UNA BALLENA HERIDA
El Cabo de Hornos tuvo durante mucho tiempo, y no la ha perdido aún, una fama tristísima, más desdichada aún de la que por negro privilegio gozó el Cabo de Buena Esperanza. Su solo nombre ha infundido pavor a todos los navegantes durante dos largos siglos; se hablaba de aquella gigantesca roca como de una cosa diabólica, y se propalaban a propósito de ella pavorosas leyendas.
En efecto; aquella extrema isla de la América Meridional, perdida en los confines del Atlántico y del Océano Pacifico, siempre batida por las olas y por los soplos helados del Océano Austral, no podía inspirar gran confianza. Muchos y muchos han sido los buques que, arrastrados por las corrientes o contracorrientes o desfondados por los hielos, hallaron un desastroso fin al pie del siniestro escollo.
Actualmente la negra leyenda va perdiendo su principal fundamento, y a centenares se cuentan los barcos que todos los años dan la vuelta al temido Cabo; pero aún se calculan en cuatro o cinco los buques que van a estrellarse durante la estación invernal contra las negras rocas o a embarrancar en las playas vecinas.
Este Cabo de Hornos no es otra cosa que una isla, pero de aspecto tétrico. Se eleva bajo el 56° de latitud Sur, pocas decenas de millas más allá del grupo de islas llamadas Tremitas, las cuales ciñen la costa meridional de la Tierra del Fuego.
Es una montaña enorme, aislada, compuesta de rocas negras, en las cuales no nace ninguna planta. Sus flancos caen a plomo sobre el océano, que está allí siempre agitado, y las olas se rompen en aquellos escollos con fragorosos rugidos.
Cornelio Schonters, holandés, que exploraba aquellas extremas regiones de la América Meridional en compañía de Le Maire, fue el primero en descubrir aquel Cabo, en 1616, y lo llamó de Hornos, en recuerdo de su ciudad natal.
El huracán parecía redoblar su furia alrededor de aquella gigantesca montaña, como si quisiera confirmar la triste fama que tiene. Enormes oleadas la combatían por todas partes, asaltaban los escollos con formidables fragores y llenaban de agua y de espuma las cavernas marinas socavadas por la acción de los siglos. En las negras aristas, los relámpagos trazaban líneas lívidas, tiñendo al propio tiempo el océano de una palidez cadavérica, y se oía, por cortaduras y barrancos, el estridente silbar del viento.
—¡Infernal país! —exclamó Bisby, espantado—. ¡Si este es el camino que conduce al Polo, hubiera preferido quedarme para siempre en Baltimore!
—Es demasiado tarde, amigo mío —contestó Wilkye, que siempre conservaba admirable sangre fría—. No crea, sin embargo, que este huracán durará eternamente: se calmará, y en breve saludaremos al sol polar, que se pone a medianoche.
Efectivamente; a medida que la Estrella Polar se alejaba de la Tierra del Fuego avanzando por el Océano Atlántico, el huracán iba perdiendo su furor con notable rapidez.
No detenido ya por las islas, el viento soplaba con menos violencia, conservando una sola dirección, y las olas, no enfrenadas ni rechazadas por la tierra, aunque conservaban sus grandes alturas, corrían libremente del Sureste al Noroeste y se rompían en las inmensidades del mar.
No obstante, otro peligro amenazaba a la Estrella Polar: era el continuo encuentro con bancos de hielo. El huracán debía de haber llegado hasta las costas de la tierra polar y arrancado de ella muchos y enormes bloques, los cuales se dirigían al Norte impulsados por el viento y las olas.
Los que se encontraban aún no eran relativamente grandes; pero no debían de tardar en aparecer los de dimensiones desmesuradas, los verdaderos icebergs y los icefields. La Estrella Polar chocaba de cuando en cuando contra palks y streams de notable espesor, y sólo lograba romperlos con gran trabajo y sufriendo tales sacudidas que los tripulantes caían amontonados sobre cubierta.
El capitán Bak disminuyó la velocidad de la goleta para preservar el espolón, y envió a dos marineros a hacer guardia en lo alto de las crucetas para evitar a tiempo los grandes bancos.
A poco, hacia las cuatro de la mañana, cuando empezaba a caer sobre el océano una pesada niebla, se produjo a proa un choque tan violento que hizo retroceder a la goleta y derribó a muchos marineros.
Casi al mismo tiempo, entre los mugidos de las olas y los silbidos del viento, se oyó una nota aguda, poderosa, que parecía salir de un enorme tubo de bronce.
—¿Qué ocurre? —preguntó Wilkye, levantándose prontamente.
—¿Hemos chocado con un banco? —interrogó Linderman al capitán, que corría hacia proa.
