TEMERIDAD

CLUB REINAS, LUGO

Bip, bip. La función despertador de su teléfono móvil la despertó a las diez de la mañana. A esas horas todas sus compañeras dormían. El Reinas cerraba sus puertas en torno a las cinco de la madrugada, y ninguna de sus compañeras solía levantarse antes de la una o las dos de la tarde, pero Alexandra Cardona se había propuesto una férrea disciplina diaria. Sabía que iba a necesitar todas sus capacidades físicas y psíquicas para encontrar el modo de escapar de aquella situación y había decidido mantenerse en forma. Miró a su prima Paula Andrea, cada vez más delgada y esquiva. Qué serena se la veía mientras dormía. Después se calzó unas deportivas y salió del edificio.

En la parte de atrás de la finca, el Patrón había convertido uno de los barracones en un pequeño gimnasio: una bicicleta estática, algunas mancuernas, una cinta andadora y poco más. El empresario pretendía que sus chicas mantuviesen el tipo, pero casi ninguna entró jamás en aquella habitación. Así que Álex lo tenía para ella sola.

El esfuerzo y el sudor la ayudaban a desahogar la rabia, aunque necesitaba más. Quería correr. Así que después de una hora en el pequeño gimnasio empezó a recorrer la finca del club.

El portalón metálico que daba al camino estaba entreabierto, y pensó que tenía que saber más sobre aquel lugar. El club Reinas se encontraba totalmente aislado, rodeado por los verdes prados y la arboleda gallega, en un lugar llamado Camiño de Rozanova, en la periferia del polígono de O Ceao, una enorme extensión de 700 000 metros cuadrados de naves industriales a pocos kilómetros de Lugo.

No era un club de carretera al uso. No se encontraba al margen de una autopista, ni en un barrio de la ciudad. Su ubicación, en una vía apartada y discreta, hacía imposible que el visitante llegase allí por casualidad. Si entraban en el Reinas, era porque esa era su intención. Y ese aislamiento, en medio de la nada, le confería un aspecto siniestro. Ocurriese lo que ocurriese allí dentro, nadie se enteraría.

Álex se asomó al camino, como hizo el día en que buscaba a la pequeña de Medellín. Primero miró a la izquierda: la senda descendía entre unos prados, hasta llegar a un cruce, y apenas se veía ninguna edificación a lo lejos. Girando la cabeza a la derecha, la pista ascendía hasta perderse entre los árboles. Sintió vértigo. Vértigo ante sus propios pensamientos. Porque al asomarse a aquel camino se había dado cuenta de que su primer pensamiento había sido de temor. Temor a salir fuera del burdel. Entre aquellos muros se encontraban Paula Andrea y Dolores, las únicas personas que conocía en España y que sentía como amigas. En aquellas circunstancias era lo más parecido a la seguridad de un hogar. Todo lo demás resultaba desconocido y temible. Se reprochó a sí misma aquel pensamiento, aquella muestra de debilidad y echó a correr camino arriba. Corría como si con la velocidad pudiese escapar para siempre de aquel lugar.

Creía que la senda desembocaría en un bosque, pero no era así. Apenas unos cientos de metros más adelante, el camino moría en el asfalto del polígono de O Ceao, justo frente a un gran autoservicio mixto de la cadena Cash, que algunas chicas del club utilizaban clandestinamente para obtener algunos productos de primera necesidad, a pesar del temor que les imponía aquel lugar por un doble asesinato ocurrido en 1994, en el que se vio implicado un guardia civil.

A la derecha del Cash, Álex vio una gasolinera, y después se iniciaba un laberinto de calles y avenidas llenas de naves industriales. Siguió corriendo. Recorrió la avenida de Benigno Rivera durante varios kilómetros, hasta el otro extremo del polígono industrial, justo al lado del acceso a la autopista A-6. Allí encontró otra gasolinera, pegada al hotel Ceao, en el cruce de Benigno Rivera con Panadeiras. Echaba de menos leer, y aquella gasolinera resultó ser el único lugar de todo el polígono donde podía encontrar, además de la prensa diaria, algún libro descuidado por los clientes del hotel.

Regresó al club, bordeando todo el polígono, mucho antes de que sus compañeras se despertasen, y con la firme decisión de que esa sería su rutina cada mañana. Y así fue. Hasta que un par de días más tarde, fue otro sonido, ajeno al despertador de su teléfono móvil, el que la despertó.

