LA ÚLTIMA GOTA DE PETRÓLEO
Aquella cadena que cortaba la inmensa llanura del Sureste al Noroeste, siguiendo el 73° de latitud, formaba una barrera gigantesca que parecía insuperable para los exploradores polares. Era un amontonamiento enorme de montañas cubiertas de nieve y de hielo, que alzaban sus picos en forma de conos y de pirámides a varios miles de pies de altura, separados unos de otros por valles profundos cerrados por paredes que parecían cortadas a pico.
En el centro un cono colosal, revestido de hielo desde la base a la cima, elevaba su punta a siete u ocho mil pies de altura, y por sus flancos, transformados en torrentes, no cesaban de rodar bloques hasta la llanura, produciendo con su continuo chocar sordos ruidos. Algunos de aquellos icebergs pesaban millares de toneladas y rebotaban acá y allá arrastrando otras masas de menor tamaño.
—¿Hasta dónde se prolongará esta cadena? —se preguntó Wilkye lanzando investigadoras miradas hacia aquellos montes—. ¿Encontraremos un paso? ¿Nos veremos obligados a retroceder vencidos por los obstáculos de esta maldita región?
—¡Estamos dispuestos a intentarlo todo! —dijeron los dos velocipedistas.
—Lo sé, amigos míos; pero no os ocultaré que nuestra situación va a ser muy crítica. Henos aquí, a mil millas del Polo, con víveres sólo para tres semanas y con la provisión de petróleo casi exhausta. Es cierto que estamos bien dentro de este continente; pero no basta con eso, aunque tengo la convicción de haber precedido en muchos grados a mi rival.
—¿Han adelantado otros exploradores más que nosotros? —preguntó Peruschi.
—Sí, pues Weddel traspasó el setenta y cuatro grado de latitud y Moss llegó al setenta y cinco grado, cuatro centígrados.
—Pues es preciso que los adelantemos, señor.
—Y sin perder tiempo, amigos. Estoy muy inquieto por nuestra situación y por los amigos que hemos dejado en la costa.
—¿Qué teme por ellos?
—Que, si tardamos en volver, se embarquen en la Estrella Polar.
—Bisby no nos abandonará, señor.
—Él, no; pero ¿y los otros? Además, ¿qué queréis que haga aquel hombre que no sabe más que comer?
—Pero ¿confía en que vuelva el señor Linderman?
—Con su buque no podrá entrar en este continente, que parece formar una sola masa. Esta inmensa cadena de montañas demuestra que estas tierras no son islas agrupadas alrededor del Polo.
—Pronto lo sabremos con seguridad —dijo Blunt.
—No estamos aún en el Polo, amigo.
—Pero llegaremos, señor Wilkye —manifestó Peruschi.
—¿Y estos montes?
—Los superaremos, aunque tengamos que llevar los velocípedos cargados a la espalda.
—Sí, señor Wilkye —dijo Blunt.
—Gracias, compañeros. Intentaremos la empresa. Veo allí un valle que creo que sube tortuosamente hasta aquella mole de hielo, la cual no me parece muy empinada. Tal vez podamos llegar a la cima.
—Lo intentaremos, señor —dijeron los dos velocipedistas.
Subieron a la máquina y emprendieron la marcha hacia el Sureste en dirección del cono colosal, llamado por ellos monte Bisby, junto al cual se hallaba el valle visto por Wilkye.
Allí se abría, en efecto, una profunda cortadura que parecía producida por alguna tremenda convulsión volcánica, y que subía hacia las mesetas superiores del cono, cortando dos inmensos bloques de hielo. El velocípedo, que llevaba una marcha de veinte millas por hora, entró en el valle, que estaba sembrado acá y allá por grandes bloques de hielo, pero que ofrecía anchos espacios libres, por los cuales pasaba perfectamente la máquina.
