RÓMULO ES NOMBRE DE CONQUISTADOR

CATEMACO, MÉXICO

—¡Verga, Anita! Cada día está más bella… ¿Cómo les fue el viaje?

Don Rómulo, el jefe del cártel, radiante y sonriente, irrumpió en el restaurante rodeado de matones, interrumpiendo la comida y la conversación de los españoles. Al parecer, los augurios de los brujos de Catemaco habían sido propicios.

Bajito, rechoncho y con un fino bigote sobre sus gruesos labios, parecía un imitador cutre de Jorge Negrete. Vestía totalmente de blanco, tocado por un sombrero de cowboy, y calzaba botas tejanas de piel de serpiente. Un cinturón de hebilla desproporcionada, con la imagen de una cabeza de puma, completaba su estereotipado uniforme de narco mexicano.

—No sea tan zalamero, don Rómulo, que ya nos conocemos —respondió la motera con evidente familiaridad—, y usted ve hermosa a cualquier cosa con faldas. El viaje fue perfecto. Este es Ángel, el correo, ha hecho la entrega sin ningún contratiempo. Supongo que Afanador ya contó el dinero y está todo okey…

—Pues claro, güerita. Si faltase un centavo, ya se lo habrían hecho saber…

Don Rómulo hablaba sin perder la sonrisa, pero estaba claro que aquella última frase encerraba un mensaje siniestro. Por fin se giró hacia Black Angel y el motero pudo percibir la profunda frialdad de sus ojos negros como la boca del infierno.

—Buen trabajo, mijo. Billy me habló muy bien de usted. Manténgase recto y acá ganará buena plata. Tuérzase y…, bueno, mejor no lo averigüe.

—No se preocupe, don Rómulo. Yo no soy curioso. Prefiero ganar dinero que tentar a la suerte.

Don Rómulo explotó en una carcajada, y sus matones le imitaron. Incluyendo a los del Hummer.

—No parece un gachupín pendejo, güey. Siga así. Venga, vamos, no se me achicopalen, carajo, que el trabajo salió de padres y ahora hay que celebrarlo. Nos vamos para el rancho —dijo el imitador de Jorge Negrete. Después se giró hacia el conductor del Hummer—. Pues ándele, cabrón. Arránquense para el sur. Yo me adelanto en el helicóptero para hacer unos encargos y me los espero en el rancho. Cuídenme bien a los españolitos.

Durante el trayecto, Ángel intentaba memorizar los carteles indicadores que iban dejando a su paso (Hueyapán de Ocampo, Acauyán, Minatitlán, la gran presa Nezahualcoyotl…), tratando de grabar en su memoria la ruta del viaje y, sobre todo, intentando ubicarse en el mapa de México por si surgía algún problema y necesitaba huir precipitadamente. Pero los kilómetros y las horas se iban sucediendo, y resultaba imposible registrar todos los nombres de ciudades y pueblos que iban quedando atrás, sin tomar notas por escrito. Eso habría resultado sospechoso. Así que al fin decidió intentar recordar solo la última referencia que veía, y esperar una oportunidad para interrogar a la misteriosa motera de Brujas MC.

Por fin el tal Afanador comenzó a cabecear en el asiento del copiloto. La opípara comida había hecho mella en el sicario, y el suave bamboleo del automóvil invitaba a la siesta en la sobremesa. El solidario conductor, cuyo nombre desconocía, se había colocado unos auriculares para matar el rato en el camino al son de los narcocorridos, sin molestar a sus pasajeros, que suponía tan dormidos como Afanador. Pero Ana no dormía. Jugueteaba con su teléfono móvil y, a ratos, disfrutaba del hermoso paisaje.

—Así que ese tipo es nuestro jefe… —inquirió Ángel.

Ana tardó unos segundos en contestar, como si estuviese valorando los pros y los contras de responder a la conversación de su paisano.

—Rómulo Hernández, aunque también se le conoce como el Gordo, la Justa33 o el Matagentes —dijo por fin la mujer—, pero no te dejes impresionar. A estos tipos les encanta buscarse más de un alias que impresione a sus enemigos y que dificulte su identificación a la policía. Si acuden a su barrio buscando a alguien por su nombre real, nadie lo reconocerá. Pronto tendremos que buscarte a ti uno.

—¿Otro alias?

