EL NAUFRAGIO DEL «EIRA»
—¿Es cierto lo que se dice, señor Linderman?
—¿A propósito de qué, señor Wilkye?
—De la expedición polar organizada por sus compatriotas de usted. Se asegura que ha naufragado lastimosamente.
—Es verdad —respondió secamente el llamado Linderman.
—¿Conque su ilustre explorador polar ha sido vencido nuevamente por los hielos?
—¿Y eso qué le importa a usted?
—¡Por Dios! A un miembro distinguido de la Sociedad Geográfica de los Estados Unidos puede interesarle mucho.
—Me lo dice usted con cierta ironía, señor Wilkye, lo cual me hace suponer que está contento de que mi compatriota Smith no haya salido victorioso de su empresa.
—Puede ser, señor Linderman. ¡Qué quiere usted! Me agradaría que el descubridor del Polo fuera un americano y no un inglés.
—Ya se ha visto cómo lo han descubierto sus compatriotas de la Jannette.
—Su misión era diferente, señor Linderman. La Jannette iba en busca de un paso libre entre el estrecho de Bering y el de Davis, y no del Polo Norte.
—Y naufragó lastimosamente —repitió el señor Linderman con tono zumbón.
—Es que si se hubiera dirigido directamente hacia el Polo, sin perder tantos meses en buscar el paso, habría llegado.
—Sí; a estrellarse contra los hielos muchos meses antes.
—¡No tanto, señor Linderman!
—¿Eh? ¿Tiene usted la pretensión de que los americanos han de triunfar en todo? ¿Qué cree usted que somos los ingleses? ¿Acaso hombres de cartón-piedra? Mis compatriotas navegaban ya por los mares polares cuando en Europa no se sabía aún que existiera América.
—No se sabía por culpa de sus grandes navegantes, que no descubrieron antes esa América que tanta sombra les hace —respondió acremente el señor Wilkye—. Se necesitaron un italiano y unos españoles, un Cristóbal Colón y unos Reyes Católicos, para hacer saber a los grandes navegantes ingleses que existía otro continente.
—¡Basta! ¡Ya me ha excitado usted bastante!
—¡Calle! ¡Un flemático inglés que arde como un cohete! ¿Han visto ustedes cosa semejante, señores míos?
Una alegre carcajada resonó alrededor de ambos interlocutores. El señor Linderman se levantó rojo como una peonía, y dio sobre la mesa que tenía delante tan formidable puñetazo, que hizo saltar los bocks casi llenos de cerveza que había en ella.
—¡Cálmese usted, señor Linderman! —dijo una voz—. ¿Se vuelve usted hidrófobo?
—Y sobre todo le ruego que no derrame nuestra cerveza —dijo otro—. ¡Qué diablo! ¡Va usted a poner en revolución todo el Club!
Una segunda risotada, más fuerte y regocijada que la anterior, estalló en torno a la mesa, ante la cual se sentaban ocho o diez personas fumando monumentales pipas, puros habanos o soberbios Londres.
—¿Quieren ustedes hacerme perder los estribos? —gritó el señor Linderman.
—¡Cada cosa a su tiempo! —exclamó el señor Wilkye—. Un inglés no pierde los estribos tan pronto.
—Si continúan ustedes en ese terreno, les aseguro que estallo como caldera cargada a cuarenta atmósferas.
—Aún no tiene la presión necesaria —dijo uno de los bebedores.
—Pero, en fin, ¿se puede saber el motivo de esta acalorada discusión? —preguntó un hombre enorme, grueso como un cerdo, con una crespa barba rubia cortada en pico, y que tenía aspecto de negociante—. Tan cierto como que soy un miembro de la Sociedad de Hombres Gordos de Chicago que aún no he comprendido nada.
—¿Qué va usted a saber de expediciones polares, Bisby? —dijo bruscamente el señor Linderman.