Aunque la pendiente era algo violenta, las ruedas no resbalaban, pues ya hemos dicho que estaban dentadas, y subían rápidamente, llevando a la altura a los exploradores. Bien pronto, sin embargo, comenzaron los obstáculos. Los hielos caídos allí desde los picos más altos, o arrancados de los cercanos icebergs, eran cada vez más abundantes, y obligaban a Wilkye y a sus compañeros a bajar del velocípedo para abrirle a este el camino.
Aquellas frecuentes detenciones hacían perder a los exploradores un tiempo precioso, y veían con inquietud que disminuía la ya escasa provisión de petróleo y que se acercaba el momento en que se verían obligados a dividir en tres bicicletas el magnífico velocípedo, prodigio de mecánica.
Por la noche sólo habían logrado adelantar cuatro millas, y eso a costa de grandes trabajos. Acamparon en un flanco de la montaña, sobre una especie de plataforma, que les permitió armar la tienda, y, después de una ligera cena, se quedaron dormidos, bien envueltos en sus mantas de pieles, pues allí el frío era agudo como hojas de puñales.
Toda la noche estuvieron crujiendo sin cesar los hielos vecinos, despertando el ruido muchas veces a Wilkye, que temía que desde lo alto cayera sobre ellos alguna mole de hielo.
La mañana siguiente volvieron a emprender con grandes trabajos la ascensión. Para economizar petróleo, habían apagado el motor y empujaban ante ellos al velocípedo, que les servía más de estorbo que de utilidad en aquella áspera cuesta, que cada vez se hacía más difícil y escabrosa.
Sus esfuerzos les producían sólo escasos resultados. Los obstáculos aumentaban a cada paso; la pendiente se hacía más violenta; las masas de hielo se amontonaban por todas parcos, obligándoles a abrirse camino con las hachas, y el frío se hacía tan intenso que entumecía sus miembros.
Hasta la noche del 18 de diciembre, después de ocho días de increíbles esfuerzos, no pudieron llegar a la cima de aquella cadena, después de haber afrontado cien veces el peligro de caer en los abismos o de ser aplastados por los bloques que rodaban de lo alto.
Desde allí, a cinco mil pies de altura, la vista se esparcía por una inmensa extensión de aquella región del hielo y la nieve. A derecha e izquierda se veían dos enormes yacimientos de hielos, verdaderos ríos helados, que se movían con dirección al Nordeste, brillando bajo los rayos del sol y crujiendo sordamente casi sin interrupción. Al Norte se extendía la gran llanura que los exploradores habían recorrido en los días precedentes, y al Sur otra inmensa llanura ondulada, interrumpida acá y allá por algunos picos aislados, que el sol teñía de púrpura.
—¡Allí está el Polo! —dijo Wilkye mirando con avidez aquella nueva llanura—. ¡Ah, si pudiera llegar pronto y desplegar en aquel confín del mundo la bandera de nuestra patria!
—¡Mañana bajaremos a esa llanura, señor! —dijo Peruschi—. He descubierto un paso que nos permitirá efectuar la bajada sin necesidad de encender el motor. Bastará echar los frenos y dejarnos resbalar.
Ya iban a levantar la tienda cuando oyeron a corta distancia un ronco grito, que parecía emitido por un animal.
—¿Ha oído, señor Wilkye? —preguntó Peruschi.
—Sí —respondió este, a quien el grito había sorprendido.
—¿Habrá aquí focas?
—No ha sido el grito de un león marino y, además, las focas no llegan a estos montes, a quinientas millas de la costa.
—Los exploradores que han visitado este continente, ¿han hecho mención de animales feroces?
—Nunca; pero se han limitado a visitar solamente la costa. ¿Existirán en el interior?
El ronco grito se dejó oír más cercano. Parecía salir de un barranco que formaba una especie de caverna que entra en uno de los flancos de la más próxima montaña.
—Vamos a ver de qué se trata —dijo Wilkye, cogiendo el fusil—. Tengo curiosidad por saber qué clase de animales habitan en este continente.
