CONFLICTOS

BURDEL REINAS, LUGO

Furiosa, Alexandra Cardona cerró la puerta de su armario con un portazo que hizo caer la llave de la cerradura y varias perchas. No descargada su ira suficientemente, le propinó después una patada que hundió la madera e hizo saltar el contrachapado de la puerta.

—¡Hijaeputa! ¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido la comemierda malparida?

—Ey, ¿qué pasó, prima? —intentó calmarla Paula Andrea, que en ese momento charlaba con su paisana, la pequeña Dolores.

—Mi celular. Me han robado el celular. Lo dejé ayer acá y ya no está. Y me han vuelto a robar la plata que tenía en el bolso. ¡Coño de madre!, ¿quién verga ha sido? Necesito recuperar mi celular.

Álex sintió primero furia y después pánico. Si alguien en el club descifraba su contraseña y accedía al contenido del teléfono móvil, las consecuencias podían ser terribles. No existía forma razonable de explicar las fotografías que había tomado en el despacho del Patrón, ni tampoco su acceso al sistema de videovigilancia.

Luciana contemplaba la escena desde el cuarto de baño, sonriendo maliciosamente. Los armarios, que siempre se quedaban pequeños, amontonaban la ropa y los objetos personales de las chicas, pero las habitaciones no se cerraban con llave y, como ocurre en todos los burdeles del mundo, eran frecuentes los robos entre ellas.

—Os lo avisé, ¿verdad? Os dije que tuvieseis cuidado con vuestras cosas —sentenció la brasileña mientras terminaba de secarse el pelo—. Aquí hay mucha desesperada, y si hacéis más servicios que ellas, al final vais a tener que repartir lo que les habéis quitado, os guste o no.

—¿Qué mierdero es ese, Luci? Nosotras no le quitamos nada a nadie. ¡Joder!

—Vaya, ya empiezas a hablar como una española —dijo burlándose del acento cada vez más castellanizado de la colombiana—. Te estás integrando, Álex.

—No joda, Luci, nosotras no le hemos hecho mal a nadie. Nos cuesta mucho esfuerzo y asco ganar cada euro. ¿Cómo pueden robarnos unas compañeras?

—No sea boba, prima —intervino Paula Andrea—, acá no hay amigas.

—Escucha a tu prima, Álex. Parece lista. Cada vez que llega una nueva al club, nosotras perdemos servicios. No importa lo cerdas que seamos, a los clientes les gusta probar siempre a las nuevas. No sé, pensarán que venís con extras de fábrica. Con tres tetas o dos coños. Qué sé yo. En cuanto llevéis unos años aquí ya lo veréis: vosotras también os sentiréis furiosas cuando una recién llegada se lleve a los clientes. Seguro que también termináis dándole un escarmiento a alguna, o robándole lo que podáis.

Cuando llevéis unos años aquí… Álex sintió un puñetazo en la boca del estómago al escuchar aquellas palabras. Años… No. Imposible. Ella no podría soportar aquella vida tanto tiempo. Antes preferiría quitársela. Años… Solo había pasado un mes desde su llegada a España, y tenía la sensación de que llevaba siglos en aquel maldito burdel.

—No nos juzgue, Luci. No todo el mundo piensa como usted.

—Caray, si cada vez hablas mejor español. Parece que te estás creyendo que eres una señoritinga europea. Qué orgullosa. ¿Acaso eres mejor que yo? Para que lo sepas, yo no he robado nada en mi vida. Seré puta, pero honrada. Habla con las negritas. Las africanas tienen fama de chorizas.

Álex perdió el control de la situación cuando su compañera de cuarto señaló a las nigerianas como autoras del robo. Tenía que recuperar aquel teléfono antes de que alguien pudiese acceder a su contenido y no se detuvo a reflexionar sobre las consecuencias de su reacción. Tampoco pensó que no existía ninguna evidencia de que las prostitutas traficadas desde Benin City, Lagos o Abuya hubiesen sido las responsables del hurto, simplemente salió del cuarto dando grandes zancadas y bajó las escaleras de tres en tres, en dirección al comedor. Su prima, Paula Andrea, apenas tuvo tiempo de salir detrás de ella.