Bang, bang, bang. Eran disparos.

Álex dio un brinco en la cama. Reconocía perfectamente aquel sonido. Cuando su hermano John Jairo comenzó a coquetear con los grupos armados de izquierda en Colombia, en varias ocasiones lo había acompañado a aquel descampado en las afueras de Bogotá donde hacían prácticas de tiro. Los guerrillos sabían cómo seducir a los adolescentes para acercarlos a sus organizaciones, y vaciar un par de cargadores suele ser más estimulante que una perorata política.

—¿Qué vaina es esta? Eso son disparos —gritó Álex poniéndose en pie y zarandeando la cama de su prima.

—Sigue durmiendo, Álex —respondió Luciana sin abrir los ojos—. No pasa nada. Es el Patrón y sus amigos. Cuando están pasados de coca les da por pegar unos tiros contra la furgoneta del fondo. Tranquila, es normal.

—Ya oyó, prima —balbuceó Paula, exhausta aún por la larga noche en el club—. Siga durmiendo, es temprano.

Pero Álex no quería dormir. Recordó la furgoneta acribillada a balazos que había descubierto mientras buscaba a Dolores y decidió ir a echar un vistazo. Se puso una chaqueta encima del pijama, cogió su teléfono móvil y bajó al aparcamiento. Al salir al exterior del edificio se llevó la primera sorpresa. Apenas podía ver a cuatro o cinco metros de distancia. Todo el paisaje estaba desdibujado por una bruma intensa, una niebla casi sólida, habitual en Galicia, pero que ella jamás había experimentado.

El aire olía a limpio y fresco. Mucho más que el contaminado aire de Bogotá. El rocío de la noche lo cubría todo como si fuese un pálido sudario mortuorio: en algunos puntos era tan denso que parecía nieve. Bang, bang. Dos tiros más. Álex rodeó los coches del Patrón y bordeó la finca por el extremo sur pegando el cuerpo a la muralla y ocultándose entre la vegetación. A causa de la densa niebla tuvo que acercarse mucho para por fin avistar al Patrón. Estaba con dos hombres más: uno llevaba un uniforme azul, era un policía; el otro vestía de paisano. Los tres portaban armas de fuego. Un revólver el policía y pistolas semiautomáticas los otros dos. El policía disparaba con una mano, mientras en la otra sostenía una botella de Johnnie Walker.

—Pepe, eres un paquete, carallo —bromeaba el policía—. Tienes que mejorar la puntería.

—Me cago en la puta, Coleto. Pon ahí la botella, hostia. A ver quién tiene más puntería.

—¿Cuánto apostamos?

—500 euros.

—¿500 euros y 10 gramos?

—Trato hecho.

—¿Y tú qué, Pistolas, entras en la apuesta?

—Paso.

—Carallo, la Guardia Civil ya no es lo que era…

Álex los observó un rato. Concluyó que, obviamente, no podía buscar ayuda en la policía española para salir de allí. La corrupción policial no era un fenómeno exclusivo de América Latina.

Entre trago y trago, el Patrón y uno de los hombres se sacaban unas bolsitas del bolsillo y esnifaban un tiro de cocaína. Memorizó aquellas caras y aquellos nombres —Coleto, Pistolas—, y antes de regresar a la habitación sintió un impulso. Desenfundó su teléfono móvil y tomó un par de fotografías, asegurándose de anular el flash automático antes de apretar el botón. Si el Patrón la descubriese espiándolos, sin duda sería castigada con severidad. Álex se estremeció al recordar la furia de don José cuando la arrojó semidesnuda al camino, de madrugada, sin importarle que pudiese morir congelada.

Después regresó al edificio principal, agazapada entre los arbustos y sin hacer ruido. Todas continuaban durmiendo, a pesar del sonido de disparos que llegaba desde el extremo oriental de la finca. Estaban acostumbradas. De repente una alocada idea comenzó a hacerse sitio en su mente. Quizá no volviese a tener una oportunidad como aquella.

El Patrón estaba entretenido en su particular campo de tiro. El salón, el comedor, la cocina. Todo el club Reinas estaba desierto. Y Alexandra decidió dejarse llevar de nuevo por el impulso. La empresa se había atrevido a utilizar a su madre como rehén de su deuda, y no estaba dispuesta a consentírselo. Necesitaba algo que pudiese utilizar contra el Patrón llegado el caso. Una herramienta con la que negociar la seguridad de su madre, y ese era el momento de buscarla.

