EN EL OCÉANO ANTÁRTICO
¿Qué había ocurrido? ¿Qué tremendo peligro había amenazado la existencia de aquellos audaces exploradores del Polo Antártico? ¿Cómo lo habían evitado y, cómo la goleta, que había sido lanzada en alto flotaba todavía?
Si la explicación era imposible para Bisby, no debía ser difícil para el capitán Bak, para Wilkye y Linderman, que tenían profundos conocimientos de las regiones polares y de los hielos.
La Estrella Polar, que se había lanzado a todo vapor para huir del choque con un iceberg, fue a chocar contra otro, que se mantenía por milagro en equilibrio, y que le cerraba el paso por el Sur.
El golpe que el espolón del buque dio a aquella montaña de hielo bastó para derribarla; y como tales colosos tienen una inmersión extraordinaria, la goleta, que se hallaba sobre la base sumergida, fue lanzada al aire.
Por fortuna, el peso del buque, al caer fue suficiente para romper aquella base, y la Estrella Polar pudo descansar sobre agua libre, en tanto que el iceberg flotaba alrededor roto en mil pedazos. ¡Ay del barco y sus tripulantes si no se rompe el enorme bloque de hielo! Al caer la Estrella Polar, y de chocar cualquiera de sus lados con aquella masa sólida, se habría destrozado, completamente. Además, si el iceberg, en vez de retroceder por el choque, se hubiera dirigido del lado del buque, ninguna coraza, por grande y resistente que hubiera sido, habría podido resistir el choque terrible con aquella mole, que debía de pesar más de veinte mil toneladas.
Pero si la fortuna había protegido hasta entonces a los valientes exploradores de las regiones australes, de un momento a otro podía abandonarles. Pasado aquel gravísimo peligro, otros les amenazaban.
Alrededor de la goleta flotaban los icebergs, movidos por la agitación que en las aguas produjo la caída del coloso polar, que a poco aplasta enteramente al buque.
A la luz de las lámparas de magnesio, que proyectaban por todas partes sus azulados rayos, toda vez que la niebla iba aclarándose, se veían a proa, a ropa, a babor y a estribor gigantescas murallas de hielo que ofrecían alturas inconmensurables. Se hubiera dicho que aquellas montañas tenían impaciencia por aprisionar a la goleta, por estrecharla, por aplastarla entre sus heladas paredes.
La tripulación, no repuesta aún del susto, no quería abandonar las chalupas, en las que se había refugiado, y desatendía las intimaciones del contramaestre, el cual animaba a los marineros y los excitaba a que cogiesen los botahielos para impedir el choque con los bloques que por todas partes sobrenadaban.
Hasta el capitán Bak parecía haber perdido la serenidad y la sangre fría, y vacilaba en dar ninguna orden, temiendo comprometer la suerte de la goleta.
Sin embargo, era preciso salir, y sin perder tiempo, de aquel círculo, que podía cerrarse de un momento a otro y aprisionarlos a todos o, lo que era peor, aplastar al barco entre sus anillos de hielo.
—Señor —dijo Wilkye, que era el único que no había perdido su calma habitual—. Es preciso forzar el paso, o todos perderemos aquí la vida.
Linderman, a quien habían sido dirigidas las anteriores palabras, y que permanecía mudo de estupor, le respondió:
—¿Y adónde quiere ir? ¿No ve que estamos bloqueados?
—Ante nosotros, si mi vista no me engaña, veo un paso abierto entre dos icebergs.
—¿Y estará libre ese paso?
—No lo sé; pero en nuestra situación, debemos intentarlo todo.
—Es que podremos encontrar otras masas de hielo, señores —objetó el capitán—; y, si no chocamos con una, corremos el peligro de tropezar con otra.
—Y si permanecemos aquí nos aprisionan estos icebergs. Hay que tener en cuenta, además que todos los bloques están mal equilibrados.
—Intentemos el paso —dijo Linderman—. Si no podemos huir, retrocederemos.
—¡Cada uno a su puesto! —gritó el capitán dirigiéndose a la tripulación—. Si queréis salvar la vida, coger los botahielos y evitad los choques.
Después añadió, inclinándose por la escotilla:
—¡Maquinista, adelante!
—¿Vamos a ser aplastados? —preguntó Bisby a Wilkye.
—¡Quién sabe!
—Estoy ya cansado del Polo, y desearía regresar a Baltimore. ¡Cuerpo de un buey asado! Es esta una locura que me agrada muy poco, amigo mío.
