CAPÍTULO XXIV

LOS PRIMEROS FRÍOS DEL INVIERNO

La situación de los tres exploradores, que veinte días antes era tan risueña, se agravaba cada vez más. Sus desesperadas y difíciles carreras desde que partieron del Polo Austral, a causa de la nueva configuración que adquirió el campo de hielo por las presiones, no habían dado buen resultado, a causa de haberse desprendido aquel. La distancia que los separaba de la costa era la misma, o casi la misma.

¿Qué suerte les esperaba perdidos en medio de los hielos polares, lejos de todo socorro, casi sin fuerzas, escasos de víveres y con el invierno encima? ¿Estaban condenados a perecer allí, en los confines del mundo austral, de hambre o de frío, y a sepultar con ellos la noticia del descubrimiento del Polo?

Cierto es que la marcha retrógrada del gran campo no debía durar mucho tiempo, porque aquel mar interior no podía ser muy extenso y, por lo tanto, no podía tardar en adherirse a cualquier costa del continente; pero, en tanto, perderían un tiempo que les era tan precioso.

El sol estaba cada vez más lívido y prolongaba más cada día sus ausencias; la temperatura se hacía más cruda; el deshielo había cesado hacía tiempo, y ya al Norte habían aparecido las primeras nieblas, anunciando el invierno polar. ¿Qué iba a ser de aquellos desgraciados si durante el viaje les sorprendían las tremendas nevadas que hacen bajar el termómetro a 45 o 50 grados bajo cero?

Un sombrío porvenir se les presentaba a aquellos valientes. Sin embargo, pasado el primer instante de desaliento, recobraron la energía, como no podía menos de esperarse en hombres que habían sido los primeros en llegar al Polo Austral.

—No desesperemos, y confiemos en Dios —dijo Wilkye dirigiéndose a sus compañeros—. Lucharemos hasta donde alcancen nuestras fuerzas y afrontaremos sin temor la tremenda batalla que va a darnos el invierno polar.

—Estamos dispuestos a la lucha —respondieron los dos velocipedistas—. Ordene, señor Wilkye. ¿Qué debemos hacer?

—Escuchad, amigos. La marcha de este banco a través del mar polar no debe durar mucho. Dentro de poco, esta enorme masa de hielo se unirá al continente, y entonces podremos dejarla.

—¿Y adónde nos conduce? —preguntó Peruschi.

—Hacia la Tierra Alejandra, si no me equivoco —respondió Wilkye.

—Entonces tenemos la probabilidad de encontrarnos con la expedición inglesa de Linderman —dijo Blunt.

—Es muy posible, amigo, si la Estrella Polar no se ha visto obligada a retroceder o no ha sido aplastada entre los hielos con toda su tripulación.

—Y entretanto, ¿nos dejaremos conducir por el banco, con la esperanza de que nos lleve al continente?

—No; el tiempo es demasiado precioso para que permanezcamos esperando los acontecimientos. Costearemos el banco, y tal vez más al Sur encontraremos un paso u otro banco que nos permita llegar al continente.

—Pues marchemos, señor. En las orillas de este banco me parece que no hay obstáculos, y creo que nos permitirán correr bien.

—Vamos, pues, y que Dios multiplique nuestras fuerzas para este supremo esfuerzo.

Dispusieron a toda prisa la comida, consistente en sopa de pemmican y una taza de té hirviendo, y enseguida se pusieron en camino costeando el mar, que seguía siempre cubierto de inmensos bloques flotantes de hielo.

Aquel canal, porque tal debía de ser, era irregular y tendía a dirigirse al Sudeste. Debía de tener una gran extensión, pues ni Wilkye ni sus compañeros alcanzaban a distinguir las costas del continente. Colosales icebergs, cortados a pico y privados de las innumerables gibas y excrecencias que suelen tener los de los mares árticos, y grandes bancos, streams y palles, de forma alargada los unos y redondeada los otros, flotaban por el canal, chocando entre sí con gran ruido. De vez en cuando uno de aquellos colosos perdía el equilibrio y caía al mar, levantando olas gigantescas que iban a romperse con fragores de trueno en las orillas del campo de hielo.

9-pero-permanecia-alejado

Alguno que otro pingüino, apoyado en las aristas de un bloque, aparecía de vez en cuando; pero permanecía alejado y se limitaba a mirar estúpidamente a los velocipedistas, dando un ronco grito.

