CAPÍTULO XXV

LAS VÍCTIMAS DEL POLO

Aquella noche el frío fue más intenso; el termómetro marcó al exterior de la tienda -30° después de la puesta del sol, y la pequeña lámpara tuvo que arder sin interrupción para mantener dentro de la tienda una temperatura de 20 grados bajo cero.

Por primera vez experimentaron los síntomas de la congelación, a pesar de las gruesas y forradas telas de sus trajes de lana y de las pieles de oso que los cubrían. Blunt, que se quedó dormido sin guantes de piel, corrió el peligro de perder las dos manos, y Wilkye, que lo advirtió a tiempo, tuvo que trabajar no poco para restablecerle la circulación de la sangre mediante enérgicas fricciones con nieve.

Peruschi sintió más que sus compañeros las molestias del invierno polar, pues Wilkye le oyó delirar muchas veces. El escorbuto aumentaba sus sufrimientos, habiéndosele inflamado las encías, que se le cubrían de tumefacciones purulentas y sangrantes.

Por la mañana, que se calmaba un tanto el frío, colocaban nuevamente al enfermo en la camilla y seguían valerosamente su marcha. Por otra parte, el movimiento constituía su salvación; una detención más larga bajo aquella tienda sin estufa podía producir la muerte de todos.

Fue una marcha penosa; la nieve, ablandada por los rayos del sol, cedía bajo los pies de los hombres, y las ruedas de la camilla se hundían, haciendo saltar al enfermo, que lanzaba frecuentes gemidos. De vez en cuando tenían que detenerse para descansar antes de emprender la fatigosa subida de alguna empinada cuesta que con frecuencia les cerraba el paso o para dar algún reposo al compañero enfermo.

Entretanto el frío aumentaba, se hacía más agudo, más cortante. Un viento helado empujaba torbellinos de nieve, que chocaban en los rostros de aquellos desgraciados, como si alguien les arrojara a los ojos y a las mejillas puñados de afiladas agujas de cristal. Cegados por aquellas punzantes espinas de nieve, y cubiertos los vestidos de una endurecida y quebradiza capa de hielo, sufrían lo indecible.

El 28 de febrero, después de una noche espantosa, volvían a ponerse en camino con un frío crudelísimo. El termómetro había descendido a -30° y la nieve caía en espesos copos que los envolvían empujados por los furiosos golpes del viento austral.

Los pobres exploradores iban casi arrastrándose a través de aquella inmensa llanura combatida por el huracán. No se detenían, porque sabían que un retardo de pocos minutos podía ser mortal para ellos; pero ¡qué sobrehumanos esfuerzos, qué angustias para no caer!

Aquel frío excesivo, al que no estaban ni podían estar acostumbrados, los entumecía, a pesar de la fuerza de voluntad con que trataban de defenderse. Sentían que los músculos se les ponían rígidos, se veían acometidos de crueles calambres, les zumbaba la cabeza y experimentaban como una embriaguez que paralizaba o hacía inciertos sus movimientos.

La respiración se hacía dolorosa, y el aliento que salía de sus labios se helaba enseguida y caía al suelo en forma de sutilísimas agujas de hielo.

La evaporación de la humedad de sus cuerpos se congelaba, formando alrededor de ellos una especie de niebla que les impedía distinguir lo que ocurría pocos pasos más allá, envolviéndolos como en una nube de ligeros cristales helados.

Una sed ardiente les devoraba; sed que no lograban calmar nunca. Blunt había probado a aliviarse tragando un puñado de nieve; pero se apresuró a arrojarlo, pues estaba tan fría que al contacto con la lengua y el velo del paladar le produjo una quemadura igual a la que le hubiera causado un hierro candente.

Wilkye, por otra parte, le prohibió en absoluto el empleo de recursos semejantes, pues podrían ocasionarle inflamaciones graves en la boca y en la garganta.

Durante doce horas, y aunque no cesaron de caminar, apenas lograron recorrer un grado. Por la noche, Peruschi fue colocado bajo la tienda en un estado de suma gravedad.

