CAPÍTULO XXI

LA PRESIÓN DE LOS HIELOS

Ningún peligro vino a turbar aquella primera guardia. Una calma absoluta y un silencio profundo reinaba en la inmensa llanura, y ningún oso había vuelto a aparecer por ningún lado.

El sol, después de haber teñido de rojo los campos de hielo, se había ocultado, reemplazándole en el firmamento las estrellas y la admirable Cruz del Sur, que en aquellas regiones indica el Polo Austral.

Blunt, a quien tocaba la segunda guardia, relevó a su compañero y, bien envuelto en su manta de lana, se sentó fuera de la tienda, con el fusil entre las rodillas, para guardar el sueño de los otros, que dormían tranquilos, tendidos sobre pieles de oso.

Había transcurrido ya una hora, y por el Norte empezaba a clarear una línea que anunciaba la pronta aparición del astro diurno, que sólo permaneció oculto dos horas, cuando de pronto el inmenso campo de hielo empezó a crujir de un modo extraño. Parecía que una fuerza misteriosa, pero de gran empuje, trataba de impulsarlo, comprimiéndolo por sus lados. Acá y allá se abrían grietas largas y profundas, que se cerraban enseguida, partiéndose el campo por distintos sitios.

Aquel nuevo fenómeno, absolutamente inexplicable para Blunt, duró tres o cuatro minutos; después volvió la calma, cesando de pronto los crujidos.

—¿Habrá sido un terremoto? —se preguntó el velocipedista, admirado—. Por fortuna, aquí no hay casas que se nos puedan caer encima. Espero que el señor Wilkye me explicará este fenómeno, y…

No acabó. Sobrevino una brusca sacudida, y la inmensa llanura osciló tan violentamente, que le hizo caer.

Casi al mismo tiempo extraños ruidos se propagaron bajo el suelo. Eran silbidos agudos, estridentes, prolongados, sordas detonaciones y mugidos que cada vez aumentaban en intensidad.

Wilkye y Peruschi, despertados bruscamente, se precipitaron fuera de la tienda. ¡Qué espectáculo!

A la incierta luz del alba se veía oscilar la llanura, como si bajo ella se agitara un mar borrascoso: abríanse grietas y se cerraban con formidables detonaciones, con aullidos espantosos, con rugidos que estremecían; se elevaba y se hundía violentamente, y por todas partes se levantaban pirámides enormes, como si las arrojara a lo alto una tremenda fuerza, que caían después a plomo, rompiéndose en mil pedazos.

—¡Gran Dios! —exclamó Wilkye, poniéndose pálido—. ¡Las presiones! ¿Dónde estamos, pues?

—¿Se mueve y se rompe la llanura? —preguntó Blunt, aterrorizado—. ¡Nunca había visto nada semejante!

—¡Estad dispuestos a huir! —respondió Wilkye—. ¡Sea lo que Dios quiera!

—¿Y dónde refugiarnos, si se mueve toda la llanura? —preguntó Peruschi—. ¡Estamos en el centro de una borrasca de hielo!

—No lo sé; pero si el banco se rompe, hay que huir o seremos tragados por el abismo que se abra.

Entretanto, la llanura seguía agitándose convulsivamente, crujiendo, silbando, tronando y mugiendo con estruendo ensordecedor. En ciertos momentos, y, cosa en verdad extraña, icebergs salidos no se sabía de dónde avanzaban a través de los hielos, como si los impulsara una gigantesca fuerza, produciendo hendiduras tales, que por ellas se hubiera podido sepultar un buque.

Aquella convulsión espantosa duró pocos minutos, a lo más un cuarto de hora; luego las hendiduras se cerraron y los mugidos y truenos cesaron.

—¡Ha concluido! —dijo Wilkye, respirando libremente.

—¿No se repetirá el fenómeno? —preguntó Blunt.

—¡Quién sabe! A veces, las presiones duran días enteros.

—¿Y de qué se originan esas presiones?

—Son producidas por los hielos; como sabéis, el agua, al helarse, aumenta considerablemente de volumen, y su fuerza de expansión es tan, poderosa, que arrastra toda clase de obstáculos. El frío de estos días ha helado el agua que debe de existir bajo el gran banco en que nosotros estamos, y el nuevo hielo, al dilatarse, ha producido estas tremendas convulsiones.

—Entonces, ¿no estamos sobre tierra firme? —preguntó Peruschi.

—No; nos encontramos sobre un gran banco de hielo. La tierra no existe aquí; lo dicen estas presiones.

—¿El continente austral no llega, pues, hasta el Polo?

—Creo que no.

—¿Y contendrá en su interior un mar o un lago?

—¡Quién se atrevería a afirmarlo!

—¿Y no lo podríamos averiguar?

—Difícil es.

—¿Le habrá sido posible a Linderman llegar hasta aquí? —preguntó Blunt.

—El hielo es muy espeso, y su buque carece de los medios necesarios para pasar por encima de los grandes bancos.

