CAPÍTULO V

LA COSTA DE PATAGONIA

Las islas Falkland o Malvinas se encuentran junto al extremo de la América Meridional a cerca de cuatrocientos cincuenta kilómetros del Estrecho de Magallanes, y a trescientos treinta de la isla de los Estados.

Son noventa y dos, pero la mayor parte pequeñas e inhabitadas. Dos solamente son extensas y están pobladas: West Falkland y East Falkland, hallándose separadas por el canal llamado de San Carlos.

Son estériles por lo general, tienen montañas poco elevadas, y las llanuras las forman extensiones de cuarzo, pirita y ocre rojo y amarillo. A pesar de las reiteradas tentativas de los isleños, en aquellas tierras sólo crecen hierbas que alcanzan enorme desarrollo y forman verdaderos bosques. Todos los árboles trasplantados allí mueren al poco tiempo, exceptuando algunos que a costa de grandes trabajos y gastos se llevaron del Canadá como los tithymalus spinosi, los epipachis y los azoldaracks.

A pesar de esta esterilidad, los habitantes no se hallan expuestos a morir de hambre, pues en aquella isla se propaga rápidamente el ganado bovino, que adquiere extraordinaria fecundidad. Baste decir que las ochocientas cabezas de ganado importadas por los españoles en 1780 se han convertido hoy en diez mil, a pesar del continuo consumo y de la exportación de carnes saladas.

Hasta 1700 permanecieron desconocidas dichas islas. Los primeros en avistarlas fueron algunos navegantes de Saint-Maló, quienes las llamaron Maloinas; después fueron los ingleses, que fundaron varias poblaciones, especialmente en los puertos de Egmont, Etienne y Valesnter y en los alrededores de la bahía de Melville.

Hoy son importantes estaciones para los balleneros, y todos los años, al empezar la estación de los calores, se reúnen allí los barcos balleneros para proveerse, antes de hacer frente a los hielos del Polo y a los gigantes de la Creación.

La Estrella Polar contaba con detenerse pocas horas, el tiempo absolutamente preciso para completar la provisión de carbón, que casi se había agotado en aquel rápido viaje.

Anclada en el muelle, frente a los almacenes, la tripulación bajó a tierra para proceder al embarque del combustible. Linderman, Wilkye, Bisby y los dos socios del Club aprovecharon la detención del buque para desentumecerse las piernas paseando por los alrededores del puerto.

Había bien poco que admirar en Egmont. Algunas miserables casuchas, siete u ocho árboles, selvas de hierba gigante, bueyes que pastaban pacíficamente entre la suculenta hierba, enorme cantidad de peces puestos a secar y dos barcazas que cargaban una materia rojiza o gris, de la que se desprendía un olor insoportable.

—¿Qué demonios están embarcando ahí? —preguntó Bisby tapándose las narices.

—Guano —contestó Wilkye.

—¿Y qué es eso? En otras ocasiones he oído hablar del guano, pero no sé lo que es.

—Es un residuo animal, mezcla de amoniaco y fosfato de cal, elementos necesarios a toda buena vegetación. Se hace de él un consumo enorme, y se cuentan a centenares los barcos que lo cargan por cuenta de los grandes plantadores de las Antillas o de la India oriental. Esa materia tiene la propiedad de redoblar o triplicar las cosechas.

—¿Y vienen aquí a cargarlo?

—Algunos barcos, sí; pero los grandes depósitos se encuentran en las islas Chinchas, situadas junto a las costas del Perú.

—¿Y de qué se produce ese precioso abono?

—¿Ve volar allí, junto a aquella isla, una bandada de aves acuáticas? Son sarcillos, piqueros, gaviotas, alcatraces, pájaros niños, patillos, etcétera, y son los que producen el guano.

—No os comprendo bien, Wilkye. Tengo la cabeza muy dura.

—Me explicaré mejor. Esos millones de aves, que pertenecen a la especie marina, pescan, se alimentan de peces. Cuando están hartas vuelven a tierra, a las islas, y allí hacen su laboriosa y lenta digestión, pues algunas son tan glotonas que durante varias horas no pueden moverse, y otras han tenido que tragarse enteros los pescados. Dejan, pues, en la isla verdaderos montones de estiércol, que con los años va subiendo cada vez más, y el tiempo se encarga de fosilizarlo. Como no llueve casi nunca en estas regiones australes, los excrementos de las aves se condensan y comprimen, sin que se pierda una sola partícula de los mismos. Así, poco a poco, se forman las guaneras, o sea, los depósitos de guano. Entonces sólo falta que los hombres acudan a cogerlo.