Álex entró en el edificio, se quitó las zapatillas empapadas para amortiguar sus pasos y no dejar huellas, y avanzó hacia el despacho del Patrón. Como suponía, la luz estaba encendida, la puerta abierta, y había una botella de whisky de doce años y tres vasos vacíos sobre la mesa. Antes de entrar se quedó quieta en el umbral, escuchando. No se oía ni un ruido. De repente cuatro disparos que llegaban desde el fondo de la finca. «Estupendo, siguen entretenidos con las pistolas».

Alexandra entró en la oficina y comenzó a buscar, sin saber qué, en los cajones, las estanterías, las cajas y los archivadores que se amontonaban por toda la habitación. Talones de tiques, cuadernos, carpetas… No sabía por dónde empezar. Utilizó la cámara de su teléfono móvil para tomar algunas fotografías precipitadas de algunos documentos que intuyó importantes. Facturas, albaranes, contratos laborales, e incluso el recibo de alquiler de una caja de seguridad, la número 22, en el Banco Bilbao Vizcaya… «Ahí esconde usted la plata que hace con nosotras, ¿verdad?», pensó Álex. Pero no era eso lo que buscaba. Necesitaba algo más.

Volvió a quedarse quieta. Sin respirar. De nuevo un silencio absoluto. Y esta vez no resultaba tranquilizador. Esperó unos segundos. Nada. «Coño de madre, por qué han dejado de disparar», pensó. Quizá estaban metiéndose otro tiro de coca. O tal vez simplemente estaban renovando la munición en los cargadores. Pero también era posible que se hubiesen cansado del tiro a un blanco fijo y estuviesen regresando al edificio. Y en ese caso ella podía convertirse en el blanco de su ira y de sus armas.

«Dale, Álex, rápido, tienes que encontrar algo», se dijo mientras continuaba moviendo papeles sin saber muy bien qué buscar. Se acercó al armario y exploró su interior: más cajas, archivadores y algunos álbumes de fotos. Su instinto le dijo que aquello era importante. Pasó algunas páginas de aquellos álbumes y reconoció a varios de los clientes vips que cada noche se parapetaban en el extremo de la barra que no captaban las cámaras. En aquellas fotos aparecían sonrientes, posando con el Patrón y algunas de las chicas. En varias de las imágenes aparecían compañeras del Reinas posando con sus uniformes policiales, o incluso recostadas en sus coches oficiales aparcados en el club. También había un álbum entero dedicado al bautizo de Aitana, la hija de don José: en las fotos del banquete, varios policías invitados a la celebración…

La relación del Patrón con los agentes de la Ley parecía evidente, y Luca también tomó algunas fotos de aquellas imágenes antes de devolver los álbumes a su lugar.

Pasó a los cajones. Más papeles. Carpetas con facturas, libros de cuentas, cuadernos con los servicios de las chicas. En el cajón inferior, ocultas por varias revistas, descubrió dos pistolas semiautomáticas, varios cargadores y tres cajas de munición de 9 milímetros. El sobresalto de aquel hallazgo palideció ante el pánico que la embargó al escuchar unos pasos. Alguien se acercaba por el pasillo. Quizá estuviese ya a cuatro o cinco metros del despacho. «Ay, Virgencita, ayúdeme. Si el Patrón me descubre acá, me mata».

Miró a todos lados. Necesitaba un escondite. Los pasos sonaban más cerca. Dos metros. Alexandra se arrojó literalmente bajo la mesa del escritorio y acercó la silla y la papelera para intentar hacerse invisible, justo al tiempo que un hombre entraba en la habitación. Álex contuvo el aliento. Ni siquiera se atrevió a rezar, aunque de manera instintiva se llevó la mano al bolsillo para notar el tacto de la estampa de la Virgen.

Aunque desde su escondite tenía poco margen de visión, reconoció al instante los pantalones del Patrón. Don José fue directo hacia el armario en que un segundo antes había estado hurgando la colombiana. No tardó mucho, iba a tiro fijo. Abrió el último cajón y sacó una caja de balas. Al parecer, pretendían seguir con las apuestas y se les había acabado la munición… Pero, a pesar del efecto estimulante de la coca, el Patrón llevaba demasiado alcohol en sangre y no coordinaba bien sus movimientos.

