CAPÍTULO III

A BORDO DE LA «ESTRELLA POLAR»

La Estrella Polar, que tal era el nombre de la goleta del señor Linderman, era un verdadero buque de carrera, capaz de recorrer cerca de quinientas millas en veinticuatro horas, pues estaba dotado de una velocidad de veinte y aún más nudos por hora. No debía, pues, emplear mucho tiempo en recorrer la, bahía de Chesapeake, que tiene mediana extensión.

Continuando con aquella velocidad, que el señor Linderman parecía resuelto a mantener, en tres horas podía dejar atrás los Cabos Carlos y Henry y penetrar en el Atlántico.

Guiada por uno de los más hábiles timoneles, bogó rectamente hacia Annapolis, pequeña ciudad que dista pocas millas de Baltimore; pasó por entre los muchos barcos anclados en la rada, y bajó hacia el Sur, hendiendo impetuosamente las olas.

A las siete de la mañana la Estrella Polar llegó a la desembocadura del Potomac, gran río que desagua en la antedicha bahía, y a las nueve, después de haber avistado el fuerte Monroe que defiende la desembocadura del James, en cuyas orillas surge la ciudad de Norfolk, remontaba el Cabo Henry, lanzándose a todo vapor por el Océano Atlántico.

Bisby, que no había abandonado el puente del barco, al ver extenderse ante él aquella inmensa masa de agua, que parecía no tener fin, y al notar que la costa americana se alejaba con fantástica rapidez borrándose en la bruma, lanzó un suspiro tan profundo que llamó la atención de Wilkye y Linderman.

—¡Ah, Bisby! —exclamó el americano sonriendo—. Parece que el Océano Atlántico le ha hecho algún efecto.

—¡Diablo! —repuso perplejo el negociante en carne salada—. Confieso a usted que tanta agua me produce cierta impresión. No creía que el océano fuera tan vasto.

—¿Esperaba ver ya la costa europea?

—No digo tanto; pero veo que nos alejamos de la costa en vez de mantenernos cercanos a ella.

—He mandado poner proa a las Bermudas —dijo Linderman—. Prefiero caminar ahora por alta mar, para evitar las islas Lucayas y las Antillas, y marchar recto al Cabo de San Roque. De ese modo no encontraremos la gran corriente del Gulf-Stream, que va hacia Terranova lamiendo las playas americanas.

—Es verdad, señor Linderman —dijo Wilkye—. Perderemos menos tiempo.

—Pero díganme, queridos amigos: ¿tendremos que atravesar mucha agua antes de llegar a las tierras polares? —preguntó Bisby.

—Cerca de cinco mil millas.

—¡Por mil quintales de carne salada! ¿Qué extensión tiene, pues, este océano?

—Inmensa, Bisby. Su longitud, que abarca de uno a otro Polo, se calcula en ocho mil millas.

—¡No será tan ancho!

—¡Oh, no! En ciertos puntos es bastante estrecho. Por ejemplo: entre las costas de Groenlandia y de Noruega sólo tiene unas ochocientas millas; entre las del Brasil y Sierra Leona, mil quinientas; y entre las de la Florida y Marruecos, o de la Argentina y el Cabo de Buena Esperanza, supera las tres mil seiscientas.

—Una extensión de agua tan grande debe de tener considerables profundidades.

—¡Abismos insondables, Bisby! Los últimos sondeos hechos por los buques de guerra han dado abismos capaces de sumergir las más altas montañas. Entre Islandia e Inglaterra, por ejemplo, hay uno de noventa mil pies de profundidad y de mil doscientas millas de ancho; pero esto es nada en comparación con muchos otros. Entre las Canarias y Madeira se ha medido uno de ciento cincuenta mil pies, y entre las islas Azores y la costa de Portugal hay otro que rebasa bastante esa cifra.

—¡Qué caída si la Estrella Polar se hundiera en uno de esos báratros! —exclamó Bisby tembloroso—. Pero…

—¿Qué?

—Que estoy muy contento por haberme embarcado.

—¿Por qué, amigo mío?

—Porque empiezo a creer que engordaré como un elefante. Tomé un buen desayuno antes de salir de casa, y siento ya un hambre de lobo. El aire del mar me abre el apetito.

—¡Así sea! —dijo Linderman sonriendo—. Si el mareo no le ataca, engordará, Bisby. Y ahora vamos a la mesa.

Dejaron el puente y bajaron al salón comedor, después de dar orden de servir la comida.

Como verdadero gran señor, Linderman no había reparado en gastos para que su buque fuera cómodo y elegante. El comedor de la Estrella Polar podía competir con el del más espléndido transatlántico.

