CRIMEN ORGANIZADO

TELEFÉRICO DE MADRID

Habían establecido la cita en el teleférico de Madrid: un lugar discreto para una conversación en la que no podrían interferir ojos u oídos ajenos. La agente Luca sabía cuánto se arriesgaba Francisco sacando aquella información de la Jefatura justo después de haber recibido su nuevo destino en el norte. Una cabina del teleférico madrileño era el sitio perfecto para un encuentro clandestino. Mucho más discreto y tranquilo que ninguna cafetería, parque o área de descanso de cualquier autopista de la capital.

Ella fue la primera en llegar al paseo del Pintor Rosales. Compró dos boletos y esperó pacientemente la llegada de su compañero Francisco. Después, sin intercambiar ni una palabra, se pusieron a la cola y aguardaron su turno. Solo tras acomodarse en la claustrofóbica cabina del teleférico, y cuando este comenzaba su ascenso hacia la Casa de Campo sobrevolando el parque del Oeste y la Rosaleda, por encima de los tejados de la antigua Estación del Norte, se sintieron seguros para hablar. A partir del despegue contaban con once minutos de intimidad. Aunque la vocecita mecánica de la grabación, que va relatando a los viajeros del teleférico lo que están viendo, los acompañase todo el viaje.

—¿Has conseguido hablar con Claudia? —le preguntó Francisco en cuanto la cabina se puso en movimiento.

—La he llamado un millón de veces durante estas semanas, pero no responde en ninguno de los teléfonos que tengo de ella, y ningún compañero sabe dónde encontrarla. Supongo que está avergonzada.

—Ya te lo dije, Luca.

—He hablado con sus padres. Están destrozados. Imagínate. Pero ellos no saben nada. Dicen que hace casi un año que no la ven y que desde hace meses solo los llama de tarde en tarde.

—Supongo que le gustaba más el sexo que el uniforme.

¡Plas! Una fuerte bofetada arrancó del rostro de Fran las gafas de sol, que cayeron al suelo de la cabina. Fue instintivo. Un acto reflejo.

—Lo siento, Fran, ha sido sin pensar… Pero después de lo que Claudia hizo por mí, no puedo permitir que nadie manche su nombre.

—Perdóname tú —respondió Francisco mientras se frotaba la dolorida mejilla y recogía sus gafas del suelo—. Tienes razón. Debería haberlo pensado mejor antes de decir esa grosería. Tu amiga se llevó una bala por ti.

—Claudia no es ninguna ninfómana, ni ninguna viciosa. Es una policía excelente. Yo pongo la mano en el fuego por ella. Si hacía eso, tenía que ser por alguna buena razón. Tal vez era parte de un servicio, o alguien la chantajeaba, o quizá necesitaba el dinero, o a lo mejor se volvió loca, no lo sé…

—Cuando te leas el informe de Asuntos Internos, ya lo decidirás por ti misma. Los del SAI son muy meticulosos y jamás la habrían acusado si tuviesen la menor duda de que no ejercía la prostitución.

—¿Has traído lo que te pedí? —dijo Luca.

—Claro que sí. ¿Creías que iba a fallarte? He ido fotocopiando los informes poco a poco, cuando no había nadie en la oficina, por eso he tardado tanto, pero aquí lo tengo. Ya me he incorporado al nuevo destino, solo me he bajado a Madrid para dártelo porque sé que para ti es importante. De lo contrario, no habrías insistido tanto.

—Gracias, Fran. Sí, para mí es importante.

El agente Francisco se sacó de debajo de la chaqueta una abultada carpeta llena de documentos y fotografías. Se trataba de un grueso dosier que había fotocopiado clandestinamente en los archivos del Servicio de Información de la Jefatura.

—Aquí lo tienes todo: nombres, fotos, propiedades… Pero ¿quieres decirme para qué demonios lo necesitas? Sé que no tiene relación con ningún caso que estéis investigando en la UCO, porque si hubiese algún asesinato relacionado con estos tipos, nosotros lo sabríamos.