—No, señor —respondió este—. El golpe hubiera sido más violento, y…
Otra nota aguda, más fuerte que la primera, retumbó entre las olas, y una montaña de agua inundó la proa.
—¡Sangre! —exclamó una voz.
—¿Sangre? —preguntaron Wilkye y Linderman.
—¿Se ha vuelto vino el agua del océano? —exclamó Bisby, que había logrado levantarse—. ¡Qué suerte, si fuera cierto! En esta región bien pueden esperarse tales sorpresas.
El capitán Bak se había inclinado sobre la amura y con gran estupor vio que el agua que se escapaba por los boquetes de desagüe estaba roja.
—¡Máquina atrás a todo vapor! —ordenó.
—Pero ¿qué ha ocurrido? —preguntó Linderman.
—Que hemos embestido a una ballena, señor —respondió el comandante.
—¿Quizá una ballena que dormitaba?
—O que estaba sumergida ante la proa de nuestro buque.
—¿Y huimos?
—Es preciso, señor. El cetáceo estará furioso, y puede revolverse contra nosotros. Le bastará un coletazo para producirnos una grave avería, o un golpe con la cabeza para echarnos a pique.
—¡Ahí está! ¡Ahí está! —exclamaron los marineros, que se habían reunido a proa.
Linderman, Wilkye y Bisby corrieron a proa, y a pocas decenas de metros de la Estrella Polar, que retrocedía rápidamente para virar al largo, descubrieron una masa enorme, lo menos de dieciséis metros de longitud, que se debatía entre las olas sacudiendo una cola monstruosa y lanzando al aire con sordo fragor una columna de vapores.
Ya no podía dudarse: la Estrella Polar había chocado contra una ballena, que tal vez dormitaba a flor de agua, y la había herido con el espolón, probablemente de gravedad.
Un furioso golpe de viento, que rompió la niebla disipando sus capas, permitió a los navegantes observar mejor el cetáceo y aun darse cuenta del peligro que corrían.
La Estrella Polar le había metido el espolón por la proximidad de la cabeza, un poco más allá de la aleta pectoral izquierda, produciéndole una herida espantosa, de tres metros de profundidad y uno de ancho. De aquella enorme herida caía al mar en rápidos latidos un torrente de sangre negruzca, espumeante, que iba aumentando por momentos y que enrojecía el agua en una extensión vastísima.
La aleta, que tenía tres metros de larga, desarticulada por el choque, pendía del cuerpo del gigante y se agitaba convulsivamente.
El cetáceo, acaso herido de muerte, parecía furioso. Su poderosa cola, que terminaba en una aleta triangular de lo menos seis metros de anchura, sacudía violentamente el agua, elevando chorros altísimos; su inmensa boca, que debía tener más de tres metros de una a otra comisura, y cuatro de anchura, al abrirse mostraba los setecientos dientes de su mandíbula superior y absorbía el agua con sordo fragor.
Por algunos instantes la ballena permaneció inmóvil en medio de la sangre que la rodeaba; después, enloquecida por el dolor y el deseo de vengarse, se dirigió al buque con velocidad increíble, hasta llegar muy cerca de él, en el momento que viraba de bordo.
Un grito de horror sonó en la cubierta del barco. ¡Ay de él si el monstruo le tropezaba en su carrera impetuosa! Un golpe con la cabeza era más que suficiente para hacerle naufragar y enviar a toda la tripulación a dormir el sueño eterno bajo las frías ondas del Océano Austral.
El capitán Bak no era hombre que se asustase fácilmente ni perdía nunca la calma. Bien pronto tomó su partido.
Comprendiendo que no podía eludir el asalto del gigante, pues tales monstruos nadan a velocidad vertiginosa, tan rápida que recorren seiscientos sesenta metros por minuto, y fiando en la solidez excepcional de la goleta y, sobre todo, en lo agudo del espolón, decidió asaltar a su vez al enemigo con audacia que tenía mucho de locura.
Luego gritó, dirigiéndose al timonel:
—¡Valdek! ¡Atención a la cola y procura clavar el espolón al monstruo! ¡Vosotros, firmes las piernas!
—Pero ¿va usted a hacer que nos eche a pique? —preguntó Linderman.
—¡Silencio, señor! —respondió el valiente capitán—. ¡Ahora mando yo, y respondo de todo!
La ballena sólo distaba tres cables. Aquella masa enorme que iba al asalto con vigor extraordinario, a pesar de su horrible herida, imponía miedo, y hasta Linderman y Wilkye palidecieron.
Mientras sacudía violentamente las aguas con la cola para precipitar el ataque, emitía notas agudas; tanto, que podían oírse a cinco millas de distancia.
