LA EXPEDICIÓN POLAR
Llenas las copas de la ardiente bebida y encendidas las pipas, Wilkye desplegó sobre la mesa un mapa del Polo Austral en el cual estaban trazadas todas las exploraciones realizadas por Ghorith, Belinghausen, Brunsfield, Morres, Powel, Woddel, Foster, Biscos, Dumont d’Urville, Welkes, Balleny y Clarke Ros, que fue, puede decirse, el último que intentó descubrir el continente polar.
Puso la extremidad del índice sobre un punto y, mostrando a sus compañeros una cruz roja que parecía recientemente trazada, dijo:
—Este es el lugar donde actualmente nos encontramos, que está situado, por decirlo así, en los confines de la Tierra de Graham, calculando que el Estrecho de Bismarck la separe de la de Palmer. Echen una mirada a este continente polar tan irregularmente delineado y cuyas márgenes no se ven, y cuenten los paralelos que hay entre el sitio en que nos hallamos y el Polo Austral.
—Cerca de veinticinco grados —dijeron los marineros.
—Nos encontramos, pues, a cerca de mil quinientas millas del Polo.
—¡Qué lejos! —exclamó Bisby—. Sin embargo, alargando el dedo, toco el Polo y la costa de Graham.
—Hubiéramos podido —añadió Wilkye— bajar más al Sur en la Estrella Polar y tratar de disminuir esta distancia, que es enorme; pero calculé que para ello era preciso afrontar tales peligros que hubiéramos comprometido gravemente el resultado de nuestra expedición. Este continente es más peligroso, más áspero y está más cubierto de hielo que las regiones del Polo Ártico, y por eso las expediciones intentadas con buques no han dado nunca buen resultado. Ninguno logró llegar más allá del setenta y ocho grado, treinta centígrados de latitud, y casi todos los exploradores se vieron obligados a invernar entre los hielos. Me urge realizar mi tentativa de llegar al Polo, y es preciso que la vea terminada antes de que acabe el deshielo; de lo contrario, no volveríamos vivos a la costa. Creo, pues, haber obrado prudentemente al desembarcar aquí, sin perder un tiempo precioso siguiendo en la Estrella Polar más al Sur. Si Dios nos ayuda, en un mes podemos estar de vuelta y prontos a embarcar, aun sin ayuda de la Estrella Polar.
—¿En la chalupa? —preguntaron los marineros.
—Sí, amigos míos.
—Entonces es que piensa marchar enseguida al Polo.
—Dentro de algunos días. ¡Silencio y escúchenme!
Wilkye bebió un sorbo de su vaso, y siguió diciendo:
—Les explicaré ahora mi plan. Como ya saben, intento llegar al Polo en velocípedo. Todos los exploradores antárticos han observado que el continente polar es generalmente plano, y que sus campos de hielo no son tan escabrosos como los de las regiones árticas. Como descansan en la tierra, que es llana, no tienen escarpaduras ni gargantas, y, por lo tanto, no sufren presiones. Una marcha a pie se podría hacer aquí con mejor éxito que en las regiones del Norte; pero la distancia de la costa al Polo sería excesiva para un grupo numeroso que tuviera que llevar consigo un pesado equipaje. Para evitar esto, he ideado llegar al Polo en velocípedo. Sólo una marcha rapidísima puede dar felices resultados, porque una larga permanencia en estos inmensos campos de hielo podría ser fatal para los hombres: pueden faltar los víveres, caer sobre ellos masas de hielo y romperles los miembros, y acometerlos el escorbuto, ese terrible mal que tantas bajas ha causado entre los expedicionarios a las regiones polares que pretendieron marchar por tierra. El velocípedo que yo emplearé no es de los más pesados. Es una máquina construida a propósito y con gran cuidado, provista de ocho ruedas y de un pequeño motor de petróleo, capaz de conducir a tres hombres y además una carga de doscientos kilogramos, a una velocidad de veinticinco a treinta millas por hora.
—¡Un velocípedo de vapor! —exclamó Bisby—. ¡Entonces no tiene necesidad de velocipedistas!
—En absoluto no tengo esa precisión, Bisby —dijo Wilkye—. Mi velocípedo está construido de tal modo que se puede dividir convirtiéndolo en tres bicicletas, las cuales, como puede imaginar, no pueden avanzar sino movidas por los pies del hombre. ¿Me ocurre cualquier desgracia? ¿Se descompone la máquina o se gasta la provisión de petróleo, lo cual me ocurrirá, sin duda, a la vuelta, ya que no puedo llevar conmigo una provisión considerable? Pues divido mi velocípedo y me hallo con tres bicicletas disponibles.
—¡Bien ideado! —exclamó Bisby—. ¿Y cuánto tiempo empleará en llegar al Polo?
—Si no tropiezo con obstáculos, marchando doce horas al día, calculo en llegar en cinco jornadas. Pero no quiero ser muy optimista: pondré diez días.
—Entonces dentro de veinte puede estar de regreso.