—Y estas presiones, ¿nos permitirán a nosotros llegar al Polo?

—Confiemos en ello, Peruschi.

—¡Son espantosas, señor!

—Lo sé; pero es posible evitarlas, y tendremos que armamos de valor y afrontarlas serenamente.

—¿Nota cómo tiembla ese gran banco?

—Sí; y continuará así por mucho tiempo.

—¿Partimos?

—Blunt no ha descansado más que dos horas.

—Y no quiero dormir más, señor —dijo el velocipedista—. Estos temblores me impedirán pegar los ojos.

—Entonces, marchemos: forzando la marcha, pasado mañana podemos llegar al Polo.

—¡A las sillas, señor! —dijeron los dos velocipedistas.

En pocos instantes plegaron la tienda, enrollaron las mantas, recogieron los víveres y partieron, aventurándose por el peligroso banco, que había vuelto a ser llano, aunque aún experimentaba vibraciones que no auguraban nada bueno.

Por fortuna, las presiones no se repitieron, y a mediodía los decididos exploradores, después de una carrera rapidísima, llegaban al 87° 44’ de latitud, o sea a sólo ciento treinta y seis millas del Polo. Se vieron obligados a descansar varias horas, pues estaban extenuados por tan larga marcha. Aunque la proximidad del Polo les infundía una energía suprema, no se sintieron con fuerzas para ponerse en camino antes de las cuatro de la mañana.

Iban ya a partir cuando vieron varias bandadas de aves que se dirigían al Sur. Todas parecían venir del Norte; pero volaban tan altas que no se podía distinguir a qué especie pertenecían.

—Allí debe de haber un mar o un lago —dijo Wilkye—. ¿Qué sorpresa nos tiene reservada el Polo Austral? ¿Será cierto que al otro lado de la barrera de hielos se extiende el mar libre? Mañana si Dios nos ayuda, espero saberlo.

Partieron con una velocidad de quince millas por hora, pues no querían descansar hasta pasar el 89° de latitud; pero se vieron obligados a aminorarla. El gran banco tendía a cambiar: no estaba ya llano como antes, sino interrumpido por hondonadas y ondulaciones violentas, por barrancos profundos por los cuales corría un agua verde o azul oscura, semejante a la de los océanos, y acá y allá se levantaban icebergs, altas pirámides, columnas y cúpulas extrañas que brillaban espléndidamente a los rayos del sol.

Las vibraciones del hielo aumentaban de momento en momento, a medida que la temperatura bajaba por efecto de la puesta del sol. Se oían crujidos prolongados, sonoros, y detonaciones lejanas, y se producían hendiduras que los velocipedistas evitaban con gran dificultad, pues se abrían casi instantáneamente.

—¡Valor, amigos! —decía Wilkye—. Estamos a punto de rebasar la última barrera del Polo.

Los dos velocipedistas, aunque impresionados por aquellos continuos derrumbamientos, le seguían siempre, evitando las aberturas y redoblando sus esfuerzos cuando se presentaba ante ellos un espacio plano y sin obstáculos.

De improviso el gran banco tembló intensamente. Después de aquella primera sacudida, que anunciaba la inminente proximidad de las tremendas presiones, comenzaron los alarmantes ruidos, las crepitaciones, el crujimiento y el mugido de los hielos, vomitando sobre el banco inmensos saltos de agua.

Los icebergs, las pirámides, las columnas, las cúpulas oscilaban como si en sus bases golpearan furiosos titanes. La espesa costra de hielo que formaba el suelo se abombaba, levantándose como una enorme panza hinchada, luego se hundía formando una concavidad pronunciadísima, todo ello entre fragorosos ruidos, que se hacían más fuertes y espantosos cuando los bloques de hielo de los picachos y agujas caían sobre el suelo amenazando hundirlo.

Los tres exploradores, imposibilitados para seguir su camino por aquella superficie en convulsión, se detuvieron aterrados; y pálidos, a pesar de su valentía, lanzaban miradas de espanto a aquellos hielos que parecían dispuestos a hundirse y a hundirlos en los insondables abismos del Mar Austral.

La muerte estaba ante ellos, rodeándolos por todos lados, y nada podían hacer, nada podían intentar para librarse de ella.

Angustiosamente se preguntaban si su destino iba a ser morir oscuramente cuando tan inmediato tenían el triunfo, en el momento en que, después de tantos peligros vencidos, iban a izar la bandera americana en el confín del mundo austral, que tantos audaces exploradores, durante siglos y siglos, habían intentado pisar sin que la fortuna favoreciera sus propósitos.

La tremenda convulsión del campo de hielo duró dos horas, largas como dos siglos para los tres amigos, que habían estado viendo abrirse el suelo bajo sus pies; después se calmaron las oscilaciones, las detonaciones, y los crujidos cesaron, y las cortaduras volvieron a cerrarse. El nuevo hielo se endureció como piedra; pero aquel campo no era plano como antes; estaba cubierto de picos agudos de pirámides, de ondulaciones, de puntas, de moles enormes.

