COMPETENCIA
GIMNASIO SPARTTA 9, BARCELONA
Black Angel no llevaba bien las esperas. Bill le había confirmado que el barco había zarpado sin problema y ahora se dirigía hacia el canal de Panamá. Sabía que la motera haría bien su trabajo. Ahora solo quedaba confiar en que la DEA norteamericana no lo interceptase antes de llegar a las costas europeas. Y esperar.
El motero continuaba sufriendo atroces pesadillas cada noche: aquella joven juarense seguía apareciéndosele en sus sueños reprochándole haber visto más de lo que quería, y mezclando en su memoria recuerdos reales con imágenes atroces producto de su imaginación. El problema es que no sabía discernir los unos de las otras.
Aquellas semanas se concentró en el gimnasio. Quería castigarse. Tres horas diarias de mancuernas, body combat, spinning, body training, jumping… y de propina media hora machacando el saco de boxeo hasta quedar extenuado. Creía que el agotamiento físico le ayudaría a conciliar el sueño y a esquivar las pesadillas, pero la estrategia no terminaba de funcionar, y aquella tarde le iba a salir cara.
Sudoroso, agotado y con todos los músculos del cuerpo doloridos por el esfuerzo, Black Angel abrió la taquilla del gimnasio, se desnudó y se metió en una de las duchas. El chorro de agua caliente recorrió su piel llevándose el sudor por el desagüe, pero la imagen de aquella niña juarense se aferraba a su memoria con más energía que la transpiración a sus poros.
Ocurrió al regresar de las duchas, sin otra coraza que la toalla que cubría sus vergüenzas. Acababa de abrir de nuevo la taquilla del gimnasio cuando llegaron: tres tipos completamente vestidos entraron en el vestuario masculino y se dirigieron directamente hacia él. Su actitud no presagiaba nada bueno.
Uno de ellos vestía traje. Los otros, camisetas de manga corta para lucir músculo y tatoos. Estaba claro cuál era el rol de cada uno.
—Vosotros, largo —dijo con autoridad el más bajo de los tres dirigiéndose a un par de jóvenes que se estaban cambiando en ese instante—. A vestiros a la puta calle.
Cuando se quedaron solos, los dos más grandullones se colocaron estratégicamente a ambos lados del motero, flanqueando al que llevaba la voz cantante. Ángel miró de reojo su bolsa de deporte dentro de la taquilla: en su interior se encontraba su inseparable HK de 9 mm, recién engrasada y con el cargador lleno, pero sabía que sería imposible alcanzarla antes de que los matones le hubiesen partido los dos brazos, así que tendría que buscar el momento oportuno e improvisar.
—Black Angel… —dijo con ironía el líder del grupo—, un buen nombre para un biker. ¿Se te ocurrió a ti solito o te lo puso Bill?
Ángel no respondió inmediatamente, estaba demasiado ocupado analizando la situación. Resultaba obvio que los dos grandullones de camiseta ceñida no iban armados —parecían confiar en que sus bíceps, talla XXL, eran suficiente argumento para aquel trabajo—, pero el del centro mantenía puesta la americana a pesar de que la calefacción estaba alta en el vestuario, y pudo ver un bulto sospechoso a la altura de la axila izquierda. O tenía una cartera muy llena en el bolsillo o aquello era el característico abultamiento de una funda sobaquera de pistola. Ese debía ser el primer objetivo.
El motero recorrió con la mirada el vestuario, pero no había nada a la vista que pudiese utilizar como arma. Nada, salvo el banco de madera donde se había sentado para vestirse, o la papelera de aluminio colocada a su lado. Eso podría servir. El obligado extintor contra incendios habría sido perfecto, pero estaba colocado sobre la pared del fondo, lejos de su alcance.
—Yo habría preferido Mickey Mouse, pero el cura dijo que no aparecía en el santoral y se negó a darme el bautismo —respondió por fin, manteniendo el mismo tono irónico que su interlocutor—. ¿Y a ti cómo te llaman? ¿Harry el Limpio?
—Tú te crees que tienes muchos cojones, ¿no?
—Qué va. Lo normal. Dos. Uno a cada lado.
—Sí, ya me habían dicho que eras un graciosillo. Mi nombre no importa, aunque nos va a tocar enseñarte a respetar un poco a tus mayores o no nos vamos a entender.
Ángel estuvo lento. No lo vio venir. El grandullón de la derecha había captado el mensaje del jefe antes de que él pudiese reaccionar, y su puño salió disparado como un MBDA Exocet directo a sus riñones. El dolor explotó, como el impacto del misil, haciéndole caer de rodillas ante el tipo del traje.
El otro matón lo agarró del cabello, todavía mojado, y lo levantó del suelo para obligarle a sentarse en el banco de madera. Ángel se dolía del puñetazo. De nuevo miró de reojo su bolsa de deporte colocada en el interior de la taquilla: imposible alcanzarla antes de que los dos matones se echasen sobre él y lo moliesen a palos.
