RULETA RUSA

BURDEL REINAS, LUGO

Los domingos el club Reinas cerraba sus puertas, y algunas de sus inquilinas se iban esa noche a trabajar al Calima, el otro club del Patrón, que permanecía abierto. Así podían seguir ganando algún dinero. Otras se iban de compras a Lugo. O al cine. O a pasear. Alexandra Cardona, sin embargo, duplicaba su sesión de deporte. Estaba lo suficientemente furiosa con el mundo como para soportar una hora de entrenamiento intensivo en el pequeño gimnasio y dos vueltas completas al enorme polígono industrial del Ceao.

Agotada y con el apetito abierto por el ejercicio, decidió descansar un poco y desayunar en la cafetería de la gasolinera, antes de regresar al club. Los domingos la prensa traía varios suplementos y Alexandra disfrutaba de la lectura más que de ningún otro placer y poniendo a prueba sus conocimientos con los crucigramas de la sección de pasatiempos.

Estaba absorta buscando un sinónimo de enjuto, con cuatro letras, y por eso no lo vio llegar hasta que fue demasiado tarde: el Mercedes Benz del Patrón acababa de aparcar en la gasolinera, justo frente a la puerta. Imposible salir sin ser descubierta.

Álex sintió de pronto un miedo absurdo: no estaba haciendo nada malo, pero no le apetecía tener que dar explicaciones al Patrón y se hundió en el asiento, pegando la espalda al respaldo e intentando hacerse invisible. Rezando por que el Enano no entrase en la cafetería. Sin embargo, don José no solo quería llenar el depósito de su coche. Aquella tarde le apetecía jugar a los mecánicos con alguno de los vehículos que conservaba en la parte trasera del burdel y necesitaba combustible. Así que había salido del Mercedes y ahora caminaba hacia la pequeña tienda de la gasolinera, ubicada en un lateral de la cafetería, donde se vendían todo tipo de complementos para los automóviles.

No había escapatoria. El Patrón buscaba unas bolsas de plástico para el transporte de gasolina, que desgraciadamente estaban en una estantería a pocos metros de donde se encontraba la colombiana. Más inestables, pero menos costosas que los bidones, aquellas bolsas eran más que suficiente para transportar hasta el Reinas unos litros de combustible. Y antes incluso de retirar un par de aquellas bolsas de la estantería, su mirada se cruzó con la de Alexandra.

—¿Y tú qué coño haces aquí? ¿Cómo es que no estás en el club o por ahí de compras?

—Nada, Patrón, solo estaba almorzando algo y leyendo la prensa —respondió Álex, todavía con el lápiz en la mano.

—¿Leyendo periódicos? ¿Y tú para qué cojones quieres leer periódicos? ¿Estás buscando trabajo? No estarás intentando largarte sin haber pagado tu deuda, ¿verdad?

—No, no, no, Patrón. Nada de eso. Yo le juro que voy a pagar. Es solo que me gusta leer y por acá…, por aquí, no hay ninguna librería, ni biblioteca…

—¿Leer? ¿Leer qué?

—No sé, cualquier cosa…

Incomprensiblemente, don José reaccionaba como si aquella afición a la lectura o aquellas inocentes escapadas a la cafetería de la gasolinera fuesen una imperdonable afrenta personal. Y el tono de su voz y la furia de su mirada reflejaban sin lugar a dudas su enojo.

—Métete ahora mismo en el coche. Ya me explicarás en el club qué cojones significa todo esto.

—No se moleste, Patrón, mejor me voy yo sola caminando…

—¡Te digo que te montes en el coche de una puta vez!

El coche del Patrón subió toda la avenida de Benigno Rivera, sin que sus ocupantes intercambiasen palabra, pero en lugar de girar a la derecha en la rúa da Agricultura o en la avenida da Industria, como habría sido lo más rápido, don José decidió dar un rodeo para acceder al club por otro camino. La avenida de Benigno Rivera cruzaba todo el polígono de O Ceao y continuaba hasta la Nacional VI. Una vez en la carretera de A Coruña, giró a la derecha y estacionó junto a una casa blanca y gris. La fachada derecha de la casa estaba ocupada por un gran cartel azul y blanco con el nombre del club: «Reinas», y una flecha que indicaba el primer desvío a la derecha. El Patrón le había alquilado aquella fachada al propietario de la casa, un particular al que visitaba cada dos meses para pagarle personalmente el servicio publicitario del club. Él también se beneficiaba del dinero que generaba el burdel.