Los exploradores no perdían el tiempo. Como las márgenes del banco eran planas y no había en ellas obstáculo alguno, devoraban la distancia con creciente velocidad, pues sabían que de esta dependía la salvación.

Por desgracia, aquel canal parecía no tener fin. El 13 de febrero, después de haber recorrido en cuatro días cerca de trescientas veinte millas, no había aparecido aún el continente.

¿Qué extensión tenía aquel mar que rodeaba al Polo? Wilkye comenzaba a inquietarse, pues en vez de acercarse a la Tierra de Graham estaban cada vez más lejos de ella.

El 14 cambió bruscamente el tiempo, que hasta entonces se había mantenido espléndido.

Una pesada niebla cargada de humedad, y tan espesa que no permitía distinguir los objetos a cinco pasos de distancia, cayó sobre el campo de hielo.

Los exploradores se vieron precisados a detenerse para no caer en el brazo de mar que estaban costeando y para no destruir las bicicletas, que podían chocar contra cualquier obstáculo no visto a tiempo.

Por la noche, la temperatura bajó a -15°, y gran parte del canal se heló. Wilkye comenzó a confiar en poder atravesarlo sobre los hielos.

Sus esperanzas no eran infundadas: el 17, el brazo de mar se heló todo, aprisionando a los icebergs y a los bancos. El espesor de la costa helada era tal, que hubiera podido soportar el paso de una pieza de artillería. Lo menos debía de llegar a cuarenta centímetros.

El paso se efectuó sin gran trabajo, y a la noche los tres velocipedistas tocaban el continente a mil seiscientas millas del Estrecho de Bismarck, habiendo bajado hacia la Tierra Alejandra.

Aquel hecho fue celebrado con un banquete, habiendo tenido para ello la suerte de matar a una pareja de megalestris antarticus, aves de gran tamaño, con el plumaje oscuro, las alas amplias y el pico bastante agudo. Su carne, aunque algo dura, es excelente.

Aquella carne fresca vino perfectamente a los desgraciados exploradores, que comenzaban a estar cansados de alimentos salados y secos y que experimentaban ya los primeros síntomas del escorbuto, mal que hiere casi siempre a los exploradores polares y que es tan difícil de combatir si faltan los vegetales, sobre todo el zumo de limón.

Después de un descanso de veinticuatro horas emprendieron su interminable viaje a través del continente; pero ¡era ya demasiado tarde! El invierno polar avanzaba a galope y los iba a alcanzar, y, para colmo de desgracia, también el hambre les salía al encuentro a todo correr.

Comenzaron a soplar los vientos del Sur, que arrastraban con ellos nieblas cada vez más espesas y que hacían bajar mucho la temperatura. Las primeras nieves no debían de estar lejanas.

Y el cielo había adquirido el triste aspecto peculiar de aquellas regiones: el tinte azul desapareció para dar lugar a un tono gris oscuro, sucio, que el sol, vencido ya por el penoso invierno, no podía disipar con sus lívidos rayos sin calor y sin vida.

Los hielos se mostraban por todas partes. Las cortaduras y los barrancos se cerraban, las moles de transparentes cristales se elevaban cada vez más y las presiones iban en aumento, especialmente por las noches, obligando a los exploradores a largas veladas.

El 24 de febrero cayó la primera nevada. Fue un día triste para los exploradores y sus inquietudes aumentaron. Comenzaban a perder la esperanza de llegar a la costa antes de que se marcharan sus compañeros, los cuales ya debían de darlos por muertos.

—¡Valor, amigos! —dijo Wilkye a los velocipedistas, al verlos tristes y pensativos—. Dentro de pocos días recibiremos algún socorro.

—¿En quién confía? —preguntó Blunt—. Yo he perdido toda esperanza.

—En Bisby —respondió Wilkye—. De seguro ha organizado una expedición de socorro y nos busca.

—Estamos muy lejos, señor, para que nos encuentre.

—Además —añadió Peruschi— estamos fuera de su camino, pues él nos buscará por el 66° meridiano.

—Pero podemos alcanzar la expedición antes de que vuelva a la costa. Nos acercamos cada vez más al 66° meridiano.

—Pero ¿podremos continuar con esta velocidad? Si sigue nevando vamos a tener que abandonar las bicicletas —dijo Blunt—. Mire: el hielo se ha cubierto de una capa de diez centímetros en menos de una hora, y sólo adelantamos con gran trabajo.

