CASTIGO
CLUB EROTIC, LUGO
Eran las 9.30 de la mañana. En el Erotic, todas las chicas dormían. Ni el encargado, ni el patrón, ni la mami se encontraban en el club tan temprano, y ellos lo sabían.
Vlad Cucoara no se molestó en girar el pomo de la puerta. Entró en la habitación abriéndola de una patada, acompañado de uno de sus matones. El golpe despertó violentamente a las jóvenes, que a primera hora de la mañana aún dormían, tras una noche de mucho trasiego en el club. Los viernes eran los días de más actividad en los burdeles.
Alexandra Cardona reconoció inmediatamente a los intrusos: eran los mismos hombres que habían entregado a Blanca y a su compañera en el club Reinas meses atrás. La rumana se quedó paralizada por el terror en cuanto vio el rostro desencajado por la rabia de su proxeneta, y la nueva —una venezolana que había llegado al Erotic pocos días antes, y que Karen había acomodado en su habitación— se tapó la cabeza con las sábanas, acurrucándose en la cama como si eso pudiese protegerla de lo que se avecinaba.
—Curvă, sunteţi gravidă!
Vlad Cucoara no esperó a que la rumana le confirmase que efectivamente estaba embarazada. El primer puñetazo en la boca impidió que la valkiria pudiese articular palabra. Sus labios se partieron con el golpe y la sangre manchó de rojo la almohada de la cama.
Ignorando a las otras chicas presentes en el dormitorio, el proxeneta agarró a Blanca por el cabello y la sacó a rastras del lecho, haciéndole caer de bruces en el suelo, donde comenzó a patearla. Ella, sin embargo, no se protegió la cara, ni siquiera cuando uno de los puntapiés del chulo, cegado por la ira, le desvió el tabique nasal, sino que se acurrucó en posición fetal, protegiendo su vientre con las manos para amortiguar el impacto de las patadas en su barriga.
Gritaba algo en rumano, suplicando perdón, que Álex no llegó a comprender. Tampoco lo necesitaba. Reaccionó por puro instinto. Como una gata salvaje, saltó desde su cama sobre el proxeneta, aferrándose a su cuello como una lapa mientras le arañaba la cara con las uñas.
Al lacayo de Cucoara le costó despegar a la colombiana del cuello de su jefe. La jodida se agarraba con fuerza tratando de impedir que el proxeneta continuase apalizando a su amiga. En cuanto consiguió despegarla, la lanzó de nuevo contra la cama y con controlada profesionalidad, se contentó con soltarle una bofetada con la mano abierta. Blanca era de su propiedad, y podían machacarla cuanto quisiesen, pero la colombiana era mercancía de un colega y sabían que no podían estropear el producto de un compañero, porque eso mermaría su rentabilidad económica.
Aun así, Alexandra suplía su menudez física con una audacia temeraria. Volvió a levantarse y recorrió la habitación con la mirada. «Piensa, Álex, piensa…, necesitas un arma». Cogió el vaso de agua que siempre había sobre la mesilla de noche y se lo arrojó a Cucoara. El rumano se quedó perplejo, más sorprendido que enfadado: en realidad, aquello hasta podría hacerle gracia. ¿La colombiana intentaba detenerlo mojándolo con un vaso de agua? Empezó a reír, y su lacayo rio con él. Aquello les hizo bajar la guardia. Acababan de cometer un error. Menospreciaron la inteligencia de la colombiana.
Álex no quería detenerlo con el agua, sino favorecer la conducción. Con un movimiento rápido, cogió la lámpara de porcelana de la mesilla y tiró con fuerza para arrancarla de los cables eléctricos, y en un abrir y cerrar de ojos acercó los cables a la ropa empapada del rumano. El latigazo fue brutal. Los 220 voltios recorrieron todo su cuerpo lanzándolo contra la pared como si acabase de atropellarlo un tren de mercancías.
—Como se vuelva a acercar a ella le dejo tieso aquí mismo, cabrón —gritó Álex envalentonada con su tasser de fabricación casera en las manos, interponiéndose entre Cucoara y Blanca, que seguía acurrucada en el suelo repitiendo una y otra vez la misma palabra: iertare, «perdón». Escupía una bocanada de sangre por la boca cada vez que lo hacía.
Cucoara se levantó del suelo dolorido, agitando la cabeza aún atontado por el golpe. Aquella maldita colombiana le echaba valor, pero no iba a evitar lo inevitable.
—Aparta, o tú recibirás paliza también —le dijo por fin el rumano, volviendo a endurecer la expresión—. Esta puta es mía y ahora culpa tuya que castigue, por permitir que ella embarazada. Ahora ella tiene que abortar para seguir trabajando.
—¿Que es mi culpa?
—Sí. ¿Por qué no dar a ella Cytotec como todas? ¿En qué estar pensando tú?
Era la práctica habitual en los clubs: el Cytotec es un protector estomacal indicado para úlceras de estómago y duodenales, pero su principio activo, el misoprostol, provoca también contracciones en el útero que facilitan la expulsión del embrión. Todas las prostitutas lo conocían, y era uno de los métodos más utilizados para provocar el aborto dentro de los clubs en las primeras semanas de embarazo. Aquello había generado un auténtico mercado negro entre los burdeles, que con frecuencia ponían a disposición de las chicas las siniestras pastillas hexagonales, recomendando, cuando no exigiendo su uso, como condición para continuar haciendo plaza en el club.
—Esa decisión le pertenece solo a ella —argumentó Álex sin dejar de mover su improvisado tasser a escasos centímetros de la cara del rumano—. Y ahora ya es demasiado tarde para utilizar las pastillas, así que no se puede hacer nada. Márchense de una vez y déjenla en paz.
