EL CONTINENTE AUSTRAL
Las Islas Shetland, que se dividen en dos grupos, las occidentales y las orientales, se extienden ante la Tierra Trinidad, entre las de Palmer y Luis Felipe, ocupando un espacio de cerca de cuatrocientos kilómetros.
Su número exacto no se conoce aún, pues han sido visitadas por pocos navegantes: Delaroche, que en 1675 descubrió la isla del Rey Jorge; Powel, en 1825; Foster, que tomó posesión de las tierras australes en 1829, y Biscoe, el descubridor de la tierra de Enderby, de la Adelaida y de la de Graham, en su viaje de 1832.
Las mayores, sin embargo, han sido exploradas todas. La del Rey Jorge, que tiene una amplia bahía hacia el Sur, es la más vasta. La siguen en importancia la de Livingston, que tiene una alta montaña llamada Bernard, de 3860 pies de elevación; la isla de los Elefantes, con otra altura de 3490 pies; Clarence, que parece un enorme escollo; Smith, con el monte Foster, que es el más elevado de todos, llegando a 6600 pies. Snow, Greenwich, Nelson, Halfmoon, Deception y otras menores, que pueden llamarse escollos o simples grupos de escolleras.
Todas estas islas tienen un aspecto salvaje y desolado. Sus costas son abruptas y socavadas por la eterna acción de las aguas; en invierno están cubiertas de nieve y rodeadas de campos de hielo, que hacen imposible el acceso a ellas; en estío se despojan de parte de su blanca envoltura, pero en aquellas rocas sólo crecen raquíticas plantas, absolutamente insuficientes para nutrir una manada de reses, pues se reducen a musgos, pequeños líquenes pertenecientes a la especie de los usnea melanoscanthoa, que es una planta microscópica, lecanoras, ulvas y algún drimys winteri de hojas grises plateadas, y cuyas ramas pueden emplearse con éxito para combatir el escorbuto.
Ningún ser humano vive en aquellas tierras del Océano Austral. Si en las del Océano Ártico, que son tan frías y estériles como las antárticas, se encuentran esquimales, en estas faltan en absoluto los hombres, y ni se tiene noticias ni se ha encontrado vestigio alguno que haga suponer que estuvieron habitadas en otro tiempo.
Sólo se ven aves, que anidan a millares en aquellas rocas, mejor dicho, a millones, y que dejan que el hombre se acerque a ellas y aun las mate a bastonazos; tan estúpidas son.
Se ven focas y elefantes marinos; pero faltan los cuadrúpedos, pues no hay ni osos blancos, ni lobos, ni renos, ni bueyes, como en las regiones árticas.
Una vez ante la Isla del Rey Jorge, la Estrella Polar puso la proa al Sudoeste, para ganar la punta Cookburn, que se halla en la extremidad del amplio golfo de Ughes, y desde allí costear la gran península, isla o lo que sea, que se extiende desde la Tierra de Palmer y la de Graham. El estado del océano favorecía una rápida marcha. Aquella amplia extensión de agua comprendida entre la cadena de las Shetland occidentales y las playas del continente estaban libres de hielos. Un viento que soplaba del Norte con bastante violencia había empujado hacia el Sur a aquellos peligrosos colosos, los cuales habían ido a soldarse a los grandes bancos que cubren durante todo el año aquellas heladas tierras polares.
Sin embargo, no debía tenerse demasiada confianza. En la primavera y en el estío dominan los vientos del Sur, y aquellos hielos podían de un momento a otro ponerse otra vez en marcha, invadir el océano y poner a dura prueba a la expedición angloamericana.
El capitán Bak no lo ignoraba y había ordenado avanzar con la máxima velocidad para poder llegar a la Tierra Alejandra antes de que comenzara el deshielo, a fin de tener tiempo para reconocer el paso cuya existencia suponía el armador.
La Estrella Polar filaba a todo vapor por aquella especie de canal llamado de Bransfield, que se extiende entre el continente y las Shetland, pero que tiene la longitud de un verdadero brazo de mar.
De cuando en cuando la goleta se veía obligada a hacer grandes rodeos para evitar el encuentro con enormes bancos de kelp. Aquellas algas gigantescas aparecían por todas partes, y movidas por las olas amenazaban aprisionar por segunda vez la hélice.
El 25 de noviembre, la temperatura, que hasta entonces habla oscilado entre 2° y 4° bajo cero, descendió bruscamente, a causa del viento que comenzaba a soplar del Sur. Aunque el sol brillaba espléndidamente, el termómetro marcó 7° bajo cero.
La tripulación, así como los miembros de la expedición, se vieron obligados a ponerse los pesados vestidos de invierno, los guantes de abrigo y los capotes de piel de foca con capuchones. Sólo se resistió a ello Bisby, a pesar de los consejos de su amigo Wilkye, y se limitó a envolverse en su famosa piel de bisonte, sin renunciar a la chistera, que, según él, era preferible a la capucha.
