EL CLAN DE LOS CORRUPTOS

ARDE LUCUS, LUGO

Solo cuatro semanas después de su encuentro en la sede central de la UCO, Black Angel y la agente Luca volvían a reunirse en el aeropuerto de Santiago de Compostela. Pero esta vez los acompañaba Alexandra Cardona.

Álex había escogido la fecha de su regreso a España. No quiso explicarles por qué, pero tenía que ser exactamente ese día y no otro. Luca sabía que, durante su estancia en Colombia, Álex había hablado en varias ocasiones con Luciana por teléfono, y unos días antes la había acompañado a una oficina de mensajería, en el centro de Bogotá, para enviarle un paquete urgente a la brasileña. Ante su insistencia por saber qué contenía aquel envío, Álex había sido muy críptica.

—Lubricantes vaginales. Son el mejor amigo de una prostituta —dijo recordando las palabras de la brasileña durante su primer día en el Reinas—. Nunca deben faltarte.

—Pero en España es fácil conseguir lubricantes. Se venden en muchos sitios.

—Ya, pero no son como estos… —No quiso añadir nada más al respecto.

Ángel las recogió en la sala B de llegadas del aeropuerto internacional de Lavacolla. Besos, abrazos. Álex se alegró de verle. Era uno de los pocos hombres que no la habían follado en España, y tenía palabra: diez días antes habían recibido la millonaria transferencia de dinero, que el periodista les había enviado desde Andorra. Finalmente Juan Osar había accedido a ayudarles en su plan, y las cuentas bancarias de Bill el Largo se habían quedado a cero.

Veinticuatro horas después, Luciana recibía todo el dinero con instrucciones muy específicas de Alexandra para repartirlo entre las chicas del club que quisiesen saldar su deuda con los proxenetas y comprar su libertad. Y con las últimas indicaciones de la colombiana sobre lo que tenían que hacer en la próxima fiesta blanca. La orgía del Patrón y sus amigos los vips iba a ser la última que disfrutaran…

Ángel las puso al día. Todo iba según lo previsto, aunque Álex lamentó las noticias que el motorista había traído de Italia: Dolores había terminado por desaparecer totalmente, devorada por su alter ego Lolita. Leyó la carta allí mismo, antes de abandonar la terminal, y las lágrimas brotaron de sus ojos en silencio mientras lo hacía.

—De Marcia me lo esperaba —dijo con un susurro—, pero no de Dolores.

—¿Quién es Marcia? —preguntó Luca.

—Una compañera del Reinas que salía con Moncho. Las dos llegamos a la vez a España. Prometió que se haría famosa y lo logró: hace poco la vi en una revista del corazón, ennoviada con el hijo de una cantante famosa, aunque al final terminó haciendo porno. Pero Dolores…

No añadió nada más. Se guardó el papel y le devolvió a Ángel el DVD. No volvió a hacer ningún comentario sobre la pequeña medellinense.

Cuando se secó las lágrimas preguntó por su prima, Paula Andrea. Todavía mantenía la esperanza de que los rumores que circulaban en los clubs del Patrón se revelasen como inciertos y que en los últimos días Ángel hubiese encontrado alguna nueva pista. Pero el motorista no quiso mentirle.

—Ahí hemos fracasado, Álex. Lo siento. Hemos hablado con muchas chicas del Reinas y todas nos dicen lo mismo: rumores, cotilleos, historias que les contó una amiga de una amiga sobre una chica que se había enfrentado al Patrón, y que había terminado enterrada en la finca, pero no hemos podido conseguir ninguna prueba, y no tenemos forma de que el juzgado abra una investigación oficial sin tu ayuda. Necesitamos que pongas la denuncia aquí. Sin tu testimonio, tenemos las manos atadas.

Y Álex accedió una vez más. Para eso había regresado a España. Se lo debía a Paula, a Dolores, a Blanca y a miles, quizá a millones de chicas de todo el mundo, que habían vivido y que continuaban viviendo una experiencia tan traumática como la suya.

—Venga, rápido, hasta que no lleguemos al juzgado somos vulnerables —insistió Ángel—. He alquilado un coche grande para que podáis descansar un poco.