Luca dudó un instante mientras su mirada se perdía en el bellísimo paisaje que se apreciaba desde aquella altura, a 40 metros sobre el suelo. En cuanto la cabina del teleférico cruzaba el Manzanares, eran visible a un lado el Palacio Real y los jardines del Moro. Y más allá, la catedral de la Almudena y el mágico Templo de Debod. Al otro lado la Casa de Campo, con su famoso lago, punto de encuentro de amantes y enamorados. Y entre las copas de los sauces, fresnos, encinas y castaños, las antiguas instalaciones del Ifema. Pero lo que absorbió la atención de Luca desde aquella privilegiada atalaya fueron las docenas de prostitutas que hacían guardia en las carreteras que cruzan la Casa de Campo, ofreciendo sus encantos a los clientes que patrullan cada día aquel expositor de carne humana. Desde el teleférico la perspectiva de aquel espectáculo era limpia, diáfana y a la vez distante. Como la observación de un virus mortal a través de la lente de un microscopio. Sin olores. Sin sonido. Solo la imagen. Por un instante, el rostro sin vida de Edith regresó a su memoria y se mezcló con el de Claudia.

—Mejor no preguntes. Sé que te estás jugando el puesto sacándome esta información de la Jefatura sin permiso y te lo agradezco. Pero cuanto menos sepas, mejor. Tú piensa que es solo documentación para un trabajo que quiero hacer por el curso de cabo…

Pero Francisco era un policía observador e intuía que había algo más. Que aquella mirada de Luca, perdida entre las prostitutas de la Casa de Campo, encerraba algún secreto.

—Me estás ocultando algo. Quizá no ha sido buena idea —replicó el agente haciendo el ademán de volver a guardarse la carpeta bajo la chaqueta. Luca se lo impidió agarrándole del brazo.

—Fran, por favor. Te prometo que no voy a hacer ninguna tontería, ni voy a tomarme la justicia por mi mano. Créeme. Solo quiero comprender mejor cómo funciona ese negocio y buscar la forma de mejorar las investigaciones para detener a los auténticos responsables. Necesito entender qué hacía Claudia en un burdel. Puedo conseguir esta información de otras maneras. Rogaré, suplicaré, haré lo que sea necesario, y si ahora te llevas el dosier, solo conseguirás que tarde más, pero no vas a detenerme. Y además, perderás una amiga.

Las miradas de ambos policías se encontraron. Francisco fruncía el ceño, y su gracioso hoyuelo en la barbilla. Luca continuaba agarrando su brazo y atravesándole con una mirada profunda, fría y resolutiva. Aquellos ojos castaños irradiaban una fuerza y una convicción insostenibles. Y finalmente los brillantes ojos verdes de Francisco claudicaron, apartándose de la punzante mirada de Luca, que se mantenía firme como un obelisco.

—Tú misma, princesa, pero estás loca. Yo no te he visto y por supuesto no te he dado este dosier. Y no quiero volver a hablar contigo de este tema nunca. ¿Entendido?

—Entendido.

—Solo te voy a pedir una cosa. Después de leer lo que vas a leer en estos documentos, ya no podrás volver a confiar en nadie. ¿Comprendes lo que te digo? —Luca asintió con la cabeza, pero él no se contentó con aquel gesto—. No, Luca. Quiero oírtelo decir. Si lees esto y pretendes seguir adelante, no confiarás en nadie. Ni en tu familia, ni en tus compañeros, ni en tus mandos, ni siquiera en mí. No te puedes imaginar las conexiones que tiene esta gente. Incluso dentro del Cuerpo. Repítelo.

—Está bien. Te prometo que no confiaré en nadie.

—Luca, las putas están detrás de todo… Recuérdalo.

