
»Entretanto, nuestra situación se agravaba. El escorbuto hacía víctimas, los víveres escaseaban, nuestras fuerzas se extinguían y el fuego faltaba, pues se había consumido nuestra provisión de alcohol.
»El invierno no tardó en sorprendernos con sus tremendos hielos y sus ventisqueros de nieve. ¡Cuántos padecimientos, señor Wilkye, cuántos padecimientos! Cada día caía un hombre para no levantarse más, y lo sepultábamos en la nieve.
»Así cayó el capitán Bak, muerto de escorbuto; cayeron dos oficiales; después el contramaestre, después otro, después… dos días hace que no comemos, señor Wilkye. Si usted no nos socorre ninguno de nosotros saldrá vivo de este campo, y aquí moriremos todos los supervivientes de la expedición inglesa.
—¡Desgraciados! —exclamó Wilkye, verdaderamente conmovido.
—¿Y usted, señor, ha descubierto el Polo?
—Sí, Johnson.
—¡Ah, el señor Linderman preveía su triunfo! Pero ¿y el señor Bisby?
—Quedó en la costa, y allí nos aguardará.
—¿Está seguro? —le preguntaron los marineros con angustiosa expresión.
—Temo que sus compañeros, ya que no él, hayan partido al acercarse los primeros hielos. Hemos perdido demasiado tiempo para llegar al Polo.
—¿Qué será de todos nosotros si se han ido? —preguntó Johnson.
—No lo sé —respondió Wilkye con tristeza—. El Polo parece que sea fatal para los hombres que lo desafían.
—¿Al menos habrá allí víveres?
—Confiemos en el Destino. Pero ¡a no desesperar, y reunamos nuestras fuerzas para triunfar de los rigores del invierno polar! ¡He aquí a Blunt y a Peruschi, que vuelven con una foca que hemos matado hace poco! Los víveres están asegurados para tres o cuatro días.
En efecto, los dos velocipedistas volvían arrastrando el anfibio, al cual no habían podido cargar en las bicicletas: ¡tan pesado era!
Los marineros, haciendo un esfuerzo desesperado, corrieron en su ayuda, y transportaron la foca al campamento. Enseguida se la descuartizó, mientras los velocipedistas encendían la lámpara y ponían a hervir el pemmican que les quedaba y el último trozo de carne salada.
Nadie puede imaginar con qué avidez los supervivientes de la Estrella Polar, tras los días de ayuno, se lanzaron sobre aquellos alimentos. En un abrir y cerrar de ojos desapareció todo, y los velocipedistas se vieron obligados a cocer la sangre de la foca, el corazón y los sesos para saciar el hambre horrible que torturaba los estómagos de aquellos infelices.
Linderman no fue olvidado; pero Wilkye y sus compañeros tuvieron que apelar a la violencia para hacerle tragar su ración. El pobre armador se obstinaba en tratarlos como a enemigos, y rehusó tercamente aquellos socorros, a pesar de los ruegos de su rival.
Aquella abundante y sustanciosa comida reanimó las exhaustas fuerzas de la tripulación inglesa, así como su energía. A pesar de que su situación era poco envidiable, comenzaban a sonreír, esperanzados en llegar pronto a la costa.
Por la noche, y como el huracán continuaba, Wilkye hizo reunir las tiendas y encendió en una cacerola de hierro un buen fuego, alimentado con aceite de foca y con algunos trozos de madera arrancados a la chalupa.
¡Tal vez fue aquella la primera noche de calma pasada por la tripulación inglesa, después de tantos sufrimientos, tantas veladas tristes y tanto frío!
Al siguiente día, Wilkye los reunió a todos para celebrar consejo: era preciso tomar una determinación urgente, antes de que las tempestades de nieve los inmovilizaran entre aquellos interminables campos de hielo.