La colombiana entró en la sala como un ciclón. Varias chicas veían la televisión, intercambiaban sms o dormitaban, matando el tiempo hasta que llegase la hora de abrir las puertas a los clientes. En una esquina, dos brasileñas charlaban sobre los modelitos de las famosas, mientras ojeaban un ejemplar atrasado de la revista Hola. En el pasillo una paraguaya y una argentina discutían recetas de cocina. Junto a la ventana, aprovechando la luz del mediodía, encontró a las nigerianas.

Atléticas diosas de ébano. Musculadas, fibrosas. Su viaje desde Nigeria había sido mucho menos amable que el de Álex y sus amigas. Loveth y Susy habían atravesado el desierto del Sahara a pie, bebiéndose sus propios orines para sobrevivir, alimentándose de despojos y viendo cómo de las seis chicas que habían iniciado el viaje con ellas, dos habían muerto en el desierto, una había desaparecido en Marruecos, y la otra se había ahogado en el estrecho de Gibraltar, al caerse de la patera que las trasladaba a Algeciras. Por eso las prostitutas nigerianas son tan duras. Hasta Europa solo llegan las más fuertes. El resto se queda en el camino.

Loveth estaba sentada, junto al cristal, mientras su amiga Susy le repasaba las trenzas aferradas a su corto cabello. Prácticamente todas las africanas utilizaban pelucas, postizos o implantes en los burdeles europeos para parecer, creen ellas, más atractivas a los occidentales. Su cabello natural, crespo y corto, resulta demasiado indígena para los prostituidores.

En cuanto Álex entró en la habitación, todos los ojos se volvieron hacia ella, pero la colombiana había perdido el control y se lanzó hacia las nigerianas como poseída.

—¡Malparidas! ¿Dónde está mi celular?

Álex cometió un error terrible al intentar enfrentarse a dos nigerianas. Acostumbradas a la violencia, no se molestaron en responder. Los ojos inyectados en sangre de la colombiana, su expresión corporal absolutamente hostil, su tono de voz… lo interpretaron como un indicativo de peligro tan elocuente como el rugido de un león en las selvas de Benín City, Lagos o Abuya. No entendían la expresión malparidas, ni tampoco la palabra celular; su español era el imprescindible para comprender lo que querían los puteros, y desde luego no sabían nada de dialectos latinos, pero resultaba evidente que aquella loca que había entrado en la habitación pegando gritos y ahora caminaba hacia ellas era una amenaza.

Loveth se puso en pie de un salto y antes de que tocase el suelo, Susy ya se había movido hacia la derecha, había tomado un vaso de la mesa y lo había roto contra el borde. En una fracción de segundo se había hecho con un arma de cristal, capaz de seccionar la yugular de Alexandra de un solo tajo. Sin embargo, la colombiana estaba demasiado furiosa y no sopesaba las consecuencias de sus actos. Se fue directamente hacia Loveth con la intención de volver a sentarla en la silla de un empujón, pero no tuvo tiempo.

La nigeriana disparó su mano abierta contra la mejilla de Álex. La bofetada sonó como cuando la paleta de madera de Luis, el encargado de la limpieza, sacudía las alfombras en el descampado de la finca. ¡Plas!, un golpe seco y profundo, que Álex sintió más como un puñetazo. Las manos de Loveth se habían curtido en las plantaciones de caña de su familia, en Nigeria, en las que había trabajado de sol a sol desde los nueve años hasta que una tía paterna le había propuesto el viaje a Europa. Sus palmas, cubiertas de callos, resultaban tan letales como sus nudillos.

La bofetada hizo retroceder dos pasos a Álex, con los ojos abiertos como platos por la sorpresa, aunque el golpe solo consiguió enfurecerla más. Se echó sobre Loveth, agarrándola por el cabello con una furia irracional. Otro error. De nuevo abrió los ojos de par en par al quedarse en las manos con las falsas trenzas que lucía la africana, y que le arrancó de la cabeza en el primer tirón.

Fuck you, fucking bitch! —gritó Loveth con su característico inglés africano. Ahora era la nigeriana la que se había enfadado de verdad. El siguiente impacto no fue con la mano abierta, sino con el puño cerrado. Demoledor. Álex pudo sentir cómo se le partía el labio, y quizá un diente, y el sabor de la sangre que empezaba a manar de la herida. Se habría caído de espaldas de no ser porque Susy ya se había colocado detrás de ella, dispuesta a rajarle la cara con un pedazo del vaso roto. Más de un cirujano plástico se ha beneficiado de las peleas entre prostitutas en cualquier burdel europeo, y algún médico estético lucense habría tenido que tratar el rostro de Alexandra Cardona, si no llega a aparecer por allí Blanca, la rumana recién llegada.

