CAPÍTULO XX

LOS CICLISTAS

La situación de los audaces exploradores era en extremo crítica, y sus sueños de color de rosa, sus esperanzas de llegar al Polo, empezaron a desvanecerse. Detenidos a más de trescientas cincuenta millas del Polo, casi desprovistos de víveres, alejados mil quinientas millas de la cabaña, no podían contar de allí en adelante más que con sus propias fuerzas.

El Polo estaba cerca, y con las bicicletas podían llegar hasta él; pero ¿lograrían volver a la costa antes de que el tremendo invierno les cayera encima y transformase aquella llanura en un inmenso desierto de nieve imposible de atravesar? Además, ¿podrían resistir aquellos fríos sin una estufa o una máquina que los calentara, no poseyendo más que una lámpara y dos litros de alcohol? Y los víveres, ¿podrían durar, precisamente cuando ya comenzaban a escasear? ¡Qué suprema lucha iban a emprender y qué crueles sufrimientos les esperaban!

Wilkye, que se había bajado de la máquina, se sentó en un hummock, como acometido de tétrica desesperación, y desde allí, con los brazos cruzados, los labios temblorosos y el rostro pálido y alterado, lanzaba miradas sombrías a la inmensa llanura que iba a perderse en las lejanas regiones del Sur. Parecía sumergido en profundos pensamientos, o entregado a una lucha interna contra alguna desesperada resolución.

Sus dos compañeros se habían puesto entretanto a descargar los víveres, la armazón de la tienda y los demás objetos, amontonándolos sobre el hielo. Parecían tranquilos, como si abrigasen seguridad completa en el valor y condiciones de su jefe.

—Señor Wilkye —dijo Peruschi cuando terminaron—. ¿Se arma la tienda, o vamos a partir? Podemos montar en las bicicletas y adelantar otro grado antes de la hora de la cena.

Wilkye se levantó y, estrechando las manos de los velocipedistas, les dijo con voz conmovida:

—¡Sois dos valientes; dos hombres dignos de marchar junto a los más audaces exploradores! ¿No os asusta esta desesperada tentativa por alcanzar el Polo?

—No, señor, y estamos dispuestos a seguiros.

—Y mi deber es advertiros que jugamos nuestra vida. Los víveres pueden faltarnos al regreso.

—Nos pondremos a ración, señor —dijo Peruschi—. Ya se lo hemos dicho; sabemos que nuestro viaje no constituye una gira de placer, sino una lucha tremenda contra peligrosos obstáculos, a fin de desplegar la bandera de la Unión Americana en los confines del mundo.

—Es cierto, señor —confirmó Blunt.

—Entonces, ¡vamos al Polo, amigos! —dijo Wilkye—. Ningún obstáculo, ni el hambre, ni el frío, ni los hielos, podrán detenernos. ¡Desarmad el velocípedo, y a preparar las bicicletas!

—¿Podremos llevar con nosotros los víveres, la tienda, las armas, las municiones, las mantas, etcétera? —preguntó Peruschi.

—Sólo llevaremos lo más preciso —respondió Wilkye—. Víveres para diez días; la tienda, que es indispensable para guarecernos; las mantas, las armas, con cincuenta cartuchos, y la lámpara de alcohol.

—Y lo demás, ¿se quedará aquí?

—Sí, Peruschi, y todo lo recogeremos al regreso.

—Pero los animales pueden comerse los víveres.

—Levantaremos un cairn, como hacen los esquimales del Polo Ártico. ¡Al trabajo, amigos!

Como hemos dicho, la máquina estaba construida de modo que se podía desmontar, obteniendo tres bicicletas. Wilkye, que había presenciado la construcción, armó en pocos minutos los tres vehículos, montando las piezas, adaptándoles los manillares, las sillas, etcétera, y cada uno de los exploradores tuvo una máquina que en solidez y ligereza nada tenía que envidiar a la que los había llevado hasta allí.

—Hemos concluido —dijo—. Ahora ayudadme a levantar el cairn.

Reunió todos los objetos que no podían llevar consigo, y alrededor de ellos acumularon entre los tres grandes bloques de hielo que arrancaban de un banco cercano, formando una especie de pirámide de varios metros de altura.

—Esto es lo que se llama un cairn —dijo Wilkye cuando hubieron terminado—. Nos será fácil encontrarlo en esta llanura a nuestra vuelta, y comprobaremos entonces que todo está intacto. ¡A las sillas, amigos, y siempre adelante! La fortuna está de nuestra parte.

Después, de repartirse la carga que debían llevar, tienda, armas, víveres, mantas, etc., montaron en las bicicletas y partieron para el Sur, con una velocidad media de quince millas por hora.

