LOS FURORES DEL CABO DE HORNOS
El 17 de noviembre, la Estrella Polar, que apresuraba su marcha para llegar a las regiones polares antes del solsticio de estío, que en aquellas desoladas tierras es el 21 de diciembre, se encontraba en las proximidades del Estrecho de Magallanes.
Sólo en treinta y dos horas, comprendido el tiempo empleado en salir del canal de las islas Falkland, en cuya travesía hubo de disminuir considerablemente la velocidad, recorrió el buque la distancia que separa Puerto Egmont de la punta meridional de la Patagonia, que es de cuatrocientos cincuenta kilómetros.
El Estrecho de Magallanes, descubierto en 1520 por el navegante que le dio su nombre, y que fue el primero en dar la vuelta al mundo, tiene por la parte del Océano Atlántico una extensión de cincuenta y un kilómetros, entre los cabos de las Vírgenes y del Espíritu Santo, mientras que hacia el Pacífico tiene quinientos trece kilómetros, describiendo muchas curvas. Su anchura entre los cabos Pilares y Victoria es de cincuenta y seis.
Atravesar la embocadura oriental fue cuestión de poco más de dos horas para la Estrella Polar, y bien pronto se halló junto a las costas de la Tierra de Fuego, que tenía que rodear hasta el Cabo de Hornos para poner la proa hacia las tierras del Polo Austral.
La costa de aquella gran isla que completa la aguda extremidad de la América Meridional es semejante a un gorro de dormir, y parecía bastante elevada; la costa del lado de Poniente es muy quebrada; por la parte expuesta a las miradas de la tripulación de la goleta sólo había una bahía, la de San Sebastián, y algunos cabos, los de Peñas, Santa Inés, San Pablo y San Diego.
En aquellas playas, que se elevaban a gran altura, sólo se descubrían peñascos, y más arriba, en los flancos de las colinas, alguna que otra planta; pero por ninguna parte aparecían los horribles habitantes de la isla, de color oscuro, y que vagan por aquellas tierras semiheladas siempre en busca de alimento. Grandes bandadas de aves iban y venían revoloteando en torno de la Estrella Polar y lanzando roncos graznidos.
El océano se mostraba intranquilo en las inmediaciones de aquellas islas. Enormes olas montaban una sobre otra hasta romperse contra las escolleras con sordos mugidos semejantes a descarga de artillería, en tanto que por las gargantas de las nevadas montañas salían impetuosos golpes de viento, llamados wilwaws por los balleneros.
A medida que la goleta adelantaba hacia el Sur iba oscureciéndose el cielo. Una especie de niebla de tinte grisáceo subía de las regiones antárticas y daba vueltas de acá para allá, empujada por un viento frío que parecía proceder de los inmensos campos de hielo que cubren las tierras polares durante once y, a veces, los doce meses del año.
Innumerables porciones de hielo, pequeños hummoks, pequeños streams de forma circular, y palks alargados flotaban sobre las olas, chocando unos con otros y rompiéndose en mil pedazos.
La hélice de la Estrella Polar, que giraba sin descanso, los rompía también en gran número, así como el afilado espolón de acero que embestía contra los mayores.
Las bandadas de aves marinas iban aumentando y se las veía huir hacia las costas de la Tierra de Fuego, quizá por el temor de no poder resistir el furioso huracán qué iba formándose en las regiones polares. Sólo los magalestris antárticos, especie de gaviotas de alas largas, pico fuerte y corto y plumas castaño-oscuras, giraban sobre las olas, sin importarles nada las iras del océano, en cuyas espumas hundían la cabeza para coger pececillos.
Después de consultar el barómetro, que bajaba a ojos vistas, el capitán Bak se apresuró a adoptar disposiciones para no dejarse sorprender por la tempestad. Conocía la triste fama de aquellos parajes, en los cuáles los vientos no tienen dirección fija y las olas alcanzan alturas espantosas, y, sobre, todo, la siniestra celebridad del temido Cabo de Hornos, verdadero azote de los navegantes.
Hizo asegurar sólidamente las chalupas a las grúas, redobló las maniobras fijas, preparó las randas y los foques a fin de que fueran inmediatamente desplegados en el caso de que ocurriera alguna avería a la máquina, cerró herméticamente las escotillas, limpió la cubierta de cosas inútiles y, para colmo de precauciones, preparó las bombas. Terminados aquellos preparativos, mandó apresurar la marcha para atravesar el Estrecho de Le Maire antes de que el huracán estallase. Quería encontrarse libre, lejos de aquella costa peligrosa y poco conocida, y afrontar en pleno océano los agitados elementos. Al menos, allí tendría que habérselas con un solo enemigo.