Con su evidente corpulencia y su más de metro ochenta de estatura, no le costó demasiado desarmar a la nigeriana de un manotazo. Susy sintió como si una tenaza de hierro la agarrase por la muñeca, machacándosela y obligándole a soltar el cristal. Después, con un solo empujón, lanzó a la africana a varios metros de distancia y se interpuso entre Álex y la furiosa Loveth, que prefirió evitar la confrontación con aquella gigantesca valkiria venida del Este.

Para cuando Paula Andrea llegó al salón comedor del Reinas tras los pasos de su prima, la escena resultaba desconcertante. Álex, tumbada a los pies de aquella corpulenta rumana, sangraba copiosamente por la boca; Loveth farfullaba algo en inglés, mientras recogía los pedazos de sus trenzas postizas; a unos metros de ella, tirada en el suelo, la otra nigeriana se quejaba del golpe en la rabadilla; y todas las demás chicas presentes, todavía petrificadas por la sorpresa, permanecían inmóviles y con la boca abierta. Solo reaccionaron cuando, desde la cocina, llegaron los gritos de la Mami un segundo antes que ella.

—Pero ¿qué ha pasado aquí?

—Nada, nos hemos caído —respuesta unánime. Las prostitutas arreglan sus asuntos entre ellas. No están acostumbradas a delegar en nadie, porque nadie les regala nada.

Antes de salir del comedor, y envalentonada por la presencia de Blanca, Álex se acercó a una de las nigerianas y le susurró algo al oído:

—Tenéis veinticuatro horas para que recupere mi teléfono o estáis muertas. Os juro que no será la primera vez que mato a alguien…

En cuanto la colombiana salió del comedor seguida de Blanca y su prima, una brasileña se acercó a las nigerianas para advertirlas.

—¿No sabéis quién es? Es Salomé, la Hechicera. Esa chica hace cosas muy extrañas, inexplicables. Yo que vosotras intentaría no enfadarla…

La primera vez que Álex mostró sus habilidades fue a los pocos días de llegar al Reinas. Ocurrió en la cocina del club y de forma absolutamente casual. Las cocineras Uxía y Filo —que era esposa de Rafa, el camarero— intentaron llenar el hueco que había dejado la marcha de Marlene y Aide, las anteriores responsables de la cocina y las dos empleadas del Reinas más queridas por las chicas: Uxía se había convertido en confidente, amiga y aliada de las inquilinas del club, y ellas le correspondían. Aquel domingo, la gallega tuvo un pequeño accidente en la cocina. Insignificante, intrascendente, irrelevante. Para todos menos para ella, muy dada a magnificar los problemas, como si cada nimio percance doméstico pudiese ser causa de su despido, siguiendo los pasos de sus predecesoras en la cocina.

Ese mediodía, mientras preparaba la comida, accidentalmente se le cayeron sobre la mesa los tarros para aliñar la ensalada. El aceite y el vinagre estaban bien cerrados y soportaron el envite, pero la sal y la pimienta se derramaron sobre la mesa, mezclándose. Eran los últimos restos de sal y pimienta que quedaban en el club para aliñar la comida, y Uxía sabía que ni siquiera el cercano autoservicio Cash abría en fin de semana, así que aquello se lo tomó como un desastre de proporciones catastróficas. Como casi todo.

Rompió a llorar mientras intentaba separar, grano a grano, la sal fina de la pimienta, y alertadas por su llanto, muy pronto varias chicas acudieron en su ayuda, restándole importancia al incidente. Sin embargo, Uxía era tan obstinada como tremendista, así que cuando Alexandra entró en la cocina, se encontró a varias chicas inclinadas sobre la mesa, intentando separar los granitos blancos de los de color pardo. Demasiadas manos para una tarea meticulosa. Entonces Álex pidió que le hiciesen sitio, cogió un preservativo —en el burdel nunca faltaban—, lo infló y a continuación lo frotó contra su jersey de lana. Después lo acercó a la mesa y, ante el asombro de todas, los pequeños granos de pimienta comenzaron a levantarse en el aire, pegándose al látex y separándose de la sal de forma aparentemente mágica.

Todas las chicas del Reinas, incluida la cocinera, se quedaron anonadadas. Tan perplejas y paralizadas como si hubiesen presenciado una aparición de la Santísima Virgen de Fátima.

