LA SEPARACIÓN
El Estrecho de Bismarck, en cuyas orillas contaba desembarcar la expedición americana antes de emprender la marcha al Polo Austral, es una especie de canal que penetra entre las Tierras de Palmer y de Graham.
Delante se encuentra un archipiélago de islas desiertas que se llaman Elisabeth, Friedburg, Peterman, Krogman y Doot; más allá, al Oeste, al otro lado del 65° meridiano, se halla el archipiélago de Pitt, y más lejos el de Biscoe, muy numeroso, descubierto en 1832 por el navegante del mismo nombre.
Nadie ha explorado aquel estrecho, habiéndose limitado los navegantes que se dedicaron a descubrir aquellas tierras a visitar solamente las costas. Ni Palmer, que las exploró en 1822, ni Foster, que estuvo allí en 1829, ni Biscoe osaron afrontar los hielos ni anclar sus buques en aquel brazo de mar. Se ignora, pues, si se prolonga mucho por el continente o si se trata de un fiord.
Esto no tenía ninguna importancia para la expedición americana, que contaba con llegar al Polo por la vía terrestre, y no por mar. Además, intentar la exploración, al menos por el momento hubiera sido una locura, pues aquel estrecho estaba bloqueado por tan enormes hielos, que podían desafiar impunemente los espolones de los más poderosos barcos.
La Estrella Polar, que tenía prisa por partir con la expedición inglesa, se dirigió a la punta septentrional del estrecho, que descendía dulcemente hacia el mar, uniéndose a un banco de hielo que tenía más de mil metros de extensión.
Al llegar al banco el capitán Bak hizo botar al agua las chalupas, después de atar sólidamente el buque en un pequeño iceberg, y enseguida ordenó la descarga del material perteneciente a la expedición americana.
Wilkye hizo que desembarcaran los marineros americanos que había llevado consigo, seis hombrones altos como granaderos, robustos como toros, con los hombros anchos y el cutis bronceado por los vientos salinos del mar, y después de ellos bajaron los dos velocipedistas.
La tripulación inglesa procedió a la descarga, acumulando en el banco considerable cantidad de tablones que parecían destinados a una construcción, gran número de cajas, barriles y pacas de gigantescas proporciones, y una provisión de carbón calculada en dos toneladas. Enseguida desembarcó una chalupa que podía contener cómodamente a todos los miembros de la expedición.
—¿Le falta algo? —preguntó Linderman a Wilkye, que numeraba cuidadosamente todos aquellos objetos.
—No, señor —respondió el americano.
—Entonces me marcho.
—Le aseguro que nos encontraremos en el Polo.
—Y yo le aseguro que no llegará —respondió el armador con dureza.
—¿Le disgustarla compartir conmigo el honor de descubrir el Polo Austral?
—Prefiero que lo descubra un inglés, mejor que un inglés y un americano.
—Lo veremos, señor.
Se le acercó y le tendió la mano; pero el armador dio un paso atrás, diciendo:
—¡No es usted mi huésped, sino un rival y un rival encarnizado! ¡La guerra está declarada entre nosotros!
—Cuento con su regreso para volver a América; tal es el pacto.
—Lo mantendré, si…
—¿Qué? —preguntó Wilkye, arrugando la frente—. ¿Sería capaz…?
—¡No! —exclamó el armador—. Deme la mano, señor Wilkye. Es usted demasiado generoso, y, aunque rivales, luchamos por el triunfo de la ciencia.
Se estrecharon cordialmente la mano, y se separaron, deséandose feliz viaje. Bisby, conmovido, echó los brazos al cuello del armador, y luego bajó al banco gritando:
—¡Hurra por el Polo…!
Después de soltar las amarras, la Estrella Polar lanzó con la sirena un silbido agudo, que repercutió extrañamente en aquellas inmensas murallas de hielo, y partió a todo vapor hacia el Sur, bogando entre las islas y la costa.