—Gracias —respondió Luca—, pero yo no podré pegar ojo hasta que Álex firme la denuncia. El capitán Gonzalo me acaba de mandar un mensaje: en la UCO han recibido varias llamadas desde la comandancia de Lugo preguntando insistentemente por mí. Algo va mal, Ángel. Lo saben…

—Da igual. Hemos llegado demasiado lejos para echarnos atrás ahora —dijo Ángel con convicción mientras metía en el maletero el equipaje de las dos chicas. Luego, girándose hacia Alexandra Cardona, añadió—: Esta mierda tiene que saltar por los aires, y la única que puede hacerlo eres tú. En cuanto firmes la denuncia, ya nadie podrá pararlo. Pero si quieres echarte atrás, este es el momento.

—No —respondió ella con la misma resolución enfrentándose al periodista y mirándole fijamente a los ojos—. No he vuelto a este lugar maldito para echarme atrás ahora. Estoy dispuesta a denunciar. Quiero devolver a esos hijueputas todo el daño que nos han hecho, pero no confío en sus leyes ni en sus policías, así que tengo mis propios planes. Ustedes tendrán mi declaración, pero antes necesito que haga algo por mí.

Mientras el Audi de alquiler dejaba atrás la terminal del aeropuerto y enfilaba la nacional 634, Alexandra Cardona les explicó su maquiavélico plan, una reacción en cadena que había puesto en marcha veinticuatro horas antes, sin que ni Luca ni Ángel tuviesen el menor conocimiento. Quizá, en el fondo, Álex no confiase del todo en ellos. O simplemente había preferido evitar cualquier indiscreción bienintencionada que pudiese echar por tierra el plan que había elaborado, hasta en el menor de los detalles, durante los últimos meses. Ahora ya estaba hecho, y nadie podría evitarlo.

—Pero ¿eso puede hacerse? —respondió el periodista en cuanto Álex les explicó la increíble argucia—. ¿Y si no… les pone lo del cunnilingus?

—Créame. Solo nosotras sabemos lo que les gusta realmente a los hombres, porque nos pagan por materializar sus fantasías. A todos les gusta creerse unos machos que nos hacen gozar como perras. Su ego necesita creer que nosotras también disfrutamos, y mis amigas se han ocupado de convencerlos. Son las mejores actrices, y ninguno se negó a hacerlo cuando ellas insistieron. La fiesta blanca fue ayer. Todos estaban aquí porque mañana empieza la carrera electoral y querían darse un homenaje antes de entrar en campaña. Son tan previsibles…

—Está bien. Voy a intentarlo. Tengo un colega que hizo sus prácticas en la Agencia Servimedia. Ahora trabaja en una cadena de radio nacional, pero estoy seguro de que puede localizar a alguien en El Progreso o en La Voz de Galicia que publique la noticia. Si tu magia química sale bien, Álex, esto va a ser una bomba…

Y conforme el Audi abandonaba la nacional 634 para incorporarse a la A-6 en dirección a Lugo, el periodista sacó su teléfono móvil e hizo una llamada.

—David, soy Ángel. Necesito tu ayuda. Lo que voy a contarte te parecerá increíble, pero te garantizo que mi fuente es capaz de esto y de mucho más. Toma papel y lápiz, tienes que conseguir que los periódicos gallegos publiquen mañana una noticia…

David Castillo escuchó con atención a su colega. Se conocían desde hacía tiempo, y no sería la primera vez que le cubría las espaldas. Probablemente si hubiese sido cualquier otro compañero el que le relataba una historia tan inverosímil, habría colgado el teléfono, pero sabía que Ángel utilizaba métodos muy poco convencionales a la hora de hacer periodismo de investigación, y si alguien podía hacer algo tan disparatado era él.

—Tío, estás como una puta cabra… —David Castillo guardó silencio unos instantes, como si valorase las consecuencias de apoyar a su colega en aquella temeraria aventura—. De acuerdo, cuenta con ello. Pero me juego mi credibilidad como esto no salga bien. Sabes cuál será su primera reacción, ¿no?

—Desprestigiarte. Utilizarán a todos los periodistas que tienen a sueldo para desacreditarte y negar la noticia. Yo ya he pasado por eso otras veces, por eso te lo pido a ti: sé que no te dejas acojonar.