El teleférico apenas había tardado diez minutos en recorrer los dos kilómetros y medio que separan la estación de Pintor Rosales de la del Cerro Garabitas. Allí Luca se apeó, y Fran se quedó en la cabina que regresaba al punto de partida, sobrevolando de nuevo la Casa de Campo. No se despidieron.

Luca permaneció unos segundos en pie, observando cómo la cabina del teleférico se alejaba por encima de las copas de los árboles, y después subió a la cafetería de la terminal. El local era muy amplio y estaba casi vacío. Perfecto. Se acercó a la barra y pidió un café bien cargado y un pincho de tortilla. Acomodó la consumición en la bandeja y buscó la mesa más alejada y discreta. Una vez allí, abrió el dosier que le había facilitado su compañero.

Allí estaba todo. En cuanto empezó a leer, la agente Luca se adentró en un mundo sórdido y siniestro. Allí estaban los datos veraces. Las cifras, los nombres, los lugares exactos, compilados por los mejores especialistas del Servicio de Información de la Guardia Civil. Casi todas las hojas presentaban en uno de los ángulos el sello rojo de CONFIDENCIAL.

Luca comenzó a sentir el vértigo en la primera página del primer informe. Las dimensiones del negocio del sexo eran mucho mayores de lo que había imaginado. Aunque era imposible tener cifras exactas, los informes de la Guardia Civil y el Cuerpo Nacional de Policía coincidían en que entre 300 000 y 450 000 mujeres eran prostituidas en España. Un lucrativo negocio que movía más de 18 000 millones de euros «limpios», aunque aquellos informes sugerían que en los burdeles se cerraban con frecuencia otros negocios relacionados con el crimen organizado, que multiplicaban exponencialmente esa cifra.

En España, según aquellos expedientes, existen entre 3000 y 4000 locales de alterne, donde son prostituidas unas 80 000 mujeres. El resto ejercen la prostitución en polígonos industriales, pisos clandestinos o en plena calle. Pero desde 2001 los más importantes propietarios de burdeles en España se habían asociado en una especie de multinacional de locales de alterne, donde estaban los propietarios de los prostíbulos más grandes, más lujosos y más lucrativos, algunos de ellos con más de uno y dos centenares de chicas prostituidas en cada local. Evidentemente, se trataba de un negocio multimillonario. Los locales pertenecientes a aquella red legal se diferenciaban de todos los demás por mantener, junto a la puerta de entrada, una placa con el anagrama de la asociación. Aquella placa de metacrilato transparente garantizaba la calidad de los servicios y de las chicas que los ofrecían: un reclamo para los puteros más exigentes y que querían tener garantías de la higiene, docilidad y buena salud de las meretrices. A ellos, por supuesto, nadie se las exigía.

Luca recorría cada folio, cada documento y cada expediente del dosier absolutamente fascinada. Entre los miembros, fundadores, asociados y responsables de aquella asociación nacional de burdeles aparecían compañeros guardias civiles y policías, abogados y funcionarios del Ministerio de Justicia. Apenas podía dar crédito a lo que estaba leyendo.

Los informes compilados por el Grupo de Información revelaban que la Asociación Nacional de Burdeles se había ofrecido para asesorar a la Guardia Civil y a la policía en todo lo relacionado con las redes de tráfico ilegal de mujeres. E incluso habían tenido la osadía de otorgar un premio al Grupo de Delincuencia Organizada de la Unidad Central Operativa. ¡A sus propios compañeros! Luca tuvo que dejar un momento de leer y tomar aire. No podía concebir que sus propios colegas, en otro de los grupos de la UCO, hubiesen aceptado un premio de la federación de proxenetas legales. Pero había más…

Según aquellos documentos, en junio de 2001 el subdirector general de Operaciones y el jefe del Gabinete del director general recibieron a los representantes de aquella Asociación Nacional de Burdeles en la Dirección General de la Guardia Civil: allí, estos les propusieron la posibilidad de que la Benemérita nombrase un «oficial de enlace» entre los empresarios del sexo y su servicio. Los propietarios de los burdeles aseguraban que todas las chicas que se prostituían en sus locales lo hacían voluntariamente, y que todas estaban de forma legal en España, y ofrecían su colaboración para luchar contra el tráfico ilegal de mujeres. Sin embargo, aquellos informes revelaban que sus compañeros nunca habían confiado en las buenas intenciones de los proxenetas legales.

