CAPÍTULO VIII

EL ASALTO DEL ALBATROS

La situación del pobre negociante en carnes saladas era extremadamente peligrosa. Aunque parezca increíble, Bisby, que no se distinguía por su valor, saludó la desaparición del monstruo con un suspiro de alegría. Aquel cetáceo le producía inmenso terror, con su enorme boca, que parecía pronta a tragarse cualquier presa, y el negociante se hallaba mejor solo en el agua que sobre aquel lomo viscoso.

No será necesario decir que Bisby, como la inmensa mayoría de sus compatriotas, era un hábil nadador. Había dado pruebas de ello en la bahía de Chesapeake, y un baño prolongado no le inspiraba miedo.

Además, su corpachón graso le mantenía a flote con facilidad, y esto, al menos por algún tiempo, impediría que sobreviniera la rigidez en sus miembros.

—La aventura se complica —murmuró el negociante, hendiendo vigorosamente las olas—. Me he alegrado de que la ballena se haya ido al fondo; pero si la goleta tarda en volver, no sé si me encontrará vivo, pues escasamente podré nadar y sostenerme un par de horas. Esta agua está terriblemente fría. ¡Uf! Empiezo a cansarme de esta expedición polar, y siento la nostalgia de mis almacenes. ¡En fin, no hay más remedio! ¡Valor, Bisby mío, y tratemos de encontrar un punto de apoyo! ¡Condenada niebla! ¡No me deja distinguir nada a diez metros de distancia!

Lanzó una mirada alrededor con la esperanza de descubrir algún islote o los fanales de posición de la Estrella Polar; pero en vano.

En torno suyo sólo se movía el oleaje, que le asaltaba por todas partes con sordos mugidos como ansioso de tragarse aquella presa humana y hundirla para siempre en los abismos del Océano Austral. Del cielo bajaba la niebla, cada vez más negra y espesa, extendiéndose por todas partes como un tupido crespón.

—¡Nada! —gruñó Bisby temblando—. Y el agua está cada vez más fría. ¿No habrán advertido todavía mi desaparición a bordo de la Estrella Polar? Intentemos llamar.

Con un empuje vigoroso sacó medio cuerpo del agua y dio voces de auxilio. Se puso luego a escuchar, y, con inmenso estupor, oyó sonoros rebuznos.

—¡Calle! —exclamó, estupefacto—. Pero ¿dónde me encuentro? ¿Hay quizá en este océano borricos nadadores? ¿Estaré tal vez cerca de una isla habitada? ¡Pero borricos aquí! ¡Hay para volverse loco!

Siguió pidiendo socorro, y nuevamente le respondieron los rebuznos; pero parecían venir de lo alto. La sorpresa del comerciante en carnes saladas no tuvo ya límites.

—Pero ¿hay, por ventura, asnos que vuelan en esta extraña región? De esto no he oído hablar jamás, y, si fuera cierto, Wilkye me lo habría dicho.

Miró hacia arriba y vio, a través de la niebla, volar algunas sombras que parecían aves marinas, las cuales lanzaban los «rebuznos» que tanto le habían asombrado.

—¡Raro país! —exclamó—. ¡No sabía que hay aves que imitan a los burros! ¡Pero yo ocupándome de las aves, y en tanto mis miembros comienzan a ponerse rígidos! ¡Si Dios no me ayuda, no sé cómo acabará esta desagradable aventura!

No acabó la frase. Una cosa grande y pesada le cayó encima, lanzando un ronco grito, y lo empujó tan bruscamente que lo hundió en el agua, haciéndole tragar una buchada de aquel líquido amargo y salado.

Con un vigoroso empuje logró subir a la superficie; pero se sintió golpear furiosamente por dos alas grandísimas y experimentó el dolor que le producían las garras del animal al clavarle las uñas en el cuerpo.

Furioso ante aquel impensado ataque, trató de mantenerse a flote, y por segunda vez vio sobre si un ave enorme, de formas toscas y fuertes, de pico grueso y agudo, plumaje blanquecino y negro en la espalda, y cuyas alas median por lo menos cuatro metros de longitud.

Enseguida comprendió Bisby con qué clase de adversario tenía que habérselas.

—¡Un albatros! —exclamó—. ¡En guardia, Bisby, o te rompe el cráneo!

En efecto, aquel pajarraco, que se disponía a devorarle, era un verdadero albatros.

Estos volátiles, a los que los marinos llaman navíos de guerra o piratas del mar, son, sin duda, los más grandes que se encuentran en el Océano Austral, alcanzando muchos de ellos tales dimensiones que superan en tamaño al águila y al cóndor de la América Meridional.

Son voracísimos y siguen durante semanas enteras a los barcos para recoger los desperdicios de la cocina que los pinches de a bordo arrojan al mar, y de camino pescan de la mañana a la noche, prefiriendo los pescados de gran tamaño.

Como están provistos de un pico fortísimo y muy agudo, de un solo golpe pueden traspasar el cráneo de un hombre; pero a pesar de su fuerza, son poco valientes, y si se atreven con el hombre caído en el mar es quizá porque lo toman por un pez. Baste decir, a propósito de su cobardía, que huyen de los procelarios y otras aves marinas, y que su miedo es tal que se esconden bajo el agua.

Bisby, que en días anteriores había visto ya muchos de aquellos pajarracos, y que no ignoraba la fuerza que poseen, al verse atacado, levantó ambos brazos para proteger su cabeza. El albatros, que creía habérselas con un pez del océano, no dudó en repetir el ataque. Elevóse algunos metros, abriendo sus grandes alas, y enseguida cayó a plomo sobre la presa con velocidad fulmínea, tratando de romperle el cráneo con el robusto pico.