—Podría; pero ¿quién lo asegura? Será prudente llevar conmigo víveres para cuarenta días.
—¿Y nosotros? —preguntó Bisby.
—Permanecerán aquí usted y los marineros y nos esperarán. Ir todos al Polo es imposible. Además, ¡quién sabe los peligros que nos aguardan en ese viaje! Estaremos más tranquilos pensando que en la costa nos esperan compañeros y una casa para refugiamos, bien provista de víveres.
—¡Pues yo hubiera ido de buena gana con ustedes al Polo, Wilkye!
—No le faltarán aquí distracciones, Bisby. Dentro de poco empezará el deshielo, vendrá la caza a estos sitios, y si gusta podrá cazar y emprender exploraciones.
—Daré un paseo hasta la Tierra Alejandra.
—Un paso más y llegará al Polo —replicó Wilkye riendo.
—¡Una pregunta, señor! —dijo un marinero.
—Habla.
—Si le ocurriera una desgracia y no volviera pasados cuarenta días, ¿qué debemos hacer nosotros?
—Organizaréis una expedición de socorro y nos buscaréis hasta donde alcancen vuestras fuerzas.
—¿Y si no le encontramos? Es necesario preverlo todo.
—Tienes razón —dijo Wilkye—. Entonces volveréis a la costa, permaneceréis aquí hasta el fin del estío, y luego, bien en nuestra chalupa, bien en la Estrella Polar, si para entonces ha vuelto, embarcaréis para volver a América.
—¿Y usted? —preguntó Bisby, poniéndose pálido.
—Si en tres meses no volvemos, será señal de que hemos muerto.
—¡Me asusta, Wilkye!
—¡Vaya! ¿Cree que en las regiones polares no se corren gravísimos riesgos? El Polo Norte ha costado centenares de vidas humanas.
—Pero con su velocípedo…
—Puede romperse. Puede abrirse ante nosotros un campo de hielo y tragamos, o caernos encima una montaña helada y aplastarnos, o rodearnos un aluvión de nieve, o matarnos el hambre.
—¡Yo renunciaría al Polo!
—¡Usted sí; pero yo, no! —exclamó Wilkye con suprema energía—. ¡O desplegar los colores de la bandera americana en los confines del mundo austral, o perecer en la empresa!
—¡Y nosotros seremos vuestros fieles compañeros, señor! —exclamaron los dos velocipedistas con entusiasmo—. ¡Lucharemos hasta agotar nuestras fuerzas por el triunfo de nuestra bandera!
—¡Gracias, valientes compañeros! —dijo Wilkye, conmovido—. Ya sabía que he traído conmigo dos fieles amigos. Ahora, mientras que nuestros marineros trasladan aquí la chalupa para resguardarla de los hielos, que no tardarán en ponerse en movimiento por efecto del deshielo, nosotros subiremos a aquella cadena de colinas y reconoceremos la llanura del interior.
—¡Vamos! —dijo Bisby, que había comido tanto que parecía que iba a reventar—. Un paseo me facilitará la digestión.
Wilkye, el negociante y los dos velocipedistas, armados de carabinas de retrocarga y de bastones ferrados para ayudarse en la ascensión, salieron de la cabaña y se dirigieron hacia las colinas que cerraban el horizonte por el Sudeste. La temperatura era bastante fría, pues había bajado a quince grados bajo cero; pero brillaba un hermoso sol, que empezaba a licuar los hielos acumulados ante la costa de Graham. Del Sur soplaba a intervalos un viento muy frío, que helaba las narices y las orejas de los exploradores.
Una infinidad de aves marinas revoloteaban a lo largo de la playa. Abundaban por todas partes, en los icebergs, en los campos de hielo, entre la nieve o alrededor de las escolleras, y se oían claros sus estridentes gritos.
Algunas focas se veían acá y allá indolentemente tendidas al borde de los bancos, calentándose a los rayos del sol; pero estaban tan lejos, que Bisby, que hubiera cazado algunas, perdía toda esperanza de conseguirlo.
Pasada la costa, los exploradores comenzaron a escalar la colina, cuyas pendientes eran escabrosas y muy difíciles, pues estaban cubiertas de una costra de hielo y de nieve endurecida que debía de tener gran espesor. Muchos trozos habían perdido su revestimiento invernal, y entre las hendiduras de aquellas rocas, que parecían compuestas de una materia rojiza, despuntaban las primeras plantas. Veíanse musgos, líquenes, usnea melanoxantha, algunas fucsias magallánicas, que mostraban pendientes los primeros capullos; metrosideros stipularis, de hojas punteadas, pero que aún carecían de sus pequeñas flores blancas; lecanoras y ulvas, planta esta última que sólo crece a la sombra. Se diría que le teme al sol, pues apenas la tocan los rayos del astro diurno muere enseguida, tal vez porque el calor solar seca la humedad en que necesita saturarse. Las que nacen en las rocas expuestas al sol perecen apenas este las ilumina.
