SUPERVIVIENTES

BUCAREST, RUMANÍA

Después de mucho esfuerzo, sangre y sudor, Vlad Cucoara había conseguido hacerse un nombre. Hacía tiempo que había abandonado su Târgovişte natal para establecerse en Bucarest: en la capital había más posibilidades de negocio, pero lo que finalmente le decidió a mudarse fue descubrir, en una revista que había ojeado una tarde de invierno en una barbería del barrio, que Bucarest había sido fundada por su ídolo Vlad Tepes, el Empalador, cuando en 1459 escogió esa ubicación para construir su nuevo palacio de Curtea Veche. «Esto es una señal», pensó. Si Vlad Tepes había cambiado Târgovişte por Bucarest, sus razones tendría. Y el joven Cucoara, que acababa de cumplir diecisiete años, decidió seguir sus pasos.

Al principio Vlad Cucoara consiguió trabajo en el mercado de la plaza Amzei. Junto con un manojo de huérfanos y vagabundos se ganaba un puñado de leis descargando la mercancía de los camiones de fruta, flores, carne, etcétera, antes de que a las siete de cada mañana, el mercado abriese sus puestos de venta al público. No tardó en descubrir que había otras formas de conseguir dinero en el mercado.

Conoció a Dimitri en circunstancias inesperadas. Desde niño, Vlad Cucoara sufría terribles jaquecas, y aquella tarde acudió a la conocida farmacia Sensiblu, en Amzei, en busca de algún remedio. Pero los sábados Sensiblu cierra una hora antes, a las nueve en punto, y por mucho que el furioso Vlad aporrease la puerta y la cristalera de la farmacia a las 21.05, no consiguió ningún remedio para su insoportable dolor de cabeza. Desde la acera de enfrente lo observaba Dimitri, otro huérfano, un poco mayor que él, a quien veía con frecuencia merodeando por el mercado. Aunque solo se conocían de verse entre los puestos de la plaza, Dimitri cruzó la calle y se ofreció a ayudarle. Él tenía todo tipo de pastillas, para todo tipo de dolores. Así que terminaron en el Vintage, un moderno café situado a una manzana de distancia, en el número 22 de la calle D. I. Mendeleev, donde sellaron una amistad que duraría para siempre.

Dimitri también era un superviviente, con una historia muy similar a la de Vlad, solo que él había nacido en Suceava y había recorrido la distancia que separaba su ciudad natal de Bucarest, más de 400 kilómetros, caminando. El hambre y la miseria, como la rabia, pueden ser una gran motivación para el esfuerzo humano.

Dimitri le enseñó que entre las siete de la mañana y las seis de la tarde, había otras formas de ganar dinero en el mercado de Amzei, que implicaban menos esfuerzo que cargar y descargar cajas de fruta. Formas como el trapicheo con pastillas, o el robo dentro de los coches, que con frecuencia se detenían en doble fila mientras el conductor despistado salía un minuto a comprar un ramo de flores, un puñado de manzanas o un bolso para su novia. Dimitri fue también su primer maestro en el arte del carterismo. Como un hábil prestidigitador, el rumano era capaz de abrir bolsos, forzar maletas y sustraer billeteras de una americana, sin que la víctima se percatase de sus movimientos. Y Vlad fue su mejor alumno. Aquella primera noche terminaron emborrachándose juntos en el Nobilis Pub, unos metros más abajo. El vodka selló su compromiso de hermandad.

Durante mucho tiempo, Vlad y Dimitri vivieron de las billeteras de turistas y locales que visitan a diario el mercado de Amzei, no obstante, con el tiempo descubrieron que había formas menos peligrosas y más lucrativas de sacarles el dinero a los extranjeros: satisfaciendo todos sus deseos.

Los dos amigos, ya hermanos de sangre, consiguieron sus primeros clientes en la misma plaza, ofreciéndose como guías nativos a los turistas, para mostrarles todos los secretos de una ciudad que apenas conocían. Pero los turistas son crédulos, y aquellos muchachos de ojos claros y cabello de oro tenían la suficiente labia como para engatusar a cualquiera.