En el puente estaba Linderman con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud pensativa, y a lo largo de las amuras la tripulación entera con la vista fija en el banco. Wilkye, en el borde mismo del bloque de hielo, miraba la goleta, que se alejaba rápidamente, y él también parecía pensativo, preocupado.
Poco después la goleta desaparecía detrás de la isla Boot, y en el oscuro horizonte sólo se percibió un lejano penacho de humo.
—¿Qué suerte le estará reservada? —murmuró el americano—. ¡Sólo el tiempo podrá decirlo!
—¿Ha concluido su observación? —le preguntó Bisby—. Empiezo a sentir frío en medio de estos hielos, y de buena gana despacharía unas cuantas chuletas bien asadas junto a un buen fuego.
—Me preguntaba qué fin aguardará a ese hermoso buque —dijo Wilkye.
—¿Cómo quiere que concluya? Hará un viaje a través de los hielos, y luego vendrá a buscamos.
—Temo lo contrario, Bisby. ¡Tal vez no le veamos más!
—¿Por qué?
—Porque antes de retroceder, Linderman lo aplastará entre los hielos para obligar a la tripulación a seguirle al Polo.
—¿Y nosotros? —preguntó el negociante poniéndose pálido—. ¡Bonito porvenir si nos vemos abandonados en estas costas! ¡Si llego a saber esto a tiempo, le aseguro que no me muevo de Baltimore! ¿Cómo volveremos a nuestro país? ¿Quiere vivir eternamente entre estos hielos como los osos blancos? Le repito que ya estoy cansado del Polo, y que sólo deseo volver a los Estados Unidos.
—¡Vamos! ¿Qué se ha hecho de su entusiasmo por la expedición? ¿Se ha desvanecido, ahora que precisamente comienza nuestro viaje? Mientras estaba en la goleta tratándose a cuerpo de rey, comiendo y bebiendo a su placer y durmiendo tranquilamente en un cómodo camarote, quería ver el Polo, ¿y ahora se asusta?
—Es verdad, amigo mío; pero este país comienza a producirme melancolía. ¿Qué quiere? Yo no he nacido para los viajes.
—Si quiere volver a su casa, puede hacerlo —le dijo Wilkye riendo—. El Norte está por allí.
—No bromee, Wilkye. ¿Qué hacemos ahora? Le confieso que no me hallo bien en este banco y con este frío.
—Dentro de poco tendremos una cabaña.
—¿Y una estufa?
—Y una estufa.
—¡Pues apresurémonos!
—Póngase también a trabajar. Así entrará en calor.
—¡Quiera Dios que no adelgace!
—Al contrario, comerá el doble.
—Entonces, estoy a su disposición.
—Comencemos a construir la cabaña. Será nuestro cuartel general y nuestro almacén.
—¿Y dónde la edificaremos? ¿Sobre el hielo quizá?
—¿Quiere que la construya sobre las rocas? Sería preciso romper una capa de hielo de quince a veinte metros de espesor.
—¿Y no nos helaremos?
—No; estaremos bien abrigados, Bisby. ¡Manos a la obra! Es preciso trasladar todos estos tablones al otro lado del banco. Después pensaremos en trasladar estos bultos, estas cajas y todo lo demás.
Los seis marineros, los dos velocipedistas, el negociante y el propio Wilkye se pusieron enseguida a la faena. Estando para ponerse el sol, la temperatura descendía rápidamente y era preciso asegurarse cuanto antes un refugio.
Aquellos diez hombres cargaron con los tablones y se dirigieron a la costa, que sólo distaba unos setecientos metros. Hallado un sitio a propósito al pie de una gran roca que debía resguardarles de los helados vientos del Sur, Wilkye, ayudado por Bisby, dio comienzo a la construcción, mientras los marineros y velocipedistas volvían al banco para acabar de transportar la madera.