—Ay, rapaciña. ¿Cómo hiciste eso? Parece cosa de meigas —dijo Uxía con su encantador acento, incapaz de entender el prodigio que acababa de presenciar.

—No es nada. Es por la electricidad estática —respondió la colombiana como si fuese la cosa más normal del mundo—, no tiene ningún misterio. Todas las sustancias son paramagnéticas o diamagnéticas, o sea, que pueden ser atraídas o repelidas por el magnetismo. Al frotar el látex con la lana, se carga de electrostática durante unos segundos, como si lo convirtiésemos en un imán. Y como la composición química de la pimienta es más ligera que la de la sal, la atrae. Fácil.

—Ay, neniña —insistió Uxía, que no salía de su asombro—. Yo no entiendo nada. Cómo va a ser un condón como un imán. Se les quedaría pegado al carallo a los clientes, ¿ou non?

Alexandra rompió en una carcajada ante la ocurrencia, y aunque intentó explicar el principio físico que había obrado el prodigio, a sus compañeras les resultaba difícil de comprender. Decidió zanjar la cuestión con una demostración práctica: volvió a frotar el condón contra su jersey y acto seguido abrió el grifo del fregadero. Ante el asombro de todas, cuando acercó el profiláctico al chorro de agua que caía verticalmente, este comenzó a girarse, como atraído por una fuerza invisible hacia el preservativo.

—¿Lo ven? Como un imán —concluyó la colombiana.

Y antes de que ninguna de sus compañeras pudiese articular palabra, frotó de nuevo el condón contra su jersey y lo acercó a la alacena donde Uxía conservaba sus herramientas de cocina. El condón se quedó pegado mágicamente a la madera, como una gran polla flotante, mientras Álex, satisfecha, les daba la espalda dejándolas a todas con la boca abierta. El condón se mantuvo pegado inexplicablemente a la alacena unos cinco o seis segundos…, el tiempo que tardó Alexandra en cruzar la cocina y el salón. Y mientras su espalda se perdía por el pasillo del club, el preservativo comenzó a deslizarse por la alacena hasta caer con mucha suavidad al suelo, como si hubiese sido una mágica energía que emanase de la colombiana la que lo mantenía suspendido en el aire, mientras ella estaba presente. Aquel día empezó a gestarse la leyenda de «la hechicera».

A partir de entonces todas la miraban con otros ojos, y la cosa fue a más cuando Alexandra comenzó a solucionarles pequeños problemas domésticos con sus conocimientos científicos. Como aquella ocasión en que Luci necesitaba pegar unos adornos de tela en sus botas de charol para un servicio de dominación y se encontró con que nadie tenía adhesivo en el club: Álex le enseñó a fabricarse un pegamento casero a base de harina, agua y un poco de vinagre, para salir del paso. Engrudo. O aquel día en que la argentinita Deborah, sin amigas todavía en el club, se quedó sin champú para el pelo, y Álex le fabricó uno con unas hojas de saponaria (planta jabonera), coñac y huevo.

La colombiana manipulaba la despensa del Reinas, obteniendo los ingredientes para sus sorprendentes pócimas mágicas con la pericia de un alquimista. Donde las demás veían simple vinagre, abrillantador, leche en polvo, sal, salfumán, pilas, quitamanchas, lejía o alcohol, ella descubría ácido acético, amoníaco, hidróxido de magnesio, cloruro de sodio, ácido clorhídrico, zinc, dióxido de manganeso, ácido sulfúrico, tricloroetileno, ácido hopclórito y metanol. Todo un laboratorio químico a su alcance.

Alexandra Cardona se ganó el alias de la Hechicera enseñando a sus compañeras trucos prácticos para una prostituta, como utilizar un polímero (poliacrilato de sodio) como el de los pañales infantiles o algunas esponjas de baño para continuar trabajando incluso durante la menstruación, sin que los clientes llegasen a sospechar que la chica tenía la regla. Y lo que es más importante, sin que el Patrón las multase cuando manchaban las sábanas. Resultaba humillante tener que levantarse las faldas y enseñarle las bragas manchadas de sangre cuando alguna de las chicas alegaba no poder bajar al salón a trabajar porque le había venido la regla.

