CAPÍTULO XVIII

EL DESHIELO

Al verlo caer en el canal, Wilkye y Blunt, sin pensar en el peligro, echaron a correr con la esperanza de socorrerle; pero tuvieron que detenerse, porque ante ellos se abrió otra brecha, amenazando tragarles.

Desesperados, angustiados, se pusieron a correr por la orilla, gritando:

—¡Peruschi! ¡Peruschi!

Su compañero no respondía; sólo oían las aguas mugir sordamente, como si tropezaran contra algún obstáculo. Parecía como si bajo aquella bóveda corriera un río impetuoso.

—¡Peruschi! —repitió Wilkye, que parecía loco de dolor—. ¡En nombre de Dios, responde, o…!

—¡Silencio, señor! —exclamó Blunt, agarrándole fuertemente por un brazo.

—¿Qué has oído?

—Su voz. ¡Silencio, señor!

Ambos se detuvieron a poca distancia de la hendidura, y escucharon con gran atención.

Poco después, bajo la bóveda, pero bastante lejos, se oyó una voz que gritaba claramente:

—¡Aquí estoy!

—¡Peruschi! —llamó Wilkye.

—¡Estoy vivo, señor! —gritó el velocipedista.

—¿Dónde estás?

—Bajo la bóveda.

—¿Herido?

—No, pero muy quebrantado.

—¿Nadas?

—No; estoy agarrado a unas rocas.

—Mantente firme, que ya llegamos.

La voz del velocipedista venía de lejos; sin duda la corriente lo había arrastrado algunos metros. Wilkye y Blunt corrieron a lo largo de la orilla, que flanqueaba una muralla cortada casi a pico.

—¡Peruschi! —gritó Wilkye deteniéndose.

La voz del velocipedista se dejó oír distintamente bajo la costra del hielo.

—¡Aquí estoy, señor!

—¿Bajo nosotros?

—Lo supongo.

—¿Corres peligro?

—Por ahora, no; pero si no se apresuran pereceré helado.

—Rompamos el hielo, Blunt —dijo Wilkye.

Cogieron los fusiles por el cañón y, sirviéndose de ellos a guisa de maza, rompieron el hielo alrededor de la orilla, haciendo una abertura de muchos metros de largo. Miraron por ella y vieron a su compañero agarrado a unas rocas y sumergido hasta medio cuerpo. En torno suyo, el agua, que parecía bajar por una pendiente, mugía con rabia, tratando de arrastrarle.

—Gracias, señor Wilkye —dijo Peruschi con voz balbuciente—. Temía no verle más.

—¿Es profundo el río? —preguntó Wilkye.

—Es un verdadero brazo de mar, señor, porque el agua está salada. Sin embargo, corre como un río.

—¿Puedes salir?

—¡Imposible! La pared de la orilla está cortada a pico, y tiene lo menos seis metros de altura. Además, estoy tan aterido, que no puedo utilizar los brazos ni las piernas.

—¿Podrás resistir algunos minutos?

—Creo que sí.

—Blunt, corre y trae cuerdas. Están en la caja.

El velocipedista partió como un rayo, y poco después volvía con una cuerda de muchos metros de largo. Wilkye hizo un nudo y arrojó un extremo al náufrago, que se aferró a él con fuerza sobrehumana.

—Aprieta bien —dijo Wilkye.

—No la suelto, señor.

—¡Iza!

Ayudado por Blunt, que estaba dotado de fuerzas hercúleas, tiraron de la cuerda, levantando al joven, que se agarraba a ella con la energía de la desesperación. En pocos instantes llegó al borde superior y cayó en los brazos de sus compañeros. El desgraciado estaba en tal situación de decaimiento, que no se podía tener de pie. Sus vestidos, poco antes empapados en agua, se habían helado instantáneamente y endurecido hasta formar una sola masa.

—¡Pronto, a la máquina! —dijo Wilkye.

Entre él y Blunt lo transportaron al lado del velocípedo; sacaron una de las cubiertas de piel de oso que debían de servirles de lecho, y envolvieron en ella a Peruschi, después de arrancarle los helados vestidos.