A solo unos metros de aquella casa, en la N-VI, partía un desvío a mano derecha, el Camiño de Rozanova, que desembocaba en el club. Acababan de girar cuando sonó el teléfono móvil del Patrón. No utilizó el sistema de manos libres del coche, así que Alexandra solo podía escuchar su parte de la conversación.

—Diga… Sí, Xurxo, no hay problema. ¿Queréis alguna en particular?… Okey, entonces te mando a la rumana alta, ¿te parece bien?… Qué va, acaba de llegar y no entiende un carallo de español, pero folla bien y no creo que busquéis conversación… Ah, ¿es para una ruleta?, vale. También la chupa bien… No, no, nada de pagarle a ella. Yo os la llevo y cuando pase a buscarla me pagas a mí… Muy bien. A las dos y media la tenéis allí… Chao.

Un minuto después el coche del Patrón atravesaba la verja metálica del Reinas y aparcaba en el descampado trasero. Al salir del vehículo, a todas luces enfadado, don José hizo un movimiento demasiado brusco y un pedazo de alambre de la verja pinchó una de las bolsas de combustible. Mínimamente, pero lo suficiente como para que un pequeño agujero en el plástico se convirtiese en un chorro de gasolina que salía a presión dejando un peligroso reguero en el aparcamiento del burdel.

—¡Mierda! Me cago en la puta, esto era lo que me faltaba…

La finca del Reinas era muy grande, y tanto el Patrón como Alexandra sabían que toda la gasolina de aquella bolsa se perdería antes de llegar al otro extremo, donde don José tenía su pequeño taller de reparaciones. Y entonces la colombiana reaccionó por puro instinto, creyendo que al solucionar aquel problema, el enfado del Patrón para con ella sería menor.

—Déjeme a mí, don José, yo se lo arreglo.

Rápidamente Alexandra se sacó del bolsillo el lápiz con el que estaba enfrentándose a los crucigramas, y con mucha delicadeza, comenzó a insertarlo en el agujero que había hecho el alambre de metal en la bolsa de plástico. El diámetro del lápiz era mucho mayor que el alambre, y lo lógico hubiera sido que al agrandar el orificio, la gasolina saliese con más fuerza. Pero entonces Álex dejó escapar el aire que quedaba dentro de la bolsa, a causa del combustible perdido, y después empujó aún más el lápiz de ojos, que atravesó de lado a lado la bolsa.

—¡Pero qué cojones haces, estás loca!

Para su asombro, y aun a pesar de estar literalmente atravesada por el lápiz, de pronto la bolsa dejó de chorrear. Mágicamente parecía haber vuelto a sellarse al vacío.

—No se apure, don José. Aguantará bien hasta el almacén.

El Patrón no daba crédito. Ignoraba que ese plástico era un polímero y que las moléculas de polietileno se encogerían alrededor de la rotura, al crearse un vacío en la bolsa presionando el aire en la superficie y convirtiendo el lapicero en un tapón casi impermeable. Pero Álex sí lo sabía.

—¡Coño! —fue lo único que dijo, aunque su cara denotaba sorpresa. A don José le costaba soltar un «gracias»—. Vete a buscar a Blanca y dile que se prepare. En media hora tiene una salida. Dile que es una ruleta rusa, así que no hace falta que se arregle mucho, no la van a ver…

No dijo nada más. El Patrón se perdió camino de los barracones de madera, mirando asombrado la bolsa atravesada por el lápiz, que había dejado de chorrear, y Álex regresó al edificio pensando en aquella última frase… No hace falta que se arregle mucho, no la van a ver. Alexandra no entendía a qué se refería. ¿Por qué hablaba en plural? ¿Cómo era posible que a los clientes no les importase lo que llevase puesto la chica, porque no la iban a ver? ¿Acaso se trataba de un servicio de striptease para un grupo de ciegos? No tenía sentido.