Procediendo despacio y con mil precauciones para no caer en los barrancos que se abrían por todas partes, a las cuatro de la tarde llegaron los exploradores a la cima de la cadena.
Del otro lado, hacia el Sur, se extendía entre ellos una infinita llanura cubierta de nieve, ligeramente ondulada y no interceptada en parte alguna por las elevaciones, conos, agujas y pirámides que surgen tan frecuentes y unidos en las regiones del Polo Ártico. El continente austral parecía llano como un verdadero desierto y sólo a una inmensa distancia se dibujaba en el fondo azul del cielo alguna que otra cadena de montañas.
En aquella vasta llanura helada reinaba un silencio de muerte; no se veía por allí ni un solo ser vivo. Faltaban hasta las aves, tan abundantes en la costa, y ni una sola volaba sobre aquella superficie inmaculada, en la cual nunca puso su planta el hombre.
—¡Qué desierto de hielo! —exclamó Bisby asustado—. ¡Impone sólo verlo!
—Me place que así sea —dijo Wilkye—. Nuestro velocípedo marchará por él sin encontrar obstáculos.
—¿Y está muy lejos el Polo?
—Al sur, a mil quinientas millas de distancia.
—Se necesita valor, Wilkye, para ir hasta allí. ¡Y yo que quería ir a pie!
—Dígame, señor Wilkye —dijo el velocipedista Peruschi—: ¿hallaremos otras llanuras detrás de aquellos montes que se divisan desde aquí?
—Confió en ello, amigo mío.
—¿Y cómo atravesaremos esos montes?
—Si no encontramos un paso, los rodearemos.
—¡Pero eso alargará considerablemente el viaje!
—Ya le he dicho que llevaremos víveres para cuarenta días.
—¿Espera encontrar en el Polo a la expedición inglesa?
—Dudo mucho que Linderman pueda encontrar un paso a través de la Tierra Alejandra. Estoy convencido de que las tierras australes forman un verdadero continente y no constituyen un agrupamiento de islas. Los buques, pues, no podrán llegar jamás al Polo.
—¿Intentará llegar a pie?
—Lo intentará: estoy seguro de ello; pero se verá obligado a volver. Una tripulación, por fuerte y disciplinada que sea, no puede recorrer mil quinientas millas a pie sobre los hielos y cargada con los víveres necesarios para muchos meses. Todas las expediciones intentadas en los países árticos, aun con la ayuda de trineos tirados por perros, han dado resultados negativos, y aun desastrosos. Pero regresemos, amigos míos; bajaremos por estos barrancos que llegan hasta la costa, y de camino dispararemos algunos tiros a las aves marinas.
—Y yo las prepararé para la cena —dijo Bisby.
—Será un asado un poco duro, señor cocinero.
Bajaron de la cima y empezaron el descenso a través de los barrancos, resbalando por el hielo que cubría las rocas. En menos de media hora llegaron a la costa, al borde de una especie de canal o fiord que se hallaba a una milla de la cabaña.
Los hielos cubrían el agua y, aunque tenían un espesor enorme, empezaban a resquebrajarse a causa del calor solar, que iba deshelándolos. Crujían como si bajo ellos estallaran minas, se abrían acá y allá, dejando paso al agua del mar, que salía borbotando por las grietas y corría en verdaderos arroyos, mientras que las cimas de los icebergs oscilaban, temblando como si de un momento a otro fueran a perder el equilibrio. De vez en cuando, un cono o una aguja de muchas toneladas de peso se desprendía de lo alto y, rebotando con gran ruido, caía sobre los bloques más bajos, rompiéndolos en mil pedazos. Verdaderas nubes de aves marinas habían establecido sus nidos en los bordes del fiord. Eran aptenodytes forestry, aves muy grandes, pues pesan cerca de treinta y cinco kilos, con las plumas de color azul metálico por encima y blancas en la pechuga y de un color dorado.
Muchas de ellas empollaban los huevos; pero otras correteaban por los hielos, ayudándose con sus patas palmadas y con sus alas de escasas plumas. No obstante su pesadez, andaban más deprisa que el hombre.
—¿Son comestibles? —preguntó Bisby.
—Excelentes, aunque su carne sea negra.
—Entonces tenemos asegurada la cena.
—Le prevengo que las haga pedazos y las examine bien antes de ponerlas en la cacerola.
—¿Por qué? ¿Qué teme?
—Romperme los dientes.
—No le comprendo.
—Le diré que esas aves son muy aficionadas a tragarse las piedras. Algunos cazadores, entre ellos James Ross, el famoso explorador, encontraron hasta cuatro kilos de piedras en el buche de esas aves.
—¿Es que toman las piedras por confites?
—No me lo han dicho. ¡Conque fuego a discreción, o se nos escapan todas!
Cuatro detonaciones resonaron, y cuatro de dichas aves cayeron sobre el hielo. Iba Bisby a precipitarse sobre ellas, cuando se detuvo bruscamente gritando:
—¡Huyamos! ¡He oído rugidos de leones!