ARMANDO
CLUB REINAS, LUGO
Alexandra entró en el comedor del club en tromba y se detuvo en seco. Unos segundos después llegó Paula Andrea. Filo y Uxía, las cocineras, ya habían preparado la cena para las chicas que iban terminando algún servicio, y se escapaban un rato del salón para comer algo. Algunas de ellas estaban desperdigadas por las mesas del comedor. En el centro el Patrón, sonriente, hablaba con la Mami. Tenía en la mano varias bolsas con los anagramas de Springfield, Pull&Bear, Zara, H&M, Bershka, y otras firmas, que dejó sobre una de las mesas. A su lado Dolores permanecía callada, con la mirada perdida en el suelo.
—¿Qué tal ha ido? —le preguntaba la Mami.
—Estupendamente. Filo, preparadnos algo de comer —ordenó, después volvió a dirigirse a la Mami—. El concejal había alquilado una habitación en el motel Bambú, para estar tranquilo con Lolita, y el cabrón ha aprovechado a fondo las tres horas. Cuando recogí a la niña nos fuimos a comprarle algo de ropa en As Termas, y estamos hambrientos, ¿a que sí, cielo? ¿Ves como no ha sido tan terrible? Ahora ya puedes trabajar tranquila, ya ves que no pasa nada…
Dolores no respondió. Permanecía en silencio, apretando las mandíbulas y contrayendo el entrecejo, intentando contener las lágrimas de rabia, asco e indignación. El Patrón le había preparado un servicio especial para su estreno en el sexo de pago… y en cualquier otro. El concejal del Ayuntamiento lucense, uno de los clientes más fieles del Reinas, había expresado en varias ocasiones su preferencia por las chicas muy jóvenes, cuanto más aniñadas mejor. «¡Ay, Pepe, si te traes alguna vez alguna virgen, avísame antes que a nadie y te lo pagaré!», le repetía siempre que el tercer cubalibre en la barra del club desinhibía su lengua y sinceraba sus fantasías. Así que cuando apareció Dolores, el Patrón no solo vio un negocio rentable, sino la posibilidad de satisfacer a uno de sus mejores clientes que sin duda quedaría en deuda con aquel trato de preferencia. Muchos otros clientes habrían pagado lo mismo o incluso más por desflorar a la mulatita de Medellín, pero a don José le interesaba fidelizar especialmente al concejal. Quién sabe, tal vez fuese el próximo alcalde de Lugo, y era bueno tenerlo contento. No sería el primer ni el último alcalde que pisase el Reinas.
Alexandra, seguida de Paula Andrea, ya había cruzado el comedor para reunirse con Dolores. La rodeaba con el brazo, tratando de consolarla. La pequeña medellinense había cambiado su vestuario: ahora llevaba un grueso abrigo morado, y bajo él, una blusa blanca y una falda plisada a cuadros, excesivamente corta para un uniforme escolar.
—500 euros que se ha ganado la morenita en una sola tacada. Un servicio de tres horas. A ver cuál de vosotras puede decir lo mismo —añadió dirigiéndose a todas las chicas que se encontraban en ese momento en el comedor cenando—. Ya podíais tomar ejemplo.
El Patrón mentía. Aunque la salida de una hora a hotel o domicilio en el Reinas se cobraba a 250 euros (75 para la casa), en esta ocasión don José había pedido 1500 al concejal por satisfacer sus fantasías de desvirgar a una mulatita. 500 euros por hora le parecían al político lucense un precio razonable por materializar aquel sueño. Sin embargo, la chica no tenía por qué enterarse de lo que había pagado realmente. Cobraría lo mismo que cualquiera de las muchachas del Reinas por una salida: 175 la hora.
Para una muerta de hambre recién llegada, pensó el Patrón, era más que suficiente. 525 euros a los que había que descontar, por supuesto, el alojamiento diario en el Reinas. Y ya que tenía dinero, seguro que no le importaba pagar también el alojamiento de su amiga Alexandra. Así que, sin esperar su asentimiento, don José ya le había descontado los dos días que llevaban en el club. La otra, Paula Andrea, ya había hecho un servicio con el que pagarse su propia estancia.