La goleta avanzó velozmente hacia el enemigo, describiendo un semicírculo para no cogerle de frente. El capitán Bak, de pie en el puente de mando, tranquilo, como si se tratara de realizar una sencilla maniobra, no separaba los ojos de la ballena.
A poco esta se hundió bruscamente, formando un remolino.
—¡Máquina atrás! —ordenó el capitán.
La Estrella Polar recorrió una docena de metros por el impulso adquirido, y luego se detuvo.
La tripulación, vivamente impresionada, escrutaba con avidez las aguas para ver si el cetáceo aparecía, temiendo que de pronto surgiera por debajo del barco.
—¡Maquinista, atención! —exclamó de pronto el capitán.
A cincuenta metros de la goleta, entre dos altas oleadas, se distinguía un remolino que cada vez se marcaba más y que variaba de sitio. A poco apareció un punto negro: era la extremidad de la boca de la ballena; luego surgió la cabeza, y enseguida se elevó a gran altura una doble columna de vapor blanquecino, que, en forma de V, salía de la nariz del monstruo.
—¡El espolón, Valdek! —gritó el capitán Bak.
La Estrella Polar se precipitó a todo vapor, con una velocidad de veinte nudos por hora. De improviso se sintió un violento choque, que derribó a toda la tripulación, y la goleta se inclinó de popa; pero el propio impulso y las evoluciones de la hélice la hicieron adelantarse. Se inclinó de proa, como si se deslizara sobre un banco, y siguió su marcha.
Casi en el instante mismo en que pasaba por encima del cetáceo, un hombre, que se había inclinado sobre la borda para ver mejor el ataque, perdió el equilibrio por efecto de aquel violento choque, y cayó al mar.
Fue tan repentina la caída que el desgraciado no tuvo tiempo de dar un grito; y, para colmo de desventuras, nadie presenció el accidente.
Puede imaginarse cuál sería su sorpresa al sentirse caer sobre una masa viscosa, en medio de una especie de canal, por donde corría un arroyo de sangre espumosa.
Prorrumpió en una exclamación de estupor y de sorpresa.
—¡Por cien mil quintales de carne salada! ¡He aquí una aventura con que no había soñado siquiera!
Bisby, porque era él, trató de levantarse para mirar en torno suyo; pero aquella masa enorme se elevó bruscamente sobre las aguas lanzando una nota tan aguda que a poco más le ensordece.
—¡Eh! ¡Quieto, por Dios! —gritó el desgraciado negociante en carnes saladas—. ¡Que estoy yo aquí, y si…!
La frase se ahogó en su garganta, mientras se le erizaba el cabello: acababa de darse cuenta de que había caído encima de la ballena, precisamente en la mortal herida abierta por el espolón y la quilla de la goleta.
—¡Dios mío! —murmuró con angustia—. ¡Estoy perdido!
Lanzó a su alrededor una mirada de espanto: la goleta, sin duda porque la tripulación estaba segura de haber herido de muerte al cetáceo, reduciéndole a la impotencia, se alejaba rápidamente y se perdía entre la niebla, que caía cada vez más densa sobre el océano.
Prorrumpió en un grito de desesperación.
—¡Socorro! ¡Socorro, Wilkye, amigo mío! ¡Estoy…!
No pudo acabar, porque fue bruscamente arrojado en el fondo de aquella horrible herida, de aquel canal del que borbotaba la sangre.
El cetáceo, que no había muerto, a pesar de aquel segundo espolonazo, se elevaba sobre las aguas agitando convulsivamente la cola y las aletas pectorales.
Debía de estar agonizante, porque de su nariz salían a intervalos irregulares chorros de agua teñida de rojo. Ronquidos sordos, semejantes al trueno cuando suena a larga distancia, y profundos gemidos, que más bien parecían mugidos, resonaban en aquella enorme masa, mientras de sus heridas no cesaba de manar sangre, que enrojecía el agua del mar en un círculo bastante extenso.
El pobre Bisby, aterrado, no se atrevía a moverse. Acurrucado en el fondo de la herida, dejaba que la sangre y la grasa le empaparan, y de cuando en cuando asomaba la cabeza, con la esperanza de descubrir a la Estrella Polar, para ver si acudía en su auxilio.
A poco, la ballena sufrió un estremecimiento general. Alzó la enorme cabeza, como si quisiera aspirar por última vez el aire, emitió una débil y ronca nota, su cola cayó inerte y, enseguida, se oyó el borboteo de las aguas.
—¿Qué ocurrirá ahora? —se preguntó Bisby, con ansiedad.
La respuesta no se hizo esperar nada: la ballena se hundía rápidamente. Se sumergió primero la cola, luego la cabeza y enseguida el cuerpo entero desapareció, formando en la superficie del océano un ancho remolino.