Encontró a Blanca en el comedor. Estaba recostada en un sofá estudiando los apuntes de castellano que Álex le preparaba todas las semanas. A su lado, Luciana pasaba el rato viendo la televisión.

—Blanca, prepárate, tienes una salida. Dice el Patrón que no hace falta que te pongas nada especial, que es una ruleta rusa…

—¿Ruleta rusa? —preguntó la rumana sorprendida.

—A mí no me preguntes, no tengo ni idea de qué es eso. Nunca lo había oído.

Luciana intervino en la conversación. Ella sí conocía aquel tipo de salidas.

—Si han pedido una ruleta rusa, son los amigotes ricos del Patrón. Es como en las fiestas blancas, solo que durante una comida y sin follar.

—Me ha dicho que no la van a ver… —dijo Alexandra con interés. Todo lo que tuviese relación con los influyentes protectores de don José despertaba su curiosidad.

—Claro. Además, seguro que han pedido una chica que no entienda mucho español. Normalmente el Patrón les manda rusas, nigerianas, polacas, pero que lleven poco en España. Esos ricachones suelen organizar comilonas una vez al mes: se reúnen en un restaurante de lujo, en una gran mesa redonda, para hablar de sus cosas como en cualquier comida de empresa. Pero a los muy cerdos les gusta jugar al impávido. La chica tiene que meterse debajo de la mesa, escoger a uno de ellos y hacerle una mamada. El juego consiste en que el tipo consiga llegar al final sin que le descubran, o que alguno de sus amigotes adivine a quién se la estás chupando. Si aciertan, paga la comida el de la mamada, pero si uno de los invitados señala a otro y se equivoca, ese es el que paga la cuenta de todos. Son como niños.

—¿Y dónde está la gracia?

—Según ellos, en que puedas hacerle una mamada a uno sin que nadie se dé cuenta. Y te aseguro que no sales de debajo de esa mesa hasta que uno de ellos pierde la apuesta.

—Vaya mierda de servicio.

—Sí. Aunque, en realidad, es lo mismo que hacemos cada noche en los cuartos de trabajo del club. Solo que ahora lo harás debajo de una mesa. Míralo por el lado bueno. Ni siquiera tendrás que verles la cara.

Mientras Blanca salía del comedor para ducharse y prepararse para la salida, Alexandra se quedó pensativa. De pronto una idea había comenzado a taladrarle el cerebro…

—¿Son los que se quedan siempre al final de la barra? —preguntó a Luciana—, ¿Moncho, Mateo y compañía?

—Uy, qué va. Puede que alguno vaya a esas comidas… Quizá Ricardo, el constructor, o Manuel José, el arquitecto… Pero estos son peces gordos. De los que piden chicas para salidas largas, o para que los acompañen en viajes o eventos. Esos no suelen venir por el club.

Era una temeridad. Un plan repugnante y tal vez peligroso. Pero el destino acababa de poner en el camino de Alexandra Cardona una oportunidad para averiguar quiénes eran realmente los protectores del Patrón, las influyentes personalidades que garantizaban la impunidad con que don José podía hacer lo que le viniese en gana en la ciudad. Si al menos pudiese saber quiénes eran y por qué le protegían…

No era una experiencia apetecible, pero qué coño, Álex se había endurecido mucho en aquellas semanas, y Luciana tenía razón. Era lo mismo que hacían cada noche, solo que no tendría que verles las caras. Dejándose llevar por su instinto, corrió a la habitación de la rumana.

—Blanca, necesito un favor. Tiene que dejarme hacer esta salida.

—Pero Vlad enfadará mucho si sabe que yo negarme a hacer salida.

—No tiene por qué enterarse. Le diré al Patrón que está enferma, y no se preocupe por la plata: el dinero de la salida es para usted, así que el hijueputa de su chulo cobrará igualmente.

Blanca estaba confusa. No entendía por qué su amiga podía querer hacer aquel servicio gratis, quizá se había vuelto loca, pero aquella colombiana la estaba ayudando mucho con el español, y era la más inteligente de todas, así que si quería hacer aquella salida, seguro que tenía una buena razón. «Okey», respondió.