También se lo ganó con aquellos juegos con que entretenía a sus compañeras durante los ratos muertos en el club, o en las difíciles horas de Nochebuena o fin de año, cuando el peso de esa otra vida que habían dejado atrás llegó aún con más fuerza y el único contacto con madres, hijos o maridos se limitaba a una conversación telefónica, llena de lágrimas contenidas y mentiras piadosas.

La colombiana les enseñó a fabricar «tinta invisible» utilizando virutillas de lana de acero, de los estropajos de Uxía, diluidas en el zumo de un limón, o simplemente leche y zumo de cebolla. Les enseñó a fabricar «cañones químicos», combinando el carbonato de sodio de las sales de baño con vinagre, o el salfumán de la limpieza con pedacitos del papel de plata con que envolvían los alimentos. Incluso un primitivo lanzallamas, con el viejo soplete del Patrón y polvo de harina en suspensión.

—Os lo juro —insistió la brasileña a las atemorizadas nigerianas cuando Alexandra abandonó el comedor tras la pelea—, esa chica puede hacer cosas increíbles. Yo que vosotras no buscaría problemas con ella…

Álex, mientras tanto, había subido a su habitación para curarse el labio, y Blanca y Paula Andrea la acompañaron. Desde aquella mañana se harían inseparables.

—Déjeme a mí, prima —dijo Paula mientras le limpiaba la sangre del labio con una gasa—. Parece que no ha perdido ningún diente.

—Mierda, Paula, necesito recuperar mi celular.

—¿Qué carajo importa un celular? Cómprese otro. Acá, en España, los hay bien chéveres. No vale la pena que le rompan la cara por un teléfono.

—No lo entiende, prima, necesito ese celular…

Durante el resto del día Álex estuvo inquieta. No pudo comer nada. No dejaba de rebuscar una y otra vez en la habitación, por si el teléfono móvil se le hubiese despistado entre sus cosas, pero no lo encontró. Y a las 17.45, inevitablemente, llegó la hora de bajar al salón.

Allí, como en el patio de una prisión, las chicas tendían a agruparse en pequeños corros, en función de sus simpatías. Álex, Paula Andrea, Dolores y Blanca terminaron creando su propio grupo, dándose apoyo recíproco para sobrellevar la miserable rutina en el burdel. Sin embargo, Dolores cada vez faltaba más.

—¿Lolita ha vuelto a salir? —preguntó Luciana con cierta envidia, al ver que la medellinense no se encontraba con las otras colombianas en el salón.

—¿Por qué lo preguntas? ¿Tienes algún interés especial en saber dónde está?

La respuesta de Alexandra desconcertó a la brasileña. Aquella noche Álex estaba especialmente inquieta, no dejaba de mirar a todas sus compañeras, y también a los empleados del club, intentando encontrar algún indicio del paradero de su teléfono móvil. Paranoica, creía descubrir en los cuchicheos, las risitas o los comentarios que hacían sus compañeras entre ellas síntomas de culpabilidad de unas y otras. Como si quisiesen hacerle saber que ya sabían quién era y lo que había estado haciendo, cotilleando sin permiso en el despacho del Patrón.

Obsesionada por la angustia, el inocente comentario de Luciana lo interpretó Álex en clave de indicio inculpatorio. «Hijaeputa —pensó—, fue usted la que me robó el móvil. Todo encaja. Nos recibió mal cuando llegamos al club, nos acusó de robarle clientes, y ahora quiere saber si Dolores no está acá para poder robarle también a ella aprovechando que no hay nadie en nuestra habitación…».

—Pero ¿a ti qué te pasa? —respondió Luciana en tono conciliador—. Solo te pregunté por Lolita porque siempre vais juntas. Y como sigas mirando a todos lados, te vas a lesionar el cuello. ¿Aún estás enfadada por lo del teléfono? Olvídalo, no es tan grave.

—¡Un carajo! En ese celular tenía… —Alexandra se mordió la lengua y corrigió sobre la marcha. Si Luciana no era la autora del robo, no tenía por qué confesar su contenido real. Improvisó—, tenía fotos de mi mamá y de mi enamorado, tenía toda la agenda de teléfonos de mis amigos en Colombia, los mensajes, mis cuentas de Facebook y Twitter… Tenía toda mi vida en ese celular.

—Vale, cálmate. No sabía que era tan importante para ti. —Y cogiéndola de la mano, añadió—: No te preocupes. Mañana hablaré una por una con todas las chicas. Les ofreceré una recompensa si nos ayudan a encontrarlo, ¿vale?