De hecho y según revelaban las escuchas telefónicas, ni siquiera los empresarios de alterne confiaban entre ellos. Obviamente, si un local destacaba en cuanto a la calidad del producto ofertado o incrementaba la afluencia de clientes, eso iba en detrimento de los demás locales de la zona. Pese a ello, más de un centenar de burdeles de todo el país se habían afiliado ya a la asociación.

Oficialmente, los locales de alterne «legalizados» funcionaban como hoteles, cobrando un precio a sus inquilinas por alojamiento y manutención. Cien locales asociados, con más de 5000 mujeres prostituidas…, mucho dinero. Sin embargo, había demasiado escondido en la letra pequeña. Mientras leía los informes, Luca sentía cómo le hervía la sangre. ¿Dónde se ha visto un hotel que obligue a sus inquilinos a hacerse un examen de salud venérea para poder inscribirse? —el dosier hablaba de 60 euros por chica cada cuatro o seis semanas; 60 euros que pagaban ellas, en otra fuente de ingresos para la empresa—, ¿o donde multen a las arrendatarias que no se presenten en las zonas comunes, o las abandonen antes del horario establecido por el propietario del hotel? Sin embargo, la coartada de los «servicios de hotel» servía para dar cobertura a la mayoría de los prostíbulos del país.

Máquinas tragaperras o musicales, tabaco, refrescos o bebidas alcohólicas, teléfonos, «kits del servicio»… Millones de euros mensuales que iban a parar a las arcas de los empresarios del sexo. Y lo que más irritaba a la agente Luca es que todo aquello era legal.

Entre los principales cabecillas de aquella asociación nacional de prostíbulos aparecían algunos de los nombres más relevantes de la extrema derecha, líderes de partidos políticos ultras cuyos lemas electorales explotaban el racismo, el nacionalismo y la xenofobia; que azuzaban a sus electores el odio a los inmigrantes, especialmente africanos, latinos o magrebíes, pero que al mismo tiempo nutrían sus burdeles con mujeres llegadas desde esos mismos lugares. Prácticamente la totalidad de las mujeres prostituidas en los burdeles de esa asociación, fundada y coordinada por importantes miembros de la ultraderecha, eran negras, sudamericanas, árabes, asiáticas o de otras razas y nacionalidades. Apenas existían españolas en sus locales de alterne…, al menos antes de la crisis económica.

Luca se centró en las fichas que sus compañeros del Servicio de Información habían elaborado sobre los cabecillas de aquella organización empresarial. La mayoría habían amasado enormes fortunas gracias a los miles de mujeres prostituidas en sus locales. Entre todos aquellos empresarios destacaba un nombre: Piccolo, el Coletas.

Según los informes, el tal Piccolo —un antiguo peluquero de señoras en Lasarte, aunque de origen salmantino— era el gran capo de la prostitución en España, con más de 1500 chicas repartidas en los burdeles más lujosos y glamurosos del país: suyos eran el Flores (pegado al Casino de Madrid), el Amore en Guadalix, o la cadena Pepe’s, pero sus «pata negra» eran el Rivera y el Tarasoga, dos locales de Barcelona. Piccolo había amasado una inmensa fortuna gracias al negocio del sexo. Solo uno de sus clubs facturaba más de 560 millones de euros anuales, lo que le había permitido diversificar sus inversiones en otros negocios, relacionándose con los políticos y empresarios más influyentes de España.

