EL DOCTOR

VILAGARCÍA DE AROUSA, PONTEVEDRA

—¡Por fin! —gritó Alexandra Cardona cuando descubrió en su bandeja de entrada un email de John Jairo.

Después de tanto tiempo de silencio, sin duda su hermano había disfrutado de un permiso y había podido salir de la selva para acceder a un ordenador en algún remoto pueblo perdido de Colombia. Álex le había abierto una cuenta de correo a nombre de una tal Erika, y hablaban en clave para burlar los controles de la inteligencia colombiana. Como todas las familias de los guerrillos, sabían que sus comunicaciones electrónicas eran controladas.

John Jairo, travestido en la red en Erika, le mandaba besos y abrazos para su mamá. Le decía que en su empresa había mucho movimiento últimamente, que la competencia estaba enojada y atacaba los mercados sin piedad, pero que ella se encontraba bien, aunque un poco desencantada, que la empresa no era lo que esperaba y que solo intentaban sacar plata y mantener a los viejos directivos, esos que hacía años habían perdido las ilusiones por las que tantos jóvenes les habían enviado sus currículums. Y le preguntaba por cómo estaban las cosas en Bogotá.

Álex se moderó en la respuesta. No quería preocuparlo. Le dijo que estaba en España, intentando conseguir plata para mamá. Que Europa era un mierdero y que echaba de menos Bogotá… y a él. A ella. Que tuviese cuidado. Que si la empresa no era lo que había pensado, que presentase su dimisión y se volviese a casa. Que seguro que su familia la necesitaba más que nunca…

—Álex, vamos, rápido… Ya está aquí. —La intromisión de Blanca, que entró en la habitación en tromba, visiblemente emocionada, la arrancó de la pantalla del teléfono móvil y la obligó a cerrar la aplicación de correo electrónico antes de lo que hubiese deseado.

—Vale, cálmese, ya estoy lista. No me apetece nada esta salida, Blanca, pero si usted me lo pide, no puedo negarme…

Don Jesús —«Suso» para la rumana— las recogió en la puerta del club con un lujoso descapotable rojo que no podía pasar desapercibido. Hacía frío, y aunque por suerte no llovía, un descapotable no parecía el auto más recomendable para circular por las carreteras gallegas en pleno febrero, pero era evidente que a aquel tipo le gustaba exhibir su poder económico.

Blanca se acomodó en el asiento del copiloto, y Álex detrás, al lado de un hombre de mediana edad que le presentaron como David, socio de Suso. La colombiana no soportó más de 10 o 15 kilómetros antes de pedirle al dueño del deportivo que subiese la capota del coche y pusiese la calefacción. Estaba tiritando de frío. Y aunque el tal David se ofreció solícito a abrazarla, ella lo rechazó con elegancia, insistiendo en que encender la calefacción del automóvil resultaba más práctico y razonable.

Tardaron poco en llegar a la costa pontevedresa. A don Jesús le gustaba pisarle al coche, y el Mercedes respondía con energía. Los esperaba una opípara mariscada en un hermoso restaurante situado en pleno puerto de Vilagarcía de Arousa.

La comida transcurría entre risas y bromas por parte de los gallegos. Querían impresionarlas y hablaban de sus mansiones, de sus inversiones en Bolsa, de sus coches de alta gama y de las joyas que regalaban cada cumpleaños a sus respectivas esposas. Si ellas eran buenas chicas, también se beneficiarían de su generosidad.

Blanca reía sus gracias y hablaba con la boca llena, sin dar un respiro a los centollos, las nécoras, los bogavantes y los percebes que las camareras iban reponiendo en la mesa a medida que se vaciaban las bandejas.

—Bebed, bebed. ¿A que nunca habéis probado un vino tan bueno? Albariño de las bodegas de mi amigo Laureano. Menuda pieza, lo que hemos vivido juntos… Ahora está jodido: en prisión por culpa del hijo de puta de Garzón, pero el albariño de Pazo Baión sigue siendo el mejor de la comarca. Unos malditos muertos de hambre se hicieron con sus viñedos y siguen produciendo albariño…

Y el tal David, más salido que un mono, volvía a llenarles la copa de nuevo. Álex se dio cuenta desde el primer instante de que intentaban alegrarle la expresión a fuerza de alcohol, y les dejó hacer. En el fondo no le importaba demasiado. Ya casi nada le importaba demasiado.