En cuanto el claxon del Mercedes Benz sonó tres veces en el aparcamiento del Reinas, fue Álex y no la rumana la que acudió a reunirse con el Patrón.

—¿Qué haces tú aquí? ¿Y Blanca?

—Se ha puesto mala, don José —respondió Alexandra aparentando sumisión—. Me ha pedido que haga yo la salida por ella.

El Patrón dudó un instante. Miró a la colombiana de arriba abajo, como si estuviese valorando si estaría a la altura. Eran clientes importantes y no quería decepcionarlos. Finalmente llegó a la conclusión de que para una mamada valía cualquiera. Bastaría con que no abriese la boca… para hablar. Si se hubiese tratado de un striptease, Blanca sería insustituible, pero para comerse una polla debajo de una mesa solo hacía falta que la chica tuviese unos labios carnosos, y la Hechicera los tenía.

—Vale. Sube. No tengo tiempo para buscar a otra.

No intercambiaron palabra durante todo el trayecto. Al salir del club, descendieron por el Camiño de Rozanova hasta desembocar en la carretera nacional, y de allí a la circunvalación. Rodearon completamente la ciudad y después siguieron hacia el sur. A no más de 10 o 15 kilómetros, y tras dejar las carreteras principales y moverse por pequeños caminos rurales, llegaron a su destino.

El edificio se alzaba en medio de una inmensa superficie ajardinada. Alargado, de fachada color crema y blanca, y tejados verdes, ante la puerta principal tenía un enorme aparcamiento, que en ese instante solo ocupaban un puñado de coches, todos de alta gama. Por la parte de atrás del edificio, de fachadas acristaladas, una gran terraza comunicada con la cafetería y el restaurante, con vistas a la extensa propiedad. Solo cuando aparcaron el Patrón se dirigió a ella.

—¿Sabes cómo funciona una ruleta rusa?

—Sí —respondió la colombiana mientras notaba cómo su pulso comenzaba a acelerarse.

—Esperaban a una rumana, así que tú limítate a chupar y no digas nada. Don Jorge es una persona muy importante, así que no la cagues. Yo pasaré a buscarte cuando terminen.

Álex siguió al Patrón al interior del lujoso club privado. Atravesaron la recepción; a un lado, una enorme sala de convenciones; al otro, las oficinas y la cafetería. Apenas pudo verlos un segundo, pero reconoció una o dos de aquellas caras como clientes habituales en el club. El resto eran totalmente desconocidos para ella.

Al entrar en el reservado, el Patrón señaló una enorme mesa redonda cubierta con un mantel que llegaba hasta el suelo.

—Métete debajo y no me hagas quedar mal o te juro por tu madre que te arrepentirás.

Álex apretó los dientes. Que el Patrón se atreviese a mentar a su madre la enfurecía, pero se tragó el orgullo y se contuvo. Se limitó a asentir con la cabeza, se puso a cuatro patas y gateó bajo la mesa. Allí se sentó en el suelo y esperó. Desde su escondite pudo escuchar cómo don José regresaba a la cafetería y se dirigía a alguien.

—Ya la tenéis debajo de la mesa.

—Cojonudo, José. Tómate algo si quieres.

—Gracias, Xurxo, pero tengo faena en el club. Avísame cuando terminéis y me paso a recogerla y a cobrar.

Pronto el rumor de pasos y de voces que se acercaban la advirtió de que había llegado el momento. Ocho pares de piernas surgieron de debajo del mantel rodeándola. Imposible saber quién era quién. Sentada en el suelo, intentó deducir cuál sería el mejor candidato. Cuál de aquellos tipos sería el más limpio. Cuál tardaría menos en eyacular. Pero no existía ninguna forma de saberlo. Durante unos minutos examinó los zapatos y los calcetines de aquellos hombres; no tenía otros referentes. Todos presentaban unos mocasines lustrados, impecables. Se notaba que había mucho dinero en aquel reservado. Pantalones perfectamente planchados. Raya impoluta. Cinturones de marca. Imposible decidir cuál era la mejor opción. O la menos desagradable.