El pobre joven, invadido del mal, que hacía rápidos progresos a pesar de las pastillas y de las patatas, no podía ni levantar la cabeza. Su palidez era cadavérica y su cuerpo estaba cubierto de manchas sanguinolentas.

Wilkye, que comenzaba a temer por la vida de aquel generoso y valiente joven, sacrificó los último sorbos de la provisión de whisky para hacerle un abundante ponche. Aquel remedio fue muy eficaz, pues a la mañana siguiente el enfermo estaba mejor y más tranquilo.

El 1.º de marzo no salieron de la tienda; se sentían impotentes para desafiar el frío intenso que reinaba fuera.

El 2, después de seis horas de marcha a través de la nieve, y mientras atravesaban un canal, lograron sorprender y matar una foca. Había salido a respirar a la superficie del hielo por uno de los agujeros que ellas mismas abren, y Blunt le rompió el cráneo de un balazo.

Fue una verdadera suerte para los exploradores, los cuales sólo poseían ya pocas gotas de alcohol para encender la lámpara y calentarse algo durante las noches. Obtuvieron muchos litros de aceite, se comieron el hígado y los sesos y apartaron un trozo de carne de muchos kilos de peso, pues estaban casi desprovistos de víveres.

Aquella carne fresca, aunque aceitosa y poco agradable, produjo una gran mejoría en el enfermo. Las manchas rojizas que le cubrían la piel fueron desapareciendo y cesó la postración extrema, pudiendo ya sostenerse en pie.

El 6 de marzo, después de haber recorrido ciento sesenta kilómetros en cuatro días, acaeció un hecho que debía ser de gran importancia para aquellos desgraciados exploradores.

Mientras empujaban con gran trabajo las bicicletas, pues Peruschi aún no podía caminar, Blunt tropezó contra una cosa dura entre la nieve.

Al inclinarse para ver con lo que había tropezado, descubrió con sorpresa la extremidad de un pedazo de madera.

—¡Señor Wilkye! —exclamó emocionado—. ¡Algún hombre ha llegado hasta aquí!

—¿De qué lo deduces?

—De un madero escondido entre la nieve.

—¿Será una señal? ¿Habrán llegado hasta aquí nuestros compañeros? —se preguntó sorprendido el americano—. ¡Excavemos, Blunt!

Cogieron las hachas y rompieron el hielo, excavando luego en la nieve que había debajo, hasta hacer un agujero. Pronto descubrieron otro trozo de madera que parecía pertenecer al costillaje de una chalupa y que, clavado al primero, formaba con él una cruz.

Wilkye y Blunt se miraron el uno al otro, presas de viva emoción.

—Alguien ha sido sepultado aquí —dijo Wilkye.

—¿Uno de nuestros compañeros quizá? Los navegantes antárticos que nos han precedido, ¿exploraron esta parte del continente?

—No, que yo sepa, y…

Se interrumpió bruscamente y se precipitó hacia la cruz, limpiándola de la nieve helada que la cubría. Un nombre grabado con la punta de un cuchillo apareció a sus ojos.

—¡William Bak! —exclamó.

—¿El capitán de la Estrella Polar? —preguntó Blunt poniéndose pálido.

—Sí; aquí reposa.

—¡Muerto!

—Y sólo hace pocos días. He aquí la fecha: 20 febrero 1893.

—¿Qué drama se ha desarrollado sobre la Tierra Alejandra? ¿Habrá sido destruida por los hielos la Estrella Polar, señor Wilkye?

—Me lo temo, Blunt, y los supervivientes tratan ahora de llegar a nuestra cabaña.

—¿Estará vivo Linderman?

—¿Qué será de nosotros, ahora que la Estrella Polar no existe?

—Nos queda la chalupa.

—Pero ¿podrá contener a las dos expediciones reunidas?

—Tal vez los supervivientes de la Estrella Polar lleven otra consigo.

—¿Qué hacemos, señor Wilkye?

—¡Es preciso alcanzar a la expedición inglesa y reunir nuestras fuerzas para la salvación de todos!