—Cosa fácil, porque supongo que esos excrementos no serán muy resistentes.

—Es verdad; pero la extracción es difícil, Bisby. De esos depósitos, al ser trabajados por los extractores, sale un polvo amarillo y salino y además tales emanaciones amoniacales, que fácilmente producen la asfixia. Por esta causa, sólo los chinos y los negros se prestan a ese trabajo, que tienen que realizar de noche, pues el polvo suspendido en el aire, al calentarse durante el día por la luz solar, hace insoportable la temperatura.

—¿Son grandes esos depósitos, Wilkye?

—En las Chinchas suelen tener treinta o más metros de elevación.

—¡Cuántos siglos deben de haber necesitado las aves para eso!

—Muchos, sin duda.

—¿Y hay sólo una especie de guano?

—No, dos. El guano blanco, que consiste en excrementos recientes, y el guano pardo, que es el más viejo. El Gobierno peruano, que es propietario de las islas Chinchas, recauda muchos millones, pues la exportación de aquellas islas alcanza anualmente las cuatrocientas mil toneladas. Cuando visitemos las islas del Océano Austral hallaremos grandes depósitos, Bisby, y…

—¡Un momento! ¡Veo una balanza!

Bisby, separándose bruscamente de su compañero, se dirigió a un grupo de hombres delgados y cenicientos que pesaban guano antes de embarcarlo.

Empujó a varios de aquellos hombres, les arrojó un puñado de dólares, quitó el guano de la balanza y se colocó él en ella, haciendo señas de que le pesaran. Un instante después, un formidable ¡hurra! brotaba de los labios del negociante en carnes saladas.

—¡Eh, Bisby! ¿Está loco? —le preguntó Wilkye.

—¡No, amigo mío! —gritó el hombrazo—. ¡Hurra! ¡Hurra!

—Pero ¿qué le pasa? ¿Se puede saber?

—¡Que mi peso ha aumentado en dos libras! ¿Comprenden ustedes, amigos? ¡Dos libras ganadas en pocos días! ¡Hurra por el mar! ¡Viva el Polo! ¡Seré presidente de la Sociedad de los Gordos y destronaré a Dorkin!

Un silbido agudo salió en aquel momento de la bahía.

—¡A bordo! —dijo Wilkye—. ¡La Estrella Polar va a partir!

—¡Sí, a bordo, a bordo! —gritó Bisby, que parecía loco de alegría—. ¡En el mar es donde yo engordo! ¡Ah! ¡Y no haberlo sabido antes! A estas horas pesaría más que un hipopótamo.

La tripulación de la goleta había completado la provisión de carbón y el capitán Bak llamaba a bordo a los pasajeros que se hallaban en tierra. La máquina tenía presión y de la chimenea salían negras nubes de humo.

Linderman, Wilkye, Bisby y los dos velocipedistas se apresuraron a embarcarse.

La Estrella Polar levó anclas, salió del puerto y entró en el canal de San Carlos, pasando entre las dos islas mayores de West Falkland y East Falkland. Las playas de estas islas aparecían áridas, desmoronadas y con enormes brechas abiertas por el eterno batir de las olas. Además, estaban absolutamente desiertas. Sólo de cuando en cuando, en el fondo de alguna bahía aparecía una miserable cabaña, o en lo alto de las rocas se veía algún hombre ocupado en cortar los tussak, especie de juncos que crecen junto a la playa y les sirven para construir cabañas, cestas o esteras.

En aquellas islas la población es escasa, aunque tienen una superficie de 11.500 kilómetros cuadrados. Hay, a lo más, 400 habitantes, comprendida la pequeña guarnición inglesa, que habita en Puerto Guillermo, a la entrada meridional del Estrecho de Berckeley, donde está la sede del Gobierno.

En cambio, abundaban las aves, que en grandes bandadas daban vueltas por la playa lanzando estridentes gritos. Se veían, entre las que producen el guano, gran número de pingüinos, volátiles muy ágiles cuando se encuentran en el agua, tanto que algunas veces se los cree peces; pero muy torpes y pesados en tierra; bandadas de trampoleros, del tamaño de palomas, con las plumas blancas, el pico corto y cónico y los ojos encerrados en un círculo rojo; aptenátidas, grandes como ocas, con las plumas azuladas y blancas.

Algún que otro cuadrúpedo se mostraba por las escolleras: eran warrah, especie de lobos muy gruesos, pero nada agresivos y de carne apetitosa.