A los postres, un tercer hombre se unió a la reunión. Era un tipo de unos cuarenta o cincuenta años. Vestía de forma más descuidada que don Jesús o su socio, y era evidente que no se esforzaba por llamar la atención. Su reloj era un Cassio digital con calculadora, un modelo anticuado y obsoleto que contrastaba con los Rolex o Cartier que exhibían los otros comensales. No llevaba anillos, ni pulseras, ni colgantes de oro. Tampoco su americana ni su abrigo eran de marca conocida. Y sin embargo, Álex pensó al verlo que había algo atractivo en su mirada. O quizá en las canas incipientes que decoraban sus patillas. «Será el vino», se dijo a sí misma para disculparse por aquel síntoma de debilidad, y se llenó de nuevo la copa con el delicioso albariño de los viñedos del tal Laureano.

—Álex, este es Andrés Felipe —Suso hizo las presentaciones—, pero aquí todos le llamamos el Doctor. Es colombiano, como tú. Doctor, esta es la chica de la que te hablé. También es química…

El Doctor se sentó a la mesa uniéndose a los comensales, al lado de Álex. Resultaba evidente que el interés despertado por aquella presentación era mutuo. Un solo beso y un apretón de manos. «Encantado», «Encantada».

—El Doctor empezó a trabajar con nuestros amigos en Colombia y Perú procesando a fariña. —El novio de Blanca hablaba claro. Relajado y confiado al saberse en su terreno—. Es un genio. Se ocupaba personalmente de escoger las plantaciones y de la fabricación de las distintas variables de la coca.

—¿Distintas variables? —Álex sintió curiosidad. Nunca se había planteado cuál era el proceso químico de la cocaína, ni que hubiese más de uno, y como mujer inquieta y amante de la ciencia, se sintió intrigada—. Pero ¿hay más de un proceso?

—Explícaselo, Doctor, a esta chica le encantan esas cosas científicas que hacéis.

—No estoy seguro de que sea prudente hablar de estas vainas, Suso —repuso prudente el Doctor.

—No seas idiota, carallo. Estas chicas son de confianza. Esta es la madre de mi futuro hijo, y esta es su «hermana». Puedes hablar tranquilo, hostia.

El atractivo Doctor todavía dudó un instante antes de responder a la curiosidad de Álex. Sus miradas se habían encontrado, y ambos la sostenían con intensidad, como intentando penetrar en la mente del otro a través de sus pupilas para indagar en cuáles eran sus pensamientos más íntimos. Ella supo entonces que la atracción y la curiosidad eran mutuas. El Doctor debió de pensar que aquella joven y atractiva prostituta, interesada por la ciencia, y paisana, era una rara avis digna de atención y estudio. Después volvió a mirar a su jefe. Suso no daba puntada sin hilo, y si hablaba con tanta libertad delante de aquellas jóvenes, debía de tener sus buenas razones para hacerlo. Al fin y al cabo, él no era más que un empleado en aquella organización.

—¿Cómo lo hacen? —insistió Álex—. Supongo que en la selva no hay laboratorios.

—No, no es necesario —respondió por fin el Doctor—. El sulfato de coca, la pasta base, se fabrica en la misma selva. Para cada kilo de pasta base se utilizan unos 125 kilos de hoja de coca, y no sería muy práctico mover toda esa cantidad de hoja demasiado lejos de las plantaciones, así que lo hacemos allí mismo. Hay muchas formas. Solo necesitas alguna sustancia alcalina y un disolvente, y los tambores de hojas de coca.

—¿Carbonato potásico, carbonato sódico, parmagnato potásico, amoniaco? —preguntó. El Doctor sonrió: aquella chica era inteligente. Y curiosa. Y parecía que ciertamente estaba familiarizada con la química.

—Por ejemplo, queroseno o ácido sulfúrico. También se utiliza cal o amoniaco para fijar el sulfato. De la pasta base sale el basuko, que ya tiene una distribución, pero para obtener el clorhidrato hay que refinar el sulfato de coca.

—Claro, con ácido clorhídrico, supongo.

