DESEO

VILAGARCÍA DE AROUSA, PONTEVEDRA

Aquella mañana, al abrir los ojos, Ángel se encontró con la lámpara del techo de su habitación, y por un instante tuvo miedo de girar la cabeza. Si ella no estaba allí, todo habría sido un sueño, y aquella noche de caricias, besos y deseo compartido solo habría sido producto de su imaginación.

Quizá fuese mejor mantener el recuerdo de esa fantasía que enfrentarse a una realidad decepcionante. Pero Black Angel nunca había temido a la verdad, por incómoda que fuese, y muy lentamente ladeó su rostro hacia la izquierda.

Cuando descubrió sus hombros desnudos asomando por encima de las sábanas, y su frondosa melena, sonrió en silencio. Estaba allí. No había sido un sueño.

Se levantó con cuidado, tratando de no hacer ruido. Sobre el respaldo de la silla todavía estaba el hermoso vestido de noche de color azabache con el que había hecho su inesperada aparición en la fiesta de don Jesús. Radiante. Bellísima. Igual que la recordaba en la mansión del Matagentes, en algún remoto rincón de la selva chiapateca, unas semanas atrás.

«Hola, Ángel… Cuánto tiempo», le había dicho con una mirada en la que se mezclaban la complicidad y la picardía. «Demasiado —le respondió él—, te echaba de menos, la adrenalina no es lo mismo si no estás cerca».

El ángel negro cruzó la habitación de puntillas y utilizó el teléfono del cuarto de baño para pedir dos desayunos al servicio de habitaciones. Sonreía como un niño mientras esperaba que llegase el servicio dándose una ducha. Sí, había sido una noche fantástica. A veces el destino te obsequia con una sorpresa inesperada.

Toc, toc, toc. Los nudillos del camarero en la puerta de la habitación, unos minutos después, le devolvieron a la realidad. Fue generoso con la propina. Estaba de buen humor y le apetecía contagiarlo. Después acercó las bandejas a la cama, abrió las cortinas y despertó a Ana, la motera de Brujas MC, con mucha suavidad y una taza de café recién hecho en la mano.

—Buenos días, Bruja.

Ana abrió los ojos y por un momento le devolvió la sonrisa, pero no duró mucho. En cuanto se despejó y vio dónde se encontraba, endureció la expresión.

—Joder, joder, pero qué hemos hecho… Anoche bebí demasiado, ¿verdad?

—Prefiero pensar que no. Y que sabías lo que estabas haciendo —respondió Ángel antes de añadir con pícara ironía—: porque para no saber lo que hacías… lo hacías muy bien. No sé qué te gusta desayunar, así que he pedido de todo.

—Oh, maldita sea. Qué falta de profesionalidad. Esto no debería haber pasado. No hoy, ni aquí.

—Venga ya, Ana. Yo lo deseaba desde México, y supongo que tú también, porque te aseguro que anoche nadie te obligó a meterte en mi cama. ¿Qué importa que haya sido aquí y ahora?

—Claro que importa, joder. Hoy llega el barco y tenemos mucho trabajo todavía. Mierda, mierda… Qué falta de profesionalidad… Si alguien se entera…

—Si lo dices por Bill, no te preocupes. Yo no necesito ir presumiendo de nada.

—No, Bill no me preocupa… —musitó casi con un susurro, con la mente muy lejos de allí.

—Además, no me creería. Está convencido de que eres lesbiana. Joder, ¿tú no le dijiste que eras lesbiana?

—Claro. Es una forma rápida y elegante de quitarte a los moscones de en medio. Así no se pasan la vida intentando follarte. Se contentan con fantasear que pueden mirar mientras lo haces con otra tía.

—Caray. Nunca lo había pensado. Tienes razón… Como siempre.

Ana se levantó y durante unos instantes Ángel pudo admirar de nuevo su cuerpo desnudo. Fuerte, musculado, fibroso. Era evidente que le gustaba mantenerse en forma. Y vive Dios que lo estaba.

—Maldita sea, no puedo salir con ese vestido. Rápido, déjame un pantalón y una camisa, lo que sea.

—Pero qué prisa hay. La descarga no es hasta esta noche, tenemos tiempo.

La motera se volvió y clavó sus ojos en los de Ángel, como si pudiese atravesarlos. No hizo falta decir más. No estaba dispuesta a negociar.

—Está bien, está bien, abre el armario y coge lo que quieras.

La Bruja tomó prestados unos vaqueros, una camiseta y una gorra.

—Lo siento, Ángel, eres un encanto, pero tengo que marcharme. Ya debería estar en Ferrol. Tengo que supervisar la descarga del contenedor: nada puede salir mal en esta operación.

—Pero…

La motera selló sus labios con un beso. No le dejó decir nada más. Tomó un par de cruasanes y alguna pieza de fruta y los metió en el bolso, junto con el vestido de fiesta, y cruzó la habitación calzándose los zapatos sobre la marcha.

—Ten cuidado esta noche —fue lo último que le dijo antes de desaparecer dando un portazo.

De eso hacía mucho tiempo, una eternidad. El motero había pasado el resto del día con la mente más centrada en Ana que en el plan, y aun así cuando llegó el momento, llevaba horas preparado. Se había vestido completamente de negro para facilitar su mimetizaje entre las sombras nocturnas de la ría y cuando por fin Xan golpeó la puerta de su habitación en el hotel, respiró hondo y se puso en marcha.

Había llegado la hora.