EXTORSIÓN DE UN POLICÍA
AYUNTAMIENTO DE LUGO
«Hay trenes que pasan solo una vez en la vida —se dijo Kiko a sí mismo para reafirmarse en su temeraria decisión—, y ni siquiera se detienen en tu estación… Solo reducen un poco la velocidad, lo justo para que puedas arriesgarte a subirte en marcha, o dejarlos pasar, paralizado por el miedo. ¿Qué vas a hacer? ¿Pegarás el salto, arriesgándote a caer entre sus ruedas, o permanecerás quieto en el andén, contemplando cómo se aleja para no volver nunca más?».
En cuanto entró en el Ayuntamiento de la ciudad y pidió ver al concejal, había tomado la decisión de saltar a aquel tren en marcha, corriendo el riesgo de caer sobre los raíles.
—Buenos días. Guardia Civil. Necesito ver al concejal —le dijo a su secretaria mostrándole su placa de policía.
—Está reunido en este momento. ¿Tenía usted cita?
—No, es un asunto oficial. Entréguele esta nota. Me hará un hueco.
Kiko tomó una de las tarjetas que había sobre la mesa de la secretaria y escribió en su dorso: ¿Cuánto cuesta el favor de un ministro, y una concesión de 50 millones?
El trazo de su letra era irregular. Le temblaba el pulso. Sabía que en cuanto la secretaria le entregase al concejal aquella nota, estaría atravesando la línea de no retorno, pero lo había pensado mucho. Quería subirse al tren.
Durante los últimos días había analizado obsesivamente la grabación de Alexandra, hasta casi memorizarla, y no fue difícil identificar varias de las voces. Según las indicaciones de la colombiana, la ruleta rusa se había llevado a cabo en un restaurante de lujo, perteneciente a un elitista y exclusivo club social a unos siete kilómetros de Lugo. La chica era lista. Cuando don José pasó a recogerla se quedó con el nombre que figuraba en el logotipo de la entrada: Élite y Clase. El club lo presidía un conocido empresario lucense, y en su junta directiva figuraban algunos de los nombres más influyentes de la ciudad. Además, sus discretas instalaciones, en medio de una enorme extensión de terreno, servían de centro de reuniones para una sociedad de empresarios, políticos y banqueros.
Era un buen lugar para empezar a buscar.
Fue fácil obtener el listado de los miembros directivos del club y la sociedad de empresarios, y más fácil aún conseguir una grabación de sus voces. Reputados y prestigiosos ciudadanos ejemplares, los archivos on line de la Televisión de Galicia conservaban entrevistas y declaraciones de casi todos ellos. Algunos tenían una voz inconfundible, y sin necesidad de mayor pericia, era fácil reconocerlas en la grabación.
Esa misma mañana, Kiko consiguió identificar al menos a cuatro de los participantes en la cena, todos ellos peces gordos del Ayuntamiento, la Subdelegación de Gobierno, la Diputación Provincial y la Cámara de Comercio. Ahora tenía que decidir con cuidado su próximo paso. Podía poner en conocimiento de la fiscalía toda aquella información, convertir a Alexandra en testigo protegida y coronarse como policía, destapando uno de los casos de corrupción más importantes de la historia de España… O bien rentabilizar económicamente aquel tesoro. Esa grabación tal vez no tuviese valor legal, ningún juez la admitiría como prueba en un proceso, por haber sido obtenida de forma clandestina; sin embargo, su valor en el mercado de la información era incalculable. ¿Cuánto estarían dispuestos a pagar aquellos ricachones por que ningún medio de comunicación se hiciese con ella? La tentación era grande.
El agente se acomodó en la pequeña sala de espera, ojeando el ejemplar de El Progreso del día, y aguardó a que el político terminase la reunión, y la secretaria le entregase su nota.
Por fin se abrió la puerta del despacho. Pudo escuchar con toda claridad la voz del concejal desde el fondo de la habitación despidiéndose de sus visitantes —«Saludad al comisario de mi parte, nos vemos esta noche en el Reinas…»—. Los hombres salieron charlando entre ellos, ni siquiera se percataron de su presencia. Quizá si hubiese acudido al Ayuntamiento de uniforme, habrían sido más discretos, pero aquella visita no estaba notificada a ningún mando y Kiko había preferido ir de paisano. Le convenía la discreción más que a nadie. Intuyó que aquellos hombres eran policías, y por su conversación, pertenecían a la Brigada de Extranjería. Deberían haber sido más prudentes o bajar el tono de voz mientras esperaban el ascensor, pero era obvio que en aquel despacho oficial se sentían seguros.