Todos se dirigieron hacia la caverna, pero con precaución, pues aún no sabían con qué adversarios iban a habérselas. Apenas habían recorrido algunos pasos vieron aparecer siete u ocho animales que tenían el aspecto de lobos, aunque sin el aire feroz de aquellos carnívoros de las regiones boreales. Tenían la pelambre excesivamente crespa y larga, las orejas cortas, las patas delgadas y ululaban roncamente.
Al ver a los tres exploradores se detuvieron sorprendidos, pues hasta entonces no habían visto ningún hombre; después dieron media vuelta y apelaron a la fuga, saludados por una triple descarga, que echó por tierra a dos de los mayores.
—Son lobos —dijo Peruschi, que se había apresurado a reconocer la presa.
—A mí me parecen warraks —dijo Wilkye, que los examinaba con curiosidad.
—¿Y qué son warraks? —preguntó Blunt.
—Una especie de lobos no feroces, que se encuentran en las islas Falkland —respondió Wilkye.
—¿Los comen los isleños?
—Sí, y nosotros haremos lo mismo. Esta carne llega muy a propósito para aumentar nuestras provisiones, que disminuyen rápidamente.
—Si encontramos otros, no los dejaremos escapar —aseguró Blunt.
Bien pronto se retiraron bajo la tienda, contando con ponerse en marcha muy temprano. En efecto, a las cinco de la mañana comenzaron a bajar la montaña, dejándose resbalar a lo largo de la vertiente opuesta. Aunque el descenso era fácil, no emplearon menos de cuatro días en llegar a la llanura, que parecía seguir hasta el Polo sin interrupción alguna.
El 5 de diciembre, encendido el motor, continuaron el viaje hacia el Sur, con una velocidad de treinta millas por hora. Era necesario apresurarse, porque el sol, después de haber llegado a su máxima altura, comenzaba a bajar, y a la media noche traspasaba el horizonte septentrional. Cierto es que antes del 21 de marzo no se debía poner durante seis meses enteros, quedando aquellas regiones en una oscuridad completa, en una noche tenebrosa y helada; pero los primeros fríos podían llegar pronto.
El deshielo se había ya detenido, pues en el continente austral es parcial y no total; y cuando el sol se ocultaba, el frío aumentaba cruelmente, endureciendo aquellos imponentes campos de hielo. Ya el termómetro había señalado por dos veces -8°, y aquello era mal indicio.
¡Ay de ellos si el invierno polar sorprendía en su retirada a los audaces exploradores! Entonces ninguno podría llegar a la costa a reunirse con los compañeros que les esperaban en la choza.
El 27, después de dos días de carrera rapidísima, los viajeros pasaron al 78° 9’ 30” de latitud, el punto más cercano al Polo a que habían llegado los navegantes antárticos que los precedieron en aquellas regiones. El mismo día vieron con gran sorpresa una bandada de chloephagas antárticas, que volaban hacia el Sur.
Dichas aves tienen el tamaño de ocas, de formas elegantes, con las plumas blanquísimas los machos, y negras con listas blancas las hembras; viven en las proximidades de las costas o junto a los lagos. ¿Cómo, pues, se dirigían al Sur en vez de huir hacia el Norte?
—¿Existirá realmente un mar libre en el Polo Austral, como se supone que lo hay en el Ártico? —dijo Wilkye—. Entonces este continente debe de tener canales interiores.
—Los exploradores antárticos, ¿han visto el mar libre? —preguntó Peruschi.
—Como os he dicho, el ballenero Mowel aseguró haber descubierto en 1820 un mar libre a setenta grados, catorce centígrados de latitud; pero nadie prestó fe a tal aserto.
—¿Y usted cree que exista?
—No —dijo Wilkye con profunda convicción.
—Si existiera, podríamos encontrarnos con la expedición inglesa.
—No lo esperes, Peruschi. El deshielo ha faltado este año, y la Estrella Polar debe de hallarse aprisionada entre los hielos.
—Y estas aves, ¿por qué se dirigen al Sur?
