CASTRATO
BOGOTÁ, COLOMBIA
Don Jordi fue el primero en caer.
Álex consideró un acto de justicia utilizar contra el hombre que entregó a los proxenetas españoles todo lo que había aprendido en el Club Reinas. Primera parada, el Centro Comercial Andino.
Sintió vértigo al volver a pisar aquellas galerías. Se detuvo al final de las escaleras mecánicas y se agarró al brazo de John Jairo, contemplando en la distancia el escaparate de la zapatería de la segunda planta donde había trabajado como dependienta, hasta que todo cambió con su huida a España. Por un instante se imaginó a sí misma unos meses atrás, cruzando el umbral con paso rápido, sabiendo que llegaba tarde tras las clases en la facultad. El señor Carlos, el encargado, nunca la regañaba por sus retrasos. Estaba orgulloso de que una de sus empleadas fuese una futura científica… ¿Qué pensaría ahora si supiese que había terminado como una simple prostituta en Europa?
Álex apretó los dientes y se agarró más fuerte al brazo de su hermano. Se concentró en su rabia y la utilizó como combustible para seguir adelante con su plan de venganza. «Van a pagar por todo lo que nos han hecho», pensó.
Pineda Covalin, Bimba y Lola, Naf Naf, Bettina Spitz, Otty… Alexandra y John Jairo Cardona visitaron las principales firmas femeninas del Andino. Necesitaban un atrezzo preciso para ejecutar su venganza. Álex sería el cebo. Don Jordi, la presa.
La apuesta era alta. John Jairo había tomado prestada una de las gavetas que la guerrilla entierra en la selva con armas, documentos y dinero, así que el precio no era un obstáculo. Y Álex sabía lo que le gustaba a los hombres, lo había aprendido a fuego en España. Escogió un escotado vestido de noche en raso rojo. Bolso a juego. Sandalias de tacón de aguja. Medias de seda con ligueros. Y unos pendientes de pedrería largos, que estilizaban aún más su cuello largo y delicado.
La siguiente parada: el casino Rockefeller, en la misma calle 84 de la zona rosa. A un tiro de piedra del Andino. Las rutinas de don Jordi era muy elementales: de los burdeles al casino, y de los mejores restaurantes a su lujoso apartamento en la zona rosa de Bogotá.
El encuentro se produjo en la mesa de póquer del Rockefeller el siguiente fin de semana. Los sábados, el Rockefeller celebra torneos No Limit Hold’em, y don Jordi era adicto a ellos. Álex esperó en una de las tragaperras hasta que el catalán entró en el casino y lo siguió hasta la sala de póquer para luego sentarse intencionadamente a su lado. Estaba asustada. Si la reconocía, todo su plan se iría al garete, pero merecía la pena intentarlo.
En cuanto se sentó, la apertura del vestido permitió a la libido de don Jordi una perspectiva generosa de sus piernas enfundadas en seda. Quizá fue por su cambio de peinado, o porque había adelgazado mucho en aquellos meses. O tal vez fue porque los ojos de don Jordi saltaban de sus piernas a su escote y de nuevo a sus piernas, pero el caso es que no la reconoció. Lo demás fue fácil.
En cuanto se cansó de perder una mano tras otra, se atrevió a invitarla a una copa. Ella aceptó, claro. Ya no era la novata insegura y torpe que trataba de captar a sus primeros clientes en el Reinas. Había aprendido la lección, impresa con sangre y lágrimas en su memoria, y sabía lo que tenía que decir a un hombre en cada momento para alentar su deseo. En la segunda copa, don Jordi ya la estaba invitando a su apartamento. Y ella también aceptó, por supuesto.
Una vez en el dúplex, don Jordi se creció con el tercer whisky. Tenía prisa por consumar la faena. Álex lo acompañó al dormitorio, y cuando la testosterona estaba en su punto álgido, se excusó diciendo que tenía que pasar un momento al baño. Mintió. En realidad, desanduvo sus pasos hasta la entrada del apartamento para abrir la puerta a John Jairo. Él haría el resto. Álex había conseguido días antes el tricloruro de metilo, potenciando la fórmula para hacerlo más rápido y efectivo. El fornido guerrillo lo sorprendió por la espalda en el dormitorio, y bastó un chorro sobre un paño que colocó con fuerza sobre el rostro del español para que este perdiese la conciencia. El cabrón estaba gordo y pesaba como una vaca, y los dos hermanos tuvieron que arrimar el hombro para conseguir bajarlo al aparcamiento y meterlo en el maletero del coche. Después se lo llevaron a una vieja casona abandonada que los guerrillos utilizaban de vez en cuando para guarecerse, más allá del parque natural de Chingaza. Allí podría gritar a gusto, nadie iba a escucharlo.