—Me parece un sueño hallarme vivo todavía —dijo Blunt, pálido aún por la emoción—. Jamás he visto la muerte tan de cerca, señor Wilkye.

—Apresurémonos a llegar al Polo —dijo Peruschi—. Me voy cansando de estos sitios y suspiro por el momento de volver al continente.

—Sí, señor Wilkye —añadió Blunt—. Aprovechemos esta calma para ganar el Polo. Yo no quiero dormir sobre este banco.

—Pero hace quince horas que no descansas, Blunt —dijo Wilkye.

—Me siento fuerte —contestó el velocipedista—. Prefiero correr toda la noche a descansar aquí. ¿Cuánto distamos del Polo?

—Lo menos ciento veinte millas. ¿Resistiréis tanto?

—Sí —respondieron los dos velocipedistas.

—¡Pues en marcha! ¡Mañana por la mañana habremos descubierto el Polo! ¡Adelante, muchachos!

Subieron en las bicicletas y emprendieron la marcha a, través del campo de hielo, que seguía temblando y experimentando sacudidas. Bien pronto tuvieron que moderar la velocidad y avanzar con extremada prudencia. Los precipicios y barrancos se multiplicaban ante ellos, y se veían forzados con bastante frecuencia a dar larguísimos rodeos; los icebergs, que se levantaban en forma de grandes moles, cerraban a cada momento el paso, obligándolos a detenerse para encontrar otros caminos; las crestas dentadas se sucedían a cada paso, amenazando desgastar las gomas de las ruedas. Sin embargo, ninguno de ellos hablaba de detenerse, y los tres se forzaban en seguir adelante. La esperanza de llegar al Polo les infundía extraordinarias fuerzas y les hacía olvidarse de las fatigas.

A media noche habían avanzado otro grado: sólo sesenta millas los separaban del Polo. La Cruz del Sur brillaba casi sobre sus cabezas.

Se detuvieron algunas horas para descansar y beber una taza de té hirviendo, pues el frío había aumentado, y después volvieron a seguir su marcha por entre una aglomeración de bloques que casi se tocaban los unos a los otros.

A las tres de la mañana, y cuando el sol aparecía en el horizonte, Peruschi, que marchaba unos trescientos pasos delante de sus compañeros, les señaló una alta montaña que se erguía hacia el Sur, y poco después una superficie azul oscura que parecía agua.

—¿Se extiende verdaderamente el mar libre alrededor del Polo? —se preguntó Wilkye—. ¿Es una realidad la suposición de los sabios y de los navegantes? ¡Ah! Ahora comprendo por qué volaban al Sur las bandadas de aves. ¡Valor, amigos! ¡El Polo está a pocas millas de nosotros!

No era necesario animar a los dos velocipedistas, los cuales, presa de un entusiasmo que aumentaba de minuto en minuto, precipitaban la marcha, girando en torno de las montañas de hielo, de los precipicios, de los obstáculos de toda especie, sin desmayar un momento.

—¡Valor, valor, que el Polo está cerca! —repetían.

Los obstáculos se multiplicaban ante aquel mar libre que brillaba al Sur y ante aquella montaña que adquiría proporciones gigantescas. Los pasos eran cada vez más raros entre los icebergs, que parecían cerrar el horizonte meridional, y los exploradores perdían un tiempo precioso.

A las ocho de la mañana, rendidos por el cansancio y el insomnio, se vieron obligados a detenerse para recobrar algunas fuerzas. Ya tenían cerca el mar libre, y era perfectamente visible la montaña que se levantaba en medio.

A las diez, haciendo un último esfuerzo, emprendieron el paso por los icebergs, empujando las bicicletas, de las cuales habían tenido que apearse, y a las once y media llegaron, casi sin esperarlo, al borde del inmenso campo de hielo, a pocos pasos del mar.

Un ¡hurra! fragoroso se oyó en las orillas de aquel lago, nunca, hasta entonces, hollado por la planta del hombre.

Wilkye sacó el sextante, esperó al mediodía, e hizo rápidamente el cálculo.

—¡Amigos! —dijo a sus compañeros con voz conmovida y quitándose la gorra—. ¡Estamos en el Polo Austral! ¡Desplegad la bandera de la Unión Americana!

Después, volviéndose hacia aquel mar, añadió con voz solemne:

—En nombre de mi patria me posesiono de esta región. Aunque ningún ser humano vuelva a poner su pie en estas tierras, ni nave alguna surque las ondas de este mar, el Polo Austral nos pertenece, ya que tampoco un solo hombre llegó aquí antes que nosotros.

Blunt sacó una pequeña bandera, a la cual Peruschi unió en seguida un asta que preparó uniendo varias cañas de aluminio que llevaba en su saco de viaje.

Wilkye cogió la enseña de su patria y la plantó en la orilla y todos la saludaron con un triple ¡hurra! ¡El Polo Austral había sido vencido al fin!