Aparte de un listado detallado sobre su patrimonio —ejemplo elocuente de las astronómicas cifras que movía el dinero del sexo en España—, el dosier desglosaba algunos de sus importantes contactos. Según contaba, por su palco vip en Santiago Bernabéu, o con sus abonos en la barrera del 9 (la más cara de la plaza de toros de Las Ventas), con frecuencia desfilaban influyentes mandos de la policía a los que agasajaba con todo tipo de generosos obsequios, incluyendo visitas gratuitas a sus burdeles de lujo en la carretera de A Coruña, en Las Rozas, o frente al aeropuerto de Barajas. En su lujoso ático de Marbella, en su apartamento de Gran Clase de Sierra Nevada, o en su descomunal finca alicantina de Muchamiel —57 000 metros cuadrados, con lago artificial, palacete histórico y piscina olímpica— también recibía la visita de influyentes personalidades de la política, los negocios o los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.

En varios informes policiales, el nombre del Coletas aparecía presuntamente relacionado con compañeros como el polémico jefe de la Policía de Coslada, mandos de la Benemérita como el general Rodríguez Galindo, narcotraficantes gallegos como Marcial Dourado, etcétera. De hecho, su nombre había sido publicado en el número 5 de la revista proetarra Ardi Beltza, marcándolo como uno de los cien objetivos prioritarios de ETA. Según Pepe Rei —director de Ardi Beltza y miembro del equipo de investigación del diario Egin—, Piccolo pertenecía al clan de la Rosa, un grupo de adinerados empresarios del negocio del sexo que controlaban la prostitución en Euskadi. Las mismas fuentes aseguraban que la relación entre el gallego Dourado y el Coletas no era una excepción. Afirmaban que el entramado empresarial de muchos burdeles españoles era una de las principales herramientas de los narcos para el blanqueo de sus inmensas fortunas.

Luca levantó la cabeza del dosier y miró a su alrededor, necesitaba una bocanada de aire. Aquella información la estaba desbordando: era evidente que la dimensión del negocio del sexo, y sus implicaciones con el crimen organizado, iban mucho más allá de lo que jamás habría imaginado. Respiró hondo y continuó leyendo.

A pesar de que era objetivo de varias investigaciones —tanto de la Benemérita como del Cuerpo Nacional de Policía o los Mossos d’Esquadra—, el Coletas siempre encontraba la manera, o la influencia, para salir bien parado de todas las acusaciones. Ya a mediados de los noventa, las publicaciones abertzale denunciaban que Piccolo disfrutaba de una protección policial especial, pero es que en sus empresas de seguridad, constructoras, hosteleras, etcétera, había dado trabajo a parientes y amigos de altos mandos de la Brigada de Extranjería de Barcelona, la Ertzaina, la Guardia Civil o los Mossos d’Esquadra, y esos favores después había que cobrarlos.

Luca tomó entre las manos una de las fotografías de Piccolo que ilustraban el informe y observó a un tipo que ya había superado la cincuentena, alto y de aspecto atlético, nariz aguileña y grande, y el pelo castaño lo bastante largo como para que se lo recogiese de vez en cuando en esa coleta con la que había ganado su alias. Padre de seis hijos, sus descendientes heredarían su imperio. Por mucho que escrutó las fotografías, no encontró nada en aquel tipo que lo diferenciase del resto de los hombres que en aquel momento se encontraban en la cafetería de la estación del teleférico en el Cerro Garabitas. Sin embargo, aquel individuo, con el que podría cruzarse cualquier día por la calle sin siquiera sospechar sus oscuros negocios, tenía bajo su control a más de un millar de mujeres prostituidas en la España del siglo XXI. Y políticos, policías y jueces no podían o no querían hacer nada por evitarlo.

El Coletas era el más importante, pero no el único.