Al abrir una de las cajas de munición para comprobar que estaba llena, lo hizo al revés y varios de los cartuchos cayeron al suelo.

—¡Mierda! —gritó. Cuando don José se agachó para intentar recogerlas, la colombiana sintió que el terror trepaba por su columna. Ahora sí podía verle la cara, a apenas un metro y medio de ella. Si se giraba a la derecha, sería imposible que no la descubriera…

Con evidente torpeza, el proxeneta comenzó a introducir de nuevo en la caja las balas, y Álex continuó conteniendo la respiración para no delatar su presencia. Se encogió aún más, tratando de contraer su ya menudo cuerpo parapetado tras la silla de la oficina, en un intento de hacerse invisible. Sin embargo, una de las balas de 9 mm había rodado hasta situarse a un par de centímetros de sus pies. La iba a descubrir en cuanto se diese cuenta de que le faltaba un cartucho.

A pesar de sentirse paralizada por el pánico, apretó los dientes y buscó el valor para inclinarse un poco y soplar suavemente sobre el proyectil: de esa forma, solo con su aliento, consiguió que la bala desanduviese el camino hasta volver a colocarse junto al Patrón, con total sigilo. En cuanto la encontró completó el contenido de la caja y, con un gruñido, se incorporó y regresó a su particular campo de tiro.

Solo cuando volvió a salir del cuarto, Álex se atrevió a respirar de nuevo. Le costó un poco ponerse en pie, le temblaban demasiado las piernas y sentía un profundo dolor en el pecho. Echó un último vistazo antes de marcharse. Todo debía quedar tal y como lo había encontrado. La suerte había sido generosa con ella, pero la estaba tentando demasiado.

Y cuando ya se encaminaba hacia la puerta, una carpeta roja colocada justo debajo de la botella de whisky llamó su atención. Reconoció en su portada el mismo logotipo de la empresa de seguridad que aparecía en las cámaras de videovigilancia del club, y de nuevo su instinto le señaló el camino. La abrió rápidamente, atenta a todos los sonidos por si de nuevo resonaban en el pasillo los pasos del Patrón, y buscó entre los papeles de la carpeta. Allí estaba el contrato, los manuales de instrucciones y, por fin, las claves de acceso remoto al sistema de videovigilancia. Memorizó rápidamente las dos líneas. La palabra usuario, seguida de un código numérico de siete dígitos. Y debajo la palabra clave, con otros cuatro dígitos. Después de dejarla tal y como la había encontrado, salió del despacho.

Álex subió a su habitación por la escalera que daba al salón y regresó al dormitorio, donde Paula, Dolores y Luciana continuaban durmiendo. Ella se metió en la cama y se cubrió con las sábanas totalmente. Sacó el teléfono móvil y buscó alguna señal. Bien, la wifi del club estaba conectada. Además del pequeño gimnasio y el proyecto de sauna, o la televisión, la expendedora de cigarrillos o la Jukebox, el Reinas ofrecía a sus inquilinas un sistema de conexión inalámbrica a Internet. Todo, por supuesto, a un buen precio. Álex necesitó unos minutos para burlar la seguridad de la conexión y piratear la señal de la wifi con su teléfono.

Utilizó la aplicación del navegador para buscar el programa utilizado por aquella empresa de seguridad para dar soporte a su programa de videovigilancia: todas las empresas del ramo ofrecen a sus usuarios la posibilidad de controlar las cámaras desde su móvil. Según la web de la empresa, ellos usaban el software My Cam Pro. Lo demás fue sencillo. Álex se descargó el programa, a continuación introdujo la clave del usuario y la contraseña, y en un instante en la pantalla de su teléfono apareció el salón del Reinas. En la parte inferior de la pantalla surgieron varias opciones de menú: una le permitía visionar todas las cámaras de videovigilancia instaladas en el club; otra, revisar las grabaciones realizadas con anterioridad; y una tercera, mover las cámaras a su antojo, desde el teléfono móvil.

Para cuando el Reinas empezó a desperezarse, Álex ya había revisado las grabaciones de los días anteriores. Entradas y salidas de todos los clientes que visitaban el club. Todavía no podía saberlo, pero algunos de ellos eran personajes muy importantes…