Se trataba de decidir si debía emprenderse enseguida el camino hacia la costa, junto a la cual podían tener la esperanza de matar focas o aves marinas, o si convenía más marchar al Noroeste para llegar en una rápida marcha hasta la cabaña.
El mar sólo debía de estar a ciento cincuenta o ciento sesenta millas; pero la cabaña, lo menos a doscientas cincuenta, pues, como sabemos, estaba situada más al Norte.
Prevaleció el último proyecto, para no perder la posibilidad de un encuentro con la gente de Bisby, que quizá buscaran a Wilkye y sus compañeros antes de dejar definitivamente el continente.
No había tiempo que perder. El invierno estaba encima, el escorbuto podía multiplicar sus ataques y las provisiones quedar reducidas a cero.
Linderman, que daba muestras de creciente locura, fue atado en la camilla pues Peruschi declaró que él ya podía caminar; tres marineros, que no podían tenerse en pie, ocuparon el trineo; la chalupa, que estaba inservible, fue reducida a leña, y la pequeña caravana se puso en marcha hacia el Noroeste hundiéndose en la nieve, que aún no se había congelado.
Todos trabajaron con suprema energía; Wilkye y un marinero medio inválido empujaban la camilla; Blunt, Peruschi, y los otros tiraban del trineo haciendo desesperados esfuerzos para avanzar con rapidez.
Habían ya recorrido doce millas cuando Blunt, que iba delante de todos, se detuvo bruscamente, soltando la cuerda del trineo.
—¡Quietos todos! —dijo—. ¡Pronto; dadme un fusil!
—¿Has descubierto alguna foca? —le preguntó Wilkye acercándose con dos carabinas.
—No lo sé, señor; pero allí hay algo que se mueve entre la nieve. Mire allá, junto a aquel hummok.
Wilkye miró en la dirección indicada, y con gran sorpresa vio una masa que parecía enorme y oscura, moverse entre la nieve. Parecía hacer grandes esfuerzos por levantarse; pero siempre volvía a caer.
—¿Será un oso, señor Wilkye? —preguntó Blunt.
—¿Un oso? Creo que es un animal más colosal.
—¿Qué será?
—No lo sé, pero lo averiguaremos pronto; adelante, y prudencia.
Mientras los marineros se escondían detrás del trineo y de los monteemos de nieve, los dos cazadores avanzaron arrastrándose, para hacer fuego a corta distancia y no errar el golpe.
Entretanto, aquella fiera de nueva especie seguía revolviéndose. Se levantaba, daba dos o tres pasos, volvía a caer, y no lograba ponerse nuevamente de pie sino a costa de grandes esfuerzos.
Sus formas eran tan extrañas, que los dos cazadores no acertaban a adivinar a qué especie pertenecía. Unas veces parecía un oso, otras un elefante marino derecho sobre sus patas posteriores, y otras veces, una foca cubierta con un gran manto.
Wilkye y Blunt estaban ya a doscientos metros y apuntaban con sus fusiles, cuando aquel ser extraño dijo con voz cavernosa:
—¡Calle, hombres! Pero ¡eh!, ¡quietos! ¿Me creéis un oso o un elefante marino para tomarme por blanco? ¡Maldito país! ¿Puede darse nada peor?
Los dos cazadores dejaron caer las armas y se pusieron de pie diciendo a una:
—¡Bisby!
Aquel ser extraño se detuvo sorprendido por el grito y enseguida exclamó:
—¡Calle! ¿Se me conoce aquí? ¿Es tal vez que el viento del Polo me ha empujado hasta Baltimore? ¡Sería un caso raro, a fe mía!
—¡Bisby! —exclamó Wilkye adelantándose—. Amigo mío, ¿qué hace aquí?
El negociante en carnes saladas, pues era él, se afirmó sobre sus piernas y quitándose el sombrero de copa, que estaba todo cubierto de hielo, dijo:
—Buenos días, señores: pero…
¿Qué iba a decir? No ha podido saberse; pues de pronto se detuvo y salió este grito de sus trémulos labios:
—¡Wilkye! ¡Ah! ¿Estoy soñando?
