CAPÍTULO II

UN HOMBRE QUE VA AL POLO PARA ENGORDAR

El 3 de noviembre, o sea ocho días después de la escena descrita, un buque de vapor de 360 toneladas de porte, equipado en goleta, humeaba ante la grandiosa factoría del señor Linderman, situada a la extremidad del barrio Fall’s Point.

Era un hermoso barco, que tenía más bien el aspecto de un yacht de recreo que el de un steamer. Su espolón, en ángulo recto y su alta arboladura lo señalaban enseguida como un barco de gran andar. Las amplias cámaras que se abrían en el cuadro de popa, sus múltiples camarotes situados sobre cubierta, la minuciosa limpieza que reinaba en el puente, la brillantez de los metales, el orden perfecto que se admiraba de proa a popa, indicaban que su propietario lo destinaba a cosa bien diferente que al transporte de mercancías americanas al otro lado del Atlántico.

Tres días antes había salido de los muelles de carena del señor Linderman, y el mismo día su tripulación, que era muy numerosa, había comenzado a cargar bultos, cajas, paquetes, enormes envoltorios, barriles y pacas en tan gran cantidad, que llamaban la atención de los que paseaban por el muelle y aun de las tripulaciones de los buques anclados allí cerca.

La curiosidad de los unos y de los otros quedó sin satisfacer, pues la tripulación de aquel vapor, como obedeciendo a una consigna recibida, sólo dio respuestas evasivas a las preguntas que se le hacían. Todo lo que los curiosos pudieron saber se reducía a cuatro palabras: el señor Linderman parte.

Poco antes de la madrugada del 3 de noviembre, aquel buque misterioso encendió sus fuegos y se colocó en posición de zarpar a la primera orden. Retiró las cuerdas que lo sujetaban a tierra, sólo conservó la cadena atada a un anillo del dique, y echó al agua la mayor de sus canoas.

Su tripulación, compuesta de veintiséis marineros, estaba formada sobre cubierta aguardando al propietario y conservaba la inmovilidad más absoluta. El segundo y el capitán paseaban por el puente de órdenes, y de vez en cuando dirigían una mirada a tierra.

La marea alta iba ya a alcanzar su máximo, cuando una lancha impulsada por dos remeros, y en uno de cuyos bancos iba un hombre grueso como un rinoceronte, con barba roja cortada en punta y rostro enrojecido que se parecía a la luna cuando aparece en el horizonte después de un atardecer de estío, se detuvo bajo la escala de estribor.

El hombre mastodonte, cuyos brazos y piernas parecían columnas, se levantó resoplando como una foca, y con un vozarrón capaz de romper los tímpanos más sólidos, dijo:

—¡Ah del buque! ¿Está a bordo el señor Wilkye?

—No —respondió el capitán, inclinándose sobre la amura.

—¿Y el señor Linderman?

—Aún no ha venido.

—¡Me da lo mismo! ¡Seré yo el primero!

Cogió un espeso plaid de lana, que debía pesar lo menos 20 kilos, y subió fatigosamente por la escala, maldiciendo de los constructores que la habían hecho tan estrecha que apenas podía pasar por ella. Detrás de él subieron los barqueros llevando otras pesadas mantas, varios enormes bultos y, por último, una piel de bisonte.

El capitán bajó del puente, salió al encuentro del recién llegado, le saludó cortésmente y le dijo:

—¿A quién tengo el honor de hablar?

—Al señor Bisby, comandante.

—No le conozco, señor.

—¡Cómo! —exclamó el hombre gordo abriendo mucho los ojos, ya del tamaño de los de un buey—. ¿No conoce usted a Bisby, el negociante en carnes saladas y…?

—Repito que…

—¿Y miembro de la Sociedad Geográfica de Baltimore?

—No tengo el honor.

—¡Es lo mismo! Yo soy el señor John Bisby.

—Con su permiso, no es lo mismo —respondió el capitán—. Su nombre no figura entre los de las personas que deben embarcar.

—¡Le digo que es lo mismo! —replicó picado el hombre gordo—. ¿O tendrá usted tal vez la pretensión de que le pida permiso para embarcar? ¡Por mil quintales de carne salada! ¡Quiero ir al Polo yo también, pese a quien pese! ¡Pago y basta!

—Y yo le repito que no le conozco y que no he recibido ninguna orden concerniente a usted; por tanto, le ruego que se vaya.