—… y entonces me llama al despacho el mismísimo subdelegado de Gobierno —decía uno de ellos, de unos cincuenta años y cabello cano— personalmente.
—¿Otero? —preguntó el moreno de bigote.
—Sí. Y me dice que si tenemos en la comisaría a una tal Beatriz no sé qué con orden de expulsión. Le digo que sí. Y me dice que si podemos retrasar la expulsión, porque es la moza de un concejal del PP de Monterroso, y que se va a casar con ella. Y yo le digo que ya tiene el vuelo de repatriación a Paraguay concedido. Y él me dice que son una familia del Opus Dei de toda la vida, que si es el portavoz del partido, que si se van a casar por la Iglesia, yo qué sé…
—¿Esa no es una morena que se puso muy chula en la brigada?
—Esa misma.
—¿Y qué hiciste?
—¿Qué iba a hacer? Llamé a Castro, para ver cómo estaba su expediente, y si se podía retrasar la expulsión y…
Kiko no pudo oír más —los dos policías ya se perdían dentro del ascensor—, pero había sido suficiente. Otro factor que sumar a la ecuación. «Te vas a Lugo —le había dicho su capitán al anunciarle el traslado—, la ciudad donde nunca pasa nada…». Era evidente que se equivocaba. En la ciudad estaban ocurriendo muchas cosas, y cuanto más averiguaba, más volumen alcanzaba la montaña de mierda.
—Agente, el señor concejal le recibirá ahora —dijo la secretaria indicándole la entrada al despacho. Kiko se levantó, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y activó la grabadora. Era su seguro de vida.
El despacho era amplio. Exquisitamente decorado. Primeras calidades. Al fondo, rodeada por estanterías con algunos libros, documentos y numerosos premios de caza y golf, la mesa del escritorio. Caoba. A un lado, un ostentoso sillón de trabajo; al otro, dos sillas que hasta hace unos minutos ocupaban los policías. Sobre la mesa todavía estaban los tres vasos anchos, la cubitera y una botella de whisky escocés. Justo tras él, en la pared, el retrato del rey de España y el del presidente de la Xunta de Galicia. En otro lado de la sala, un rincón más recogido con un sofá, una pequeña mesa baja y un armario.
—Buenos días —dijo Kiko nada más entrar, al tiempo que mostraba su placa, como había ensayado esa mañana ante el espejo. La llevaba sujeta al cinto, intencionadamente, para que al abrirse la chaqueta para mostrarla, el político también pudiese ver el arma. Le daría más contundencia al mensaje.
—Buenos días, agente —le recibió el concejal con el rostro desencajado. Era evidente que trataba de disimular el demoledor efecto de su nota. Sabía que el policía sabía—. Por favor, siéntese.
—Prefiero quedarme de pie —respondió el guardia civil—, voy a ser breve.
—Como quiera… Aunque me temo que no entiendo el contenido de su nota. Este mensaje no tiene ningún sentido.
—¿Y hace un hueco en su agenda a todo el que le manda un mensaje incoherente? —le soltó Kiko fingiendo una confianza que no sentía—. No dejará de recibir a locos en su despacho.
El político encajó el golpe. Recibir al policía en su despacho había sido una confesión de culpabilidad, pero no importaba: si aquel funcionario sabía tanto, era inútil negar la evidencia. Solo tenía que averiguar qué es lo que quería.
—Mi deber es atender a los ciudadanos. Y más a los agentes de la Ley… Usted dirá en qué puedo ayudarle.
Kiko se sacó una nota que llevaba preparada y la dejó sobre la mesa del político. Intentó que su voz no delatase su nerviosismo. Tenía que aparentar seguridad.
—No voy a perder mi tiempo negociando. En esta hoja le he preparado a usted y a sus amigos una lista con todos los delitos de los que puedo acusarlos, y las penas que pagarían por cada uno. Prevaricación, soborno, tráfico de influencias, extorsión, blanqueo de capitales, enriquecimiento ilícito… Casi no me llega el papel. Al final les he anotado una cuenta bancaria. Solo tienen que ingresar en ella 400 000 euros, el doble de lo que le han entregado al ministro en Madrid. Como era el primer pago, he supuesto que sería solo la mitad, y el resto se lo entregarían en algún lugar seguro…, no sé, quizá una gasolinera de pueblo, o los lavabos de un hotel durante una convención —añadió repitiendo las mismas palabras de la grabación—, después de que les consiguiese la adjudicación de las licencias. Y yo no quiero cobrar menos que el ministro. ¿Me he explicado con claridad?