—Es cierto que yo sólo me preocupo del precio de las carnes saladas —respondió el hombre mastodóntico—; pero ya que tengo la satisfacción de hallarme entre vosotros, distinguidos miembros de la Sociedad Geográfica, desearía que me iluminaseis.
—Es verdad —dijeron muchas voces—. Tampoco nosotros sabemos lo que discuten ustedes.
—Acerca del desgraciado fin de la expedición de los ingleses.
—Escoceses —rectificó el señor Linderman.
—Para nosotros es lo mismo. Como digo, discutíamos sobre el naufragio de la expedición de sir Leight Smith.
—¿Ha naufragado el Eira? —preguntaron todos con cierta emoción.
—Los últimos despachos han traído la noticia de que los supervivientes de la expedición fueron encontrados en el estrecho de Matotkine.
—¿Cuándo?
—El veinticinco de agosto —dijo Wilkye.
—¿Es cierto, señor Linderman? —preguntaron varias voces.
—Sí —respondió secamente el inglés.
—Pero ante todo, ¿quién es ese señor Leight Smith? —preguntó el miembro de la Sociedad de Hombres Gordos—. Ya os he dicho que sólo me preocupo…
—De los precios de la carne salada; lo sabemos, señor Bisby —replicó uno de los contertulios.
—Cuente usted, señor Wilkye —dijeron los otros—. Nos faltan noticias de esa expedición.
—Permítanme que vacíe mi bock de cerveza y lo contaré todo.
Esta discusión, que amenazaba concluir en grave disputa entre los señores Linderman y Wilkye, tenía efecto en uno de los salones de la Sociedad Geográfica de Baltimore la noche del 26 de octubre de 1892.
Esta Sociedad, que contaba entre sus miembros a los más ricos yanquis de la población, armadores, geógrafos, exploradores y negociantes que se ocupaban en los descubrimientos geográficos, aunque ignorasen la existencia de algún continente, estaba animadísima todas las noches, sobre todo aquella en que empieza nuestro relato.
No crea, sin embargo, el lector, que en dicha sala aquellos bravos americanos se limitaban a discutir de Geografía y de exploraciones. Al contrario, negociantes por excelencia y grandes bebedores, como lo son en general todos los habitantes de los Estados Unidos, se cuidaban mucho de sus asuntos, y entre una discusión y otra, entre el descubrimiento de un nuevo río, de una isla o de un nuevo pueblo de salvajes, o entre alguna comunicación de la Presidencia, hablaban del precio de los azúcares, del café, de las carnes saladas, de los peces secos o de los cerdos de Chicago, y bebían como esponjas, alternando los grogs con el whisky.
Debemos decir, no obstante, que entre aquella multitud de miembros se contaban hombres de saber, distinguidos geógrafos que seguían con verdadero ahínco los descubrimientos y las hazañas de valientes exploradores que ya habían realizado largos viajes por los cinco continentes. Entre estos aficionados a las exploraciones se encontraban los señores Wilkye y Linderman, dos decididos antagonistas que nunca estaban de acuerdo en el mismo terreno, por la sencilla razón de que uno de ellos era americano y el otro inglés.
El señor Wilkye, yanqui de pura sangre, era ya célebre en su país, a pesar de que sólo contaba treinta y dos años en aquel tiempo. Hijo de un rico constructor de velocípedos, ya fallecido, y varias veces millonario, había realizado largos viajes y arriesgadas exploraciones por las costas de la Groenlandia, llegando hasta el estrecho de Smith, en las costas de la Tierra de la Reina y de la bahía de Baffin, donde perdió el buque que habla equipado a sus expensas, y que quedó prisionero entre los hielos después de dos crueles invernadas.
Además, profesaba un verdadero culto por el velocípedo, y tenía fama de ser uno de los más resistentes campeones. Ya había fundado muchos clubs, y era presidente de casi todos ellos.
Linderman era un riquísimo armador, propietario de una treintena de busques de vela y de vapor y de una grandiosa factoría, muy conocido por sus múltiples viajes y expediciones a todas las regiones del globo, y particularmente por los mares australes del círculo polar.
