DESAPARECIDA
DESGUACE DE AUTOMÓVILES, LUGO
Le había dado su palabra a la colombiana y desde niña el viejo coronel le había inculcado, como a su padre y a su hermano antes que a ella, que a un policía se le mide por su capacidad de mantenerla. El abuelo, chapado en la vieja escuela del Duque de Ahumada, aún creía en conceptos como el honor y la lealtad, y se le humedecían los ojos cuando le leía a su nieta la Cartilla del Cuerpo, vigente desde 1845, y los valores que inculcaba. Luca se la había aprendido de memoria antes incluso de llegar a la Academia de Baeza. Y de todos sus artículos, el primero era el que su abuelo le había incrustado en la memoria con más firmeza: «El honor ha de ser la principal divisa del guardia civil; debe, por consiguiente, conservarlo sin mancha. Una vez perdido, no se recobra jamás».
Sin embargo, antes de cumplir su promesa tenía que colarse en el desguace para echar un vistazo con sus propios ojos a los restos del automóvil siniestrado. No había sido difícil averiguar a qué cementerio de autos habían trasladado el coche de Fran después del accidente: la placa de policía y un billete de 100 euros habían terminado por soltar la lengua de la joven empleada de la aseguradora. La copia del informe del perito tuvo que tomarla prestada de su mesa, sin que la muchacha se percatase.
No le pareció convincente. Pura retórica superficial y obviedades para reforzar un prejuicio, y para ahorrar dinero a la compañía. Solo estaba de acuerdo en una cosa: en el lugar del accidente. Pero a causa de la lluvia, apenas existían marcas de las rodadas que pudiesen delimitar exactamente dónde, cuándo y cómo se había salido el coche de la carretera. Luca lo sabía porque lo primero que había hecho al llegar a Lugo fue visitar el lugar del siniestro. Después de varios días de lluvias torrenciales, allí no quedaba ninguna pista, y en la comandancia a nadie le había parecido sospechoso que Fran se encontrase en aquella peligrosa carretera que bordeaba la costa norte de Lugo, cuando se produjo la muerte. Estaría sonsacando alguna fuente, le habían dicho los compañeros.
Llegó al desguace. Aparcó en la entrada, se acicaló con el espejo retrovisor y se bajó del coche luciendo su mejor sonrisa. Luca no dudaba en utilizar sus armas de mujer cuando la situación lo requería.
No había nadie en la oficina. Caminó entre las montañas de automóviles destartalados y apilados unos sobre otros, manchándose los zapatos con el barro. No le importó. Ni siquiera cuando la lluvia empezó a calarla. Cuando se le metía algo en la cabeza, ni el barro ni la lluvia iban a ser impedimento.
Por fin encontró a un operario enterrado entre un montón de hierros, desmontando los asientos de un Peugeot 205. Tenía la cara y las manos tan llenas de grasa como el mono que le cubría. En cuanto la vio, el joven la recorrió de arriba abajo con una mirada libidinosa, y sus dientes blancos contrastaron con la piel oscurecida por la mugre cuando le devolvió la sonrisa a la joven guardia.
—Hola. Estoy buscando un Clio para piezas. Me ha dicho una amiga que os llegó uno hace unos días.
—Sí, pero está destrozado, no creo que puedas sacarle nada. Se cayó por un acantilado y los bomberos tuvieron que utilizar el equipo de excarcelación para sacar el cadáver del conductor, así que no creo que te valga. Pero tenemos otros Clios que están mejor. ¿Qué piezas quieres?
A partir de ahí, Luca tuvo que improvisar. El joven, tratando de ser amable con la atractiva clienta, se empeñó en acompañarla por todo el desguace, revisando uno a uno todos los Seat Clio que tenían en el depósito. Solo empezó a perder la paciencia cuando la indecisa compradora veía pegas a cada volante, cambio de marchas y botón del salpicadero que le mostraba, intentando ganarse su simpatía. Ocho Clios después, se le acababan las opciones. La chica era mona, pero estaba claro que no sabía lo que quería. Ninguno de aquellos coches parecía tener las piezas que buscaba.