—Pues ya todas las lamentaciones son inútiles, Bisby. Yo, por mi parte, seguiré adelante, aunque cada minuto peligre más mi vida.
—Sí; pero yo…
—Es una lucha por la ciencia.
—A mí no me importa la ciencia.
—Lucharemos también por la bandera de la Unión Americana.
—Eso será muy bonito; pero yo preferiría estar en mis almacenes ganando dinero.
—¡Silencio! En este momento nos jugamos la piel.
—Yo me jugaré la del bisonte —manifestó el negociante en carnes saladas—. ¡Vaya una endemoniada aventura en que me he metido!
En tanto, la Estrella Polar avanzaba entre los hielos con mil precauciones, pues los bloques amenazaban aprisionarla a cada momento. El capitán Bak se puso en la barra del timón, no fiándose más que de sí mismo en aquellos supremos momentos, y la tripulación se había colocado a lo largo de las amuras de babor y estribor con los botahielos, para reprimir el asalto de los colosos polares. Ante la proa se distinguía confusamente un paso o canal entre una enorme montaña de hielo y un gran banco, cuyo canal parecía prolongarse bastante. Si las dos moles, o las que arrastraban las comentes submarinas, no se cerraban o unían, la Estrella Polar se libraría de la prisión.
En pocos minutos el buque ganó la distancia que lo separaba de aquel estrecho y entró en él, procurando mantenerse en el centro.
Había recorrido cerca de tres cables cuando hacia popa se oyeron choques que parecían producidos por la caída de algunos bloques.
—¡A todo vapor! —gritó Wilkye.
La goleta, a riesgo de estrellarse contra un banco cualquiera que podía estar situado a la salida del canal, se lanzó adelante con la ligereza de un delfín.
Un instante después, una detonación espantosa, semejante al estallido de una mina o de un polvorín, retemblaba hacia el Norte, seguida de dos espantosos chapuzones.
Las montañas de hielo que amenazaban aprisionar la goleta habían chocado, rompiéndose en mil pedazos. Si el choque ocurre unos momentos antes, el buque hubiera sido aplastado.
—¡Estamos a salvo! —gritó el capitán.
—¡Hurra por la Estrella Polar! —le respondieron los marineros.
—¡El mar está libre ante nosotros! —manifestó Linderman—. ¡Demos gracias a Dios!
—Y yo distingo un fuego —dijo una voz—. ¿Estarán por ahí preparándome un asado? ¡Por Baco, que le daría las gracias a quien fuera!
—¡Un fuego! —exclamaron Wilkye y Linderman.
—¿Creéis que estoy ciego? —preguntó Bisby, que era el que había hecho el descubrimiento—. Allí, o están guisando o fundiendo estos malditos hielos.
Wilkye, Linderman y el capitán Bak miraron hacia donde indicaba el negociante, y, en efecto, hacia el Sureste vieron brillar, a través de la niebla, un fuego que subía y bajaba.
—¿Será algún buque? —preguntó Linderman—. Los balleneros suelen llegar hasta la costa de la Tierra Trinidad y de Palmer.
—Es imposible —dijo el capitán—. Con esta niebla no se puede distinguir un farol.
—Puede ser un horno que sirva para licuar el aceite de ballena.
—No; es imposible, señores. Ese fuego está lejano, y, para verlo desde aquí, debe de tener dimensiones enormes.
—¿Serán náufragos?
—No lo creo. ¿No veis que unas veces se levanta y otras se baja? Debe de ser una gran columna de fuego.
—Decidme, capitán —preguntó Wilkye—. ¿Suponéis que estamos cerca de las islas Shetland?
—Temo verlas surgir de un momento a otro ante nosotros.
—¿Y que hemos dejado atrás las islas de los Elefantes y del Rey Jorge?
—Es posible, señor. Hace dos horas me pareció oír a nuestra izquierda lejanos fragores, como el romper de las olas contra los escollos.
—Eran, sin duda, las islas Asilan, y ese fuego es producido por el volcán de la isla Bridgeman.
—Pero reparad en que ese fuego brilla casi a ras de agua. Si fuera de un volcán, estarla más alto.
—Os engañáis, señor Linderman. El de la isla Bridgeman es el más bajo que existe en él globo, pues sólo se eleva quince metros.
—Un volcán de bolsillo —dijo Bisby—. Me lo llevaría de buena gana a Baltimore.
—¿Sí? ¡Burlón! —le contestó Wilkye.
—Si esta es la Isla de Bridgeman, quiere decir que hemos traspasado el sesenta y dos grados de latitud y que la Tierra Trinidad no está lejos —observó el capitán—. Podemos dirigirnos con toda seguridad hacia el Oeste.