—Sí, aunque antes hay que limpiar la pasta base con éter, acetona, cloruro de hidrógeno… Depende de lo que tengas a mano.

—Ahá, y eso produce el clorhidrato de coca…

—Así es: Cl7H21NO4. La cocaína en polvo tal y como la conocen acá. Aunque la pasta base puede procesarse para derivar en otras sustancias además del basuko: el cristal, el crack… Hay muchas formas de comercializarla.

—Vaya, qué interesante. Es pura química aplicada. Esto no nos lo enseñaban en la facultad.

Don Jesús observaba la conversación sonriente. Tenía planes para aquella joven desde que su nueva novia, la rumana, le había hablado de sus sorprendentes habilidades. Por su parte, su socio no sonreía. Al contrario. Había comenzado a sentirse incómodo por la intromisión del Doctor, que estaba acaparando la atención de la colombianita a quien ya consideraba suya aquella tarde. La charla sobre el proceso químico de la coca era demasiado erudita para sus conocimientos y sintió celos. Blanca, ajena a todos, continuaba concentrada en la bandeja de percebes, el albariño y el arroz con bogavante.

—El Doctor es un genio —repitió el jefe—. Cuando nos conocimos allá por los ochenta y empezamos a colaborar, todo era fácil. Traíamos la coca en barco y la descargábamos en lanchas planeadoras, aquí mismo, en la ría. Pero el negocio era muy goloso y atrajo a muchos moscones. Un kilo de coca pura se puede comprar en Colombia por menos de 500 dólares; al llegar a Panamá ya vale 2000 o 3000; en la frontera norte de México ese mismo kilo cuesta unos 15 000 dólares, y puesto en Nueva York duplica o triplica su valor. Pero en Europa, ya cortado, multiplica su valor por cinco, seis o siete. Es evidente que muchos acudieron a la llamada de un negocio tan rentable, y al final éramos demasiados para no llamar la atención, así que empezaron a vigilarnos. En la Operación Nécora cayeron muchos amigos. Una pantomima del Gobierno para limpiar de competencia las playas, y nos tocó buscar nuevos sistemas de transporte y de corte. El Doctor fue el primero al que se le ocurrió diluir la coca…, un genio.

—¿Diluirla? —preguntó Álex intrigada.

—Cualquier alcaloide como la cocaína, la morfina o la nicotina puede descomponerse molecularmente, ¿no? —dijo el Doctor—. Nosotros lo diluíamos en alcohol: whisky, ron, etcétera, para transportarlo. Y una vez en destino, solo había que recuperarlo.

—¿En serio? ¿Y no se nota?

—Depende de la disolución. El whisky de coca es un poco más denso y aceitoso, pero hay que ser muy bueno para darse cuenta. Y en las aduanas nadie observaba el contenido de las botellas con tanta atención.

—Por eso una de nuestras empresas es una importadora y distribuidora de bebidas alcohólicas —intervino de nuevo Suso haciendo ostentación de su ingenio comercial—. Un negocio tan honrado y respetable como el que más. Cuando Garzón y sus secuaces empezaron a cazarnos como perdices, nos trajimos al Doctor a España para que se ocupase de sacar la coca de las bebidas que importábamos, y nos establecimos en Ferrol y en Pontevedra: los puertos con más tráfico comercial de Galicia. Las planeadoras y los desembarcos los dejamos para los rapaciños jóvenes que están empezando. Nosotros nos movemos a otro nivel.

La reunión se prolongó hasta bien entrada la tarde. Tras el postre —tarta de Santiago, café de puchero y unos chupitos de orujo de hierbas—, el Doctor se despidió de las dos parejas. Sabía que llegado ese momento estorbaba. El socio de don Jesús celebró su despedida. Álex no. Durante un buen rato, el Doctor y ella charlaron espontáneamente sobre todos los tipos de alcaloides derivados de la ecgonina. Sobre las diferentes plantas de familia erythroxylon —coca, novogranatense o truxillense—, que originaban el producto en Perú, Bolivia o Colombia, y sus diferentes características químicas. Sobre disoluciones, polímeros y fluidos. Sobre procesos isocóricos, isentrópicos, adiabáticos, isentálpicos… Una fraseología críptica y secreta que nadie podía comprender en aquella mesa salvo ellos. Y también charlaron sobre la Facultad de Química de la Universidad Nacional de Colombia. Para sorpresa de Álex, el Doctor había sido profesor en aquella facultad, muchos años antes de que ella se matriculase como estudiante.