—Oye, ¿y ese que os trajeron destrozado hace unos días? —insistió Luca después de casi una hora recorriendo el desguace—, ¿dónde está? Por muy dañado que esté, seguro que el cambio de marchas y los botones que me faltan del salpicadero los seguirá teniendo enteros…
El joven la condujo a un rincón del depósito, y con desgana señaló un amasijo irreconocible de hierros. Luca sintió un escalofrío al reconocer la matrícula, totalmente retorcida, del coche de Fran. Aquel había sido su ataúd.
—Haz lo que quieras —le dijo el joven dándose la vuelta y volviendo al trabajo—, yo tengo mucha faena. Mira si ves algo que te valga, y si lo encuentras, me avisas.
Por fin Luca se quedó sola. Era lo que necesitaba. Intentó expulsar de su cabeza la imagen de Fran atravesado por aquellos metales enroscados: era obvio que habría resultado imposible sobrevivir a aquel accidente.
La agente comenzó a recorrer cada milímetro del coche, buscando sin saber qué. La accidentología no era su especialidad, y ni siquiera era una aficionada a los coches, así que era probable que aunque allí, ante sus ojos, hubiese una pista gritándole con todas sus fuerzas, fuese incapaz de escucharla.
Sin embargo, la fortuna suele premiar a la tenacidad. Cuando ya casi había rodeado todo aquel amasijo de hierros, algo llamó su atención. Era solamente un rayazo en lo que antes había sido la carrocería del Clio, pero estaba justo sobre el eje trasero izquierdo, y el instinto policial de Luca comenzó a sonar como una sirena. El coche de Fran era negro, y aquella marca tenía un tono azul marino. Casi imperceptible. Como la que deja un impacto entre dos vehículos en cualquier accidente. Sin embargo, lo importante era el lugar donde se encontraba. No podía ser una casualidad. Cualquier conductor familiarizado con las técnicas de conducción evasiva, y la mayoría de los policías lo son, sabe que exactamente ese es el lugar donde debes golpear con el ángulo delantero derecho de tu vehículo al coche perseguido, si quieres desplazar su eje para echarlo de la carretera o hacerlo derrapar… No, no podía ser una coincidencia.
Luca salió del desguace sin despedirse del operario, convencida de que un coche azul marino había golpeado el automóvil de Fran para sacarlo de la calzada. Todavía no podía probarlo, pero estaba segura de que ahora estaba un poco más cerca de la verdad…
El politono del teléfono móvil la hizo regresar a la realidad.
—Diga.
—Mery, soy Álex. ¿Ha hecho lo que le pedí? ¿Ha averiguado algo de mi prima o de Dolores?
—Todavía no he tenido oportunidad. Estoy en el desguace donde han traído el coche de Fran. Tú y yo teníamos razón. Otro coche lo sacó de la carretera, no fue un accidente.
Silencio. Durante unos segundos Luca no escuchó nada al otro lado de la línea, y por un momento temió que se hubiese cortado la comunicación, pero en seguida volvió a oír la voz de la colombiana.
—Lo siento. Supongo que no es una buena noticia. De todos modos, necesito que averigüe dónde están mi prima y mi amiga. Por favor. Si no sé algo de ellas pronto, creo que voy a volverme loca.
—No te preocupes. Te di mi palabra y pienso cumplirla. Ahora mismo voy hacia el Calima. Dame un par de horas.
—Oka. Gracias.
El club Calima era una discreta casona de dos plantas, situada en el margen derecho de la carretera nacional VI, a unos quince kilómetros de Lugo en dirección A Coruña. Enfrente, al otro lado de la carretera, la fábrica de una conocida marca de leche. A los lados y por detrás, puro monte gallego. Parecía que a don José, el patrón del Reinas, le gustaban las casonas retiradas y discretas para sus burdeles.
El edificio de dos plantas estaba totalmente pintado de blanco, y solo destacaban unos pequeños toldos rojos sobre las ventanas y puertas de la planta baja, y el sobrio letrero negro y blanco con la leyenda: Calima Pub. A la derecha del edificio, un amplio aparcamiento, discretamente arropado por un vallado que evitaba las miradas indiscretas, desde la carretera, a los clientes que visitaban el «pub». Y desde dicho aparcamiento, dos entradas habilitadas al interior del club.