—No, amigo mío; soy yo —respondió Wilkye saliéndole al encuentro—. No sueña.
—¡Usted! ¡Usted!
—Sí, Bisby, yo. Pero ¿cómo se encuentra aquí?
—¿Cómo? ¿Lo sé yo acaso? Sólo sé que me muero de hambre, que estoy cubierto de hielo, que mi piel, de bisonte no me sirve de nada, que me parece que estoy borracho, y que me hallo en un estado miserable. ¡Mire!
El desgraciado no mentía. ¿Qué había sido de Bisby, el futuro presidente de la Sociedad de los hombres gordos de Chicago? ¡A qué estado se veía reducido aquel hombre que tres meses antes estaba tan gordo como un elefante marino!
Había adelgazado más de la mitad, y estaba pálido, extenuado, con el rostro cubierto de equimosis, con un ojo enrojecido, sangrante aún, con los vestidos rotos y endurecidos por el hielo, con los zapatos destrozados; hecho, en fin, un guiñapo. Llevaba en la cabeza su sombrero de copa; pero abollado, lleno de apabullos y cubierto de nieve el revuelto pelo. Aún ostentaba su famosa piel de bisonte; pero de tal modo endurecida por el hielo, que no podía plegarse.
—¡En qué situación le encuentro, Bisby! —exclamó Wilkye—. Pero ¿quién le ha puesto de tal modo?
—¿Quién? ¿Quién? Sus marineros —respondió el negociante—. Parecía que se habían vuelto hidrófobos; yo quería hacerles entrar en razón, y me desobedecieron y me arrojaron fuera de la cabaña. A alguno de ellos creo que lo he estropeado, porque me defendí a golpes; pero eran muchos, y yo he llevado la peor parte.
—Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Qué ha hecho, desgraciado?
—¿Yo? Nada; se lo aseguro. Sólo quería comer. ¡Ah, diablo! ¿No había venido aquí para engordar? He comido todo lo que he podido; pero un día, ¡aciago día!, sus marineros advirtieron que los víveres habían disminuido mucho y me negaron los alimentos. ¡Ingratos! ¡Después de tantas cenas como hemos tenido!
—¡Adelante, Bisby! —dijo Wilkye con angustia.
—Me rebelé; pero me maltrataron y me echaron fuera de la cabaña, y se embarcaron después. En vano les rogué que desembarcaran y esperasen su regreso: me respondieron que estaban ya hartos del Polo, y que usted debía haber muerto. ¡Canallas! ¡Después de tantos banquetes!
—¿Y partieron?
—Hacia el Norte.
—¿Cuándo?
—El veintisiete de febrero.
—¿Y cómo se ha mantenido usted hasta ahora, Bisby?
—Con una libra de chocolate y dos bacalaos que escondí. Por cierto que me han roto los dientes al comerlos: tan duros estaban.
—¿Sin tienda y sin fuego?
—Con la piel de bisonte solamente.
—¿En la cabaña no quedan víveres? —preguntó Wilkye con voz sorda.
—Una cabeza de foca que nadie se ha querido comer.
—¿Y no han vuelto los marineros?
—Nos han abandonado.
Una ronca imprecación salió de labios de Wilkye.
—¡Maldición sobre los infames! —exclamó—. ¿Qué va a ser ahora de nosotros? ¿Qué suerte nos espera? ¿Vamos a morir en las orillas de este continente después de haber descubierto el Polo? ¿Va a permanecer ignorado este hecho? ¡No! ¡Lucharemos hasta el último extremo; y si es preciso, nos embarcaremos en un banco de hielo y trataremos de llegar a la Tierra de Fuego! Blunt, Peruschi, Bisby; amigos míos, ¡adelante hacia la costa! ¡La fortuna ayuda a los audaces!