Con lo restante, y según el veterano criterio del Patrón, lo mejor que podía hacer era invertir en su futuro. O sea, comprarse un poco de ropa más apropiada para trabajar. No podía presentarse de nuevo en el burdel con aquellos harapos que se había traído de Medellín. Y Dolores se dejó hacer: el resto del dinero se fundió en las tiendas de moda del Centro Comercial As Termas. En conclusión, la mulatita regresó al burdel sin virgo y sin un céntimo. «Pero qué importa —le decía el Patrón con el mismo tono amigable y conciliador de un párroco sodomita—, esta noche ganarás más. Es mejor así, Lolita —le repetía mientras le acariciaba paternalmente el cabello aún revuelto por los envites del concejal—, ahora ya no tienes ninguna traba psicológica que te impida trabajar, tienes todo un vestidor con el que te van a caer los clientes como manzanas maduras, y vas a ganar mucho dinero para ayudar a tu familia… ¿Ves como todo va a ir bien? Tú haz caso a lo que yo te diga».
—¿No le das las gracias a Lolita? —dijo el Patrón dirigiéndose a Alexandra—, te ha pagado la cena y el alojamiento. Deberías agradecérselo y ponerte a trabajar para pagarte el de mañana.
Cuando Álex se enteró de que el desfloramiento de Dolores había costeado sus primeros días en el club y su derecho a cenar, entró en cólera. No podía permitir que el sufrimiento de su compañera de viaje la mantuviese. Todavía no estaba lo suficientemente hambrienta como para comerse sus principios. Así que, henchida de orgullo y dignidad, intentó negociar con el Patrón.
—No, don José, no puedo aceptar que Dolores pague mi estancia acá. Por favor, devuélvale su plata, y le prometo que ya hoy yo trabajaré y le pagaré. Pero no quiero que ella me costee nada.
—No seas boba, Álex. El negocio ya está hecho. Si quieres, esta noche, cuando trabajes, le devuelves a ella lo que te ha prestado y todos contentos. Ese es vuestro problema. Este negocio es duro, y no deja mucho sitio para el orgullo. Así que acepta la ayuda que te ha dado Lolita, come algo, y después ve a ganar dinero. Es lo mejor que puedes hacer.
Digna, Alexandra se dio la vuelta y salió del comedor sin responder al Patrón. En realidad, se moría de hambre —llevaba veinticuatro horas sin probar bocado—, pero también se moría de rabia e indignación. Así que aguantaría.
Aquella noche Álex se atragantaba con la furia. Nunca había pensado que pudiese llegar aquel momento. Aceptar la invitación de don Jordi había sido una medida desesperada para salir de Colombia, y su plan era escapar del club en la primera oportunidad, solo que esa oportunidad no llegaba. Y lo que había ocurrido con Dolores lo había cambiado todo. Se reafirmó en su determinación. Necesitaba dinero a toda costa. Incluso a costa de su dignidad.
Alexandra regresó al salón del club ya transformada en Salomé, un francotirador sin sentimientos que buscaba entre todos los candidatos un objetivo en el que enfocar el punto de mira de su arma. Por fin se fijó en un hombre de unos treinta y cinco o cuarenta años, que había llegado al Reinas acompañado por otros tres amigos. No era guapo, ni muy alto, ni siquiera podía disimular peinándose con un ridículo corte de medio lado la incipiente calva que había desnudado ya casi toda su coronilla. Pero al menos parecía el más inofensivo del local. O esa fue la sensación que le dio a Salomé, que lo vigilaba a distancia desde su parapeto en el sofá. Sus gafas de pasta, con cristal grueso, le conferían un aire de intelectual despistado que subrayaba su aparente inocencia.