Los soportes, en forma de columnas, estaban pintados de blanco y adornados de oro; las paredes desaparecían bajo ricos tapices de fieltro, excelente resguardo contra los grandes fríos; un mantel adamascado cubría la mesa. Las portillas estaban cubiertas de cristales de media pulgada de espesor, y en el fondo una gran estufa esperaba los primeros hielos para ser encendida.

Al oír sonar la campana que anunciaba la comida, el capitán Bak, comandante de la goleta, descendió al comedor y esperó a los pasajeros. Iban ya a sentarse el armador, Wilkye y Bisby, cuando penetraron dos jóvenes.

—Permítanme, señores —dijo Wilkye—, que les presente al señor Hugo Peruscho, italiano naturalizado en América, y el californiano John Blunt, dos de los mejores velocipedistas del Club de Baltimore.

—Sean bien venidos a bordo de mi buque —contestó Linderman estrechándoles la mano—. Auguro que serán dos buenos antagonistas.

—Lo serán, señor Linderman —dijo Wilkye—. Han aceptado con verdadero entusiasmo mi proposición de seguirme hasta el Polo, y lucharán por la victoria en pro de la causa de América.

—Mis marineros no se quedarán atrás; se lo aseguro también, señor Wilkye —replicó el armador.

—Allá veremos.

—¿Duda usted de eso? —preguntó Linderman, picado.

—No he tenido esa intención. Aludía al proyecto de usted, a las muchas dificultades que tendrá que vencer.

—De eso hablaremos al regreso.

—¡Basta, señores! —interrumpió Bisby—. ¡Tengo hambre!

—Tiene usted razón —asintió el capitán—. No es este el momento oportuno de discutir, pues apenas ha comenzado el viaje. En su debida sazón cada cual luchará por el triunfo de su bandera.

Se sentaron a la mesa y la emprendieron con los bistecs, las patatas cocidas y la manteca.

Antes de seguir diremos dos palabras acerca de los compañeros de Wilkye. Ambos eran jóvenes, pues tendrían de veinticuatro a veinticinco años; pero eran tipos muy diferentes. El italiano naturalizado en América era un hermoso joven, alto, delgado, musculoso, de piel bronceada y de ardiente y expresiva fisonomía; el otro, en cambio, era bajo de estatura, ancho de hombros, con amplio pecho y piernas y brazos fuertes y nerviosos, que denotaban una fuerza poco común y una resistencia extraordinaria; moreno como su compañero, pero de expresión más fría, debía de hallarse dotado de una calma y sangre fría tales, que podía competir con los mejores modelos de la raza anglosajona.

Aquellos dos velocipedistas constituían el orgullo del Club de Baltimore, y sus nombres figuraban siempre de los primeros en las fiestas y concursos de carreras de todas las ciudades de la Unión Americana. Eran célebres sobre todo por su resistencia, y habían vencido en carreras de muchos centenares de millas, siendo campeones, no sólo del Canadá, sino de Inglaterra.

Como había dicho el señor Wilkye, aceptaron con entusiasmo la difícil y peligrosa empresa de seguirle por las regiones de los mares del Sur, decididos a desafiar los terribles hielos polares hasta conseguir que triunfara la bandera americana.

En pocos minutos fue devorada la comida. Bisby, que se encontraba muy a gusto en la Estrella Polar y que no quería perder tiempo, dio pruebas de la capacidad de su estómago y de sus deseos de engordar rápidamente haciendo desaparecer en un abrir y cerrar de ojos media docena de bistecs, un kilo o dos de patatas y un cestillo de pan, amén de cuatro litros de cerveza. A pesar de ello aseguraba que aún quedaba en su estómago un hueco que llenaría luego merendando.

Terminada la comida, americanos e ingleses encendieron las pipas y se pusieron a charlar, entre sorbos de whisky y de gin.

—Señor Wilkye —dijo Linderman—, si no le contraría, y puesto que tenemos tiempo, desearía que me explicara la forma en que piensa usted realizar su expedición, pues aún ignoro el puerto donde va a desembarcar.

—En efecto, señor, no le he dicho la playa en que pienso comenzar mi ruta terrestre.

—En la que nosotros llevamos hallaremos varias costas, y a mí me da igual desembarcarles en las Tierras de Luis Felipe, Trinidad, Palmer o, más lejos aún, en las de Graham o Alejandra.

—Yo desearla desembarcar en la costa que esté más cerca del Polo.

—Supongo que no tendrán ustedes el propósito de acompañarme hasta el punto en que tenga que dejar mi buque. Ustedes poseen velocípedos para avanzar por tierra, y mis hombres y yo tendremos que servirnos de nuestras piernas.