—Okey. Pero cuando estalle el escándalo, me debes una entrevista en exclusiva…

En cuanto colgó el teléfono, el motero se percató de que en su retrovisor continuaba apareciendo el mismo BMW azul oscuro que ya había visto en varias ocasiones desde que dejaron atrás el aeropuerto.

—Chicas, agarraos, creo que nos están siguiendo.

Recorrieron los poco más de cien kilómetros que separan Lavacolla de Lugo en tiempo récord, pero ni aun así consiguieron perder de vista aquel coche azul oscuro que los seguía a cierta distancia. Sin embargo, lo peor estaba por llegar. En cuanto el Audi entró en la ciudad, Ángel tuvo que pisar el freno hasta el fondo para no estrellarse con las vallas que cortaban la circulación. Todas las calles estaban cerradas, y ante sus ojos se presentaba un paisaje alucinante. Como si hubiesen viajado en el tiempo hasta la Hispania del siglo II.

—Pero ¿qué coño es esto? —preguntó Ángel tan desconcertado por el espectáculo como sus compañeras.

Ante ellos desfilaban cientos, quizá miles de personas ataviadas como si fuesen personajes de la antigua Roma: centuriones y senadores, diosas y cortesanas, gladiadores y esclavos, guerreras celtas y leprosos… Era una visión delirante.

—Mierda —dijo Luca—. No habíamos contado con esto. Es el Arde Lucus, tendríamos que habernos fijado en el calendario.

—Da igual, salid del coche —las apremió Ángel al ver por el retrovisor que el mismo BMW azul acababa de girar en la esquina y estaba entrando en aquella misma calle—, seguiremos a pie.

El periodista y las dos mujeres abandonaron el coche y echaron a correr por las calles atestadas por cientos de miles de visitantes disfrazados como los personajes tradicionales de la cultura romana. Desde 2001, y durante los días del Arde Lucus, todos los lucenses y hasta un millón de visitantes rememoran la presencia del Imperio en Galicia y el origen de las colosales murallas que han hecho famosa la ciudad, recuperando la antigua celebración romana del Lucus Augusti, la feria medieval más multitudinaria del país.

Ángel tomó la iniciativa abriendo camino. Sin dejar de correr sacó su teléfono móvil y activó el navegador GPS, mientras Luca cogía a la colombiana de la mano y tiraba de ella. Con el rabillo del ojo, el motero vio cómo tres hombres acababan de bajarse también del BMW azul. Juraría que uno de ellos era Xan, el sicario de don Jesús que lo había dejado vendido en aquella playa de Arousa. El conductor arrancó de nuevo y dio marcha atrás. No era necesario ser muy listo para intuir que tratarían de cerrarles el paso en alguna de las calles que no estuviese cortada por la celebración del Arde Lucus.

—Seguidme —gritó Ángel unos pasos por delante—, por aquí.

Los fugitivos atravesaron la ciudad esquivando legiones romanas, familias de senadores y grupos de guerreros bárbaros. El espectáculo resultaba desconcertante para los extranjeros, que se sentían teletransportados en el tiempo.

Ángel marcaba el camino, vigilando las indicaciones del navegador mientras intentaba no tropezar con los gladiadores, las hordas celtas o los grupos de centuriones que disfrutaban de las terrazas. Familias enteras, grupos de amigos, parejas de enamorados, engalanados con trajes de la época imperial que colapsaban las pequeñas calles dificultando enormemente la carrera.

Cuando desembocaron en la plaza de Rosalía de Castro, el delirio fue absoluto. En la gran plaza se había construido todo un circo romano y los gladiadores rememoraban los combates a muerte del Coliseo, blandiendo sus tridentes, escudos, redes y espadas gladium ante el entusiasmo del público.

Luca, Álex y Ángel atravesaron el foso interrumpiendo el espectáculo y recibiendo los abucheos de cientos de asistentes a las luchas, pero cuando estaban a punto de alcanzar el otro extremo de la plaza, el periodista se detuvo en seco, haciendo que Luca y la colombiana se tropezasen con su espalda. Delante, a poco más de dos metros, un tipo los miraba fijamente mientras se llevaba la mano al interior de la chaqueta. En cuanto sacó un imponente cuchillo, sus sospechas se hicieron realidad. «Nada de disparos, eso atraería a la policía. Sed discretos. Que parezca un apuñalamiento durante un robo», había ordenado don Jesús. Por eso, en lugar de una pistola el sicario extrajo un enorme machete.