—Sí. Una vez dentro de la organización, recibes un nuevo bautismo. Los zetas, por ejemplo, pierden su nombre y adquieren uno nuevo precedido de la zeta y un número. De Z1 a Z10 son los miembros fundadores. A partir de ahí, cuanto mayor el número, menor la experiencia. Ocurre igual con los L. Esa letra se reserva para guardaespaldas y ayudantes. Aunque con el tiempo algunos abandonan esa simbología para adoptar un alias propio; como Armando Santiago, antes L50 y ahora Talibán. Ya te buscaremos algo que encaje con tu personalidad.

—¿Y eso de Matagentes?

—Don Rómulo hace honor a su sobrenombre. A pesar de su aspecto bonachón e inofensivo, es de gatillo fácil. Tenlo en cuenta si se te ocurre hacer alguna estupidez.

—Parece un pez gordo…

—En un solo día maneja más dinero del que tú y yo veremos en toda nuestra vida. Te observará y te pondrá a prueba, y si le gustas, tendrás un prometedor futuro en este negocio. Pero aun así, Matagentes es un capo de segunda en comparación con los siete señores.

—Los siete señores… —dijo Ángel con ironía—, suena a película japonesa de artes marciales.

—Digamos que siete de los grupos controlan la inmensa mayoría del mercado. Tras la muerte de Pablo Escobar, el capo del cártel de Medellín, fue Amado Carrillo, el Señor de los Cielos, quien se hizo cargo de la mayor parte de la mercancía colombiana que iba hacia Estados Unidos a través de México, lo que terminó por convertirlo en el hombre más rico del país. El cártel de Juárez se hizo con mucho poder en la frontera. Como los otros tres grandes cárteles mexicanos de la vieja escuela: Sinaloa, el Golfo y Tijuana o Arellano Félix. Pero Carrillo murió en 1997 en la mesa de operaciones, mientras se estaba haciendo una operación de cirugía plástica para cambiarse la cara. Y tras su muerte el cártel de Juárez estuvo liderado durante algunos años por una especie de comité compuesto por los hermanos de Carrillo, Vicente y Rodolfo, juntó con Ismael el Mayo Zambada y Joaquín el Chapo Guzmán, que ya controlaba el cártel de Sinaloa. Aunque después cada uno seguiría su camino, Juan José Esparragoza, el Azul, se haría cargo del cártel y terminaría convirtiéndose en la Alianza del Triángulo de Oro.

—¿Y los otros?

—El cártel de Tijuana, llamado aquí cártel Arellano Félix, también tiene su origen en el cártel de Guadalajara, pero llevan toda la vida enfrentados a los de Juárez por controlar las fronteras con los Estados Unidos. En el 93 intentaron cargarse al Chapo Guzmán y seis meses después al Señor de los Cielos, así que la guerra viene de antiguo. Y como el enemigo de mi enemigo es mi amigo, los Arellano Félix se aliaron con el cártel del Golfo contra los de Juárez.

—Vaya galimatías…

—Y hay más. Cuando Benjamín Arellano Félix coincidió en prisión con Osiel Cárdenas, líder de los del Golfo, pactaron una alianza contra la competencia. El cártel de Sinaloa, por su parte, sigue controlado por el Chapo, más escurridizo que Ben Laden. Además de Juárez, Tijuana, Sinaloa y el Golfo, las otras tres grandes familias que controlan el mercado en México son los Beltrán Leyva, los Zetas y la Familia Michoacana, con todas sus organizaciones satélite.

—Creía que los Zetas trabajaban para los del Golfo.

—Y así es. Osiel Cárdenas fue muy astuto al aprovechar el descontento y las bajadas de salarios a los militares para reclutar a un buen grupo de miembros de las fuerzas especiales mexicanas y formar su propio ejército personal. Comandos de élite formados por los israelíes, franceses y norteamericanos, acostumbrados a manejar armamento de gran calibre y familiarizados con las técnicas de contrainsurgencia. ¿Te imaginas que en España tuviésemos de nuestro lado a miembros de las COES, los GEO, boinas verdes o las GOES?

—Bueno, no sería el primero —sonrió Ángel. Quería que Ana siguiese hablando.