Era el único de los cuatro amigos que todavía no estaba charlando con ninguna de las chicas. Además, se había pedido una Coca-Cola, y no un whisky o un cubalibre de ron, como sus compañeros. Parecía torpe, inadaptado, como si fuese su primera vez en un burdel, y aquello hacía que ella se sintiese un poco más segura. Salomé decidió que aquel tipo insulso y mediocre era la opción menos mala.
Se abrió un botón más de la camisa. Se atusó el cabello y le preguntó a sus compañeras si estaba guapa. Ellas asintieron, claro. Envalentonada por el ánimo, se puso en pie, se subió los pantis y cruzó la pista de baile. Sus pies, los de Salomé, la llevaron de nuevo hasta la barra. Allí estaba el objetivo, rodeado por sus amigos y por tres compañeras que sabían hacer bien su trabajo: dos de ellas ya habían conseguido que las invitasen a una copa, mientras reían, con evidente cinismo, algún comentario del más alto. Pero Álex no prestaba atención a los demás. En ese momento solo existía el tipo callado del pelo ridículo y el vaso de Coca-Cola. Había concentrado todo su interés en aquel fulano, y no estaba dispuesta a permitir que ningún cliente volviese a rechazarla.
—Hola, José Luis, ¿verdad? —le dijo intentando simular una sonrisa que ocultase la angustia de su rostro.
—¿Yo? No. Me llamo Armando —respondió el de la Coca-Cola con evidente perplejidad—. Creo que me confundes con otro.
—Cónchale. Juraría que era José Luis, el escritor. Coño, adoro su forma de escribir, es bien chévere. Ese pana sabe dibujar con las palabras. Seguro que usted también es escritor, se le ve un hombre inteligente…
—Uy, qué va… Yo no… Yo solo soy tramitador judicial, funcionario. Trabajo en los juzgados… ¿Cuál es su nombre?
¡Bingo! Álex respiró aliviada. En esta ocasión había decidido utilizar una estrategia diferente, confrontando al cliente con halagos y cumplidos. Y la táctica parecía dar resultado: el tipo le había devuelto el tratamiento, esta vez sin tutearla. Parecía que había escogido el cliente apropiado.
—Soy Salomé, gusto de conocerlo. —Esta vez intercambió correctamente los dos besos de rigor en las mejillas. Muac, muac—. Armando es un nombre muy lindo, de hombres triunfadores… como Maradona o Manzanero.
—Pues viendo cómo está ahora, no sé yo si puede considerar un triunfador a Diego Armando Maradona…
—Eso es verdad —respondió sonriendo coqueta—, será que después de la Mano de Dios, le llegó el guantazo.
El tipo del peinado ridículo y la Coca-Cola rio la ocurrencia de la joven y aquello reafirmó la intuición de Salomé, que continuó dando coba al funcionario durante más de veinte minutos. Mucha charla, muchas risas, pero aunque el tipo parecía relajado e incluso le pidió permiso para tutearla, en ningún momento se le ocurrió invitarla a una copa. Ni siquiera cuando, con mucho tacto y discreción, la joven sugirió que hacía calor en el local y que tantas horas allí, charlando, daban mucha sed… El tramitador judicial resultó ser un rácano al que le costaba soltar billete, y a medida que pasaban los minutos, crecía en la colombiana la sensación de estar perdiendo el tiempo.
Sus compañeras ya iban por la segunda copa con los amigos del tal Armando, y ella todavía no le había sacado ni un peso. Rafa, el camarero, seguía atentamente la estrategia de la novata, con el talonario de tiques preparado. En el Reinas, las copas y los pases de cada chica se anotaban en un cuaderno, y se canjeaban por un tique que se entregaba a la chica para hacer cuentas al final de la jornada. Pero Rafa se aburrió esperando a que el gilipollas de las gafas de pasta la invitase a una copa. Ese momento no llegó. Así que Salomé tomó la iniciativa.
—¿Y un caballero como usted no invitaría a una copa a una chica sedienta como yo?
—Yo… creo que no —respondió el tramitador—. Aquí abusan mucho de los precios. Quizá más tarde.