—Lo sabremos si llegamos al Polo. Apresurémonos, amigos; la provisión de petróleo va a acabarse, y en esta región puede comenzar el invierno dentro de un mes.
Montaron en la máquina y prosiguieron avanzando hacia el Sur, subiendo y bajando por las ondulaciones de aquella gran llanura.
El 28, después de una carrera rapidísima, y casi no interrumpida, llegaron al 84° de latitud, sin haber hallado ninguna cadena de montes ni ningún ser viviente. Aquella noche el frío descendió a -27°, y bajo la tienda, no caldeada ya por la máquina, a fin de economizar petróleo, reinó una temperatura tal que los dos velocipedistas, no acostumbrados a aquellos rigores invernales, padecieron mucho antes de quedarse dormidos, y sus dientes entrechocaron largas horas, aunque Wilkye tuvo la precaución de encender la pequeña estufa de alcohol.
Al siguiente día el frío no cesó. Los tres exploradores se vieron obligados a cubrirse las manos con gruesos guantes forrados interiormente con pieles, y las cabezas con capuchas de piel de oso, para evitar la congelación.
—Estamos en estío, y comienza ya el invierno —dijo Blunt—. ¡Mala señal, señor Wilkye!
—Lo sé, amigos; y desde hoy os recomiendo no quitaros los guantes, si no queréis perder las manos.
—¿Ni de noche?
—¡Nunca, Blunt!
—¿Son las manos las primeras en helarse, siéndonos tan necesarias?
—La temperatura de la piel no es igual en todo nuestro cuerpo. Las partes más expuestas a la influencia del aire, como la extremidad de la nariz, las orejas y los dedos, tienen una temperatura mucho más baja, o sea de veinticuatro y aun de veintidós grados.
—Entonces, ¿cuál es la temperatura normal?
—En los hombres de veinte a treinta años la temperatura de la piel varía entre veintinueve grados, cinco centígrados y treinta y dos grados Celsius.
—Hay, pues, una diferencia entre la de las manos y la nariz y la del cuerpo —dijo Peruschi—. ¿Y cuál es la parte más caliente del cuerpo?
—La piel bajo la cual hay músculos, en tanto que la más fría es la que cubre los huesos y los nervios.
—A medida que aumenta la edad en el hombre, ¿baja la temperatura?
—Sí, y por eso los viejos gustan más de la estufa que los jóvenes. Basta, amigos: una taza de té hirviendo, y enseguida a partir con la máxima velocidad, porque el petróleo se acaba.
La máquina estaba a presión y parecía impaciente por marchar. Bebieron el té para calentarse, se calaron las capuchas sobre el rostro para defenderse del aire frígido que soplaba del Sur, y se lanzaron a través de la interminable llanura con una velocidad de veintiocho millas por hora.
Si ningún obstáculo interrumpía aquella marcha, y si no faltaba el petróleo, por la noche podrían alzar la tienda a muy poca distancia del Polo.
Por desgracia, la provisión, de petróleo desaparecía con rapidez. A mediodía sólo quedaban pocos litros, y el motor disminuía de presión.
El petróleo que quedaba fue echado en el hogar. La máquina, reanimada, emprendió la carrera humeando y silbando, y unas veces subía y otras bajaba por las pendientes del suelo, sacudiendo violentamente a los exploradores, que a duras penas podían sostenerse en sus asientos.
Bien pronto la velocidad se hizo vertiginosa: volaban como pájaros, como un tren expreso. Todas las piezas del velocípedo temblaban con tintineo metálico, y parecía que de un momento a otro iban a estrellarse.
¡Ay, que aquellos eran los últimos esfuerzos! A las tres de la tarde, la velocidad comenzó a disminuir; a las tres y media, la caldera apenas hervía, y a las cuatro menos diez minutos el velocípedo quedó parado en medio de un campo de hielo.
Para aquella máquina construida con sumo cuidado, para aquel prodigio de mecánica, había sonado la última hora. ¡El Polo Sur la había vencido!