Bisby, al verlo venir, alargó prontamente ambos brazos y, sujetándolo por el cuello, comenzó a apretar con todas sus fuerzas. El albatros, que se sentía ahogar, movía desesperadamente las alas, tratando de golpear a su adversario; erizaba las plumas y con sus patas buscaba el medio de herirle en la cara; pero el negociante, sostenido casi fuera del agua por los esfuerzos del ave, seguía apretándole el cuello.

—¡Eh, querido! —gritaba—. ¡No te dejaré vivo! ¡Ah, tuno! ¿Querías romperme la cabeza como si fuera una nuez? ¡Muere, canalla!

El albatros, estrangulado por las robustas manos del americano, perdía sus fuerzas. Sus gritos se enronquecían cada vez más, y sus alas sólo se agitaban a intervalos, abriendo en vano el agudo pico para aspirar el aire.

A poco cesó de defenderse y se abandonó a Bisby, desplomándose. El americano se hundió bajo aquel peso que le cayó encima.

Vuelto a la superficie vio al albatros, que flotaba a pocos pasos de distancia. Lanzó un grito de alegría.

—¡Por fin he encontrado un punto de apoyo!

Con dos brazadas alcanzó a la gigantesca ave y se apoyó en ella, sin que se hundiera. El pobre negociante en carnes saladas, que se encontraba ya hacía bastante tiempo sumergido en aquella agua fría, no podía resistir más. Sus miembros, rígidos, no podían moverse, y sus vestidos, completamente empapados, se habían hecho tan pesados que le impedían mantenerse a flote.

A pesar de haber encontrado aquel punto de apoyo, su situación seguía siendo gravísima y podía tornarse en desesperada. La niebla era cada vez más densa, el océano empezaba a mostrarse inquieto, el frío aumentaba cada vez más y la Estrella Polar no aparecía.

Siniestras inquietudes le asaltaban, pues ya se creía abandonado en medio del Océano Austral. ¿Qué sería de él si no encontraba un islote o un escollo cualquiera? Podría resistir cuatro, cinco horas tal vez; pero ¿y después?

—Si la Estrella Polar no me encuentra, dentro de pocas horas me habré muerto —balbuceó el desgraciado—. ¡Siento que el frío me llega al corazón, y apenas puedo sostenerme! ¡Maldita ballena! Si…

Se interrumpió bruscamente y escuchó con ansiedad. Le pareció haber oído una ligera detonación.

—¿Me habré engañado? —murmuró con indescriptible angustia—. ¿Me estará buscando la Estrella Polar?

Aguzó el oído, conteniendo la respiración, y esta vez, entre los mugidos de las olas, oyó distintamente una detonación.

—¡Bueno! —exclamó respirando libremente—. ¡Al fin han notado la falta de este pobre Bisby!

Reunió todas sus fuerzas y se puso a gritar:

—¡Ohe! ¡Estrella Polar! ¡Wilkye! ¡Linderman! ¡Capitán Bak! ¿Dónde estáis?

Una tercera detonación, más cercana que las anteriores, llegó a sus oídos. Ya no podía tener duda: a bordo de la goleta habían notado su desaparición y volvían a buscarlo a todo vapor.

Bisby, que sentía que las fuerzas le abandonaban, redobló sus gritos desesperadamente, manteniéndose asido al albatros con las ansias y el deseo tenaz del que no quiere morir.

Pasaron algunos minutos de angustiosa espera para el desgraciado náufrago, que, a poco, vio destacarse entre la niebla una masa oscura coronada por dos puntos luminosos, al tiempo que oía otro disparo. Bisby lanzó un último grito.

—¡Socorro! ¡Wilkye!

Una voz poderosa, la del capitán Bak, le respondió:

—¡Valor! ¡Ya llegamos!

La Estrella Polar se había detenido a un cable de distancia. Poco después, una chalupa tripulada por cinco hombres era botada al mar y recogía a Bisby, casi en el momento en que, exhausto de fuerzas, iba a soltar al albatros.

—¡Pobre amigo mío! —dijo una voz.

—¡Wil… kye! —articuló el náufrago—. ¡Gra… cias… amigo!

Cuatro brazos vigorosos le sujetaron, y, no sin trabajo, lo izaron hasta la embarcación. Bisby no soltaba el albatros.

—¡Quiero… co… mér… meló! —dijo—. ¡Uf!… ¡Qué… frío! ¡Ho… rri… ble!

Enseguida le faltaron las fuerzas, y cayó en los brazos de Wilkye.

La chalupa volvió rápidamente a bordo.

Linderman dio a Bisby una botella de whisky, diciéndole:

—¡Beba, y enseguida a la cama! Ya puede decir que es usted un héroe, si no atrapa una pulmonía.

El negociante se bebió, una tras otra, seis grandes buchadas.

—Me hace mucho bien —dijo.

—Ahora, a la litera —le ordenó Wilkye.

—Un momento.

—Más tarde hablará.

—¡No, ahora! Quiero saber si hay asnos en este mar.

—¿Está loco, Bisby?

—No; he oído rebuznos, y no soy sordo, se lo aseguro.

—Eran aves, simples aptenátidas.

—Pero rebuznaban.

—Es su manera de gritar. Vamos, a la cama.

—Un momento… Aún estoy vivo.

—Pero helado.

—Ya me deshelaré. Dígame: ¿son comestibles los albatros?

—Tienen la carne dura, como la del tapir.

—No importa —dijo Bisby gravemente—. Que guisen mi albatros. Me lo comeré todo.

Después bebió más whisky, y siguió a Wilkye bajo cubierta, repitiendo:

—¡Me lo comeré, sí; me lo comeré!