Definitivamente, era un tacaño y no había forma de sacarle una consumición. Salomé tendría que seguir intentándolo con mayor elocuencia. Pero, de pronto, dos de los compañeros del tramitador, funcionarios también, decidieron que ya estaba bien de cháchara y propusieron subir a echar un polvo. El tercero se excusó, alegando que había bebido mucho y que solo quería vomitar. Y en ese momento todas las miradas se volvieron hacia el tal Armando, que todavía conversaba relajado con Salomé.
—¿Y tú qué, subes a follar o qué…?
En los breves segundos que el funcionario tardó en responder a sus amigos, el corazón de la colombiana se aceleró como la locomotora de un tren expreso, golpeando en su pecho como si quisiese abrirse camino hacia el exterior de la caja torácica. Había fracasado en todos sus empeños por sacarle una copa al puto tacaño del peinado ridículo, y eso significaba que había perdido casi una hora de tiempo con él y no había ganado ni un euro. Necesitaba conseguir plata ya, pero aun así, la perspectiva de tener un servicio con aquel tipo, que ahora le resultaba profundamente desagradable, para su primera relación sexual profesional se le antojaba repugnante.
—Vale —dijo el funcionario. Vale… Aquella palabra sonó como una sentencia de muerte. Como el «culpable» en boca del miembro del jurado que lee el dictamen condenatorio al acusado. Como el suspenso, que ejecuta las esperanzas del eterno opositor. Vale. Una interjección afirmativa que expresa, de forma totalmente desapasionada y desinteresada, conformidad y asentimiento.
Eso era todo lo que había conseguido tras desplegar, durante casi una hora, todos sus encantos y armas de mujer con aquel maldito funcionario. Si en cualquier otro lugar del planeta, fuera de aquel burdel, cualquier hombre respondiese con un «vale» a la insinuación de mantener relaciones sexuales con ella, le habría cruzado la cara. ¿Cómo puede un caballero responder con ese desdén, con ese desprecio, a una oferta como aquella? Vale. Como si claudicase a hacerle el amor, porque no tenía nada mejor que hacer. Como si la opción de mantener relaciones con ella fuese el plan menos aburrido de la noche, la oferta de ocio menos mala, pero sin que tampoco fuese algo digno de excesivo interés. Vale. Como podía haber dicho «pssss…, bueno…».
Esa fue la primera vez que Alexandra Cardona, es decir, su alter ego Salomé, se sintió como una cosa. Como un objeto sin demasiado valor, expuesto en el mostrador de una tienda de muebles de segunda mano, que el comprador toquetea, manipula, examina, antes de hacer una oferta miserable al vendedor… «Te doy 112 000 pesos, 45 euros, ni uno más. Lo tomas o lo dejas». Y el muy hijo de puta lo tomó.
—¿Vamos o qué? —dijo una de las brasileñas que estaba abrazada al amigo más guapo del tal Armando, mientras el grupo se dirigía ya hacia la puerta del local, que conducía a las habitaciones de trabajo. Y Salomé volvió a la cruda realidad.
El funcionario la observaba fijamente y pudo notar el deseo en sus ojos. Mientras la locomotora de su pecho recibía una nueva paletada de carbón, acelerando aún más el ritmo, buscó con la mirada a Paula Andrea y a Dolores, pero hacía mucho que sus amigas habían regresado al salón y, siguiendo su ejemplo, se habían armado de valor para saltar al ruedo y torear con sus propios «armandos». Intentaban contener las lágrimas, mientras eran sobadas sin piedad por dos viejos que podían ser sus abuelos. Por lo menos ellas tenían una copa en la mano. Habían tenido más suerte.