—Pero cuando Cárdenas fue extraditado a los Estados Unidos, los Zetas decidieron independizarse del cártel del Golfo, aliarse con sus enemigos y formar su propia organización. Y ahí empezó la lucha por el territorio, y por infundir más miedo en los demás cárteles. Los secuestros, las torturas, las decapitaciones… En México tienes más posibilidades de que te corten la cabeza que en Afganistán. —La mujer misteriosa bajó aún más el tono y acercó sus labios a los oídos de Ángel para susurrarle muy bajito—: El problema de los narcos mexicanos es que tienen más cojones que cerebro, y todo lo solucionan a tiros.

—¿Y dónde entra don Rómulo?

—En ningún lado, y en todos. Oficialmente, esos siete cárteles controlan la mayor parte del mercado, pero hay muchos más. Docenas, quizá cientos de pequeñas organizaciones y grupos. El cártel de Colima, los Negros, Milenio, el cártel de Oaxaca, Pacífico Sur, Nueva Generación, los Caballeros Templarios, el cártel Independiente de Acapulco… Es una locura. Todos tienen mucho dinero y muchas armas, y todos están enfrentados. Los Arellano Félix, con el cártel de Sinaloa, del Golfo y Tijuana, están en guerra con los Carrillo Fuentes, los Zetas, Pacífico Sur, la Resistencia y Juárez. Mientras que la Familia Michoacana, los Caballeros Templarios, Nueva Generación y el cártel de Jalisco intentan medrar en el negocio en fuego cruzado. Y en medio de todo ese caos, nuevas organizaciones, escisiones de otras anteriores, y los que venimos de fuera tratamos de comernos un trozo del pastel.

—Y don Rómulo es uno de ellos…

—El Matagentes no es nuevo en esto. Pertenece a la vieja escuela. Conoció al Chapo, al padrino Félix Gallardo, al Señor de los Cielos y hasta a varios de los hermanos Beltrán Leyva cuando no existía tanta violencia entre los cárteles. Pero este negocio mueve demasiado dinero, y las envidias, las conspiraciones y las traiciones han cambiado totalmente el panorama del mercado en los últimos años. Rómulo solo intenta mantener su territorio en el sur, donde también trabajan los Zetas y los de Sinaloa. La frontera con Guatemala es una plaza muy golosa, porque parte del producto colombiano, peruano o boliviano entra por ahí. No es casualidad que al Chapo Guzmán lo detuviesen en Guatemala…

Ángel estaba fascinado. Aquella misteriosa mujer era una enciclopedia viviente.

—No te dejes engañar por la aparente tranquilidad que has visto en las calles de Catemaco —concluyó Ana—. Es terreno neutral. Casi todos los señores del narco creen en supersticiones extrañas y tienen en Catemaco a uno o a varios brujos a su servicio. Pero este país está en guerra. Una guerra extraña, con muchos frentes simultáneos y con siete pequeños ejércitos que combaten entre sí, a la vez que luchan contra el ejército gubernamental… Al menos en apariencia.

—También nos echarán a los españoles la culpa de eso…

—Entre otros productos, México nutre de marihuana y cocaína a los consumidores norteamericanos, el mejor mercado del planeta. Un negocio que viene de antiguo. Mucho antes de que llegásemos los españoles para joder a los aztecas, ya utilizaban drogas alucinógenas para sus colocones chamánicos: antes de que Hernán Cortés pusiese un pie en este país, los tipos más influyentes de estos pueblos ya conocían y consumían el peyote, el ololiuqui, el toloache, la marihuana o la «hierba de la pastora». Así que de eso no pueden culparnos a nosotros.

—Supongo que no les descubrimos nada —añadió Ángel.

—La adormidera blanca y el cáñamo indio ya se cultivaban en Sinaloa en el siglo XIX. Al principio se utilizaban como planta textil, no se empezó a fumar hasta entrado el siglo XX: fueron los trabajadores asiáticos, familiarizados con el opio, y no los europeos los que enseñaron a los mexicanos las virtudes «medicinales» de algunas de sus plantas autóctonas. Ese nuevo vicio tuvo tan buena aceptación que hacia 1925 se prohibió la plantación en Sinaloa. Así que su cultivo pasó a ser clandestino.

—Y no hay nada más rentable y atractivo que lo prohibido.