Cuando don Jordi abrió los ojos, aún sentía aquel olor dulzón que se había incrustado en sus fosas nasales. Tardó un poco en recobrar la conciencia y descubrir lo que estaba pasando —aquella choza mugrienta y abandonada no era su apartamento—, pero solo empezó a sentir miedo de verdad cuando intentó incorporarse de la mesa de madera donde se encontraba y no pudo hacerlo. Alguien le había atado las manos y las piernas y le había desnudado totalmente de cintura para abajo. En cuanto comenzó a chillar pidiendo auxilio, un hombre y una joven entraron en el barracón. En aquella casona no había más luz que la de un par de lámparas de queroseno.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mi? Esto es un error… Os estáis confundiendo de persona —gritó.
—Veo que sigue sin acordarse de mí, don Jordi.
—¿Acordarme de ti? Hasta esta noche, en el casino, no te había visto en mi vida…
Habían sido demasiadas las muchachas que el español había reclutado en Colombia para enviarlas a diferentes prostíbulos europeos. Imposible recordarlas a todas.
—Sí me había visto antes: hace unos meses, en El Dorado. Pero no importa —dijo Alexandra con un tono frío y neutro—. No volverá a abusar de ninguna muchacha.
—No hagáis ninguna tontería. Soy ciudadano español. Si me matáis, vais a tener detrás a toda la policía de Colombia.
—No le vamos a matar —respondió Álex—. Eso sería demasiado fácil.
—Ya tenemos detrás a toda la policía de Colombia, pedazo de mierda —intervino John Jairo, mucho más enojado, mientras acercaba las lámparas de queroseno para dar más luz a la mesa—. Eso no le va a salvar. Le vamos a quitar las ganas de joda.
Don Jordi estaba aterrorizado. Algo le decía que aquellos malditos no bromeaban. Aquel joven alto y fuerte, que se había confesado ya un proscrito de las autoridades, infundía temor, y la culata de la pistola que asomaba por encima de su cinturón le confirmó que su terror era justificado. El español intuyó que solo podía tratarse de un paraco o un guerrillo, y ambas opciones eran igual de temibles, pero lo que de verdad le daba miedo era la mirada fría y vacía de aquella joven menuda, ataviada como una top model, que hablaba con un tono terroríficamente sereno. Como si el secuestro y la amenaza fuesen su actividad natural. Como si hiciese aquello cada mañana antes de desayunar y estuviese acusando el desinterés de repetir mil veces la misma rutina.
El pánico de don Jordi se multiplicó de manera exponencial cuando la colombiana comenzó a extraer objetos de un pequeño maletín que colocó sobre la mesa, entre las piernas abiertas y desnudas del honrado empresario catalán…
Cuando don Jordi vio que la joven sujetaba lo que parecía un botiquín quirúrgico, tomaba una pequeña jeringuilla y la acercaba a su rostro, empezó a acusar la falta de aire. Sus maltrechos pulmones, de fumador compulsivo, ya apenas podían llenarse de oxígeno. El corazón, acelerado por el terror, estaba muy ocupado bombeando sangre a su orondo cuerpo, a la velocidad de un repiqueteo de tambor.
—¿Qué es eso? Más te vale que no se te ocurra pincharme ninguna mierda, o te juro…
—Ojalá pudiese hacerlo, don Jordi. Sería menos doloroso. Esto solo es MPA, acetato de medroxiprogesterona.
—¿Qué? No entiendo…
—Una progestina. —Álex siguió hablando: que don Jordi entendiese o no sus palabras carecía de importancia para ella, porque ya nada ni nadie iba a detenerla—. Tiene muchas utilidades: puede usarse como anticonceptivo femenino, o en terapias hormonales para transexuales… Pero en algunos fármacos también se puede usar como progestágeno, como inhibidor de la conducta sexual desordenada. Y usted, don Jordi, tiene una conducta sexual desordenada. Pero yo le voy a curar…
Don Jordi abrió los ojos como platos, desbordado por el pánico. Aquella maldita puta estaba hablando en serio, y ya no quedaba sitio para más amenazas. Era el turno de las súplicas y los ruegos.
—Por el amor de Dios, por lo que más quieras, no me pinches esa mierda. No sé quién eres. Esto es un error. Me confundes con otra persona…
—No, don Jordi, no le confundo. Usted y sus amigos de España me jodieron la vida —respondió Álex con el mismo tono, pero utilizando intencionadamente los españolismos que había aprendido en el Reinas—. A mí, a mi prima y a mi amiga Dolores. ¿Se acuerda de Dolores? Era solo una niña cuando se la trajo de Medellín y nos metió en aquel avión…
Y de pronto, don Jordi recordó. Ahora todo encajaba. Aquella maldita psicópata había cambiado mucho: estaba más delgada, había envejecido y tenía el pelo más largo, pero era la misma fulana seria y arisca que había enviado a España meses atrás, con otras dos chicas captadas para la empresa. Inútil negarlo, así que intentó otra vía:
—Tengo dinero. Puedo pagaros. ¿Cuánto queréis?