La erección de aquella cabaña no debía exigir mucho tiempo, pues los tablones estaban numerados y no había más que armarla. Bastaba para ello ir colocando cada pieza en su sitio y unirlas con clavos.
Tres horas fueron suficientes para obtener un cómodo albergue, Con techo en doble pendiente y dividido en cuatro compartimientos de doce metros de largo y seis de ancho. Las tablas unían tan perfectamente, que impedían todo acceso al frío; pero Wilkye y Bisby para conservar mejor el calor interior, cerraron herméticamente las juntas de las tablas pegando en ellas unas gruesas tiras de tela impermeable, a semejanza de lo que hacen en sus viviendas los colonos de Groenlandia y los islandeses.
Para evitar el contacto con el hielo extendieron en todos los compartimientos de la cabaña espesas telas de vela, y sobre ellas colocaron gruesos tapetes de fieltro a fin de combatir mejor la humedad, que en aquellos climas puede ocasionar graves males.
En la estancia central, que había de ser el comedor y la sala de conversación, colocaron una estufa de hierro provista de un tubo de desahogo, curvado, para impedir el escape del calor al exterior.
Bisby estaba más que satisfecho y no cesaba de elogiar y admirar las comodidades de aquella casa, que él llamaba pomposamente palacio de invierno. Hacía proyectos sobre proyectos, se prometía dar festines y bailes, pasar alegremente las veladas y, sobre todo, ofrecer comidas que compitieran con las de Lúculo. Contaba especialmente con engordar junto a la estufa, y con idea de servirse los mejores bocados, o para evitar que el cocinero hiciera economía, se nombró él mismo cocinero de los expedicionarios.
La propuesta fue aceptada entre la alegría general; pero Wilkye se consideró en el deber de advertirle que los víveres eran limitados y que las existencias disponibles debían durar seis meses pues no podía contarse con seguridad con el retorno de la Estrella Polar.
Eran las tres de la mañana y aún no habían podido dormir. Aunque el sol comenzaba a elevarse en el horizonte, la temperatura era tan fría en aquella costa que helaba las narices y las manos.
Wilkye hizo encender la estufa y concedió un descanso de algunas horas antes de transportar a la cabaña todas las cajas, barriles y objetos desembarcados de la goleta.
El descanso fue aprovechado por todos para echar un buen sueño alrededor de la estufa, que ardía alegremente, esparciendo por toda la cabaña un dulce calor. Bisby fue el primero en dar el ejemplo acostándose sobre su famosa piel de bisonte.
Un descanso de más de cinco horas fue suficiente para que todos recobraran las fuerzas. Después de beber una taza de té hirviendo, emprendieron el difícil y fastidioso trabajo.
Los barriles, las cajas y los paquetes amontonados o esparcidos en el banco de hielo fueron trasladados a la costa, y luego acumulados alrededor de la cabaña, donde Wilkye los examinaba con escrupulosa atención y los conducía después a la estancia destinada a almacén, ayudándole Bisby y los dos velocipedistas.
—¿Está todo? —preguntó el negociante cuando fue transportado el último paquete.
—No falta nada —respondió Wilkye.
—¿Puedo conocer las riquezas que poseemos? Como cocinero de la expedición, es necesario que sepa dónde se encuentran las carnes, la harina y demás ingredientes necesarios para mis suculentos guisos.
—He colocado cada cosa en su sitio: todos estos barriles contienen víveres; estas cajas, los velocípedos, las armas, las municiones, los instrumentos necesarios para mis cálculos y observaciones y los avíos de la chalupa; esos baúles, los vestidos, las mantas, las colchonetas, las tiendas, etcétera.
—¿Tenemos víveres para muchos meses?
—Para seis, calculando diez personas.
—Son pocos, Wilkye —dijo Bisby—. Debía haber tenido en cuenta que yo he venido al Polo para engordar.