Después empezaron a patrullar el palacio Creţulescu, el Arco del Triunfo o los comercios que flanqueaban el paso del río Dâmboviţa por el centro, donde en más de una ocasión debieron defender con los puños su derecho a ofrecer sus servicios a los extranjeros. La oferta era amplia. Demasiados vagabundos buscando un puñado de leis cada día.

Fueron un par de italianos los primeros en preguntar a los muchachos si podían conseguirles antigüedades que llevarse a su país. «Pagaremos bien», dijeron. Y, por supuesto, Vlad y Dimitri las consiguieron. Aunque para ello tuviesen que reventar el escaparate de un anticuario del centro, para venderlas a mitad de precio.

Después fueron unos jóvenes franceses los que les ofrecieron una buena suma si conseguían algo de marihuana o hachís para rematar una fiesta en el hotel. Unos americanos les sugirieron la idea de cambiar leis por dólares en el mercado negro, quedándose una pequeña comisión. Y por fin unos suecos se confesaron dispuestos a pagar sumas de seis dígitos por una noche de pasión con algún joven aniñado.

Los miles de huérfanos que dejó la política de natalidad de Ceauşescu en las calles de todo el país eran un imán irresistible para pedófilos y pederastas de media Europa y Estados Unidos. Es imposible calcular cuántas falsas adopciones, cuántos secuestros, cuántas desapariciones de niños suministraron cuerpos tiernos, frágiles y jóvenes a los depredadores sexuales en Rumanía. Vlad y Dimitri, como otros muchos huérfanos rumanos, ya se habían prostituido con anterioridad, pero rozando la veintena, eran demasiado mayores para los turistas europeos o americanos que durante años viajaron a Rumanía en busca de carne fresca para saciar sus fantasías sexuales. Con todo, ninguno de los dos tenía ningún escrúpulo en buscar, en las calles de la capital, muchachos más jóvenes que ellos para contentar a sus clientes. No importa lo que les pidiesen: arte, drogas, divisas, muchachos o muchachas… Vlad y Dimitri podían conseguir cualquier cosa a cambio de una buena suma de dinero.

Con el tiempo se mudaron de su casucha en el barrio de Dudeşti, en el Sector 3, muy cerca del Centro Comercial Bucureşti Mall, a un moderno apartamento del Centru Civic. Las cosas les iban bien, aunque empezaron a irles mejor cuando un español les sugirió la posibilidad de conseguir coches de alta gama, para enviar, cruzando Europa, a África. Él se ocuparía de recibirlos en Barcelona y hacerlos cruzar a Marruecos en los ferris que salen cada día desde Algeciras. Desde Marruecos y atravesando Mauritania y Senegal, los coches eran distribuidos por todo África a los terratenientes adinerados del continente negro. Era un nuevo negocio que sumar a la sociedad Vlad & Dimitri, S. L., y funcionó bien durante un par de años. Hasta que un día ese mismo español apareció con una nueva propuesta.

De la misma forma que conseguían muchachos o muchachas para los turistas europeos que buscaban sexo joven en Bucarest, podían ampliar el negocio llevándoles el servicio a sus países de origen.

—En España nos encantan las chicas del Este —argumentaba—, y hay muchos clubs donde os darían un montón de euros por cada una que pudieseis conseguir. Yo tengo contactos, puedo presentaros gente. Vosotros solo tenéis que poner a las chicas…

Así fue como Vlad Cucoara se inició en el tráfico de mujeres. Las primeras candidatas fueron dos amigas que Dimitri y él habían conocido una noche de fiesta en la Expirat, una de las discotecas de moda, y a las que veían de vez en cuando.

Consiguieron convencerlas de que podían encontrarles un trabajo de gogós y modelos en España, donde ganarían una fortuna. Conocerían a famosos, trabajarían para alguna firma importante, quizá podrían grabar algún spot de publicidad, tal vez podrían salir en algún videoclip, y de ahí pasar al cine o la televisión solo es cuestión de tiempo. Ellos se ocuparían de todo: pagarían su viaje, su manutención, sus gastos en España durante los primeros meses, y ellas tendrían que darles a cambio un porcentaje de lo que ganasen. Lo que no les explicaron es que ese porcentaje terminaría siendo muy alto.

Nicoleta y Mihaela fueron las primeras en morder el anzuelo. Después llegarían muchas más…