La expresión de sorpresa huyó del rostro del concejal y dejó sitio a unas mandíbulas contraídas, un entrecejo fruncido y una mirada impregnada de furia. Tardó un segundo en responder. Debía medir cada palabra. Aquel maldito policía sabía de lo que estaba hablando. Nadie fuera de un círculo muy restringido conocía aquellos negocios y, aunque parecía imposible, alguien se había ido de la lengua.
—Entra en mi despacho intentando amedrentarme con su placa y su pistolita —dijo por fin— y me acusa de una serie de delitos absurdos y sin fundamento, por los que pretende extorsionarme… Supongo que tendrá pruebas de lo que dice…
Kiko no respondió. Simplemente, sacó del bolsillo de su pantalón un reproductor de mp3. Había editado la grabación de Alexandra seleccionando los cortes más impactantes: breves, frases cortas, para que resultase difícil identificar cuándo y dónde se había realizado aquella grabación, y si se trataba de una llamada telefónica o una conversación personal. Se limitó a pulsar el Play. En cuanto el concejal reconoció su propia voz, se derrumbó.
—Hay mucho más —dijo Kiko marcándose un farol. Sabía que en ese momento el concejal era vulnerable y creería cualquier cosa que le dijese—: Tengo documentos, fotos, vídeos, declaraciones juradas. Usted y todos sus amigos van a pasar muchos años a la sombra. Despídase del whisky escocés, los habanos, las cacerías, los torneos de golf, las putas y la coca. Adonde van a ir tendrán nuevos amigos, encantados de explorar todas sus cavidades corporales. No se moleste en negarlo, ni justificarlo, ni en regatear el precio de mi silencio. Solo diga si ha comprendido mi oferta.
—Sí —respondió el concejal abrumado por el peso de la evidencia.
—Estupendo. Ahora dígame cuánto calcula que necesitarán usted y sus amigos para reunir el dinero. No tengo ningún interés en permanecer en esta ciudad más tiempo del necesario. Y cuando yo desaparezca, ustedes podrán volver tranquilamente a sus negocios con el Ministerio, con la Casa Real o con la Santa Sede. Me trae sin cuidado.
—No sé… Es una cifra muy alta… Tendría que hablar con mis socios… Unos días. Quizá una semana.
—Cinco días. Ni uno más. Si dentro de cinco días no recibo una notificación del banco con el ingreso, la fiscalía anticorrupción recibirá una copia del dosier. Y otra la prensa. Yo seguiré con mi trabajo como funcionario en este agujero, y ustedes terminarán sus días en una prisión. Buenos días.
Kiko no esperó una respuesta. Salió del despacho y saludó a la secretaria al salir. «Ha tragado —se dijo a sí mismo sonriente—. En cuanto depositen la pasta, todo cambiará».
Ni siquiera había llegado al ascensor, mientras el concejal cogía el teléfono y hacía rápidamente una llamada. Nadie había contado con que pudiese ocurrir algo así. 400 000 euros eran calderilla en comparación con las cifras que ellos esperaban obtener con la concesión de las licencias y los concursos, pero sabía que si pagaban, siempre existiría el riesgo de que aquellas pruebas llegasen a la prensa tarde o temprano.
El político hizo dos llamadas: la primera, a sus escoltas.
—Soy yo… Levantad el culo, dentro de dos minutos va a salir del edificio un tipo joven, de metro ochenta, rubio, viste americana azul, camisa blanca y pantalón vaquero. Seguidlo y no lo perdáis de vista. Necesito todos sus datos. Y cuidado, es un policía, va armado…
La segunda llamada fue a uno de sus socios. Tenían que reunirse esa misma tarde: era necesario descubrir cómo se había producido la filtración y eliminar toda posibilidad de que alguien más se fuese de la lengua. Había demasiado en juego.
En cuanto regresó a su apartamento en la comandancia, Kiko empezó a dudar: quizá había ido demasiado lejos. Miró su móvil. Tres llamadas perdidas de la colombiana. No le apetecía hablar. Le envió un sms para tranquilizarla: Estoy trabajando en lo tuyo. Si todo sale bien hoy, muy pronto saldrás de ahí, libre y sin deuda. Besos :-*
Después decidió cubrirse las espaldas, por si algo salía mal. Se sentó ante su ordenador y abrió el correo electrónico. Solo había una persona en todo el Cuerpo en la que confiaba. Escribió un mail y adjuntó el informe que había redactado resumiendo toda la documentación. Después programó la bandeja de salida…