A mediodía algunos bloques de hielo, empujados hacia el Norte por el viento que soplaba del Sur, aparecieron en aquellas aguas, y por primera vez el capitán Bak señaló un iceblink.
El iceblink indica siempre la proximidad del icefield, o sea de los inmensos campos de hielo. Es una luz blanca, producida por la refracción de los rayos solares en la superficie de los hielos, y se refleja en el cielo, especialmente cuanto está cubierto de nubes. A veces esta luz es tan intensa que se la percibe aún a través de la más espesa niebla.
A las cuatro de la tarde la goleta, después de haber evitado algunos floes, o bancos de hielo formados en el mar por la congelación del agua, llegó a las orillas de una isla que se encontraba en su camino.
Era la de Decepción, que es una de las más notables del Archipiélago de las Shetland australes y una de las más raras por su forma. Es circular, y al exterior carece de toda rada que pueda ofrecer asilo a los buques; pero en su interior oculta el mejor y más seguro puerto que sin duda existe en todas las tierras del Globo. Se entra en él por una estrecha abertura situada al Sureste, y que, de no conocerse su existencia, sería difícil de encontrar, pues está encerrada entre dos altas rocas, o, mejor dicho, colinas.
Aquel cómodo puerto, en el que caben con desahogo centenares de buques, se llama de Foster, nombre del navegante que lo descubrió; pero la mayor parte del año es impracticable, a causa de los hielos que lo bloquean.
Las costas de la isla aparecían abruptas, salvajes y en gran parte cubiertas de nieve; el monte que se eleva en la playa del Nordeste parecía un gigantesco cono de hielo, que brillaba como un inmenso diamante a los rayos del astro diurno.
Millares y millares de aves anidaban en aquellas costas, en los terrenos desprovistos de nieve. Al borde de las rocas, alineados como soldados, se veían bandadas de pingüinos, estúpidos volátiles que lanzaban al paso del buque roncos y discordes gritos. Había también nutridos batallones de aenofsaura, aves que se mantienen de los excrementos de las focas, y que, al ser heridas, vomitan al caer una cantidad de estiércol tan pestilente, que es imposible acercarse a ellas para recogerlas.
También fueron vistas algunas focas: eran otarias gibosas, llamadas también leones marinos. Miden dos metros de longitud, tienen la pelambre pardo amarillenta y ostentan en el cuello una corta crin que les da un aspecto feroz, aunque se trata de animales bastantes cobardes.
Se calentaban al sol, cerca de la orilla del mar, para zambullirse a la primera señal de peligro. Cerca de la costa, los tripulantes de la Estrella Polar vieron nadar a un elefante marino; pero apenas divisó a la goleta se sumergió, y no volvió a reaparecer, con gran disgusto de Bisby, que se hubiera comido asada la trompa del mamífero.
—Me desquitaré con las aves apenas desembarquemos —le dijo a Wilkye—. ¡Haremos guisos colosales!
—¡Os desafío a que podáis comerlas!
—¿No son agradables? —preguntó Bisby.
—¡Infernales! Apestan a pescado y a aceite rancio, y algunas exhalan un hedor que da náuseas, pues se alimentan de excrementos de foca calientes aún.
—¡Puah!
—Añada a eso que estas aves son duras, coriáceas y viejísimas, pues las hay que viven muchos años.
—¿Decenas de años?
—¡Centenares, amigo mío!
—Se me resiste el creerlo, Wilkye. Me parece demasiado que estas aves vivan más que los hombres.
—¡Oh! Hay muchísimas que viven siglos, Bisby. Los cisnes son los que tienen la existencia más larga, pues llegan a trescientos años.
—¡Cómo envidio a esas aves!
—Vienen luego las cotorras, que pasan del siglo. Knaver asegura haber visto una que contaba ciento veintidós años.
—¡Hermosa edad para un volátil!
—Un águila del mar, cogida ya adulta, en 1715, no murió hasta 1819, o sea ciento cuatro años después. Un milano, de cabeza blanca, capturado en 1706, no murió hasta 1820, en una pajarera del castillo de Schonbrunn, junto a Viena. Los papagayos y los cuervos envejecen también mucho, y pasan del siglo; pero sobre todo las aves marinas y las de los pantanos viven muchísimo, y se dice que su existencia suma la de muchas generaciones humanas.
—Y los pájaros de los bosques, de nuestros bosques, ¿viven mucho?
—Bastante, Bisby; pero la cautividad en las jaulas abrevia su existencia. Se han visto garzas prisioneras vivir veinticinco años, y mirlos quince.
—¿Y los gallos, que son tan suculentos?
—Viven por término medio veinte años, y las palomas mueren a los diez.
—¿Comen mucho las aves?
—Muchísimo. Como hacen gran consumo de fuerza muscular, tienen siempre apetito.
—Entonces miente el proverbio que dice: «Come como un pájaro», para indicar que una persona se alimenta con cualquier cosa.
—Bástele saber que un pájaro del tamaño de un mirlo come en una sola comida tanto, que, en proporción, un hombre debía comerse de cada sentada una pierna de buey. Si la población del mundo, en proporción al tamaño de los pájaros, comiera como estos, se ha calculado que serían precisos cien millones diarios de bueyes.