En aquellos informes aparecían los nombres de otros respetados empresarios del negocio del sexo, que se habían hecho millonarios gracias a las chicas explotadas en sus clubs. Y cuanto más leía, más convencida estaba Luca de que legal y moral no son necesariamente sinónimos. Aquellos proxenetas legales invertían auténticas fortunas en los más prestigiosos bufetes de abogados para conseguir regatear las leyes cuando alguna menor, alguna mujer traficada o algún alijo de coca, arma ilegal o documentación falsa era descubierto en sus locales. En el mejor de los casos, una multa ridícula o unos días a la sombra, y de nuevo regresaban a sus mansiones, yates y coches de alta gama.

Los expedientes incluían informaciones de Interpol, Europol y el CNI, que vinculaban a algunos de aquellos empresarios con tramas internacionales de crimen organizado y, sobre todo, informes de la Agencia Tributaria, que alertaban sobre el blanqueo de capitales y las inversiones de sumas millonarias en paraísos fiscales. Dinero sucio, manchado con las lágrimas y el sudor de las prostitutas, y el esperma y las babas de los prostituidores.

La agente Luca estaba abrumada. Francisco tenía razón: las ramificaciones políticas, económicas y empresariales de aquel negocio eran inmensas. Aquellos capos del sexo estaban mucho mejor relacionados e incrustados en el sistema político, financiero y empresarial de lo que nadie hubiese sospechado, y lo que era peor, con la connivencia de muchos compañeros policías. Pero al menos comenzaba a tener una perspectiva más completa de la realidad.

De pronto, entre aquellos dosieres encontró una carpeta que llevaba impreso el nombre de su compañera Claudia: se trataba del informe de Asuntos Internos que había motivado su expulsión del Cuerpo. Luca dudó un segundo antes de abrirlo. Finalmente se armó de valor y empezó a leer. Los agentes del SAI habían hecho bien su trabajo, allí estaba todo. Se adjuntaban varias fotografías del lujoso chalet de la madrileña calle Nervión, en El Viso, donde se ocultaba el club Sombra: un chalet discreto, blanco, rodeado de una zona ajardinada. En las fotos de los seguimientos se veía con todo claridad a Claudia cruzando sus puertas.

También se incluían varios anuncios en los que el club ofertaba sus servicios; uno de ellos se acompañaba con la silueta de una mujer desnuda y cinco estrellas, garantía de la calidad de los servicios: «Sauna, bellas mujeres, jacuzzi, vídeo, relax… Local con puerta a la calle. Desde las 15 horas hasta las 7 de la mañana». Luca sintió un escalofrío ante aquel lenguaje críptico, mientras su mirada quedaba prendida de aquella silueta de mujer que ilustraba el anuncio. ¿Sería Claudia?

Sacó su teléfono móvil y volvió a intentar hablar con ella. El número que le habían facilitado sus padres como el último teléfono operativo de su amiga sonó tres veces antes de volver a saltar el buzón de voz. Por enésima vez dejó el mismo mensaje:

—Claudi, soy Luca. Por favor, llámame, necesito saber que estás bien. Te quiero.

En cuanto cortó la llamada, y aún con el móvil en la mano, buscó en el archivo fotográfico. Ahí estaba, la foto que se tomaron juntas el día de la jura de bandera en Baeza. Jóvenes, ella más que Claudia. Radiantes, Claudia más que ella. Ambas henchidas de orgullo. En la foto las dos aparecían luciendo uniforme completo, y con el Cetme modelo C en la mano. Su amiga la abrazaba sonriendo, con el tricornio torcido, en una graciosa mueca. Claudia siempre había sido la más divertida de la promoción…