Los tres eran excelentes ciclistas y la llanura se prestaba mucho a la rapidez de la marcha, pues era perfectamente plana y las ruedas no resbalaban, por ser dentadas, como ya hemos dicho.

Tenían, no obstante, que evitar con todo cuidado las desigualdades del terreno y los bordes de las cortaduras, para no correr el grave peligro de gastar las gomas, aunque estaban vulcanizadas para que resistieran mejor los excesivos fríos de aquella región.

Peruschi, que era el más decidido, abría la marcha, llevando delante la brújula para mantener la dirección, aunque aquel instrumento había sufrido una notable variación y no indicaba ya el Sur del Globo, estando situado el Polo magnético, a lo que parece, a 70° de latitud y 190 de longitud, según Hauster, y, según Duperry, a 70° 9’ de latitud y 195° de longitud.

El audaz velocipedista, que aceleraba cada vez más la marcha, señalaba a sus compañeros los obstáculos que había que evitar, como crestas de hielos, picos, etcétera, de los cuales se apartaban los tres con hábiles evoluciones que hubieran producido grave caídas a ciclistas menos diestros.

A las siete de la tarde habían adelantado ya cuarenta millas al Sur, llegando al 84° 40’ de latitud.

Wilkye, que quería dar un descanso a sus compañeros, iba a gritar a Peruschi que se detuviera, cuando vio caer junto a este una masa oscura, que acababa de salir de detrás de unas pirámides de hielo.

El asalto fue tan repentino, que el desgraciado Peruschi cayó pesadamente sobre el campo de hielo, lanzando un grito de terror.

Aquella masa oscura se le había echado encima y parecía dispuesta a aplastarle.

—¡Peruschi! —gritó Wilkye, haciendo un esfuerzo desesperado para aumentar la velocidad de su bicicleta.

—¡Socorro, señor Wilkye! —respondió el velocipedista.

—¡Dios mío! —exclamó Blunt—. ¡Un animal que lo devora!

Wilkye, en una rápida carrera, llegó a pocos pasos de Peruschi, que se defendía desesperadamente de un animal enorme, que intentaba aplastarle con su propio peso y romperle el cráneo de una dentellada. Alzó rápidamente el fusil, y disparó a seis pasos de distancia.

El animal dio un salto atrás al oír la detonación, y enseguida cayó a tierra como si hubiera sido herido de muerte; pero haciendo un supremo esfuerzo, se alzó sobre las patas posteriores y se dirigió a Wilkye ululando roncamente.

Aquella fiera del continente antártico causaba verdadero miedo. Se parecía a un oso; pero su cuerpo era de mayores dimensiones que el del oso de las regiones árticas; su hocico era algo más alargado, sus ojos más grandes y su pelo castaño oscuro con reflejos rojizos.

Alzado sobre sus patas traseras, media lo menos siete pies de altura, y podía competir con el gigantesco oso gris de las grandes Montañas Rocosas de la América septentrional.

Aunque estaba herido, pues la sangre le brotaba del pecho, enrojeciendo el hielo, en un instante se halló junto a Wilkye, que se encontraba inerme, pues no había tenido tiempo para volver a cargar el arma. El valeroso americano no perdió la serenidad; cogió el fusil por el cañón y, sirviéndose de él a guisa de maza, dio un terrible golpe a la fiera, rompiéndole una mandíbula.

Aquello fue suficiente. Blunt estaba ya allí, y Peruschi se había levantado a toda prisa con el fusil preparado.

—¡Échese a un lado, señor Wilkye! —gritaron.

Sonaron dos detonaciones; el animal, herido por otras dos balas, se detuvo, lanzando un ronco grito; girando sobre sí mismo, cayó sobre el hielo y permaneció inmóvil.

—¡Está muerto! —gritó Wilkye—. Gracias, amigos.

—Gracias a usted, señor —dijo Peruschi—. Sin su auxilio, ya no estaría yo en el mundo de los vivos.

—¿Estás herido?

—Sólo me ha desgarrado el chaquetón.

—Pero ¿es un oso? —preguntó Blunt.

—Creo que pertenece a la familia de los plantígrados —respondió Wilkye—. Sin embargo, me sorprende encontrar aquí a semejante animal.

—¿Por qué, señor? ¿No abundan en el Polo Ártico los osos blancos?

—Es cierto, Blunt; pero los exploradores antárticos no los han visto nunca en este continente.

—¿Nunca?

—No; porque no han hecho mención de ellos.

—Sin duda, estos animales viven sólo en el interior del continente, y huyen de la proximidad del mar.