La Estrella Polar recorrió el canal y se aventuró en un verdadero laberinto de islas, islotes y escolleras, pasando sucesivamente ante Borbón, Salvas, Kermolins, Swan, Poblé, Lively, etc. Luego salió a pleno mar, filando paralelamente a la costa patagona; pero a tal distancia, que aquella tierra sólo parecía una línea muy esfumada.

—¿Es allí donde viven los hombres más altos del Globo? —preguntó Bisby a Wilkye y a Linderman, que examinaban las costas con anteojos.

—Sí —respondió el americano.

—¿Y es cierto que son de estatura colosal? Me han asegurado que los hombres más altos de la raza blanca no les llegan a la cintura.

—¡Patrañas! —dijo Linderman—. Los primeros navegantes que los vieron afirmaron eso, pero mintieron descaradamente.

—¿Y por qué, Linderman? —preguntó Wilkye.

—Porque se ha demostrado positivamente que la estatura de los patagones rara vez pasa de dos metros. Es cierto, sin embargo, que algunos navegantes vieron indígenas más altos, como, por ejemplo, Falkner, que en 1740 midió uno que alcanzaba dos metros y treinta y tres centímetros de estatura, y Mayne y Cunningham, que vieron otro de dos metros y ocho centímetros; pero esas son excepciones.

—No obstante, señor Linderman, yo creo que los patagones eran en tiempo antiguos más gigantescos que ahora, y hasta me figuro que otras tribus indias debieron de tener estaturas excepcionales. Los navegantes Le Maire y Schoutin, que visitaron la Patagonia en 1615, aseguran que encontraron esqueletos humanos que tenían once pies de altura, o sea cuatro metros y treinta y tres centímetros.

—¿Y lo cree usted?

—Es que no han sido ellos solos los que han visto esqueletos tan monstruosos. El señor Malinas, que recorrió el Perú en 1515, vio huesos humanos de un largo excesivo, pero que, según él, debían ser de hombres que vivieron en épocas remotas; Gentil vio huesos en 1715 y dudó de su autenticidad; Acosta, que fue a Méjico en 1588, encontró esqueletos gigantescos, y los mejicanos presentaron a Cortés húmeros y tibias enormes.

—Admitiendo, pues, esos testimonios, hay que creer que América estuvo poblada en tiempos remotos por tribus de gigantes. Ahora bien, ¿de dónde procede la raza cobriza?

—Eso es lo que todavía se ignora, señor Linderman. ¿Proviene del cruce de dos razas, la negra o la mogola, o es una raza especial?

—¿Hay sabios partidarios de ese cruce?

—Sí, señor Linderman.

—Es que esos mogoles y esos negros debieron de fundirse en tiempos remotísimos.

—Ciertamente.

—Me parece, sin embargo, una hipótesis muy atrevida, dada la enorme distancia que hay entre África y América. Para los mogoles, en cambio, no debió de ser cosa difícil pues sólo tenían que atravesar el Estrecho de Bering.

—No debéis ignorar que los antiguos hacen mención de la Atlántida, o sea de una gran isla que debió sumergirse más tarde, y que se encontraba a no muy larga distancia de las costas africanas y europeas. Si ha existido realmente, no debía de ser imposible a los africanos el llegar a América, a pesar de la imperfección de sus barcos.

—¿Y cómo han desaparecido esos gigantes americanos?

—No se sabe; pero la antigua raza debió de ir degenerando poco a poco hasta desaparecer. Todavía en Patagonia se conservan ejemplares notables.

—Sí, como también los hay de raza opuesta.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que si aún se ven gigantes en la Patagonia —contestó Linderman—, a pocos centenares de metros de ellos viven los pigmeos.

—En efecto. Es verdad. Al otro lado del Estrecho de Magallanes, que en tales sitios es tan angosto que se podría atravesar en una chalupa, viven los fueguinos, que pueden considerarse como los amerindios más pequeños. Su estatura no pasa de cuatro pies y cinco pulgadas, o sea un metro y cuarenta y ocho centímetros.

—¿Y cómo se explica esa variación de estatura a tan corta distancia? —preguntó Bisby, que prestaba gran atención a aquel diálogo.

—Tal vez porque pertenecen a otra raza, o quizá por efecto del clima, que es más frío, y de su particular existencia, pues viven como las bestias salvajes y están siempre luchando con el hambre —respondió Wilkye.

—¿Y son de aspecto agradable?

—Son los hombres más feos de la raza humana y los más miserables. Dentro de poco veremos a algunos, al costear la Tierra del Fuego, y tendrá usted ocasión de comprobarlo.