—No hay dinero en el mundo para pagar la honra, don Jordi. No tiene nada que pueda interesarme.
—No hagáis ninguna tontería —repitió—. Sé dónde vives. —Desesperado, volvió a intentar el recurso de la amenaza—. Conozco a tu madre… ¿Crees que le gustaría saber lo que has estado haciendo en España?
—Mi mamá ya averiguó lo que me obligaron a hacer en su país —respondió Álex sin poder evitar que un par de lágrimas furtivas se escapasen de sus ojos castaños—, y esa vergüenza tampoco me la va a poder compensar con su plata. Pero no, no sabe dónde vivimos porque el banco ya nos embargó el apartamento: no pude reunir la plata que usted me prometió para pagar el adeudo, así que no sabe nada.
—Te lo suplico, aparta esa aguja de mí, no quiero que me pinches esa mierda, por favor…
Entonces Álex extrajo del pequeño botiquín un bisturí. Y con la jeringa en una mano y la cuchilla en la otra, se acercó al español hasta un punto en que sus alientos casi podían entremezclarse.
—En ese caso quizá prefiera el bisturí. Usted puede escoger. Yo no tuve esa oportunidad.
Con los ojos abiertos como platos, el español miró a una mano y la otra. Y después de nuevo a la colombiana. Su mirada daba miedo. Era gélida. Como la de un cadáver. Como si realmente aquella joven menuda le estuviese hablando desde el más allá. No. No estaba bromeando.
—¿Qué prefiere, don Jordi, cuchilla o pinchazo? —repitió Álex con el mismo tono monocorde.
El español sentía que su corazón estaba a punto de explotar reventando su pecho y salpicando de vísceras y sangre las paredes mugrientas de aquella casona perdida de la mano de Dios. ¿Cómo escoger ante tal disyuntiva?
—Está bien, cantaré. Lo confesaré todo. Llevadme a la policía.
—Cantará, don Jordi, ya sé que cantará —respondió ella—. Pero como un mezzosoprano. Y yo no tengo ya ningún interés en su repertorio. Decídase.
—O escoge usted, pedazo de mierda —intervino John Jairo sacándose de la bota un enorme y temible machete de campaña—, o elijo yo…
—Pinchazo —respondió con un hilillo de voz apenas audible.
—Pues es una pena —concluyó Álex con el mismo tono uniforme y desapasionado—. No va a poder ser. Me habría gustado poder solucionarlo así, pero una sola dosis de MPA no es suficiente, y no tengo tiempo para tenerlo acá retenido tanto como para completar un tratamiento. Así que voy a tener que pasar directamente a la cirugía…
—Dijiste que podía elegir, lo dijiste… —Don Jordi parecía un niño protestando por que un adulto le prometió que aquella noche podía decidir él la cena. Álex lo miró de arriba abajo: sin pantalones ni calzoncillos que lo cubrieran, atado de pies y manos. Se preguntó cómo podía estar hablándole de justicia. Pensó que la desesperación se aferra a extrañas agarraderas.
—Es cierto —asintió—. Le doy una segunda opción: ¿con o sin anestesia?
Cuando Álex dejó caer la jeringuilla al suelo, don Jordi estuvo a punto de desmayarse por el terror. Pero no fue necesario: una nueva dosis de triclorometano, improvisado anestésico, le hizo perder la consciencia antes de que Alexandra Cardona, con pulso firme, le extirpase los testículos y después desinfectase y suturase la herida como mejor pudo.
No quería matarlo, aunque tampoco le importaba demasiado si sufría un infarto y palmaba en aquel improvisado quirófano: el exceso de sufrimiento deshumaniza y suele convertir al agredido en agresor. Álex había preparado un plan de venganza y se iba a limitar a cumplirlo al pie de la letra.
Cuando consiguió detener la hemorragia y cosió la piel por donde había extraído los testículos, ayudó a su hermano a devolver al inconsciente don Jordi al maletero del coche. Regresaron a Bogotá para abandonar al empresario en la puerta del servicio de urgencias del hospital Chapinero. Después, de camino a su nuevo apartamento, Álex se asomó por la ventanilla del coche cuando John Jairo se detuvo en un semáforo de la calle 40S. Unos perros abandonados hurgaban entre los contenedores de basura en busca de algo que comer, y Álex les arrojó los testículos de don Jordi. «Al menos —pensó—, al final servirán para algo».
Ahora tendría que concentrarse en seguir el plan de su venganza. Aún no sabía cómo, pero le tocaba el turno a los gallegos…