Ese día, más de mil nuevos guardias, vestidos con las mejores galas, habían desfilado en el patio de armas de la Academia. Entre los preparativos, el desfile y la jura, son varias horas las que los nuevos agentes deben pasar en pie, completamente uniformados y sosteniendo el fusil Cetme, que termina pesando como un cadáver al hombro. Su promoción juró en primavera, bajo un sol de justicia jienense que agotaba las fuerzas, y varios compañeros cayeron desvanecidos por el calor como fruta madura. Ellas no. Sudaban a borbotones bajo el tricornio, pero cuando se conocieron en la Academia se habían prometido la una a la otra no desfallecer jamás, en ninguna de las duras pruebas físicas y el estricto entrenamiento, si la otra no caía antes. Y ambas eran demasiado orgullosas, por lo que ninguna quería ser la primera en rendirse. Así, apoyándose la una en la otra, habían conseguido superar todas las pruebas, demostrando a los compañeros varones, más chulos, que ellas podían tener tantos cojones como cualquier hombre. O más.

En perfecta formación, de cara al palco de autoridades y a los miles de amigos y familiares que habían acudido a Baeza para presenciar su ordenación oficial como guardias civiles, coreaban como una sola voz el himno del Instituto, que llenaba la enorme explanada a través del sistema de megafonía de la Academia: «Instituto, gloria a ti. Por tu honor quiero vivir. Viva España, viva el Rey, viva el Orden y la Ley…».

Cuando tras el desfile, ya en formación de a uno, se encaminaban hacia el palco de autoridades para descubrirse la cabeza y besar la bandera, Luca iba detrás de Claudia. Siempre había ido detrás de su compañera. A pesar de que Luca era una buena estudiante, Claudia siempre sacaba mejores notas, por eso había podido pedir un destino de lujo en Madrid Centro. ¿Cómo era posible que ahora hubiese sido expulsada del Cuerpo por ejercer la prostitución?… No tenía sentido.

—¿No le ha gustado el café?

La voz de la camarera que estaba recogiendo las mesas la devolvió a la realidad. Luca cerró de golpe el dosier para evitar miradas indiscretas y se disculpó.

—Lo siento. Estaba tan entretenida que se me ha quedado frío. Por favor, ¿podría servirme un gin tonic? Creo que necesito algo más fuerte que un café.

—¿Y el pincho?

—Lléveselo también. Se me ha quitado el apetito.

La guardia esperó a que la camarera se alejase con la bandeja y solo entonces continuó examinando el dosier. Lo peor estaba por llegar.

En otra de las carpetas se incluían los dosieres de algunos de los principales proveedores de mujeres para los burdeles españoles: mexicanos, nigerianos, rusos, brasileños, marroquíes, colombianos, chinos, argentinos, etcétera. Algunos de ellos, como los proveedores de subsaharianas, se veían obligados a atravesar desiertos o recurrir a pateras y cayucos para entregar la «mercancía». Otros, como los europeos —rumanos, albaneses, polacos, etcétera—, lo tenían mucho más fácil. La ausencia de fronteras, visados y aduanas en el espacio Schengen o en los países adscritos a la Unión Europea permitía que un traficante de mujeres cargase una furgoneta o un autobús de jóvenes en Bucarest, Estambul, Moscú o Vilna y cruzase toda Europa para después ofertar su mercancía humana en los burdeles de Alemania, Italia, Francia o España impunemente.

Los compañeros de Información habían investigado a fondo a algunas de aquellas redes de tráfico humano que operaban en el oeste de Europa, y entre los considerados como más activos y peligrosos destacaban algunos nombres de objetivos policiales, en ese momento en orden de busca y captura. Saban Baran, alias el Turco; Ioan Clamparu, alias Cabeza de Cerdo; Vasile Cucoara, alias Vlad.

Luca ojeó aquellos informes. Cualquiera de esos traficantes de mujeres buscado por Interpol y Europol atesoraba un dilatado currículum criminal, y su temible aspecto, por lo que ilustraban las fotografías que acompañaban los documentos, explicaba el terror que infundían a sus víctimas. Todos menos el tal Vlad. Vasile Cucoara era un fantasma. Sin antecedentes aquí o en Rumanía. Sin ninguna fotografía que delatase su apariencia. Solo era un nombre en las declaraciones de muchas prostitutas del Este detenidas en España, y aquello significaba que era el más astuto y escurridizo de todos.