La colombiana se sintió desarmada por la oferta. Parecía sincera, quizá se había precipitado al juzgarla. Pero estaba tan obsesionada por el contenido del teléfono que no podía pensar con claridad. Volvió a recorrer con la mirada todo el salón. En realidad, todo era normal, como cualquier otro día en el Reinas. Nadie estaba pendiente de ella, ni la señalaba con el dedo. «Álex, cálmate, no jodas la vaina con tu pánico», se dijo a sí misma. Y después respondió a la pregunta de la brasileña.

—Tiene razón, discúlpeme, Luci. Dolores tenía otra vez un servicio en hotel con el de la inmobiliaria —le respondió Álex—. Me tiene preocupada. La noto distinta. Ya no queda mucho de la chiquita tímida que conocimos en Bogotá. Este lugar la está cambiando.

—Eso es inevitable, Álex. Nos ocurrió a todas y a ti también te pasará: o te integras o te vuelves loca.

—Ya lo sé, Luci, pero no es solo que sea más extrovertida, más habladora. También está más irascible. Supongo que las cosas que le piden los clientes mayores están pasándole factura. No entiendo cómo puede ir con viejos como el de la inmobiliaria. Podría ser su abuelo.

—Pues porque paga bien. Lolita se está convirtiendo en la chica más rentable para el Patrón. Nunca un uniforme de colegiala fue tan amortizado —añadió Luciana con ironía—. Pocas chicas aquí tienen tantos repetidores.

—¿Repetidores?

—Sí. La mayoría de los clientes prefieren pasar con chicas diferentes cada vez, pero algunos se encaprichan de una y se convierten en clientes fijos. Depende de lo que les des.

—¿Qué importa? ¿Acaso pagan más si son habituales?

—No, al contrario. Siempre te intentan comer la cabeza para que les hagas precio. Que si les gustas mucho, que si están enamorados… Lo que sea para intentar follar gratis. Pero alguna vez ocurre el milagro y un cliente retira a una chica. Como en Pretty Woman

—¿En serio?

—Claro. Mira a Lorena, la novia de Manuel, el encargado del Calima…

—¿Al que le debemos el dinero de la deuda? —la interrumpió Álex.

—Ese. Lorena trabajaba en el Calima cuando llegó de Brasil, pero, aunque se folla todo lo que se mueve, Manuel se encoñó de ella y la retiró. Ahora le ayuda a captar y traer chicas de su tierra. Hasta la convenció para que se trajese a su hermana gemela.

—¿Y hay muchas así?

—No, no muchas. Algunas consiguen enamorar a un español, y hasta casarse con él. Consiguen la nacionalidad, aunque siguen trabajando aquí. Cristiane, la hermana de Renata, por ejemplo, antes estaba en el Carús y un español se casó con ella, pero dice que aquí saca más dinero. Igual que Juliana. Esa sí que es un mal bicho. Enamoró a uno medio retrasado, lo convenció para que se casasen, le sacó todo el dinero y ahora, si quiere acostarse con su esposa, tiene que venir al club y pagar como los demás.

—¿En serio?

—Sí, pero no te hagas ilusiones. La mayoría no son tan idiotas. Aunque si consigues hacer algunos clientes fijos, de vez en cuando te pagan una salida, te invitan a cenar, te llevan al cine… Al menos durante unas horas te puedes hacer la ilusión de que eres una chica normal, con un novio normal.

Las confidencias de Luciana siempre resultaban reveladoras para las nuevas, pero también escondían un poso de amargura. Realmente Dolores era, en aquellos momentos, la chica con más clientes habituales en el Reinas, pero también Paula Andrea empezó a repetir con algunos. Aunque no le había dicho nada a su prima, se sentía muy culpable por aquella situación, y decidió que tenía que reunir dinero para pagar la deuda de Alexandra, antes incluso que la propia. Paula Andrea prescindió de toda forma de amor propio, y no decía no a nada: eyaculaciones faciales, anal, disciplina inglesa, lluvia dorada, coprofagia… Muy pocas chicas estaban dispuestas a realizar ese tipo de servicios especiales, y un cierto perfil de hombres empezó a buscar en ella las fantasías que otras no querían materializar.