Linderman y Wilkye habían subido a cubierta y miraban tranquilamente las olas que acudían al asalto de la goleta. Bisby estaba con ellos; pero el pobre negociante en carnes saladas había perdido la calma. Miraba con ansiedad al cielo, que estaba cada vez más oscuro; se ponía pálido ante los violentos balanceos de la Estrella Polar y se agarraba desesperadamente a la amura, abriendo las piernas cuanto podía para no caer rodando. Profundos suspiros se escapaban de su angustiado pecho y parecía tener la lengua pegada al paladar.
Sin embargo, se había negado enérgicamente a abandonar la cubierta, y conservaba en la cabeza un alto sombrero de copa, a pesar de los furiosos golpes del viento.
El mar aparecía cada vez más impetuoso: parecía que los océanos Antártico y Atlántico querían medir sus fuerzas en una lucha titánica, monstruosa. Olas de diez y doce metros de altura, elevadas por la alteración de las aguas del fondo, se rompían con furor extremo en las costas de la Tierra del Fuego y volvían a retirarse más airadas que antes, cogiendo en medio a la Estrella Polar.
Pasaban impetuosamente bajo la quilla, elevando la goleta y sacudiéndola como si fuera una pluma; hervían aquellas aguas como si el fondo del mar fuera un volcán y se lanzaban sobre las bandas del buque, inundando la cubierta de proa a popa.
El viento, ya desencadenado, silbaba entre la arboladura y sacudía el velamen, los palos y el cordaje, uniendo sus mugidos a los del mar y a los que producían las masas de hielo al chocar y romperse.
A pesar de aquella mezcla formidable de enfurecidos elementos y de su pequeño tonelaje, la Estrella Polar marchaba admirablemente. Lanzada a todo vapor, bajaba a los abismos o subía hasta las crestas de las olas, desafiando intrépidamente el huracán.
De vez en cuando chocaban con ella grandes bloques de hielo; pero sus resistentes flancos no cedían, y el buque escapaba de todo peligro. Otras veces era el barco el que caía sobre los hielos, rompiéndolos con retumbante estruendo que repercutía en el fondo de la cala.
El capitán Bak, envuelto en su impermeable, de pie en el puente de mando, tranquilo como si se hallara en un buque insumergible, ordenaba la maniobra con voz tranquila, pero sonora, teniendo los ojos fijos en el Sur, para ver si descubría la isla de los Estados, que con la punta extrema de la Tierra del Fuego forma el Estrecho de Le Maire.
A las siete de la tarde, y por más que el sol debía brillar aún, la oscuridad era tan profunda que apenas podía distinguirse un objeto a cien pasos de distancia. Los dos océanos luchaban con furor inaudito; pero sin duda en ocasiones anteriores el capitán Bak había afrontado ya parecidos huracanes.
A la luz de los fanales de proa no se veía más que una revuelta confusión de aguas. Las olas se sucedían unas tras otras, rompiéndose cada vez más irresistiblemente sobre la cubierta del buque.
El capitán Bak había rogado al armador, a Wilkye y a Bisby que se retiraran, ante el temor de que alguna ola los arrastrara al mar o los hiriera algún bloque de hielo; pero ellos rehusaron. El negociante en carnes saladas parecía, no obstante, exhausto, y de cuando en cuando, acometido por el mareo, vomitaba con tal abundancia, que parecía una bomba. ¡Y con qué vehemencia mandaba a los profundos infiernos el mar o el Polo Antártico!
A las nueve el océano apareció hacia el Sur cubierto de una inmensa sábana de blanca espuma. El capitán Bak bajó del puente de mando, se acercó al armador, y le dijo:
—Señor, dentro de pocos minutos estaremos frente a la isla de los Estados. Esta espuma me indica, que ante nosotros el océano se rompe contra una costa.
—¿Y qué? —dijo Linderman con perfecta calma.
—¿Debo atravesar el estrecho, o dar la vuelta a la isla?
—¿Cree usted que podremos atravesar sin peligro el estrecho?
—El peligro existe en ambas partes: en el estrecho y fuera. ¡Luchamos con un temporal tremendo, señor!
—Perderíamos mucho tiempo en dar la vuelta a la isla. Prefiero intentar el paso a lo largo de la costa de la Tierra del Fuego para atravesar pronto el Cabo de Hornos. Lejos de estas islas lucharemos con mayor ventaja y no hallaremos esta peligrosa contramarea.
—Está bien, señor. ¡Adelante, a todo vapor!