De pronto, y mientras analizaba aquellos ocho pares de piernas, se dio cuenta de la conversación que mantenían aquellos tipos. Discutían distendidamente sobre negocios millonarios. Como si ella no estuviese allí. O como si fuese sorda. O quizá una inmigrante rumana que no conociese el idioma. O una simple mascota irracional, guarecida bajo el mantel, incapaz de comprender tan erudita conversación. O lo que es peor, tal vez es que no les importaba lo más mínimo que aquella puta de carretera pudiese o no pudiese entenderles. Ellos estaban en un nivel social muy superior, a años luz de aquella ramera. Y desde su escondite bajo la mesa, escuchaba perfectamente la conversación…

—Cuidado —dijo una de las voces, que denotaba cierta edad y prudencia. Y Álex supo que se refería a ella—, que no estamos solos…

—No te preocupes —respondió alguien con resolución—, es una rumana que acaba de llegar, no entiende un carallo…

Pero Alexandra sí los entendía, se habían equivocado de mascota. Aquella inmigrante comprendía el castellano, y era una chica de recursos. Intentando no hacer ruido, sacó su teléfono móvil, lo silenció y a continuación buscó en el menú la función grabadora. La activó y colocó el teléfono en el suelo con sumo cuidado. Es posible que durante aquella conversación dijesen algo que le fuese útil más adelante.

—Te digo que podemos conseguir por lo menos cincuenta millones de euros —dijo uno de ellos retomando la conversación—. Si nos adjudican el proyecto, nos forramos todos.

—Cincuenta millones es mucho.

—La Xunta tiene dinero para eso y para más. Es mucho menos de la cuarta parte de lo que costó la Ciudad de la Cultura de Santiago. Y el ministro es muy accesible y hará presión si lo convencemos. Aunque ahora esté en Madrid, no va a olvidarse de sus orígenes, y con una palabra suya, nos darán los fondos a nosotros, seguro. Por encima solo tiene al presidente.

—Pero habrá que presentar algo a cambio, ¿no?

—¿Cuál es el problema? Nosotros controlamos el Ayuntamiento, tú la policía y tú la Cámara de Comercio. Yo la Subdelegación de Gobierno. No hay competencia posible, es nuestro…

Álex escuchaba absorta. Aquellos desconocidos hablaban de millones de euros, de ministros, de tráficos de influencias. ¿Qué demonios era aquello? No sabía quiénes eran aquellas personas. Pero era lo bastante lista como para saber que aquellos negocios no eran legales.

—Mañana a primera hora lo llamo al Ministerio —dijo una de las voces—. Tiene que venir por Lugo en unas semanas para un homenaje, pero cuanto antes empiece a agilizar los trámites, mejor.

—No digas parvadas —respondió otra—. Nada de teléfonos. ¿Ya te has olvidado del Naseiro? De ahí salimos bien parados de milagro. Si los del partido no consiguen detener el tema en el Supremo nos habría salpicado a muchos de nosotros. Por una llamada, por una puta llamada de teléfono, se perdió mucho dinero. Los malditos periodistas siempre lo joden todo.

—Eso ocurrió hace diez años, Xurxo, no me jodas. Eran populares, y ahora hablamos de socialistas.

—¿Qué importa eso? —respondió el tal Xurxo—. ¿Desde cuándo el dinero tiene ideología política? Pero fue una cagada, y a buenos amigos les costó su posición y su patrimonio.

—¿Quién podía sospechar que la policía estaba controlando las llamadas de un concejal de Valencia, porque su hermano trapicheaba con unos narcos de mala muerte? —intervino una tercera voz.

—Ese fue su error —añadió otro de los comensales—. Es normal hacer algún negocio de fariña cuando estás empezando, el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra, pero cuando ya tienes un estatus, esas amistades no son recomendables. Y menos si estás en política.

—Hasta nuestro presidente renegó de su amigo Dourado cuando lo pillaron en la Nécora.

—Yo también estoy en la política para forrarme —dijo de pronto otro, repitiendo irónico una de las frases más célebres de las escuchas del Caso Naseiro, pronunciada por el presidente de la Diputación Valenciana.