Álex, sin embargo, no tenía nada especial. Ni tampoco hacía nada especial. Solo un par de tipos repetían de vez en cuando con ella: un periodista del diario El Progreso, situado en el mismo polígono de O Ceao, y un policía de Lugo. A los dos les gustaba charlar y habían llegado a la conclusión de que Álex quizá no fuese la más guapa, la más viciosa o la más atractiva, pero tenía la mejor conversación del club.

De pronto, lo que más temía ocurrió. Suso, el camarero, interrumpió su conversación con Luciana con un mensaje que sonaba a amenaza.

—Álex, te llama la Mami —le dijo con el semblante muy serio—. Dice que vayas al despacho del Patrón. Tiene que hablar contigo.

De nuevo aquella sensación de vértigo. El dolor que el miedo profundo inflige en la boca del estómago. «Lo saben —pensó Alexandra—, han conseguido entrar en el menú y han visto las fotos…». La colombiana sopesó la posibilidad de echar a correr, abriéndose camino entre los clientes hasta la puerta. Estaba en forma, seguro que en campo abierto podría correr más deprisa que el Patrón o cualquiera de sus camareros…, pero no podía dejar allí a Paula Andrea. Ni a Dolores. Ni siquiera a Blanca, la rumana que la había salvado en la pelea con las nigerianas… Tenía que mantener el tipo, ocurriese lo que ocurriese. Por ellas.

Álex comenzó a andar hacia el fondo del salón y recorrió el pasillo hasta el despacho del Patrón con el corazón en un puño. Al abrir la puerta encontró a la Mami sentada en el escritorio. Estaba anotando algo en un papel. Cuando terminó, se lo tendió a la colombiana.

—Álex, tienes una salida.

—¿Salida? ¿Adónde?

—Te han pedido para un servicio en hotel. Creo que es el policía ese amigo tuyo.

—¿Kiko?

—Sí. Ha pedido que lleves botas altas y lencería, así que si no tienes, pídeselas a alguna chica. Te voy a llamar al taxi. En cuanto llegues al hotel, te vas al ascensor y subes a la habitación 310, en el piso tercero. Aquí te he apuntado todo. No hace falta que pases por la recepción para nada. Y si alguien te dice algo, tú respondes que te están esperando. Hemos mandado muchas veces chicas a ese hotel y los de recepción ya saben cómo funciona el tema…

Álex respiró aliviada. Ni una palabra de su teléfono móvil. Por ahora estaba a salvo, aunque la última frase de la Mami le dio un nuevo golpe en el amor propio. No importaba lo bajo que creyese haber caído, el Reinas siempre conseguía sorprenderla con una nueva humillación.

—Señora, nuestro compromiso era trabajar dentro del club. Si voy a estas horas a ese hotel, van a saber lo que soy…

—Pues claro —respondió la Mami haciendo caso omiso de su reticencia—. ¿A qué va a ir una chica sola, a la una y media de la madrugada, a un hotel? ¿A vender seguros de vida? No seas estúpida. Tú estás aquí para trabajar donde y cuando te digamos, y si no, ya sabes dónde está la puerta. Le cobras al llegar. 250 del servicio y 20 euros más por el taxi. Y me llamas por teléfono al llegar a la habitación, y en cuanto termines, para que te mande el taxi de vuelta. ¿Lo has entendido?

—Sí, señora —concluyó resignada.

Aquella primera salida para un servicio en hotel supuso una experiencia profundamente vejatoria para Alexandra Cardona. De alguna manera, la prostitución dentro del Reinas ya estaba asumida por todos. Nadie, dentro de aquellas paredes, ignoraba las reglas del juego. En aquel local había prostitutas, proxenetas y prostituidores, las cartas estaban sobre la mesa. Pero aquella primera excursión fuera de las paredes del club y de la seguridad de lo conocido le hizo sentir de nuevo el vértigo, la inseguridad y el mismo miedo que la primera noche en el salón del Reinas. Por fortuna era de madrugada, y Álex pensó que entre las tinieblas de la noche se sentiría un poco menos vulnerable. Como si en la oscuridad su rubor y vergüenza pudiesen pasar más desapercibidos.

Y de pronto una idea comenzó a rondar por su mente. Quizá era la oportunidad que había estado esperando. En la intimidad del hotel tendría la oportunidad de hablar con el policía, lejos de oídos indiscretos.