—Arma la tienda y acamparemos aquí —dijo a Blunt—. Entretanto, dame un puñado de lana empapado de whisky.

—Tenga —respondió Blunt, obedeciéndole.

Wilkye se puso a frotar enérgicamente los entumecidos miembros de Peruschi, y cuando logró restablecer la circulación de la sangre le envolvió en una manta de lana calentada junto al motor, y después en la piel de oso.

—Ahora un buen sorbo de whisky —le dijo—. Eso te calentará.

—Gracias, señor —respondió el velocipedista—. Empiezo a sentirme mejor.

—Mañana estarás en disposición de partir.

Entretanto Blunt, que trabajaba por dos, armaba la tienda de fieltro, forrada en el interior de piel de foca, y para caldear el ambiente, colocó el velocípedo al lado de Peruschi, pues la máquina estaba encendida aún.

—Prepara un té hirviendo —dijo Wilkye—. Después te cuidarás de la cena.

—No hay necesidad, señor Wilkye —dijo Peruschi—. Bajo la bóveda de hielo reinaba un frío agudísimo; pero aquí estoy muy bien, y más dispuesto estoy a cenar que a beber té.

—Experimentarías una terrible emoción al sentirte caer en el vacío, mi pobre amigo.

—Algo, lo confieso; pero me consuelo pensando en que con mi caída he evitado un desastre. Si la bóveda llega a ceder al peso de la máquina, ¿qué hubiera sido de nosotros?

—Es verdad, Peruschi. ¿Y estaba salada el agua de aquella corriente?

—Era agua del mar, señor.

—Entonces debemos encontrarnos sobre una isla. ¿Cómo atravesaremos este canal?

—En otro sitio puede ser más grueso el hielo —dijo Blunt.

—Lo veremos —dijo Wilkye.

—Dígame, señor —preguntó Peruschi—. ¿Por qué motivo han bajado las aguas dejando un espacio entre la superficie y el hielo?

—Sin duda porque existe un gran desnivel entre la entrada del canal y la salida, producido, sin duda, por la acumulación de hielo. En algún sitio los hielos han cedido, dejando salida a las aguas, que se apresuraron a retirarse. Y ahora comamos esta sopa de pemmican, y apresurémonos a acostarnos. Mañana buscaremos el paso.

Cenaron con gran apetito, bebieron un vaso de whisky, y luego se envolvieron en sus pesadas mantas, teniendo la precaución de acostarse cerca de la máquina, que esparcía por la tienda un benéfico calor.

La noche (noche, por decirlo así, pues el sol se ponía sólo durante una hora) transcurrió tranquilamente; y así debía ser, pues en aquella región no hay animales feroces.

Al día siguiente, hacia las siete, los exploradores volvían a montar en el velocípedo para buscar un paso a través de aquel estrecho que parecía prolongarse indefinidamente.

Sus pesquisas tuvieron un feliz resultado, pues a las nueve, después de haber recorrido cerca de sesenta millas al Sureste, se encontraron ante una enorme masa de hielo que habla caído a través de aquel brazo de mar, formando un verdadero puente.

Después de no pocas dificultades lograron atravesarlo y llegaron a la orilla opuesta, lanzando el velocípedo por la interminable llanura del Sur, que se perdía a lo lejos con ligeras ondulaciones.

Un silencio absoluto, que producía penosa impresión, reinaba entre aquellos hielos y nieves no pisadas hasta entonces por ningún explorador. Ni un ave atravesaba el espacio, ni una planta crecía en ninguna parte; era aquello el desierto polar, que el sol en vano intentaba hacer menos triste.

Hasta los hielos habían dejado de crujir, como si temieran turbar el silencio helado en aquellas regiones desoladas e inhabitables.

Los intrépidos exploradores no vacilaban un solo momento, y se dejaban conducir por el velocípedo a las misteriosas regiones del Sur, devorando el camino con creciente velocidad.

A mediodía, según los cálculos de Wilkye, estaban a trescientas millas de la choza. Hicieron un breve descanso para despachar una modesta comida, y después volvieron a emprender la marcha, dirigiéndose hacia la cadena de montañas que se dibujaban hacia el Sur.