—Te aseguro que si hubieses sido alumna mía, habrías aprobado con nota… —le dijo él antes de despedirse—. Nunca he conocido a una estudiante tan apasionada por la química como tú.

Y Alexandra Cardona se sintió totalmente desarmada. Era la primera vez, desde que había dejado Colombia, que un hombre le hacía un cumplido por su intelecto y no por la dureza de sus pechos o la tersura de sus glúteos.

En cuanto el Doctor se marchó, don Jesús pagó la cuenta con billetes de cien euros. Solo tuvieron que caminar unos cientos de metros desde el restaurante para llegar al yate que el novio de Blanca tenía atracado en el puerto deportivo de Vilagarcía. Pura ostentación. No hacía buen tiempo para salir a navegar, pero don Jesús tenía un bar bien surtido en el yate y unos confortables camarotes: era hora de que Álex y Blanca hiciesen su parte. Resultaba obvio que aquella opípara comida y aquella salida del burdel tenían un precio, y el tal David estaba deseando cobrarse en carne. Pero el destino había conjurado en su contra.

Las dos parejas entraron en el yate por la popa y Suso preguntó a su socio si le apetecía «un whiskiciño, antes de empezar la faena». El otro asintió. Y fue en ese momento, mientras el narco preparaba las copas, cuando un tipo llegó corriendo al barco y subió a la cubierta sin esperar autorización. Evidentemente, tenía que ser uno de los hombres de don Jesús.

Grueso, de frente despejada, rechoncho. Vestía un traje arrugado y se había aflojado el nudo de la corbata para favorecer la respiración, agitada tras la carrera por todo el puerto de Vilagarcía de Arousa.

—¡Suso, Suso! Tenemos un problema.

Don Jesús no recibió con agrado la visita imprevista. Y David, que ya se estaba relamiendo, imaginando las cosas que iba a hacer con la colombiana, menos aún.

—Más te vale que sea importante. Dejé dicho que nadie nos molestase esta tarde. ¿No ves que tengo invitados?

—Échalos. Esto es muy gordo. Ha ocurrido algo grave.

Blanca y Álex se miraron confusas. Resultaba difícil imaginar quién podía ser aquel tipo de aspecto tan desagradable como el mismo don Jesús, y que se atrevía a hablarle con tanta autoridad. No tardaron en averiguarlo.

—Que seas mi abogado no te autoriza a decirme cuándo tengo que echar a mis invitados de mi barco, así que di de una vez qué ha pasado, y procura que yo también lo considere importante, o te voy a mandar a llevar la contabilidad de Andorra de una patada en el culo.

—Te digo que es importante. Y no creo que debamos hablar delante de desconocidos.

—No son desconocidos, son gente de confianza. Dime de una vez qué carallo pasa.

El abogado se acercó a don Jesús y bajó el tono de voz, pero Alexandra tenía buen oído y pudo escuchar sin dificultad lo que dijo a continuación.

—El puto juez estrella otra vez: acaba de detener al Barbas. Y no es el único. En Génova están acojonados: esto no es bueno para ellos ni para nosotros. Alguien podría atar cabos. Hay que repasar todas las cuentas y ver si hay algo que nos pueda vincular con Valencia. Del Naseiro salimos bien, pero esto es muy gordo y va a traer cola.

Álex no comprendió ni una palabra, pero aquella información tenía que ser importante, porque don Jesús reaccionó inmediatamente: cogió las llaves del deportivo y se las pasó a su socio con una orden directa.

—Devuelve a las chicas al club y regresa cuanto antes. Tenemos mucho trabajo.

Después se acercó a Blanca, la besó y se disculpó por el cambio de planes. Se sacó un abultado fajo de billetes del bolsillo y le entregó seis de cien euros para que pagase a Granda la salida y las molestias.

Mientras caminaban hacia el aparcamiento, Álex miró atrás. A través de las vidrieras del yate pudo ver a don Jesús gesticulando con energía mientras hablaba con alguien a través de su teléfono móvil. No comprendía qué, pero sabía que lo que había ocurrido era importante.