—Ya sé que es tarde para pastillas, pero ella tiene que trabajar y si no paga su deuda, culpa tuya. Ella ahora viene conmigo a Lugo para abortar.
—Ni lo sueñe, no se la va a llevar a ningún lado.
Mientras la venezolana recién llegada continuaba acurrucada bajo las sábanas, que vibraban delatando el temblor de su cuerpo, el sicario de Cucoara comenzó a rodear su cama lentamente, en busca de una posición más ventajosa para inmovilizar a la colombiana en cuanto surgiese la ocasión. Pero Álex se dio cuenta de la estrategia y no le quitaba ojo de encima a ninguno de los dos, blandiendo aquellos cables como si de una pistola eléctrica se tratase.
—Y usted no se mueva, hijueputa, o también le voy a freír las bolas. Márchense de aquí o llamaré a la policía.
Los rumanos volvieron a mirarse entre ellos. El lacayo reía, Cucoara no: aquella descarga eléctrica le había hecho daño. Debía entretener a la maldita colombiana para que su socio pudiese desarmarla. No le apetecía recibir otro latigazo.
—Tú no hables tonterías —dijo Cucoara—. La policía trabaja para tu Patrón. Y si no partimos la cara a ti también es porque tú ser mercancía suya, pero tú estás acabando mi paciencia. Apártate. No preocupar por Blanca. Tu Patrón tiene un médico en Lugo para los abortos de las putas. Ella estará bien.
No era ningún secreto. En el Reinas todas sabían que a don José no le gustaba que sus chicas se quedasen preñadas: tarde o temprano tendrían que parar de trabajar a causa del embarazo, y eso significaba que dejaban de producir dinero. Al fin y al cabo, lo único que se esperaba de ellas. Por eso cuando el Cytotec que algunas chicas comercializaban en el club ya no era efectivo, el Patrón echaba mano del doctor Jesús, uno de los clientes vips del club. Aquel viejo médico, gordo y con cara de pánfilo que don José trataba con especial esmero, se había ocupado de inducir el aborto a varias de las chicas del Reinas. Cuando alguno de los clientes vips dejaba preñada a una de las chicas porque prefería follar sin condón, el Patrón llamaba al doctor. Les gustase a ellas o no.
Álex todavía recordaba a Angy, una colombiana preciosa que había cumplido los dieciocho pocos días antes de llegar al club. A don Ricardo —un famoso empresario de la construcción lucense, premiado golfista y uno de los vips del Reinas— le gustaba hacer tríos con Angy y su amiga Kellyn, que aún era menor de edad, pero no le gustaban los preservativos. Cuando Angy se quedó embarazada, le pidió ayuda a don José, y el Patrón en persona acompañó a Angy a la clínica del doctor Jesús para que le arrancase el feto. Cuando, solas en la cocina del Reinas, Angy le contaba a su paisana aquella experiencia, no podía evitar las lágrimas: el médico era un chapucero y el aborto había sido una auténtica tortura. Igual que en el caso de Nahir, alias Ingrid, una bellísima boliviana preñada por Alberto, otro de los amigos de don José. Sus relatos de lo que ocurría en la consulta del matarife eran escalofriantes, y parecía que ahora le había llegado el turno a Blanca. Pero Alexandra no estaba dispuesta a consentirlo sin pelear.
—Por última vez, apártate o me obligarás a pagarle a tu Patrón los días que pases en hospital…
La amenaza del rumano sonó convincente y Álex no dudó de que hablaba en serio. Para los proxenetas ellas solo eran objetos, herramientas de un negocio que les generaba grandes beneficios. Como los coches de alquiler que pueden intercambiarse diferentes delegaciones para atender la demanda: si lo desea, una compañía puede deteriorar uno de sus vehículos, incluso destrozarlo y convertirlo en piezas de repuesto, pero si daña un automóvil propiedad de otra agencia, deberá costear la reparación antes de devolverlo a la filial de sus colegas. Y aquel tipo parecía dispuesto a pagar el mecánico que pudiese necesitar la carrocería de Alexandra para volver a ser rentable, si continuaba interponiéndose en su camino.
—No —fue lo único que respondió la colombiana, asombrándose de su propia temeridad, mientras levantaba en actitud desafiante los cables eléctricos. Sus manos empezaban a sudar y ella misma corría el riesgo de electrocutarse, pero estaba dispuesta a asumirlo. Si ella caía, Blanca estaba perdida, así que intentó separar un poco los dedos de la punta de los cables eléctricos para agarrarlos con más seguridad sin recibir una descarga…
Aquel movimiento, que apenas duró un segundo, fue lo único que necesitaba el sicario de Vlad Cucoara para abalanzarse sobre ella. Le sujetó los brazos con fuerza y comenzó a zarandearlos hasta que la colombiana se vio obligada a soltar su improvisado tasser. Los cables se desplomaron inertes sobre la alfombra dejándola totalmente desarmada. Solo entonces Cucoara volvió a agarrar por los pelos a Blanca, obligándola a levantarse, y la arrastró a empujones hacia la salida. Cuando ya salían de la habitación se giró hacia su lacayo, luego miró a Alexandra y sonrió.
—En la cara no —le dijo, primero en español y luego en rumano. Quería que la colombiana supiese lo que se le venía encima. Después desapareció llevándose a Blanca.
El matón, que continuaba sujetando a Álex por un brazo, utilizó el puño izquierdo para castigarle los riñones. No necesitaba más. Aquella joven menuda, que no llegaría a los 45 kilos, no iba a suponer ningún problema. Y su puño volvió a impactar contra el cuerpecillo de la colombiana, produciéndole un dolor insoportable y anulando toda capacidad de reacción. Ya no podía hacer nada por Blanca…