Salomé se sintió tan sola como el condenado que recorre por última vez el corredor de la muerte, hacia la cámara de gas. Ni siquiera iba a encontrar el alivio de una mirada amable de su prima, y en ella un poco de ánimo, de aliento que la ayudase a afrontar el trance. La que sí se encontró, por el camino, fue la mirada inquisitiva de la Mami, que la observaba fijamente desde el otro extremo de la barra. No le hizo falta pronunciar palabra. Se limitó a endurecer el gesto y dar un giro de cabeza, indicando la dirección de la recepción, como si con aquella seña le gritase: «¡Muévete, coño, que estás haciendo esperar a los clientes y a tus compañeras!». Y Salomé obedeció… No tenía otra opción.
Apretó los dientes, se tragó el orgullo y se colgó del brazo del tramitador, tratando de dibujar en su rostro un trazo con forma de sonrisa. En la recepción, los clientes abonaban el servicio sexual y a cambio cada una de las chicas recibía un tique que certificaba el pase, y el pequeño kit de servicio.
—Hola, Zezi, queremos tres habitaciones —dijo una de las brasileñas que encabezaban la comitiva de putas y puteros.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó mecánicamente el brasileño.
—Vamos a probar media horita, a ver qué tal se portan —respondió el funcionario más guapo.
—Son 135 euros, 45 cada uno. ¿Pagan en efectivo o con tarjeta?
Efectivo. La mayoría de los clientes suele preferir el cash, no sea que alguien —quizá esposa, novia, madre o jefe— revise los extractos bancarios. Resultaría embarazoso justificar en la tarjeta los cargos de un burdel.
Zezi se guardó los cuartos en una caja metálica y repartió los kits de servicio, cuidadosamente precintados, mientras indicaba a cada una de las chicas la habitación que le correspondía para ejecutar el pase.
—Joana, tú aquí. Karla, tú en esta. Alexandra, tú la del fondo…
Con total impunidad el brasileño de recepción acababa de desenmascarar su identidad real, pronunciando el nombre que Salomé intentaba ocultar, y aquello la hizo sentirse de nuevo vulnerable. «La culpa es mía —pensó—, debería haberle dicho a Zezi que aquí dentro me llamo Salomé…». Pero a nadie le importaba. Fue la única que pareció percatarse de la revelación. Ninguno de los presentes, ni siquiera Armando, reaccionó ante aquel espontáneo cambio de nombre. A esas alturas estaba claro que al putero no le interesaba en absoluto que la chica se llamase Salomé, Alexandra o María de la Encarnación… Probablemente él tampoco se llamaba Armando. Entre las paredes de aquel edificio todos mentían.
Los amigos del tramitador acompañaron a sus parejas hasta sus respectivos cuartos y desaparecieron tras las puertas. Salomé siguió a Armando hasta el cuarto que les correspondía. Entró. Y de pronto, por arte de magia, en cuanto sonó el clic de la cerradura al cerrarse tras ellos, Salomé también desapareció. Se dio a la fuga. Dejó completamente sola a Alexandra Cardona. La joven e inexperta estudiante de Químicas en la UNC de Bogotá. No había lugar para más mascaradas. Lo que tanto temía iba a ocurrir. Y le iba a ocurrir a ella.
La locomotora de su pecho recibió otra paletada de carbón. Bombeaba con un ritmo tal que creía que el infarto era inminente. Incluso tenía la sensación de que su pecho se agitaba tan deprisa que sus senos debían de estar pegando botecitos bajo la camisa, como si estuviese saltando a la comba en el instituto. Excitando, todavía más, con el vaivén de sus tetitas, la lujuria del cliente.
«Cálmate, Álex —pensó—, respira de a poquito, no chingues la vaina. Este huevón se va a ir prontico, tú cobrarás su plata, y no pienses más en el peo», se decía a sí misma, mientras abría el kit que le había entregado Zezi.
No se encontraba bien. Temblaba como un cachorrillo desvalido. Le dolía el pecho y la boca del estómago. Porque el miedo duele. Como si te diesen un puñetazo en el plexo solar, o en el centro de la barriga, pero desde adentro hacia fuera. Y tenía miedo. Un miedo absurdo e irracional, como casi todos los miedos. Miedo a lo que iba a ocurrir entre aquellas paredes durante la próxima media hora. Algo que ya era inevitable.