—¿Consentirá en ello el señor Linderman? Recuerde lo que dijo al separaros: «De aquí en adelante seremos enemigos, encarnizados enemigos».

—La desgracia le habrá domado, Blunt. Temo que su tripulación haya sido víctima del hambre y el escorbuto. Apresurémonos; nos llevan de delantera sólo tres días, y fácilmente podremos alcanzarlos.

Volvieron adonde estaba la camilla y dieron cuenta a Peruschi de su triste descubrimiento. El joven se ofreció a caminar, por sentirse mejor; pero Wilkye se opuso, temiendo una recaída.

Marcharon lo más deprisa que les fue posible, empujando la camilla y subiendo y bajando varias cadenas de colinas que corrían de Este a Oeste.

A las siete de la tarde, después de un recorrido de treinta y seis millas, descubrieron un hacha cuyo mango sobresalía de la nieve, y poco después un arpón y trozos de una botella que aún olía a gin.

El 7 hicieron otro lúgubre descubrimiento: era otra cruz erigida hacía poco, pues llevaba la fecha del 5. Sólo tenía dos iniciales: K. F. ¿Quién podía ser el desgraciado que reposaba entre los hielos del continente austral? Era, sin duda, un marinero de la Estrella Polar; otro que no había de volver a ver su patria; otro que había expirado en las heladas regiones del Polo, tal vez de hambre, quizá víctima del escorbuto.

Poco más allá, los exploradores recogieron un fusil cargado, dos gruesos guantes y una gorra de pelo, tal vez perteneciente todo ello al muerto.

Wilkye y Blunt huyeron horrorizados, alejándose a todo correr de aquel triste lugar. Sin embargo, aún no tenían noticias precisas de la catástrofe que había herido a la expedición inglesa. Querían alcanzar a los supervivientes para tratar generosamente de socorrerlos, antes de que todos cayeran para no levantarse más en aquel camino de amarguras y de horrores que formaba la ilimitada llanura del continente austral.

Aquellos infelices que los precedían, tratando de llegar a la costa de Graham, no debían de estar lejos.

Apresuraron la marcha, haciendo esfuerzos prodigiosos por ganar camino. Peruschi, para aligerarles algo el trabajo, bajaba algunos ratos de la camilla, especialmente cuando tenían que salvar alguna altura.

El 9 de marzo sólo estaban a doscientas millas de la costa, pero aún no habían logrado alcanzar a la expedición inglesa. Las huellas, no obstante, se multiplicaban. Habían encontrado otra cruz, más allá objetos pertenecientes a una chalupa, después una caldera abandonada en el fondo de un barranco y que aún contenía nieve a medio fundir.

El 10 volvió a caer otra nevada con fuerza extraordinaria. Un viento impetuoso lanzaba los copos en todos sentidos, levantaba en forma de nubes la que ya había caído al suelo, amontonándola acá y allá y haciendo penosísima la marcha de los exploradores.

Luchando enérgicamente con el temporal que los azotaba y helaba, siguieron su camino con increíble constancia, atravesando barrancos, colinas y gargantas profundas, pues el terreno se había hecho muy quebrado.

A mediodía, mientras atravesaban otro brazo de mar, vieron una foca que correteaba por la nieve buscando el agujero que habla abierto en el hielo. Iban a lanzarse sobre el anfibio para matarlo a hachazos, cuando oyeron una detonación.

—¿Habéis oído? —dijo Wilkye, mientras Blunt rompía la cabeza de la foca.

—Sí —contestó Peruschi—. Un disparo.

—¿Estará cerca la expedición inglesa? —preguntó Blunt.

—Tal vez. Corramos, Blunt. Quizá sean nuestros amigos de la costa.

—¿Y yo? —preguntó Peruschi.

—No te inquietes. Permanece aquí, al lado de la camilla y de la foca.

Wilkye y Blunt, a pesar de los turbiones de nieve, se lanzaron hacia una altura que cerraba la llanura por el Noroeste, y en quince minutos llegaron a la cima.

—¡Un campamento! —exclamó Blunt.

—¡Oh, Dios! ¡Corramos! —exclamó Wilkye.