Ambos eran dos buenos tipos, audaces, resueltos, decididos a todo. Tenían los dos alta estatura, miembros atléticos, músculos de hierro, y estaban acostumbrados a los más duros ejercicios corporales. Solamente se diferenciaban en el color. Mientras el americano tenía los cabellos y la barba negros y la piel oscura, detalles que indicaban el cruce de la raza del Norte con la meridional, el otro era pelirrojo, y su piel blanca y rosada como la de todo anglosajón puro.
Y ahora reanudemos el hilo de esta verídica historia.
Después de vaciar un vaso de cerveza para humedecerse la garganta, dijo el señor Wilkye:
—Esta expedición inglesa, tan lastimosamente naufragada…
—¡Sea breve! —le interrumpió Linderman.
—En cuanto pueda, señor —contestó el americano—. Hay que ilustrar al señor Bisby.
—¡Gracias, amigo! —dijo el negociante en carne salada.
—Esta expedición fue organizada por Leight Smith, hombre que había cruzado ya los mares polares. Partió de Peterheaand el catorce de julio del pasado año directamente para el Polo, llevando provisiones para catorce meses. Componíase de Smith, un capitán, un médico cirujano y de veintidós marineros. El veintisiete de julio, el Eira, que tal era el nombre del buque, llegaba a la Tierra de Francisco José; pero allí encontró el camino cerrado por los hielos. La expedición retrocedió, esperando encontrar otro paso; pero cerca de la isla Bell el buque fue aprisionado por los campos de hielo. El siete de agosto logró abrirse paso y siguió adelante; mas ocho días después fue nuevamente encerrado por los hielos al lado del cabo Flora, y el veintiuno se aplastaba bajo la presión de los bancos. La tripulación saltó a tierra, pasó el invierno alimentándose de carne de osos blancos y de morsas, y el veintidós de junio de este año se embarcó en las canoas que había salvado y trató de ganar las costas de la Rusia septentrional. Después de seis semanas empleadas en atravesar un inmenso campo de hielo llegaron al mar libre y entraron en la Nueva Zembla. Ahora el telégrafo ha anunciado que la expedición fue recogida en el estrecho de Matotkine por el vapor Hope, mandado por sir Allen Joung que fue enviado por el Gobierno inglés en busca del Eira. Tal ha sido el motivo de nuestra discusión.
—Yo no entenderé más que de carnes saladas; pero me parece, señor Linderman, que esa expedición ha hecho muy triste papel —dijo Bisby.
—¡Váyase usted a hablar de bueyes! —exclamó indignado el inglés—. ¿Qué sabe de expediciones polares?
—Soy miembro de la Sociedad Geográfica, y…
—Yo lo que digo es que si esos señores que dirigían la expedición hubieran sido americanos…
—¡Se habrían ahogado, señor comerciante en carnes! ¡El fin de vuestro Jannette puede testificar[1]!.
—Pero —dijo uno de los bebedores—, ¿es que no se puede llegar al Polo, señor Linderman?
—Sí y no.
—¿Eh? —exclamó Wilkye.
—Sí y no —repitió el inglés—. Yo digo que mientras traten de llegar hasta allí con navíos pesados como tortugas, siempre se quedarán estos entre los hielos.
—¿Cree usted que debe irse andando?
—No; el escorbuto, las fatigas y los grandes fríos, soportados en esas condiciones, abatirían de tal modo a los expedicionarios, que no podrían caminar mucho tiempo.
—Entonces…
—Estoy convencido de que con un buque rapidísimo se podría llegar.
—¡Quisiera ver la prueba! —dijo Wilkye—. Yo, por mi parte, afirmo que sólo con velocípedos montados por hombres robustos podría llegarse al Polo.
Un ¡oh! de sorpresa resonó en la sala al oír tan extraña afirmación. El señor Linderman prorrumpió en una fuerte risotada.