Imploró un milagro en el intestino del funcionario; que el anhídrido carbónico, el ácido fosfórico y el glicerol del refresco de cola produjesen algún tipo de reacción alérgica en los ácidos gástricos para generarle una diarrea galopante, una incapacidad eréctil o un insoportable dolor de barriga. Sin embargo, el cielo no escuchó sus súplicas.
Se movía lenta, torpemente, mientras sacaba del kit el preservativo y lo colocaba sobre la mesilla de noche. Intentó apagar la luz.
—Mejor sin tanta claridad, es más romántico —dijo con un hilo de voz tan temblorosa como sus manos. Pero Armando lo impidió.
—¿Estás loca? Mejor con luz, me gusta mirar —respondió el tramitador, que había perdido toda la timidez inicial al cerrar la puerta del cuarto. Ahora mandaba él. Como si pudiese oler la inexperiencia de la muchacha. Entre aquellas paredes y durante aquellos treinta minutos que había pagado, él dominaba. Y, joder, cómo le excitaba esa sensación de poder.
Resignada a la claridad con que desvelaría sus miserias, Álex extrajo la toalla y la dejó en el cuarto de baño, junto al bidé. Luego sacó la sábana limpia y comenzó a colocarla perezosamente encima de la cama… Armando, impaciente, acudió en su ayuda. No por cortesía, sino porque de esa forma terminaría más rápido y empezarían antes el servicio. De hecho, en menos de un segundo el funcionario ya se había quitado la camisa, los pantalones y los calzoncillos.
Tenía un pene grande. Más grande, desde luego, que ninguno que Álex hubiese visto antes. Una lista que se limitaba a tres candidatos: su hermano John Jairo, con el que había compartido baño hasta que la pubertad y la pérdida de la inocencia convirtieron en inadecuada esa práctica; Diego Fernando, su primer amor y el compañero de instituto con el que había perdido la virginidad; y Carlos Alberto, el que creía hombre de su vida, hasta que lo vio morir a manos de los sicarios del cártel que la habían obligado a esconderse en aquel maldito antro en España. Ninguno de ellos tenía un pene especialmente grande. Tampoco pequeño. Normales, deducía ella, que no había apreciado grandes diferencias de longitud o grosor entre los tres únicos miembros masculinos que había visto en sus diecinueve años de vida. El de aquel tipo le parecía mucho más grande y amenazador. Además, estaba ya del todo erecto, como si quisiese apuntarla con un revólver o con un fusil, para evitar que saliese huyendo del cuarto.
—¿Te ayudo a desnudarte? —dijo el funcionario, despojado de todas sus prendas menos los calcetines y las gafas de culo de botella.
—No, no, ya puedo yo, muchas gracias. Hay mucha luz, voy a apagar la del techo y mejor dejamos la lamparita, ¿vale? —insistió intentando por segunda vez conseguir un poco de penumbra que aliviase, mínimamente, la vergüenza de desnudarse por primera vez ante un desconocido. Pero el desconocido no estaba dispuesto a concederle ni siquiera esa tregua.
—Ya te he dicho que no. Quiero verte —respondió autoritario. Y la vergüenza, sin razón aparente, también se hizo miedo.
Álex empezó a desesperarse. La locomotora de su pecho continuaba recibiendo cargas de combustible. Estaba sola. Desconsoladoramente sola ante aquel tipo desnudo, que la amenazaba con su enorme verga erecta. Así que, con manos temblorosas, comenzó a desabrocharse con torpeza los botones de la camisa. Uno, dos, tres…, el cinturón marrón, que ceñía su cintura, le cortó el paso. Se lo quitó y lo dejó sobre una silla. Después continuó, cuatro, cinco. Se acabaron los botones. Ya no había más recorrido que hacer. En ese instante deseaba haber tenido puesto el vestido malva que le había regalado su abuelita para la última fiesta de Año Nuevo, que tenía como veintitantos botones a lo largo de toda la espalda. Eso le habría dado un poco más de tiempo. ¿Cuánto habría pasado ya? ¿Cuatro, quizá cinco minutos? ¿Solo restaban veinticinco? Ojalá pasasen ya, ojalá se acabase el tiempo y aquel maldito funcionario saliese del cuarto para no volver…
—¿Seguro que no quieres que te ayude? —volvió a repetir impaciente.