Cuando llegó, había un camión de reparto de refrescos en el aparcamiento. Estaban reponiendo material en el almacén del burdel.
En cuanto hizo amago de entrar, un joven delgado de pelo largo, liso y con una pequeña perilla se interpuso en su camino. Tenía que ser Enai, el recepcionista. Luca se había informado antes sobre el personal del Calima, tanto con las chicas del Erotic como con las bases de datos policiales.
Nacido en Lugo en noviembre de 1980, era menudo —ella podría haberlo tumbado con una sola mano—, pero aun así se sentía un hombre poderoso en sus dominios. Y lo era: el tercero en la cadena de mando, después de Manuel y don José. De hecho, fue él quien colocó a Zezi como recepcionista del Reinas: el brasileño era hermano de Susana, la chica a la que Enai había retirado del club años antes. Le gustaba pensar que tenía poder para ayudar a su gente, aunque tampoco le temblaba el pulso cuando debía castigar a las fulanas. Luca sabía que pesaba sobre él una denuncia por malos tratos a una de las prostitutas —que había terminado por hacerlo visitar los calabozos—, aparte de una detención por delitos contra la salud pública, en Jaén, en 2003.
—¿Y tú adónde te crees que vas? —le dijo a modo de saludo.
—Hola, soy Mery. Trabajo en el Erotic. Vengo de parte de Alexandra, la colombiana. Estoy buscando a su prima.
El recepcionista del club dejó por un momento de atender a los reponedores de bebidas y miró a Luca de arriba abajo. Después entró en el club para llamar a alguien.
—Manuel, aquí hay una tía preguntando por Linda —gritó desde la puerta del club.
Un par de minutos después apareció otro joven: era Manuel, el encargado del Calima y mano derecha del Patrón, el responsable tanto de la deuda de Alexandra y sus amigas como de un número incalculable de mujeres prostituidas en los clubs de don José. Luca se sintió intranquila con su presencia: en un enfrentamiento con él, lo iba a tener más difícil para ponerle las esposas.
Manuel, un mes más joven que Enai, y crucense de nacimiento, había prosperado rápido en el negocio: según los compañeros de Tráfico, tenía como mínimo un par de BMW a su nombre (un 530D y un todoterreno X-5). Estaba claro que sus prostitutas le dejaban pingües beneficios. Segundo en la cadena de mando, controlaba con mano dura el club Calima, y se ocupaba de gestionar, captar y traer nuevas chicas desde América Latina con la ayuda de su novia, Lorena.
Antes de visitar el club, la agente Luca había echado un vistazo a su bonita colección de antecedentes penales: contrabando, tráfico de seres humanos, infracciones contra la seguridad ciudadana… Incluso llegó a ser detenido cuando se detectó la presencia de Kellyn trabajando en los clubs, con solo diecisiete añitos.
El encargado del Calima salió sonriente al aparcamiento, y sin mediar palabra le dio dos besos a la guardia civil, en actitud de saludo.
—Sí, sé quién eres. Granda me comentó que había fichado a una camarera nueva, pero no me dijo que eras tan guapa. Ven, pasa. No te quedes ahí.
«¿Está coqueteando conmigo?», pensó Luca al responder a su saludo. Ya le habían advertido que Manuel era un seductor empedernido. Solía engatusar a las nuevas el primero: muchas de las recién llegadas al Calima con deuda se convertían en sus amantes. Manuel, como la mayoría de los asiduos a los burdeles, sabía que las novatas eran mucho más vulnerables: inseguras, temerosas, desubicadas, agradecían cualquier gesto de amabilidad en aquella tierra extraña, y en aquel mundo desconocido. Por eso eran el bocado más apetecible para los prostituidores. Luciana, la brasileña del Reinas, se equivocaba. No se trataba solamente de que los clientes quisiesen ver caras y cuerpos nuevos, que también. El verdadero atractivo de las novatas era su inexperiencia, su docilidad, su vulnerabilidad. Las veteranas no resultaban tan manipulables, ni se creían con tanta facilidad las promesas de los proxenetas y los clientes más curtidos.