—¿Lo ves, chico? Esto es lo que pasa cuando alguien me falta al respeto a mí o a mis amigos. Así que vamos a dejarnos de presentaciones y vamos a ir al grano. ¿Qué tal te ha ido en México?
—Bien, me he puesto ciego de burritos y tequila. Aunque parece que para lo primero no era necesario ir tan lejos…
El tipo de la americana sonrió: el biker le echaba huevos. Pero aquello no impidió que hiciese una señal con la cabeza a uno de sus matones. El cachas asintió, y sin esperar más disparó la maza que tenía por puño contra la mandíbula del motorista. El guantazo le llegó por la izquierda, haciendo girar su cabeza noventa grados, y arrastrando el resto del cuerpo por efecto de la inercia. Ángel cayó sobre el suelo del gimnasio, manchando el plástico que imitaba azulejos con la sangre que empezó a manar de su labio partido.
De nuevo el mismo tipo lo cogió por el cabello tirando hacia arriba, y obligándole a levantarse, pero esta vez no lo sentaron directamente. Antes de eso, el otro cachas le obsequió con un par de puñetazos en la boca del estómago que lo dejaron sin respiración. En esa ocasión tardó un poco más en recuperar el aliento.
—Vamos a ver si ahora nos entendemos. Yo te pregunto y tú me respondes. Directamente. Sin hacerte el gracioso. O tendremos que borrarte la sonrisa de la cara a hostias. ¿Lo has comprendido?
—Claro —respondió Ángel después de escupir un poco de sangre—. Con un público tan poco receptivo, no vale la pena desperdiciar mi talento.
El tipo de la americana dudó un instante. Quizá debía hacer otra seña a sus matones para que volviesen a zurrarle, pero le daba la impresión de que sacarle la chulería del cuerpo a aquel motero les iba a llevar un tiempo que no tenían, así que por esta vez lo dejó pasar.
—La pregunta es muy sencilla. ¿Exactamente cuántos kilos de coca va a traer Bill esta vez?
—Me encantaría saberlo para pedirle una comisión por kilo, pero me temo que el Largo no suele compartir esa información. Ya deberías andar informado si estás tan al loro de sus negocios.
El de la voz cantante sonrió y miró a sus gorilas, que también sonrieron. Como si acabasen de escuchar a un niño inocente y cándido especular sobre si los Reyes Magos son mejores que Santa Claus o viceversa.
—En eso tienes razón. Pero lo que sí sabes es por dónde va a entrar la mercancía. ¿Por Menorca?
No esperaron a que respondiese. En previsión de que el motero volviese a hacer gala de su masoquista sentido del humor, los cachas decidieron pagarle el monólogo por adelantado. Esta vez fue el de la derecha el que soltó un puñetazo que Ángel solo pudo esquivar parcialmente. Los nudillos del gorila le rozaron la mandíbula con suficiente energía como para hacerle girar la cabeza hacia la izquierda. Así que el segundo puñetazo, que ya había lanzado el otro matón, le dio de lleno en el ojo, haciéndole caer del banco de madera hacia atrás. Este dolió de verdad, y el biker empezó a cabrearse.
—No tenemos toda la tarde —dijo el jefe mientras sus muchachos levantaban del suelo al motorista y volvían a sentarlo sobre el banco de madera. Se le habían terminado las ganas de broma—. ¿Por dónde va a traer la coca Bill? ¿Dónde va a guardarla? Quiero el nombre de su contacto en la zona franca.
Ángel sentía un profundo dolor en el pómulo, y sabía que en pocos minutos comenzaría a inflamarse y le dificultaría la visión por ese ojo. No tenía mucho tiempo, y el cronómetro se aceleró en cuanto vio cómo uno de los matones se sacaba del bolsillo un puño americano. Aquella pieza de metal que se inserta en los dedos a la altura de los nudillos multiplica exponencialmente el efecto letal de los puñetazos. Conocía el artilugio y sabía que un golpe con aquel instrumento resultaba demoledor. Si lo hubiesen utilizado desde el principio, ya le habrían roto varias costillas, habría perdido varias piezas dentales y quizá un ojo. Estaba claro que aquellos tipos eran profesionales y sabían dosificar el castigo de menos a más, para que el temor a lo que se avecinaba soltase la lengua al interrogado.
—¡Contesta al sergent de una vez, coño! —exclamó de pronto el otro gorila, intentando hacer méritos con el jefe…, pero solo consiguió lo contrario.
—Tú eres gilipollas —dijo el tal sargento visiblemente enojado por la inoportuna intromisión—. Os tengo dicho que las preguntas las hago yo, y que vosotros tengáis la boca cerrada.
Demasiado tarde. El biker ya había deducido que aquel tipo solo podía pertenecer a los Mossos d’Esquadra: nadie se habría referido así a un madero o a un picoleto. Y aquello no tenía pinta de ser un interrogatorio policial oficial.