El frío se mantenía constante, aunque el sol dejaba de brillar apenas una hora. El termómetro oscilaba entre los -5° y -7°, pero sin tendencia a descender.

El estío en aquellas regiones debía de ser muy corto, y durante él no se deshelaba por completo el continente polar.

A las nueve de la noche los exploradores se detuvieron y armaron la tienda al pie de una alta roca que se elevaba solitaria en medio de la inmensa llanura. Por primera vez vieron entonces algunas aves, que habían hecho su nido en las quebraduras de aquella roca.

Eran micrapterus cinerus, volátiles del tamaño de los pingüinos, que pesan siete u ocho kilos, y que tienen el plumaje gris en la espalda y blanco amarillento en la pechuga. Sus ojos tienen un aspecto raro, rodeados de un círculo blanco, y sus patas son de color anaranjado con escamas negras. Estos gruesos volátiles, los machos especialmente, despiden un olor desagradable, su carne es aceitosa y con sabor a rancio, y se mantienen exclusivamente de peces.

Wilkye no pudo contener su sorpresa al ver allí aquellas aves, que nunca se alejan del mar.

—¿Habrá otro canal en estas cercanías? —preguntó.

—Por aquí no se ve ninguno —dijo Peruschi.

—Tal vez se tratará de un lago —manifestó Blunt.

—Es probable —dijo Wilkye—; pero debería estar helado, y no comprendo, en tal caso, como pueden pescar estas aves. Mañana saldremos de dudas.

Aquella segunda noche, pasada en medio de los hielos del continente, transcurrió también sin novedad. La superficie helada tembló casi sin interrupción, y se abrieron acá y allá cortaduras.

El 4 de diciembre, los exploradores continuaron su marcha, siguiendo el 68° meridiano. La llanura no les permitía mucha velocidad, porque el hielo se había roto en muchas partes bajo la influencia del calor solar y producido hendeduras anchas y profundas, que les obligaba a dar largos rodeos.

El deshielo, que pocos días antes parecía que no iba a comenzar hasta mucho después, fundía los bloques a ojos vistas. El sol, como si de pronto hubiera adquirido mayor calor, templaba con sus rayos la llanura, que se iba despojando a toda prisa de su traje invernal.

Una densa niebla, producida por la humedad, se espesaba por diferentes sitios, deshaciéndose en verdadera lluvia, que empapaba a los viajeros. Wilkye, que temía encontrar bajo aquella costra de hielo un terreno desigual y poco adecuado para la marcha de su máquina, trataba de apresurar la velocidad para llegar al Polo antes de que terminara el deshielo.

Los bloques caían derrumbados con sordas detonaciones y se licuaban enseguida, formando por todas partes torrentes y estanques, en los que la máquina corría el peligro de caer.

Wilkye comenzaba a estar inquieto. No había previsto aquellos obstáculos, que amenazaban prolongar indefinidamente su viaje al Polo. No era la falta de víveres lo que le preocupaba, mucho más sabiendo que el deshielo atraía hacia aquellos lugares a las aves marinas y a las focas; era la provisión de petróleo lo que le traía inquieto, pues disminuía rápidamente y no debía de tardar en acabarse si se prolongaba aquella marcha.

Cierto es que podía convertir la máquina en tres bicicletas; pero se hubiera visto obligado a emplear triple o cuádruple tiempo, y a la vuelta podían sorprenderle las primeras heladas y nieves.

En los cuatro días siguientes no aumentó la velocidad de la marcha. Los obstáculos crecían siempre, obligándoles a detenerse a cada instante para transportar la máquina al otro lado de alguna grieta o a costear por ella alargando el camino.

El 10 de diciembre, poco después de mediodía, llegaban al pie de la cadena de montañas que habían divisado muchos días antes, y a las que bautizaron con el nombre de montañas de Baltimore. Desde su partida de la cabaña habían recorrido cuatrocientas sesenta millas, consumiendo tres cuartas partes de la provisión de petróleo y una tercera de la de víveres, y les faltaba aún para llegar al Polo Austral cerca de mil millas, pues sólo habían logrado alcanzar el 73° de latitud.