De todos modos, el encargado del Calima no se conformaba con la carne fresca: todas sabían que se follaba todo lo que se movía. Y que nunca tenía bastante. En los clubs era un secreto a voces que, además de a las profesionales, frecuentaba chats, foros y páginas de relaciones en la red, donde mantenía un perfil falso como respetable empleado de una librería en Lugo —«Para follarme de vez en cuando a chicas normales», decía—. Muchas noches, cuando cerraba el club y continuaba sintiendo necesidad de sexo, contrataba los servicios de travestis: con el tiempo, y como buen consumidor habitual de prostitución, el género femenino ya le sabía a poco para satisfacer su necesidad constante de nuevas experiencias sexuales.
—Pasa, ¿quieres tomar algo? Perdona el desorden, estamos reponiendo bebidas.
Luca dudó un instante y se rozó la falda de manera instintiva: bajo ella ocultaba la vieja Star 9 mm de su abuelo y su presencia, sujeta firmemente al muslo, la hizo sentir un poco más segura. Decidió que era una buena oportunidad para echar un vistazo a otro de los clubs de alterne más importantes de la ciudad. Justo en ese instante sonó su móvil. Luca reconoció el número de teléfono que aparecía en la pantalla: era el de su madre. Hacía días que no hablaba con ella y sin duda debía estar preocupada, pero no era un buen momento. Colgó la llamada y se guardó de nuevo el móvil en el bolso.
Al entrar en el burdel la agente se fijó en los casilleros azules, colocados al lado de una máquina de café. Calculó unos cuarenta. Las paredes, color pastel, estaban decoradas con imágenes eróticas —al igual que casi todas las habitaciones de trabajo, aunque eso Luca desde allí no podía verlo—. Nada pornográfico ni grosero, pero lo bastante sexies como para inspirar a los clientes. Al final del pasillo vio de reojo unas vitrinas y un par de taquillones. «Probablemente ahí guardarán los kits de sábanas y preservativos», pensó, mientras seguía al encargado hasta el salón.
Un poco más pequeño que el del Erotic, el salón del Calima estaba flanqueado por una gran barra en forma de S. Tres columnas cuadrangulares, rodeadas de espejos, sin duda permitían a las chicas retocarse mientras esperaban su turno de alternar con los clientes. Había dos entradas, y justo entre ellas un pequeño escenario con una barra para los espectáculos de pole dance y striptease. A su izquierda, otra puerta con el acceso a las habitaciones. Y más allá, varias máquinas expendedoras de cigarrillos, tragaperras y la puerta a los lavabos.
—Siéntate. ¿Qué te pongo? —insistió Manuel señalándole uno de los taburetes de metal, mientras pasaba al interior de la barra.
—Nada, gracias. Solo venía a ver a Paula Andrea, la prima de Álex. Está un poco preocupada porque hace días que no sabe nada de ella.
—Vaya, pues es una pena. Yo no puedo ayudarte. No está aquí. Tendrás que hablar con el jefe. Seguro que don José te puede orientar. ¿En serio no te apetece una copa?
—No, gracias.
—Oye, ¿y tú solo estás en barra o también haces salón? Estoy seguro de que aquí puedes ganar más que en el Erotic…
El tipo no solo estaba coqueteando, sino que además intentaba averiguar si se prostituía y si le gustaría hacerlo en su local. Por un instante, Luca sintió el impulso de agarrarlo por el cuello y aplastarle la cara contra la barra, sacar su pistola, metérsela en la boca y obligarle a hacer una felación al cañón, para preguntarle si le gustaba… Pero forzó una sonrisa, apretó los dientes y se contuvo.
—Oye, ¿y te importaría llamar a don José por teléfono para que pueda hablar con él?
—Claro que sí. Lo que tú me pidas —respondió sin dejar de sonreír, seductor, mientras sacaba su teléfono móvil del bolsillo y marcaba el número del Patrón—. Aquí nos gusta que las chicas se sientan como princesas…
Tras perder media mañana intentando conseguir alguna información útil, la agente Luca salió del Calima con la sensación de que le estaban ocultando algo. Por mucho que lo intentó, y a pesar de identificarse como camarera del club Erotic y amiga personal de Paula Andrea, no hubo forma de conseguir ninguna información concreta sobre su paradero. La prima de Alexandra, simplemente, había desaparecido.