—Te estás metiendo en un lío, sargento —dijo Ángel tratando de aparentar seguridad. Intentaba ganar tiempo para buscar una salida, antes de que los puños americanos comenzasen a romperle las costillas—. Bill tiene muy buenos contactos con tus superiores, y también en la Guardia Civil y la Policía Nacional. No creo que sepas lo que estás haciendo. Aún estamos a tiempo de arreglar esto.
Al tipo de la americana no le gustó el comentario, y no por lo acertado, sino porque su gorila había delatado su condición de policía, una información que el motero no tenía por qué conocer. Pero el daño estaba hecho, así que ya no tenía sentido continuar la mascarada. Las cartas estaban sobre la mesa.
El tipo del traje inclinó su cuerpo sobre Ángel, y desde su posición, aún sentado en el banco de madera, el motero pudo ver con toda claridad cómo asomaba bajo la chaqueta abierta la culata de una pistola. Su intuición sobre el bulto de la sobaquera, desgraciadamente, era correcta.
—¿Y quién no los tiene, chaval? Mi jefe está tan relacionado como el tuyo, o más, así que no sigas por ahí. Ni Bill ni sus amiguitos nos impresionan. Si pudimos joderle los 400 kilos que guardaba en el puerto, podemos joderle toda la nieve que intente meter en Barcelona sin nuestro permiso. No debería habernos puenteado. Y ahora, te juro por Dios que me vas a contar todo lo que quiero saber…
La estrategia no había funcionado. Aquel tipo tenía las ideas muy claras y no se había inmutado por la amenaza, y su alusión a los 400 kilos de cocaína solo podía referirse al alijo de droga incautado por la policía catalana que había desaparecido de un contenedor custodiado en el puerto de Barcelona tiempo atrás, y que protagonizó un escándalo mediático al ser imputados varios funcionarios de Policía y Guardia Civil en relación con el robo. Ángel tendría que buscar argumentos más contundentes. Y de pronto la Providencia decidió echarle un cable.
Cuando un par de jóvenes skinhead que acababan de terminar su entrenamiento entraron en el vestuario con la intención de acceder a sus taquillas, los tres matones se giraron hacia ellos, y Ángel supo que esa sería su única oportunidad.
El gorila del puño americano se dirigió hacia los deportistas, en cuanto el sargento le hizo una señal para que los echase.
—Vosotros, fuera. El vestuario está cerrado por ahora…
Nada más ver el panorama, y sobre todo las anillas metálicas que rodeaban los nudillos del matón con los bíceps como muslos, se disculparon por la intromisión y dieron media vuelta. Pero el motero no necesitaba más.
Ángel solo tuvo que alargar el brazo para alcanzar la papelera de aluminio. Era muy ligera, así que tendría que golpear con el canto para que el efecto fuese realmente eficaz. En una fracción de segundo la esquina puntiaguda de metal impactaba en la cabeza del sargento, abriéndole una brecha que empezó a sangrar abundantemente, y dejándole fuera de combate unos instantes. Tiempo más que suficiente para que Ángel, con las fuerzas que le quedaban, levantase el banco de madera sobre el que se sentaba y girando su cuerpo lo utilizase como ariete contra el matón que tenía más cerca. El motorista lanzó el madero contra la cabeza del gorila que le había reventado el pómulo, con todas sus fuerzas. Como un bombero tratando de echar abajo una puerta para rescatar a las víctimas del incendio. Solo que, en lugar de puerta, lo que encontró el puntal del banco fue el cráneo del matón, que salió despedido contra las taquillas de aluminio para hundirse en una de ellas y quedar inconsciente en el acto.
En un mismo movimiento, Black Angel agarró con fuerza su bolsa del armario, que aún permanecía abierto, y echó a correr hacia el tercer matón, con la furia de un delantero de fútbol americano, para taklearlo sin piedad. Sus 95 kilos de masa en carrera fueron más que suficientes para derribar al gorila, que se había quedado petrificado por la sorpresa.
Ángel no esperó a los aplausos al atravesar la línea de goal con su bolsa de deporte bajo el brazo, marcando un tanto al equipo visitante. Siguió corriendo. Sabía que solo había ganado unos segundos y que en cuanto se recuperasen, los tres gorilas estarían muy cabreados, así que tenía que poner tierra de por medio. Salió del gimnasio saltando el torno de la entrada y dejando a todos los empleados y deportistas boquiabiertos. Sobre todo cuando en el salto perdió la toalla que cubría sus vergüenzas.
En Barcelona ya nadie se asombra por nada. Pero aquel tipo completamente desnudo corriendo como un poseso por la calzada de Joan Güell, con una bolsa de deporte bajo el brazo, no era un espectáculo habitual. Sin duda debía tratarse de algún paciente del Centro de Salud Mental para adultos de la calle Galileu, que se había fugado de la consulta de su psiquiatra…