Álex se quitó la camisa en respuesta al reproche del cliente. Y tras la camisa cayó el sostén, con relleno y todo, descubriendo sus pechos, pequeños pero perfectamente redondos y erectos. Los ojos del funcionario se clavaron al instante en sus pezones rosados y recorrieron sin pudor cada milímetro de sus senos, con la concentración de un oncólogo. Como si poseyese rayos X en las pupilas, que pudiesen examinar cada uno de sus pechos en busca de algún bulto maligno.
Ella huyó de la mirada lujuriosa del funcionario, girándose para sentarse sobre la cama, mientras se despojaba los pantis. De nuevo torpemente, se encontró con los zapatos, que todavía no se había quitado y que impedían liberar sus piernas del nailon. Se sacó primero el derecho. Después el izquierdo. Los recogió del suelo, sin levantarse de la cama, y los colocó con cuidado al lado de la mesilla. Ya solo le quedaba quitarse del todo las medias. No había más excusas, ni más prendas que le permitiesen consumir más tiempo. Maldijo su ocurrencia de no haberse puesto unas braguitas, o al menos un tanga, con el que ganar un segundo más. No quedaba nada. Se levantó para colocar los pantis sobre la misma silla en que aguardaba su camisa de la suerte, y al girarse se encontró con los ojos inyectados en lujuria del tramitador, que taladraban los gruesos vidrios de sus gafas, impactando con fuerza contra su cuerpo completamente desnudo. Sin ningún pudor, el tipo se estaba masturbando mientras la veía desnudarse. Estaba claro que no iba a desperdiciar ni un solo segundo de los 45 euros que había invertido en el servicio.
Alexandra se sintió sucia. Desvalida. Vulnerable. No había nada halagador en que aquel desconocido del peinado ridículo y los calcetines absurdos expresase de forma tan evidente su deseo. Ni siquiera cuando dijo «qué buena estás», en lo que él entendía como un cumplido.
—Gracias —respondió ella, y añadió—: ¿Pasamos al baño?
Álex recordaba las indicaciones de la Mami, e intentaba seguir los protocolos establecidos para un correcto servicio sexual de pago. Pero algo había hecho mal: el tipo no mostraba la menor intención de entrar en el cuarto de baño para asearse sus partes.
—No, no, no te preocupes, estoy limpio. Ven, acércate. Estoy supercachondo. Qué buena estás… —repitió.
De pronto, agarrado a su miembro como si empuñase una espada samurái, el antes tímido funcionario, que parecía manejable e inseguro en la barra del burdel, se había vuelto un osado e intrépido semental. Y no mostraba ningún síntoma de docilidad. Alexandra había escogido mal de nuevo.
—Es que la jefa nos obliga a lavarnos antes del servicio… Me lavo yo primero y luego le lavo a usted, ¿oka?
—Que no, joder, que no hace falta, en serio. Yo estoy limpio y seguro que tú también. Ven. Chúpala un poquito.
«Ay, Virgencita, ayúdeme». Pero Nuestra Señora de Chiquinquirá tenía lista de espera y se le había colapsado la línea. Sin nadie a quien recurrir, Álex solo podía contar con ella misma. El tipo de las gafas de culo de botella ya había rodeado la cama y se había colocado al lado de Salomé, frotando su espada contra su piel desnuda mientras trataba de besarla. Ella apartó los labios instintivamente, pero el tipo era más fuerte y volvió a girarle la cabeza, hasta ganar su boca. Álex apretó los dientes, cerrando el paso a aquella lengua babosa y viperina que intentaba abrirse camino hacia la suya. Le olía el aliento a ajo y sintió las primeras arcadas. No podía resistirse. Estaba allí para eso. Mejor resignarse y tratar de que terminase cuanto antes.