El capitán se dirigió a popa, y él mismo se puso a la barra del timón. En aquel supremo instante quería dirigir él solo el buque que le había confiado el armador. No ignoraba que una falsa maniobra, una duda cualquiera, podría producir la catástrofe, y quería asumir él solo tan tremenda responsabilidad.
Mirando siempre al Sur y con la brújula delante, lanzó la Estrella Polar a lo largo de la costa, espoleando los bancos de hielo que se acumulaban en todo el Cabo de San Diego.
El rápido buque se acercaba velozmente al estrecho envuelto en las nubes de humo que el viento acumulaba sobre cubierta. Allí, no encontrando suficiente desahogo, el Océano Atlántico se rompía con espantoso furor contra los escollos del Cabo Parry, que formaba la punta extrema de la Tierra del Fuego, y contra la isla de los Estados, cuyas costas aparecían de cuando en cuando a la lívida luz de los relámpagos. Era una escena admirable y espantosa a la vez ver aquel pequeño buque, guiado por su audaz capitán, desafiar la rabia de uno de los más vastos océanos. Parecía una mosca luchando contra un titán; pero aquella mosca no sentía miedo ni retrocedía: al contrario, iba recta hacia el enemigo, como resuelta a vencer o a morir.
Se dice que la fortuna ayuda a los audaces, y así debe de ser, porque después de una lucha terrible contra la irrupción de las inmensas olas y del viento desencadenado, la pequeña Estrella Polar se encontraba, a las diez de la noche, ante el canal de Le Maire. Fue un momento angustioso para todos: hasta Linderman y el propio Wilkye sintieron estremecerse su corazón y se pusieron pálidos al ver a la goleta lanzarse por el canal a todo vapor.
¡Ay de ellos si la proa tropezaba con un escollo! La quilla, aunque construida a toda prueba, no habría podido resistir, y el buque se hubiera abierto.
En el estrecho, el mar se agitaba con extremado furor. Encerrado entre las altas y acantiladas playas de la Tierra del Fuego y de la isla de los Estados, comprimido, apretado por las dos opuestas salidas del océano, se revolvía en oleadas monstruosas que se rompían con estrépito y se pulverizaban. Hacía tal ruido al chocar con las costas, que imposibilitaba a la tripulación para oír las órdenes del capitán.
El pobre negociante en carnes saladas, que nunca había afrontado una tempestad, estaba lívido como un cadáver, y preguntaba con desmayada voz a su amigo Wilkye si estaban a punto de hundirse. Agobiado por el mareo que le desmadejaba, impresionado por el mugir de las olas y del viento, cada vez más espantoso y prolongado, se arrojó al suelo al pie de la escalerilla del puente lanzando hondos gemidos.
Había perdido el sombrero de copa, que corría de acá para allá sobre cubierta; pero se obstinaba en no bajar al camarote. A pesar de sus náuseas, quería ver por dónde iba y no privarse de la sublimidad de aquel espectáculo.
A medianoche salía del estrecho la Estrella Polar dando la vuelta a la Punta Parry sin contratiempo alguno, y se dirigía al Sudoeste para dejar atrás el Cabo de Hornos.
Pero aun allí la tempestad se desencadenaba con tremenda furia. Otro océano tomaba parte en aquella lucha monstruosa: el Pacífico, que avanzaba con pavorosos mugidos entre las islas Herschell, Evout, Lennox, Neue, Pieton, Hermite, San Diego y todas las demás que coronan la costa occidental de la Tierra del Fuego, hasta la isla del Camden.
No enfrenados por la tierra, los tres océanos luchaban entre sí, mezclando sus agitadas aguas, lanzándose mutuamente torbellinos de espumas y elevando a tal altura sus hinchadas olas que algunas veces sobrepasaban los dieciséis metros de elevación y corrían como monstruos apocalípticos, de verdinegros y movibles lomos.
La Estrella Polar continuaba su marcha dirigiéndose rectamente al Cabo de Hornos. Ya se sentía más libre, pues no tenía que temer los escollos ni afrontar la contramarea. Subía intrépidamente, ligera como un pájaro, las montañas de agua, bajaba a los abismos con decidida valentía y volvía a mostrarse en la cima de las espumosas crestas.
Sus tumbos y balanceos no eran ya tan violentos y su estabilidad era mayor, especialmente después de desplegar la tripulación la randa del trinquete y de afirmar bien el resto del velamen.
A las dos de la mañana se oyeron poderosos mugidos hacia el Oeste. Parecía como si el mar se estrellara contra los arrecifes.
—¡El Cabo de Hornos! —gritó el capitán Bak.
Instantes después, a la luz de un relámpago, se dibujaba con vaguedad en el negro horizonte la temida isla, la última del continente americano.