Les habían cortado el paso. El periodista hizo el ademán de sacar su arma, pero Luca soltó a la colombiana y le sujetó la mano.

—Aquí no —le dijo mirándole intensamente a los ojos—. Podrías herir a alguien inocente.

El asesino sonrió mientras avanzaba resolutivo hacia sus presas. Cuando estaba a su altura lanzó el primer mandoble, y ella apenas tuvo tiempo de arrancar a uno de los centuriones su escudo e interponerlo entre su cuerpo y la hoja de metal. El cuchillo atravesó la madera y se quedó atorado un segundo, el mismo que aprovechó Ángel para desenfundar la espada de uno de los gladiadores, colocándose entre ellas y el asesino a sueldo enviado por don Jesús.

—¡Seguid! —le gritó mientras le pasaba su teléfono con el GPS marcando la dirección de los juzgados—. Tienes que conseguir que llegue antes de que venga el resto.

Luca dudó. Por un momento sus ojos se clavaron en los de él mientras el sicario libraba su cuchillo y amagaba un nuevo mandoble. «No aguantará mucho», pensó cuando el filo de metal arrancó las primeras astillas de la gladium.

Ángel logró detener el golpe y el impacto hizo que el otro retrocediera unos pasos. Se volvió hacia las dos mujeres. ¿Qué hacían ahí? No había tiempo. Tenía que conseguir que Álex llegase a su destino.

—Si no firma la denuncia, todo habrá sido inútil —le insistió Ángel—, y ellos habrán ganado… otra vez.

Fue suficiente. Mientras el sicario amagaba un nuevo mandoble, Luca tomó de nuevo a Álex de la mano y la arrastró en medio de la multitud que rebosaba el macellum de la plaza Rosalía de Castro. A su espalda, Ángel se preparaba para un combate destinado al fracaso desde el inicio…

Nuevo ataque. Y de nuevo interpuso la gladium entre la hoja de metal y su cuerpo. El asesino empezaba a impacientarse, y en cada golpe el metal arrancaba más pedazos de madera. Quizá fueron dos, tres minutos, hasta que por fin la espada de madera se partió y el periodista se quedó con un trozo de mango en la mano, ya completamente indefenso. Se acabó la pelea y la buena fortuna. Pero Luca no iba a permitir que los pulgares hacia abajo del público decidiesen la suerte de su amigo en la arena del Coliseo. Incapaz de abandonarlo sin más, había regresado a la plaza para equilibrar la justa.

La guardia borró la sonrisa del tipo del cuchillo, que ya avanzaba amenazante hacia Ángel, estampándole en la cabeza el casco de metal de un gladiador romano, que acababa de arrancarle de debajo del brazo a otro de los asistentes al Arde Lucus. El tipo cayó al suelo inconsciente al tiempo que su cuchillo se perdía entre el público.

—Vamos —gritó Luca—, los demás no tardarán en llegar.

Y siguieron corriendo. Dejaron la plaza de Rosalía de Castro y su circo romano, la quema de las murallas, y el macellum artesanal. Y no dejaron de correr hasta llegar a la rúa Armando Durán, donde se alzaban los juzgados.

Entraron en el edificio en tromba, alertando a los servicios de seguridad, que les salieron al paso. Solo entonces Luca se identificó como guardia civil, sacando su placa y tranquilizando a sus compañeros.

En cuanto consiguieron recuperar el aliento, la agente se volvió hacia Álex y la abrazó con fuerza.

—Ahora depende de ti.

Alexandra Cardona respiró hondo, miró a sus compañeros a los ojos y los besó. A la manera colombiana. Un beso a cada uno. Después se giró y se dirigió con paso firme al despacho, dispuesta a prestar declaración. La carta que sostenía el gigantesco castillo de naipes estaba a punto de ser retirada. Su admirado Newton y su ley de la gravitación universal harían el resto.