—Exacto, pero la prohibición duró poco. O al menos eso dice la leyenda. Durante la Segunda Guerra Mundial, los yanquis tuvieron muchos heridos y el presidente Roosevelt, según cuentan aquí, financió de nuevo el cultivo de la adormidera en Sinaloa, una tierra especialmente fértil para ello. Los soldados yanquis necesitaban morfina y en México era más fácil, rápido y barato cultivar la planta…

—¿En serio?

—No. Eso es lo que dice la leyenda, pero nunca se ha demostrado. Aunque tampoco importa. Los contrabandistas de adormidera y la primera generación de narcos quieren justificarse diciendo que trabajaban para el Gobierno norteamericano, pero lo cierto es que, con o sin Roosevelt, en los años cuarenta y cincuenta el negocio de la marihuana y la adormidera empezó a ser rentable en el norte de México. Aunque hasta los sesenta no se monta el negocio tal y como hoy lo conocemos.

La motera se quedó un instante embelesada en el paisaje. Como si estuviese recordando algo importante. Ángel permaneció en silencio.

—México no es un país cualquiera —prosiguió de pronto—. Es la principal puerta de entrada de la mercancía en Estados Unidos, el cordón umbilical entre Estados Unidos y los países exportadores de Centro y Sudamérica: Colombia, Bolivia, Perú… Y eso generó muchos billones de dólares de beneficios para los pioneros. Todo fue bien hasta el 11-S…

—No seas paranoica tú también… ¿Qué tiene que ver Al Qaida con esto?

—Nada. Pero después del 11 de septiembre de 2001, las fronteras norteamericanas se blindaron. Los yanquis estaban paranoicos, veían terroristas por todos lados, e introducir cualquier tipo de mercancía en Estados Unidos se complicó hasta lo imposible, así que hubo que reinventar el mercado. Y entonces comenzaron a nacer los grandes cárteles que hoy controlan el negocio. Cada uno defiende su plaza con uñas y dientes, con munición de alto calibre y armas automáticas. Este es un país en guerra —repitió la Bruja—, no lo olvides.

Se había cansado de hablar y zanjó la conversación colocándose las gafas y volviendo a girar la cabeza hacia la ventanilla.

Afanador se reincorporó de su larga siesta más o menos cuando el Hummer dejaba atrás Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado de Chiapas. Desde allí, la Federal 190 los puso en pocos minutos en San Cristóbal de las Casas, donde giraron en la 199 hacia Ocosingo, y a partir de ahí Ángel perdió totalmente su orientación.

Tras dejar la ciudad, el Hummer se internó en carreteras locales cada vez más estrechas. Imposible ubicarse. El asfalto desapareció pronto, y a partir de entonces todo fue tierra batida y pura selva chiapateca. A ratos, la tupida vegetación y los árboles asalvajados que crecían sobre ellos, a ambos lados de la carretera, atechaban el camino, como si de auténticos túneles vegetales se tratase, haciendo invisibles aquellas sendas desde el aire. «Muy oportuno —pensó Ángel—, ni siquiera un helicóptero de la policía o los drones de la DEA podrían seguirnos desde el cielo».

De pronto Afanador se giró hacia atrás y entregó al motero unas gafas cubiertas con cinta adhesiva para evitar toda visión.

—Póngaselas, güey. Pura precaución.

El resto del trayecto Ángel lo hizo a oscuras. Imposible calcular cuántos kilómetros. Hasta que Afanador consideró que había perdido toda referencia geográfica. Cuando se las volvió a quitar, la vegetación se había despejado en un claro. Tenía que ser allí. Un fastuoso complejo vallado por completo. Unos guardias armados con fusiles de asalto M15 recibieron el Hummer y tras saludar al conductor y a Afanador, y echar un vistazo a los pasajeros, los dejaron pasar. Desde el control de la entrada hasta la residencia principal todavía restaba un buen trecho de camino, quizá 500 o 600 metros de terreno cuidadosamente ajardinado.

La mansión del Matagentes era tan barroca, ampulosa y hortera como su vestuario. Una combinación antinatura de estilos arquitectónicos, cuyo único elemento en común era el alto costo de los materiales. Estaba claro que don Rómulo tenía dinero y quería que todos sus visitantes lo supiesen.