—¡En mi vida he oído cosa semejante! —exclamó—. Pero ¿está usted loco, señor Wilkye?
—Todavía no, con vuestro permiso.
—Pero ¿cree usted…?
—¿Qué hay de extraño en ello? Razonemos, señor Linderman.
—Le oiré con gusto. Tengo curiosidad por conocer minuciosamente tan estupendo proyecto.
—¿Cree usted que un buque puede llegar hasta el ochenta grado de latitud?
—Sí, si la estación es propicia.
—¿Qué distancia hay desde el ochenta grado de latitud al Polo?
—Diez grados.
—O sean seiscientas millas geográficas. Esta distancia será inmensa para expedicionarios que tengan que recorrerla a pie llevando consigo víveres, chalupas, tiendas de campaña; todo el pesado bagaje necesario, en fin. Pero ¿qué son seiscientas millas para un velocipedista? Seis días de viaje, siete, ocho a lo sumo.
—¿Es verdad? —exclamaron algunos de los oyentes con estupor.
—En siete u ocho días, pues, un velocipedista diestro y fuerte puede llegar al Polo; y admitiréis sin réplica que puede regresar en otros ocho.
—Pero los víveres, la tienda, la cocina para calentar los alimentos…
—Se pueden llevar, señor Linderman.
—¡Eso son sueños! ¡Ya quisiera yo ver en esa prueba a sus consocios del Club Velocipédico!
—Le digo a usted que llegarían con más seguridad que un buque de andar rápido.
—¡Fantasías!
—Estoy dispuesto a demostrarlo con hechos, mientras usted, señor inglés, no se atreverá a hacerlo —exclamó el americano levantándose.
El señor Linderman se puso pálido, e incorporándose a su vez, dio un nuevo puñetazo sobre el tablero de la mesa, gritando:
—¿Es un cartel de desafío, señor americano?
—Tómelo usted como le cuadre. Estoy a su disposición en todos los terrenos.
—Creo que es usted muy rico.
—Así dicen.
—Y que le sobra tiempo que perder.
—Sí, señor Linderman.
—Y que no tiene usted en gran estima su pellejo.
—¡Psch! ¡Me lo he jugado tantas veces!
—Entonces, ¿se atrevería usted…?
—¿A qué, señor Linderman?
—A ir al Polo.
—¡Vaya una broma! —exclamaron los contertulios.
—No; hablo seriamente —dijo el inglés con voz grave—. Yo iré a descubrir el Polo en uno de mis buques, que anda veinte nudos por hora, y usted, si no tiene miedo, irá en velocípedo.
—¡Sea!
—Dentro de ocho días pondré a su disposición mi buque, y en él iremos hasta las tierras australes.
—¿Australes?
—Sí, señor Wilkye. Escojo un terreno casi virgen; iremos a descubrir el Polo Sur, en vez del Norte. La estación es propicia, porque en las regiones australes comienza el estío.
—Aceptado; pero permítame antes una observación.
—Hable.
—Los negocios son negocios, y no quiero deber absolutamente nada a los ingleses, a quienes representa. Así, pues, fije usted el precio del pasaje de once personas.
—Dos mil dólares.
—Muy bien.
—A mi vez he de hacerle otra observación.
—Hable usted.
—Cuando lleguemos a las playas de las tierras australes, recordaremos que yo soy inglés y usted americano, y cada cual obrará por su propia cuenta.
—Seremos enemigos.
—Enemigos mortales, señor Wilkye. Yo lucharé exclusivamente por mi bandera.
—Y yo por la mía.
—Y no le prestaré la menor ayuda.
—Ni yo a usted.
—¡Basta, pues! Dentro de ocho días zarparemos a la hora de la marea alta.
—Con dos banderas.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que en la punta de la randa, al lado de la bandera inglesa ondeará la de los Estados Unidos.
—Tiene usted razón; paga, y le asiste ese derecho. ¡Dentro de ocho días le espero ante mi factoría!