—Y a mí también me hace falta ganar mucho dinero, que necesito mucho dinero para vivir —añadió otra voz, entre carcajadas, repitiendo las palabras del portavoz de la oposición en el Congreso, grabada también durante las escuchas del Naseiro—. Y la mitad me la das bajo mano…

Más risas.

—Por eso debemos tener cuidado. Estoy con Xurxo: nada de llamadas. Mañana te coges el primer avión en Lavacolla y te vas a Madrid. Del aeropuerto a Nuevos Ministerios tienes metro directo y cercanías. Llegarás más rápido que en un taxi. Hablas con él, le entregas los 200 000 euros que hablamos, y puedes estar de vuelta para cenar en casa con tu familia. Tenemos que acordar dónde le haremos el resto del pago. A veces una simple gasolinera de pueblo o el lavabo de un hotel durante una convención es el lugar más discreto para estos negocios.

«No, no ha sido una maricada —pensó Alexandra mientras escuchaba aquella conversación—. Esto es importante». Los nombres que pronunciaban aquellos desconocidos, las cifras, los estamentos… Aunque no conocía a fondo la política española, todo aquello le resultaba vagamente familiar de sus lecturas de prensa en la gasolinera de O Ceao.

—Aquí tenemos que ganar todos. Yo quiero la concesión de los aparcamientos de Lugo, y mi amigo los de Santiago. Ya lo sabéis. Ayudadme a mí con eso y contad con mi apoyo para lo de la Xunta.

—¡Chámalle parvo! —replicó otro de los comensales con la boca llena—. Ahí hay mucho dinero… y no creo que seas el único que quiere comerse ese pastel. Tendrás que negociar con los de la oposición, que querrán su parte.

—No te preocupes, hombre, que hay tarta para todos… Todos hemos sido generosos con nuestras contribuciones al partido, y es hora de cobrar por los servicios prestados. Nadie financia un partido político sin esperar algo a cambio.

La conversación se ponía interesante. Alguien insistía en que necesitaba una licencia exclusiva para la comercialización de ciertos fármacos, y la existencia de unas cuentas cifradas en Andorra, Gibraltar y Suiza —un negocio millonario—, cuando otra voz desconocida interrumpió la reflexión económica, devolviéndola a su humillante realidad…

—Uy, uy, uy, Paquiño, tienes cara de gusto. O estás disfrutando mucho con esos percebes, o te están haciendo alguna cosiña por debajo de la mesa…

—¿Me señalas a mí? ¿Estás seguro? ¿Cierras la apuesta?

—No, todavía no… Solo digo que tienes cara de gusto…

Carcajadas, bromas indecorosas, sornas entre los comensales, que recordaron a Alexandra quién era y dónde estaba. Se encontraba en el centro de una conspiración que no alcanzaba a comprender en su totalidad. Ya sabía que don José contaba con la protección y la amistad de muchos policías, pero aquello era mucho más gordo. ¿Quiénes eran aquellos hombres que hablaban con tanta familiaridad de ministros corruptos y de negocios millonarios? ¿Y cuál era su relación con el patrón del Reinas? Tenía que averiguarlo, pero no ahora. Sabía perfectamente que solo había una forma de salir de debajo de aquella mesa y era ejecutando el servicio. Si tardaba más, alguno de aquellos puteros de lujo podía empezar a perder la paciencia, así que dejó la elección en manos de la suerte.

Se giró hacia la derecha, desabrochó el cinturón del primer pantalón que tenía a mano y comenzó a bajar la cremallera. Calzoncillos de marca. Un lunar en la ingle. El miembro estaba flácido, pero en cuanto notó el tacto de sus suaves manos adolescentes en seguida empezó a erectarse. Al menos el tipo se empalmaba rápido y tuvo la amabilidad de abrir un poco las piernas para facilitarle el trabajo. Ojalá tardase lo mismo en correrse. Cerró los ojos, tragó saliva y dejó que fuese Salomé la que siguiese con el servicio, antes de acercar sus labios a aquel pedazo de carne…