En el fastuoso edificio central, pintado en tonos pastel y flanqueado por sendos torreones, convivían cúpulas árabes, arcos romanos y columnas griegas, mestizando la arquitectura sin demasiado sentido estético. Más allá, otras edificaciones destinadas, supuso Ángel, para el servicio o los invitados. Unas lujosas caballerizas, enormes esculturas, un pequeño zoo privado, fuentes, puentes, estanques artificiales, una capilla, torretas de vigilancia, campo de tiro, gimnasio, piscina cubierta y descubierta, helipuerto… El rancho del Matagentes parecía un cruce entre una trasnochada y mutante mansión victoriana, y un acuartelamiento militar.

El Hummer se detuvo ante el edificio principal, y la mujer misteriosa se apeó del coche con evidente familiaridad. Estaba claro que no era la primera vez que visitaba aquel lugar, y conocía el camino. Ángel se limitó a seguirla.

La puerta principal daba paso a un espectacular recibidor con suelo de mármol de Carrara y paredes de teca brasileña. Del techo suspendía una enorme lámpara de cristal de Murano, justo encima de una gran escalera circular, también de teca, que conducía a la segunda planta. A ambos lados del recibidor, varias estancias. Y en la puerta de una de ellas apareció don Rómulo con una niña en brazos.

—Bienvenidos a mi humilde morada —dijo con evidente ironía.

—Pero bueno, si es Adelita, qué grande está —respondió la motera dirigiéndose a la niña que don Rómulo tenía en brazos—. ¿Te acuerdas de mí?

La niña sonrió mientras, vergonzosa, se cobijaba entre los brazos del narco, mirando a Ángel de reojo.

—Claro que sí, Adelita. Dele un besito a Ana, sea educada. ¿Su mamá no le enseñó que hay que saludar a los invitados?

La niña resultó ser una de las nietas de don Rómulo. La pequeña. Ángel calculó que tendría unos cinco, quizá seis años. Según el narco, era su preferida. La que algún día heredaría su imperio. Cosas de abuelos.

Pronto apareció una de las mucamas con escrupuloso uniforme de sirvienta, mandil de encaje y cofia a juego, y don Rómulo le ordenó que se llevase a la niña a jugar con sus hermanas, mientras él les hacía un gesto para que lo siguiesen hasta un fastuoso despacho.

La estancia estaba presidida por una gran mesa de caoba. Detrás, una pequeña biblioteca y un gran armero de cristal. En su interior Ángel pudo reconocer varias escopetas de caza, junto con un par de Kaláshnikov —tanto en su famoso modelo AK-47, como el más pequeño y manejable AK-74U—, un M16, un MP5, y otros fusiles que no pudo identificar. También había varias pistolas y revólveres. Y juraría que al menos dos de ellas estaban chapadas en oro.

Desde una de las paredes los contemplaban docenas de cabezas decapitadas y disecadas. Trofeos de caza mayor que delataban la afición del narco por las piezas de altura: leones, tigres, venados, búfalos, osos… Se diría que al Matagentes le gustaba frecuentar los costosos safaris africanos o asiáticos para los cazadores más exigentes.

—Acá lo tiene —dijo don Rómulo con visible orgullo, mostrando a Ana una de sus últimas piezas. Tenía prisa por regocijarse en su triunfo—: Un tigre de Bengala. Perdió la apuesta…

—Tiene razón, le debo 1000 dólares. No pensé que consiguiese abatir uno de esos.

Justo en la pared contraria, dos vitrinas repletas de lo que parecían antigüedades precolombinas flanqueaban un enorme tapiz. Ángel no pudo evitar sentirse fascinado por los vivos colores que lucía el tejido, a pesar de su presunta antigüedad.

—¿Azteca? —preguntó.

—No, maya —respondió don Rómulo—. Esta región siempre fue mestiza. Olmecas, lacandones, mexicas… Por acá tenemos mucha historia, mijo. No tenemos nada que envidiarles a los europeos. Tiene gracia, hace quince siglos los españoles vinieron acá para llevarse nuestras riquezas, y ahora vuelven para lo mismo. Pero esta vez tienen que pagar… —El narco se giró hacia la motera y le sonrió—. Ana, usted tiene su suite de siempre. A su paisa lo metemos en la habitación de al lado, por si quieren platicar de sus vainas. Dejen sus valijas y dense una ducha si les apetece, y en media hora Marla los recoge para la cena. Siéntanse en su casa…