—Basta, Wilkye. Con sus noticias se me ha abierto el apetito, y deseo que suene la campana para la cena.
—¡Devorador!
—¡Por Baco! Si he de engordar para sustituir a Dorkin, es necesario que coma.
—¿Y ha engordado algo?
—Muy poco. Solamente dos kilos.
—Eso es mucho, apenas en quince días.
—Poco, poco, amigo mío; pero cuento engordar mucho en el continente austral.
Durante la noche, la Estrella Polar se vio obligada a disminuir la marcha, pues en el mar aparecieron nuevas moles de hielo que procedían del vasto Golfo de Ughes, y que el viento austral empujaba hacia el Norte. Se acumulaban especialmente alrededor de las rocas de Kendal y de Austin, que forman un grupo de escollos muy peligrosos, entre Decepción y la costa de la Tierra Trinidad.
Por fortuna, el sol, que brillaba siempre, no poniéndose hasta medianoche, y solamente por un par de horas, permitía distinguir aquellos colosos, los cuales destellaban esplendorosamente revestidos de brillantes colores. En tanto que los situados junto al continente brillaban como diamantes, por tener frente al sol, los otros, que lo recibían por detrás, parecían montañas de fuego.
A medianoche, la Estrella Polar navegaba por las aguas del Golfo de Ughes. Esta profunda ensenada, formada por la Tierra Trinidad al Este y la península de la Tierra de Palmer, tiene una longitud de casi tres grados, o sea de ciento ochenta millas, y en su seno se elevan muchas islas, entre las cuales son las mayores las de Hossason y Posesión.
Como la atmósfera estaba muy limpia, se podía distinguir, sin ayuda del anteojo, el monte Parry, situado en la península de Palmer, a la entrada de la bahía de Dahlman.
A las siete de la mañana, Wilkye, que había subido a cubierta, señalaba la Tierra de Palmer y el Cabo Cookburn, que forma la punta extrema de la misma.
Aquella costa, descubierta en 1822 por un cazador de focas americano llamado Palmer, y que en 1829 fue visitada por Foster, y por Biscoe en 1832, está situada entre la Tierra Trinidad y la de Graham, y tiene una extensión de 5°, de Este a Oeste.
Es una región desolada; lo mismo que las otras, cubierta de hielos y nieves y habitada sólo por aves marinas. Forma algunos golfos, como los de Elghes y de Dalhenam, cercados siempre por los campos de hielo; tiene algunos montes, y a lo largo de la costa algunas islas estériles, deshabitadas.
Nadie ha explorado el interior; pero todo induce a creer que forma parte del continente austral. Tal vez una sola parte está separada y forma una isla de mucha extensión. Tal vez sea esta la gran península que se descubría al Oeste, y que al Este se ensancha considerablemente, formando dos profundos canales, uno de los cuales se llama de Roosen. Los hielos han impedido a los exploradores aventurarse en aquella tierra, sea una isla o una península. La costa que se mostraba a la vista de la expedición angloamericana era tan imponente que hacia palidecer al más audaz. Una inmensa muralla de hielo, por lo menos de ochenta metros de alto, y tan espesa que podía desafiar el espolón del más poderoso acorazado y a los más tremendos instrumentos de destrucción, la cercaban hasta perderse de vista.
Al extremo de aquel bastión, destinado a defender el continente austral, se amontonaba un verdadero caos de icebergs, de hummoks y de bancos de hielo, del cual salían sordas detonaciones y crujidos apagados, que obedecían a las fuertes presiones de aquellos gigantes polares, así como también se escuchaban violentos estallidos.
De vez en cuando una de aquella montañas, comprimida por las inmediatas, perdía el equilibrio y caía con horrible estrépito sobre los campos de hielo, a los cuales hundía con su enorme peso. Otras veces era una mole de dimensiones colosales, del peso de muchos centenares de toneladas, que se desprendía de la muralla y caía sobre aquel caos de bancos de icebergs.
Entonces se rompían las puntas de las montañas, se derrumbaban los floes y los palks, se abrían profundos barrancos y el mar se encolerizaba, levantándose con ímpetu irresistible enormes oleadas que mugiendo se estrellaban contra todos aquellos obstáculos.
Wilkye, Linderman y el capitán estaban absortos en la contemplación de aquel espectáculo, cuando oyeron gritar a Bisby:
—¡Socorro! ¡Un oso marino!
Un instante después resonaron tres tiros, que casi, formaron una sola detonación, seguidos de las voces del contramaestre, que gritaba:
—¡Cogido!
—¿El qué? —preguntaron Wilkye y Linderman.
—El oso —respondió Bisby.
—No, señores; es un elefante marino —dijo el contramaestre—. Miradle, que vuelve a la superficie. Nos proveerá de una exquisita cena y de cuatro barriles de aceite.
—¡Echad una chalupa al mar! —ordenó el capitán—. El aceite es demasiado precioso en esta región para perderlo.