—¡Yo irme! —gritó el hombre con tal fuerza que se le debió oír a dos kilómetros—. ¿Por quién me toma usted? ¿Por un marinero tal vez? Le digo que quiero ir al Polo, porque me he empeñado en ser presidente de los Hombres Gordos, arrojando del cargo al señor Dorkin, que sólo pesa doce libras más que yo. ¡Mil cuernos! ¡Presidente él por doce libras de diferencia! ¿Qué dice usted a esto?

El capitán de la goleta no respondió: miraba estupefacto al señor Bisby como si tuviera delante un loco, o por lo menos un ente originalísimo.

—¿Me ha comprendido? —preguntó el gordo después de algunos instantes de silencio.

—Ni una palabra, señor. No comprendo nada de hombres gordos, de Polo ni de ese señor Dorkin, a quien no conozco.

—¡Cómo! —exclamó Bisby, escandalizado—. ¿No conoce usted al señor Dorkin?

—No, ni me interesa conocerle. Le digo y le repito que se vaya de este buque.

—Con su permiso o sin él, le digo que no me marcharé.

—Me veré obligado a ordenar que mis marineros le conduzcan a tierra por la fuerza —dijo el capitán con tono resuelto.

—¡Quisiera verlo! —respondió el gordo, rojo como un tomate maduro—. ¡Conducirme a tierra por fuerza! ¡Cien mil quintales de carne salada! ¿Me toma usted por un muñeco? ¡Peso ciento diez kilogramos y seis hectogramos; y a pesar de mis cuarenta y dos años, tengo aún buenos nervios para dar una lección de boxeo al primero que levante la mano sobre mí! ¡Le digo que quiero ir al Polo!

—¿Quién es este cachalote? —preguntó una voz.

El señor Bisby, que parecía a punto de reventar, volvióse hacia la escala y se encontró ante el señor Wilkye, que acababa de llegar a bordo de una chalupa. Al verle el hombre mastodonte le echó los brazos al cuello con tal ímpetu que a poco más le ahoga, y le gritó:

—¡Ah, querido amigo! ¡No puede llegar más a tiempo! ¡Figúrese que este terco de marino quería forzarme a volver a tierra!

—¿Es verdad, señor Bak? —preguntó Wilkye volviéndose hacia, el capitán, que se había quitado cortésmente la gorra.

—Verdad es, señor. En la lista de las personas que deben formar parte de la expedición no encuentro el nombre de Bisby, y por eso había rogado al señor que regresara a tierra.

—Es uno de los nuestros, señor Bak.

—¿Lo oye? —dijo el hombre gordo, con aire triunfante, volviéndose hacia el capitán—. Sin la llegada de usted, Wilkye, habría ocurrido aquí algo grave.

—¿Y qué viene usted a hacer aquí, Bisby? —preguntó Wilkye—. Veo que ha traído usted maletas, bultos y mantas.

—Vengo a pedirle que me deje formar parte de la expedición polar.

—¡Usted! —exclamó Wilkye en el colmo de la sorpresa—. Pero ¿está loco, Bisby?

—¿Y por qué, querido amigo?

—¡Habráse visto! ¿Usted al Polo? ¿Usted afrontar los peligros de semejante expedición, entre fríos intensos?

—¡Yo me burlo de los fríos! ¡Llevo conmigo una piel de bisonte!

—¿Y cree que le bastará? —exclamó Wilkye soltando una carcajada—. Se requiere algo más que una piel de bisonte para resistir aquellas temperaturas.

—¡No lo creo!

—Ya lo probará usted más tarde.

—No importa: he decidido ir al Polo, querido amigo. Estoy cansado de oír a mis honorables colegas de la Sociedad Geográfica decirme a todas horas apenas surge una discusión cualquiera: «¿Qué sabe usted de expediciones? ¿Qué entiende usted de Geografía?». Por eso he resuelto viajar y acompañarlos al Polo.

—Pero ¿ha hecho usted algún viaje importante?

—He atravesado dos veces el lago Ontario. ¿No es bastante?

Wilkye soltó una estrepitosa carcajada.

—¡Gran viaje! —exclamó—. ¡Eso es como embarcarse en un lebrillo de agua! Supongo que no se marearía usted.

—No; y en ambos viajes comí por cuatro, a pesar de estar el lago muy borrascoso.

Enseguida cogió a su amigo por un brazo, y llevándole aparte le dijo con misterio:

—Voy al Polo porque tengo una esperanza.

—¿Cuál?

—Permítame antes una pregunta, querido amigo: ¿es verdad que en las regiones polares se ve uno precisado a comer mucho?

—Sí; para mantener una fuerte dosis de calorías en el cuerpo, a fin de combatir mejor el frío.

—¡Victoria! —gritó Bisby.