El taxista que pasó a recogerla trabajaba para la empresa. El club solía trabajar con cuatro taxistas de Lugo incluidos en nómina, que se ocupaban de traer y llevar a las chicas. Ellos también sacaban una buena tajada a fin de mes con los desplazamientos, o a veces cobrándose en carne, hasta el punto de que uno de ellos, José Luis, llegó incluso a tener una hija con una de las prostitutas brasileñas. De todos ellos, él era el más integrado; de hecho, terminó por dejar el taxi y convertirse en propietario de su propio burdel, el Trópico.

Cuando Álex salió del Reinas, el coche ya la estaba esperando al lado de la verja. El conductor resultó ser un tipo amable: tuvo la cortesía de no abrir la boca en todo el trayecto, salvo para informarla de que él podía venderle condones más baratos que en el club —los kits solo llevaban uno, y a veces se rompían o el cliente quería repetir, y para las salidas la chica debía llevar sus propios preservativos—. En la noche todos intentan hacer negocio a costa de las prostitutas.

En cuanto llegaron a su destino, la joven se apeó del vehículo sin siquiera despedirse.

Se detuvo un instante ante la puerta del hotel y respiró hondo. Las medias de nailon que había solicitado el cliente le quedaban grandes. Había tenido que pedírselas prestadas a Luciana y no había sido lo suficientemente previsora como para pedirle también unos ligueros, o al menos unas ligas con las que sujetárselas al muslo. En cuanto salió del coche y se incorporó notó que comenzaban a desplazarse bajo el vestido, así que antes de entrar se subió un poco la falda, lo bastante como para tirar de las medias hacia arriba, y en ese mismo instante sintió cómo dos pares de ojos se clavaban en sus muslos. En la recepción del hotel, el encargado de noche y el guarda de seguridad mataban el rato charlando sobre fútbol, y en cuanto el taxi se paró en la puerta, inevitablemente llamó su atención. La morena que se apeó de aquel coche, casi a las dos de la madrugada, solo podía ser una enfermera del Samur atendiendo una urgencia o una prostituta. Y allí nadie había llamado a emergencias.

Nada más descubrir a aquellos dos hombres que la desnudaban con la mirada, Álex dejó caer la falda e hizo el amago de volverse al taxi para regresar a la seguridad del burdel. De lo conocido. Pero el auto ya se alejaba calle abajo. ¿Y ahora qué? ¿Adónde iba a ir? Miró a derecha e izquierda. La calle estaba desierta, hacía mucho frío y había comenzado a llover. Se giró de nuevo hacia el edificio y volvió a respirar profundamente. Luego se armó de valor y cruzó la puerta. Ni siquiera se atrevió a mirar hacia la recepción cuando atravesó a toda prisa el vestíbulo del hotel, de camino hacia los ascensores. Se limitó a dar las buenas noches, con un hilillo de voz que quedó sepultado por el enérgico tac, tac de los tacones de aguja de sus botas de cuero repiqueteando en el suelo.

Solo sintió un poco de alivio cuando las puertas mecánicas del ascensor se cerraron, evitando que Alexandra pudiese percibir la sonrisa picarona con la que el recepcionista y el de seguridad la habían radiografiado, de pies a cabeza, haciendo algún comentario poco elegante sobre su trasero.

Álex se transformó en Salomé al pulsar el botón del tercer piso. Al salir del ascensor, su corazón comenzó de nuevo a galopar. Conocía al cliente. Había subido con él un par de veces en el club y parecía un chico normal, por lo menos no pedía cosas raras. Sus compañeras más veteranas, las que se fijan en esas cosas, decían que tenía suerte por subir con un chico joven, alto, guapo y atlético. Ella se sentía afortunada con que acudiese al club recién duchado, le hablase con respeto y se corriese pronto. Era un buen cliente.

Salió del ascensor intentando no hacer demasiado ruido. Como si estuviese cometiendo un delito, sintió alivio al descubrir que una larga alfombra se proyectaba por todo el suelo del pasillo, amortiguando el taconeo de sus botas. Temía que algún otro inquilino abriese la puerta de su habitación, alertado de su presencia por el tac, tac de sus pasos, y volviese a observarla con ese descaro con que los hombres miran a las prostitutas. Con ellas no parece necesario disimular el deseo.

Álex se detuvo ante la puerta de la habitación 310. Buscó en el bolso la estampa de la Virgen y golpeó tímidamente con los nudillos. Toc, toc… El policía abrió sonriente y vestido solo con una toalla. Acababa de ducharse.