—Así debe de ser —dijo Wilkye—. Los exploradores antárticos no entraron en el continente, y por tal razón estos animales no pudieron ser vistos por ellos. Como quiera que sea, tenemos carne para comer con abundancia muchas semanas.

—¿Será comestible? —preguntó Peruschi.

—¿Y por qué no? La carne de los plantígrados es excelente, y se parece en el sabor a la del cerdo. Nos espera, pues, un asado delicioso.

—¿Nos detendremos aquí?

—Sí, Peruschi. Son las siete y estamos cansadísimos; un reposo de diez horas nos hará mucho bien.

—Sin embargo, debemos velar por turno —dijo Blunt—. Ahora que sabemos que hay por aquí osos, sería una imprudencia entregarnos al sueño sin que uno de nosotros vigile.

—Todos turnaremos en la guardia. Y la bicicleta, ¿ha sufrido alguna avería?

—No, señor; tuve la precaución de separarme de ella en mi lucha con el oso, y quedó libre de sus zarpazos. Hubiera sido una desgracia irreparable.

—Es verdad, Peruschi; habríamos tenido que turnar, caminando a pie uno de nosotros. Ahora, descuarticemos el oso. Tenemos alcohol, y la lámpara nos servirá para asar algunas costillas.

Mientras Blunt armaba la tienda, Wilkye y Peruschi, provistos de hachas y cuchillos, su pusieron a descuartizar el oso, después de haberlo desollado. Escogieron el trozo mejor, apartaron algunos otros para comerlos en los días sucesivos, y el resto fue encerrado en un cairn para encontrarlo al regreso, pues como es fácil imaginar, no podían cargar con un peso tan enorme.

Encendida la lámpara, lo cual era muy necesario, aunque sólo hubiera sido para elevar algo la temperatura en el interior de la tienda pues hacía mucho frío, se pusieron a asar un buen pedazo de carne de oso, que no tardó en esparcir apetitoso perfume.

—Si estuviera aquí Bisby, se lo comería todo —dijo Peruschi.

—No cenará mejor que nosotros en la cabaña —dijo Wilkye—. Y a propósito de Bisby. Como sólo ha venido para engordar, estoy pensando en el gasto enorme de provisiones que estará haciendo. Deseo regresar, pues me temo no encontrar víveres si retrasamos la vuelta.

—¡Qué desgracia si da fin de ellos antes de nuestro regreso! Pero menos mal que hallaremos la Estrella Polar.

—¿Contáis con la goleta? Yo presiento que no voy a verla más.

—¿Cree que haya naufragado, señor Wilkye?

—Imagino que ha sido aprisionada entre los hielos.

—Tal vez; y tendrá que invernar allí. He oído hablar de buques que se han visto obligados a permanecer entre los hielos un año.

—Semejante retraso sería desastroso para nosotros, señor Wilkye —dijo Blunt.

—Lo sé, amigos; pero si conseguimos volver antes que llegue el terrible invierno, nos embarcaremos en la chalupa y nos alejaremos de este continente.

—¿Es siempre igual el invierno en estas regiones?

—No, Blunt. Algunas veces es tan frío y tan precoz, que, al concluir el estío, todas las costas están bloqueadas de hielo y se solidifica gran parte del mar. Aun en nuestras regiones no suelen ser iguales los inviernos, y hay algunos verdaderamente rigurosos. En 1400, por ejemplo, el frío fue tremendo en Europa. En muchos países se vendía el vino al peso y había que partirlo a hachazos, tan helado y duro se puso. En 1709, otro invierno crudísimo mató de frío a gran número de personas en Europa y América: las campanas se rompían al tocarlas, y las plantas sucumbieron en extensiones considerables. En 1795 el frío fue tan intenso que hubo que interrumpir las guerras en toda Europa, y permitió que unos cuantos escuadrones de caballería francesa se apoderaran de la flota holandesa, que había sido encerrada entre los hielos del Trell.

—¡Un caso raro! ¡La caballería que se apodera de unos barcos! ¿Se ha oído alguna vez cosa semejante? ¡Que sorpresa para las tripulaciones holandesas!

—¡Basta, señores! —dijo Peruschi—. El asado está a punto, y les aseguro que tiene mejor aspecto que un solomillo de cerdo.

Se sentaron sobre pieles, y bien pronto dieron cuenta del asado, el cual, por unanimidad, declararon exquisito.

A las nueve, Wilkye y Blunt se envolvían en sus mantas y se quedaban dormidos, bajo la vigilancia de Peruschi, a quien tocó la primera guardia.