Enai, el recepcionista del Calima, la remitía al Manuel, el encargado; este a don José, el Patrón; y don José, que decía estar muy ocupado, le sugería que hablase con Enai, el recepcionista…
La mayoría de las chicas no se habían levantado todavía, tras la rutina de cada noche en el prostíbulo. Y cuando volvió a salir a la explanada del aparcamiento rumbo a su coche para regresar a Lugo, solo vio a un par de muchachas fumando en la parte de atrás del club. Decidió probar suerte.
—Hola, soy Mery. Trabajo en el Erotic, con Álex, la colombiana. No sé si la conocéis, antes estaba en el Reinas. Usa el nombre de Salomé.
—Yo sí la conozco —respondió una de las jóvenes, con acento latino—. Le dicen la Hechicera.
—¿La Hechicera?
—Sí. Es una chica muy rara. Muy callada. Pero, coño, sabe hacer cosas increíbles. Dice que son científicas, pero a mí me parecen brujerías… Mueve cosas, desaparece objetos, los cambia de forma, qué sé yo…, brujerías. Yo coincidí con ella en el Reinas hace como un mes.
—Vaya… Bueno, vengo buscando a su prima, Paula Andrea. En el Reinas me dijeron que estaba aquí, pero aquí me dicen que ya no está…
Las dos jóvenes se miraron y guardaron silencio unos instantes. Por fin, la latina se decidió a hablar.
—Estuvo aquí unos días y después regresó al Reinas. Mi hermana trabaja allí ahora, y me contó que una noche uno de los camareros subió a su habitación, empacó sus cosas y dijo que se había marchado para otro club…, en Málaga creo. No sé. Las chicas cuentan cosas muy raras del Reinas. No es la primera que desaparece de repente.
—Pero habrá dejado algún teléfono, alguna dirección… Alguien sabrá dónde anda. Álex está muy preocupada.
—Mira, nosotras no sabemos nada —intervino la otra chica con acento ruso—, ni tampoco queremos saber. Aquí si no haces preguntas, vives más tranquila.
—Vale, no quiero molestaros. ¿Y conocéis a Dolores? La llaman Lolita. Vino con Álex y con su prima.
—Sí, ella está ahora en Italia, en el Occean Club. Un sitio de mucho nivel. No cogen a cualquiera para trabajar ahí. Seguro que está haciendo mucha plata. Es el club del padre de la chica de Gran Hermano, la suiza. Antes tenían un club en Coruña, pero el de Italia les funciona mucho mejor.
—¿Cómo? ¿Qué chica de Gran Hermano?
—No sé, no recuerdo el nombre. Una que se lio con otro concursante y al final tuvieron un hijo. Fue finalista. Lo que sé es que el papá se llama Ulises y era el dueño de La Gaviota, en Camariñas. Yo trabajé allí hace años. Pero pasó algo con una de las chicas, dicen que la asesinaron, y Ulises se fue para Lugano. En realidad, el Occean Club está en la frontera de Suiza e Italia, pero todos allí hablan italiano.
—¿También has estado allí?
—Yo no, pero mi prima sí. Hay muchas chicas latinas que hacen plaza en Italia: a los italianos les gustamos las latinas, porque hacen mucho turismo en Sudamérica, y después quieren recordar esas vacaciones cuando vuelven a casa…
Las dos chicas sonrieron con picardía, aunque Luca no pudo pillar la gracia al comentario.
—Es fácil de localizar. Tiene página web. Seguro que ahí encuentra el teléfono y puede hablar con Dolores. Suponiendo que no la pille puesta de coca. Últimamente se estaba metiendo demasiado.
—Okey. Muchas gracias.
Luca volvió a su coche y antes de arrancar anotó en un papel toda la información útil que podía extraer de tan breve charla. No sería difícil localizar más tarde la identidad de esa concursante del famoso programa televisivo y de su padre, otro «honrado empresario» del sexo de pago. Tampoco sería difícil localizar el club de Camariñas, donde supuestamente había sido asesinada otra prostituta. Ni el club italo-suizo donde ahora podía estar la amiga de Alexandra. Al menos no regresaría con las manos vacías.