—¿Y hasta dónde cree usted llegar con su buque? El Polo Sur no tiene la inmensa abertura que presenta el Polo Norte.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Los exploradores han hallado siempre una costa que se oponía a que pudieran adentrarse.

—Es cierto; y por eso detuvieron sus exploraciones en mitad del camino. ¿Quién le dice a usted, sin embargo, que al Sur de la Tierra de Graham, entre esta y la de Alejandra, no haya un paso? Ambas costas tienen una curva muy pronunciada, y me inclino a creer que la tierra llamada Alejandra sea simplemente una isla. Al llegar allí mi buque se hallará al grado setenta de latitud, y si existe el paso, nos conducirá, si no al Polo, al menos bastante cerca.

—Eso no pasa de ser una conjetura, señor Linderman.

—Haré, sin embargo, la tentativa. La Estrella Polar está dotada de una velocidad extraordinaria y podrá aventurarse por esa vía en pleno verano, o sea en enero, y aun antes.

—Será un hueso duro de roer.

—No lo será más que el suyo, señor Wilkye. Quiero ver cómo se las componen los velocipedistas de usted entre la nieve y con una temperatura que llegará a cuarenta o cincuenta grados bajo cero.

—Me bastarán pocos días para llegar al Polo.

—¡Lo veremos! —replicó el armador con ironía—. Pero vamos a lo de antes. ¿Dónde quiere desembarcar?

—Si no le contraría, en la Tierra de Graham, más allá del Estrecho de Bismarck, frente a las islas Krogman, Paterman y Boot.

—No estarán más que a sesenta y cinco grados, cuatro centígrados de latitud, o sea a una distancia de mil quinientos ochenta millas del Polo. ¿Cómo se las compondrán ustedes para recorrer ese espacio en velocípedos que no pueden llevar un bagaje pesado?

—He pensado en todo, señor Linderman, y todo lo tengo escrupulosamente calculado.

—Y de los marineros que ha embarcado, ¿qué piensa hacer?

—Me seguirán.

—¿Al Polo?

—No tengo tal pretensión; pero me ayudarán en la empresa.

—¡Yo también quiero ir al Polo! —dijo Bisby.

—Y llegará usted si tiene una máquina a propósito para que lo conduzca —contestó Wilkye riendo—. Lo mejor es que se quede con mis marineros.

—¡Iré; lo repito! ¡Mis piernas son fuertes, y llegaré, aunque sea a pie!

—¿Y el frío? —le replicó irónicamente el armador.

—¡Llevo mi piel de bisonte!

—¡Buen recurso!

—¿Y quieren ustedes que me quede atrás? ¡No; yo he de ver ese famoso Polo!

—¿Y qué cree usted ver allí? —pregunté Wilkye.

—No lo sé, porque sólo entiendo de carnes saladas; pero cuando desde hace tantos años se realizan tentativas de descubrirlo, algo extraordinario debe haber.

—Absolutamente nada, Bisby.

—Entonces, ¿por qué ese afán de llegar al Polo? Explíqueme el motivo de ir a él.

—Van para cerciorarse de la existencia de un mar libre de hielos y para comprobar si en las regiones polares se goza de una temperatura más benigna que en las que las rodean.

—¡Qué dice usted!

—Digo que los sabios están acordes en afirmar que al otro lado de la barrera de hielos que rodea a los Polos el clima es más templado; y por tal motivo durante años y años los navegantes más audaces arrostran los rigores polares para ver si es cierta esa suposición. Este es el móvil principal; pero el descubrimiento del Polo entraña otros problemas importantísimos para la ciencia, sobre todo fenómenos meteorológicos.

—¿Van, pues, por mera curiosidad?

—Sí, si quiere usted darle ese nombre. Pero ¡cuántos problemas que preocupan a los sabios se resolverían si se pudiera llegar al Polo! La inclinación de la aguja magnética, la formación de las auroras australes o boreales, etc., no serían entonces un misterio impenetrable.

—Entonces, si hubiera sabido eso, no habría venido —murmuró Bisby—. Yo creía ver algo maravilloso.

—Pero allí engordará usted, Bisby. Con aquel frío, comerá por diez.

—Si es que no nos faltan las provisiones y regreso delgado como un arenque. ¡Qué desgracia sería!

—Puede ocurrir —dijo Linderman moviendo la cabeza y como hablando consigo mismo—. Los muertos de hambre en las regiones polares casi no se pueden contar.

—¡Qué fúnebre augurio! —murmuró Bisby estremeciéndose—. ¡Ah, condenado Polo!