—Son suficientes —respondió Wilkye riendo—. Además, no cuenta con la caza. En el Polo hallaremos otarias, procelarios y otras aves.
—¿Y osos?
—No los hay en el Polo Austral; ya se lo he dicho.
—¿Y en qué consisten nuestros víveres?
—En estos barriles encontrará galletas, harina, carne de cerdo salada…
—¡Deliciosa! Sé asarla muy bien.
—Té, que es indispensable en este clima, café, chocolate, azúcar, bacalao, manteca, arroz, patatas y una gran provisión de pemmican.
—¿Y qué es ese pemmican?
—Sirve para hacer sopa muy nutritiva. Está compuesto de carne seca pulverizada y de grasa. Basta cocer en agua una pequeña cantidad de esta mezcla y se obtiene un caldo exquisito.
—¡Que me place! ¡Perfectamente!
—Además, hallará verduras en vinagre, necesarias para combatir el escorbuto; zumo de limón, que es también un eficaz antiescorbútico; frutas secas, etcétera. ¿Está contento?
—¡Contentísimo, Wilkye! Pero cuando marchemos al Polo, ¿cómo llevaremos todas esas provisiones?
—Las dejaré aquí bajo su vigilancia.
—¡Bajo mi vigilancia! ¿Permaneceré yo aquí?
—Sí, con los marineros.
—Pero ¿cuál es su proyecto?
—Se lo explicaré de sobremesa. Señor cocinero, es mediodía y los marineros tienen hambre.
—Yo también siento alguna debilidad en el estómago. ¡Al trabajo!
El glotón no perdió tiempo. Ayudado por un marinero, al cual nombró pinche, abrió los barriles de los víveres y puso a la lumbre dos cacerolas de hierro, para fundir nieve, pues con aquellos intensos fríos no podía encontrarse una sola gota de agua.
Poco después se difundía por la cabaña un apetitoso perfume, que indicaba que el cocinero cumplía su obligación. A las dos grandes cacerolas que hervían alegremente añadió otras más pequeñas, en las cuales preparaba frituras que prometían ser deliciosas.
Dos horas después Bisby anunciaba con voz solemne que la comida estaba dispuesta. Todos se sentaron a la mesa y acometieron con verdadera saña los manjares.
El cocinero se había excedido a sí mismo: si continuaba por igual camino, no tardaría en dar fin de las provisiones. Una sopa deliciosa hecha con pemmican, buey estofado, lomo asado, arroz, verduras en aceite, bacalao en salsa picante y frituras constituían la minuta. A esto añadió el insaciable Bisby una lengua ahumada, queso, frutas secas y varias botellas.
—¿Quiere arruinarme? —le dijo Wilkye—. La comida ha sido deliciosa; pero si no se modera consumiremos la provisión en dos meses.
—¡Cazaremos, amigo mío! —respondió el negociante, que devoraba por cuatro.
—Pero la caza puede escasear, Bisby.
—¡Me asusta!
—No tengo esa intención; sólo se lo digo por prudencia y a fin de que sea económico. En esta región no se encuentran provisiones, y pueden ocurrir cien mil percances y vernos obligados a permanecer entre estos hielos muchos meses, quizá años.
—¿Y qué sería entonces de nosotros? —exclamó Bisby, poniéndose pálido—. ¡Corro el peligro de volver a América seco como un bacalao, en vez de ir gordo como un elefante, y entonces me expulsarán de la Sociedad de Hombres Gordos, en lugar de elegirme su presidente!
—Todo puede ocurrir en este continente, donde no hay un solo indígena que pueda socorrernos. Sin embargo, espero terminar en breve la expedición y dejar estas regiones antes de que empiece el temido invierno.
—¿Pero cuáles son sus proyectos? Nosotros lo ignoramos todo.
—Sirva ese ponche que llamea —dijo Wilkye a Bisby—; enseguida encenderemos las pipas, y le explicaré mis proyectos con todos sus detalles.