—Adelante, pues —le contestó Linderman.
La Estrella Polar viró de bordo y emprendió la nueva dirección, que parecía libre de hielos.
Todo peligro parecía conjurado, tanto más cuanto que la niebla comenzaba a disiparse, y el sol, que debía de haber aparecido dos horas antes, doraba acá y allá enormes masas de vapores.
Las aves empezaban a aparecer y se las veía revolotear en gran número, saludando con agudos gritos el astro del día. Eran bandadas de grandes procelarios que de cuando en cuando se precipitaban al mar para pescar ellos boreales, de cuerpos alargados y membranosos y la cabeza formada por cilindros redondeados. Veíanse también muchos albatros, que la emprendían contra unos peces llamados quimeras y que alcanzan una longitud de tres pies, o sea casi un metro, con la piel blanca plateada, la cabeza redonda, el pecho provisto de tres aletas y la boca terminada en una especie de trompa.
A pesar de su peso, los albatros, después de herirlos mortalmente con su robusto pico, los extraen del agua y los llevan a la tierra más cercana, para allí devorarlos a su placer.
A las ocho, cuando se disipó la niebla, apareció por el Norte una costa bastante alta y abrupta, sobre la que volaban inmensas bandadas de aves marinas. El capitán Bak, que había visitado ya otras veces aquellas regiones, la reconoció enseguida.
—Es la isla del Rey Jorge —le dijo a Wilkye—. No estabais equivocados; el volcán que vimos era el de la isla de Bridgeman. Allí se divisa la bahía del Rey; más allá, el estrecho del Frío y las colinas de la isla de Nelson.
—Sí —respondió Wilkye—. La Estrella Polar ha bajado al Sur, pasando entre las Shetland orientales, la isla del Rey Jorge y la de Clarence o la de los Elefantes.
—Si los hielos no nos cierran el paso, dentro de tres días desembarcaréis —dijo Linderman al americano.
—Lo espero; tengo prisa por ponerme en marcha.
—Y por llegar al Polo, ¿verdad? —le preguntó el inglés con ligera ironía.
—Sí, señor.
—¿En vuestros velocípedos?
—En mis velocípedos, señor Linderman —respondió secamente el americano.
—Que es de esperar no os lastimen.
—¿Y por qué me han de lastimar?
—Pero ¿no habéis pensado, señor Wilkye, en que los metales expuestos a las bajísimas temperaturas de las regiones polares causan terribles quemaduras en las manos del que los toca?
—Eso no es cosa nueva para mí, señor Linderman, que he visitado la Groenlandia y la bahía de Baffin del Polo Norte.
—¿Y creéis que resistirán vuestros neumáticos?
—¿Y vos creéis que vuestro buque resistirá las tremendas presiones de los hielos? Además, aún no habéis visto mis velocípedos.
—Deben de ser un prodigio.
—E irán muy lejos, a despecho de vuestra ironía —dijo el americano algo picado—. Nos veremos en el Polo, señor Linderman, si sois capaces de llegar allí.
—¿Me suponéis capaz de asustarme? —preguntó el inglés, apretando los dientes.
—No he dicho eso; pero os desafío a que os reunáis conmigo en el Polo.
—¡Por Dios! ¡Qué seguridad! ¡Contáis ya con llegar allí! Os falta mucho aún, señor Wilkye; o, mejor dicho, no habéis empezado todavía.
—Y vos estáis en el mismo caso.
—Mi buque camina hacia el Sur.
—Y yo, dentro de poco, me adelantaré y plantaré antes que vos en el Polo la bandera estrellada de la Unión.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Bisby interviniendo—. He aquí dos hombres que se van a volver hidrófobos por ese maldito Polo, que yo regalaría con mucho gusto a los osos blancos. No vale la pena de disgustarse, amigos míos, y mucho menos con el frío que hace. ¡Por Baco! ¿Queréis coger un constipado o una pulmonía?
—Es verdad, Bisby —dijo Wilkye riendo—. Es aún muy pronto para disputar. Aún estamos lejos del Polo.
—Pues vamos a comer en amor y compañía. Empieza a hacer aquí mucho frío, y si no lo combatimos a fuerza de tragos y bocados de carne, acabaremos por helarnos también nosotros. ¡Hola! ¡El cocinero toca ya la campana!
El negociante en carnes saladas se agarró del brazo de cada uno de los dos rivales y los condujo bajo cubierta, mientras la Estrella Polar filaba a lo largo de las Shetland occidentales.