—Espero mucho de los grandes fríos. La nieve se endurecerá y podremos seguir corriendo.

—¿Y si las heladas fuertes tardan?

—Esperaremos.

—Los víveres escasean, señor. Dentro de cinco o seis días no nos quedará ni una galleta, ni un puñado de pemmican, ni una onza de chocolate.

—Es verdad —dijo Wilkye con desesperación—. ¡Se diría que el Polo es fatal para todos los exploradores!

Durante todo el día la nieve estuvo cayendo sin interrupción, haciendo cada vez más difícil la marcha de los viajeros. A las seis de la tarde se vieron precisados a detenerse y armar la tienda, porque no podían avanzar más.

La noche fue terrible. Un viento furioso que soplaba del Sur turbaba con sus mugidos el silencio del continente y levantaba torbellinos de nieve. La tienda fue derribada muchas veces, y los exploradores tuvieron que velar gran parte de la noche, expuestos a un frío de -20° que helaba la sangre.

Al día siguiente se calmó el huracán y se endureció la nieve por lo bajo de la temperatura, y los tres amigos intentaron seguir el viaje; pero, después de recorrer veinte millas, Peruschi, que desde algunos días antes denotaba profundo malestar y una postración general, tuvo que detenerse.

El desgraciado se sentía completamente falto de fuerzas, y el rostro lo tenía cubierto de manchas lívidas. Además sentía agudos dolores en la espalda, y de su boca salía un olor insoportable.

—Eso no es nada —dijo Wilkye, que al verle se había puesto pálido—. Un poco de descanso bastará para restablecerte.

Hizo levantar la tienda, aconsejó al enfermo que se abrigara bien, obligándolo a masticar trozos de patatas crudas, que conservaba religiosamente, y algunas pastillas de calcio que guardaba en su saco de viaje, y después, llevando aparte a Blunt, le dijo:

—Nuestra situación es ya punto menos que desesperada; dentro de poco tendremos que abandonar las bicicletas.

—¿Por qué, señor? La nieve está endurecida y nos permite continuar el viaje.

—Es cierto; pero tenemos que llevar con nosotros a un enfermo, y las máquinas nos servirán más bien de estorbos que de utilidad.

—¿Entonces Peruschi?…

—Sufre un ataque de escorbuto, y dentro de poco no podrá tenerse en pie.

—¿Es peligroso ese mal?

—Si se descuida, puede ser fatal.

—Pero ¿qué origen reconoce esa enfermedad? Me han dicho que los exploradores polares son atacados frecuentemente, y aún los marinos que emprenden largas navegaciones.

—Según algunos, se origina de la falta de vegetales y del uso de las carnes saladas; según otros, obedece a insuficiencia de alimentación, al frío, la humedad y las largas veladas.

—¿Podremos curarle?

—He conservado cuidadosamente pastillas de calcio y patatas; pero serían necesarios, además, vegetales frescos, frutas ácidas, como limones y naranjas, una alimentación abundante y fresca, infusiones de salvia y vino añeja y licores. ¿Dónde encontrar todo esto en medio de los hielos del Polo? Sería preciso llegar a la cabaña, y distamos de ella ochocientas millas.

—¿Y qué va a ser de nosotros si tenemos que permanecer aquí muchos días? Los víveres se están concluyendo. Hay que partir enseguida.

—¿Y nuestro desgraciado compañero?

—Haremos una camilla. Podemos unir dos bicicletas con piezas de la tercera y formar una camilla con ruedas, que nosotros empujaremos.

—Es verdad, Blunt. Al trabajo, sin perder tiempo; aún no está todo perdido.

Mientras su compañero, herido por la enfermedad y agobiado por la fatiga, dormía bajo la tienda, Wilkye y Blunt se pusieron afanosamente a trabajar.

Desmontada una bicicleta, que ya no podía servirles de nada, utilizaron varias de sus piezas para unir las otras dos, y formaron una especie de camilla, sobre la cual extendieron las mantas y pieles de oso.

Ya también sin bicicletas, su marcha tenía que ser infinitamente más lenta; pero al menos podían llevar consigo al desgraciado Peruschi, sin necesidad de conducirle en brazos.

En un extremo de la camilla colocaron sus escasas provisiones y aguardaron al día siguiente para emprender el camino hacia la costa.