Fue al revisar el informe sobre Vlad Cucoara cuando su corazón dio un brinco. Sus compañeros del Servicio de Información sospechaban que Cucoara proveía de mujeres rumanas y tenía una estrecha relación con los propietarios de varios prostíbulos de Galicia, Andalucía, Valencia y Madrid, incluyendo el club Sombra, el mismo donde Asuntos Internos había sorprendido a su compañera Claudia. Sintió cómo su corazón latía más deprisa. Aquello era una pista, quizá Cucoara supiese dónde estaba Claudia.

—Aquí tiene, su gin tonic —interrumpió de nuevo la camarera.

Luca dio un brinco del susto, y una vez más cerró rápidamente la carpeta. La camarera, consciente de que no quería que viese su contenido, se limitó a sonreír y se dio la vuelta de regreso a la barra para evitar incomodar a aquella extraña clienta.

La agente dio un buen trago a la copa antes de retomar la lectura del informe, pero allí no encontró más alusiones al Sombra. Al parecer, algunas prostitutas rumanas que habían sido identificadas en el mismo, como en otros clubs asociados a la federación de locales de alterne, habían declarado que el tal Vlad Cucoara era quien las había traído a España. Su nombre aparecía también relacionado con algunos casos especialmente dramáticos de jóvenes rumanas, casi unas adolescentes, que habían intentado suicidarse en varios prostíbulos españoles de una forma brutal y espantosa. Bebiendo lejía.

Luca se terminó el gin tonic en un segundo trago. Aquella información era difícil de digerir por sí sola. Le parecía imposible que en la civilizada Europa del siglo XXI pudiesen darse casos como aquellos, pero lo peor es que no eran casos únicos. En el mismo expediente sobre el tal Cucoara se incluían otras noticias de prensa con titulares semejantes. «Una joven salta desde un décimo piso para huir de sus proxenetas», «Cae una banda de explotación sexual rumana tras ingerir lejía una de las víctimas en Denia»… No eran los únicos, había otros, aunque aquello resultaba demasiado terrible, demasiado brutal para ser cierto. Y sin embargo, lo era; tenía ante sus ojos las pruebas irrefutables.

¿Qué relación podía existir entre aquel siniestro personaje, el club Sombra y su amiga Claudia? Tendría que localizar al propietario del burdel para preguntárselo.

Las últimas notas del expediente redactado por Información apuntaban a que en los últimos tiempos se había identificado a numerosas chicas rumanas, traficadas por Vlad Cucoara, en redadas en burdeles del noroeste. Además, habían detectado varios indicios de una relación comercial entre Cucoara y conocidos empresarios del sexo gallegos, asociados a su vez con los cárteles del narcotráfico. Parecía evidente que todo apuntaba a Galicia. Y Luca empezó a maquinar sus próximos movimientos.

Recogió el abultado dosier y lo cubrió con su chaqueta, pagó la cuenta y al salir de la cafetería se fijó en la placa que indicaba el nombre de la plaza donde se encontraba aquella terminal del teleférico: «Plaza de los Pasos Perdidos», leyó para sí. Parecía un mensaje encriptado de la providencia, como si quisiese que empatizase aún más con aquellas chicas que cada noche recorrían las carreteras de la Casa de Campo con paso triste, dubitativo, perdido. Necesitaba pensar y echó a caminar, recordando aquella misteriosa frase con la que se había despedido su compañero Francisco: Las putas están detrás de todo

Mientras andaba de regreso a casa, sacó el teléfono móvil y marcó un número de la agenda. Respondieron al segundo tono.

—Capitán, soy Luca. Necesito su ayuda…