—¿Está usted loco?

—¡No, Wilkye: el año próximo seré el presidente de los Hombres Gordos de Chicago!

—¿Cómo lo logrará?

—Porque comeré tanto durante el viaje, que llegaré a estar gordo como un elefante y desbancaré de su puesto a Dorkin, el actual presidente.

—Pero ¿no está aún satisfecho de su gordura?

—¡No me basta, amigo mío; no me basta! ¡Hurra por el Polo! Pero ¿no va usted a llevar a nadie? ¿Va usted a ir solo al Polo?

—No, Bisby. Vienen conmigo dos valientes velocipedistas y seis escogidos marineros.

—No los veo.

—Pues están embarcados desde ayer.

—¿Y el señor Linderman?

—No tardará en llegar. ¡Hele aquí!

En efecto; una tercera chalupa se acercaba rápidamente, conduciendo al señor Linderman.

El capitán bajó la escala y le recibió en la plataforma inferior. El armador le estrechó la mano, subió a cubierta y apretó también la mano de su rival.

Al acercarse a Bisby no pudo contener una exclamación de sorpresa.

—Ha decidido venir al Polo con nosotros —dijo Wilkye anticipándose a su pregunta—. Desea instruirse.

—¡Bien venido sea a mi buque! —contestó el armador—. Nosotros nos encargaremos de guiarle, señor Bisby.

—¡Gracias, amigo! —contestó el comerciante en carne salada—. Les estaré obligadísimo.

—Le prevengo que la vida de explorador es muy poco alegre.

—¡No me asusta!

—Y que allí hace mucho frío.

—Me abrigaré bien.

—Que podemos sufrir hambre.

—¡Oh, entonces…!

Pero encogiéndose Inmediatamente de hombros, añadió:

—… ¡Bah! ¡Si es preciso me alimentaré de focas o de osos blancos!

—No los hay.

—¡De renos!

—Tampoco.

—¡De aves acuáticas!

—Menos.

—¡Calla! —exclamó Bisby en el colmo de la sorpresa—. Pues, ¿no dicen los exploradores que en el Polo hay tantos animales?

—Vamos al Polo Austral, no al Septentrional.

—Pues yo creo que debe de ser lo mismo.

—Le repito que no.

—¿Y si se equivoca?

—Se lo demostraré cuando desembarquemos en las Tierras de Palmer o de Graham.

—Señores —dijo en aquel momento el capitán acercándose—, tenemos la máxima presión y la marea alta.

—¿Ha sido embarcado todo?

—Todo, señor Linderman.

—¿Las velocípedos del señor Wilkye, los víveres?

—No falta nada, señor.

—¿Desea usted algo, señor Wilkye?

—No —respondió el americano.

—¡Partamos, pues!

—Pero ¿y nuestros amigos? —preguntó Bisby.

—Nos despedimos de ellos ayer —dijo Linderman—. ¡Adelante, señor Bak!

El capitán dio orden de zarpar y varios marineros levaron el ancla. Enseguida la hélice se puso en movimiento, agitando las aguas. De la chimenea salieron negras nubes de humo y la goleta bogó hacia la salida del puerto.

Bisby, Linderman y Wilkye, de pie en el puente, miraban la ciudad que se extendía ante ellos y que iba alejándose rápidamente. Los dos rivales parecían tranquilos; pero el negociante en carne salada no podía ocultar su emoción y se rascaba nerviosamente la cabeza.

—Será por efecto de la emoción, amigos míos —les dijo después de un largo silencio—; pero he de confesarles que estoy algo intranquilo.

Los dos rivales se echaron a reír.

—¿Ya le da miedo el Polo? —le preguntó irónicamente el armador.

—No es el Polo…; pero… ¿regresaremos?

—¡Valiente explorador!

—Comienzo a serlo ahora, y por eso es disculpable mi emoción, que por cierto me parece extraña, pues cuando atravesé el lago Ontario no sentí ninguna.

—¿Y a aquella travesía le llama viaje de exploración?

—No; pero, al fin…

—Ya le veremos en el primer temporal, Bisby.

—¡No me asustan ustedes!

—¡O entre los hielos del Polo!

—Me pondré mi piel de bisonte.

—¡Gran remedio, por cierto! ¡Adiós, Baltimore! ¡Quién sabe si volveremos a verte!

—¡Demonio! —murmuró Bisby—. ¡Qué fúnebre augurio!

En aquel instante, rebasados el dique y el faro, la goleta se lanzaba a todo vapor por las aguas azules de la profunda bahía de Chesapeake.