—Vale, papi, yo se la chupo, tranquilo. —Y se puso de rodillas, sumisa y sometida, ante el funcionario, que estaba cada vez más excitado. El tipo tenía prisa por meter su miembro en algo húmedo, y solo cuando encontró sus ojos a la misma altura que el falo del putero se dio cuenta de que el pene también estaba desnudo y sucio. El olor, a orín reseco mezclado con sudor, la golpeó en la cara, infiltrándose por sus fosas nasales, hasta clavársele en el cerebro. Apenas resistió las náuseas. Tendría que respirar por la boca para no marearse con el hedor. Pero lo peor no era la pestilencia, sino que el pene estaba desnudo. Nuevo error de novata, la situación la había desbordado totalmente y había olvidado colocarle el preservativo—. Un segundo, mi amor, deme un segundito solo para coger el… —intentó decir la colombiana, pero no pudo acabar la frase. El tipo ya había colado el miembro en su boca antes de que pudiese terminar de pronunciar la palabra condón. No estaba dispuesto a esperar.
De pronto toda su boca se llenó con aquella masa de carne dura. Un músculo potente, fibroso. Con las venas azules bien dibujadas. Pleno. Entró hasta la garganta. Y Álex sintió de nuevo las arcadas. Aquel cerdo empujaba con fuerza mientras le sujetaba la cabeza con ambas manos, agarrándola por el pelo. No estaba dispuesto a tener ninguna piedad con su inexperiencia.
A ella le costaba respirar, se le saltaban las lágrimas de la rabia, el asco y la impotencia. Aquel otrora tímido funcionario de tramitación, cual licántropo, había sufrido una mutación convirtiéndose en una bestia cegada por la lujuria, y su agitada respiración ahogaba los lamentos guturales que escapaban de la boca de la colombiana, repleta de carne hasta la tráquea. Imposible respirar por la boca, y haciéndolo por la nariz, el oxígeno le llegaba viciado por aquel asqueroso olor a orines y sudor. Fueron minutos interminables, dolorosos, asfixiantes.
—Date la vuelta, a cuatro patitas, quiero follar…
En cuanto sacó su miembro de la boca de la colombiana, llenó sus pulmones como pudo, mientras sufría un ataque de tos y de náuseas. La única razón por la que no vomitó es porque no había nada que vomitar.
Álex no podía hablar, pero con el rabillo del ojo vio el preservativo sobre la mesilla de noche y lo cogió instintivamente. Necesitaba llenar sus pulmones con aire, pero también necesitaba que aquel hijo de la gran puta se pusiese el condón antes de follarla. Lo único que le faltaba era quedarse embarazada en su primer servicio.
—Póngaselo…
—No, me gusta más sin condón. No te preocupes, que controlo. No me correré dentro.
—No, no, póngaselo, usted póngaselo.
—Que no me gusta con condón, joder, que no siento igual.
—Señor —replicó Alexandra sacando fuerzas de la nada y mirando fijamente a los ojos del funcionario desde el suelo, intentando conferir a sus palabras toda la energía posible—, sin condón no vamos a coger. No va a pasar. Yo lo digo por usted, no quiero pasarle nada de otro cliente, me comprende…
Alexandra era inteligente y rápida de reflejos. Y aun desnuda, vulnerable y tirada en el suelo del dormitorio, había comprendido que lo único con lo que podía contar para sobrellevar la situación era su ingenio. De nada serviría discutir con un cliente cegado por la testosterona y la adrenalina. Tenía que conseguir convencerle de que era él quien tomaba la decisión de utilizar un preservativo, y para eso necesitaba facilitarle algún argumento irrefutable.
—Si quiere lo hacemos sin goma, a mí también me gusta más. Pero antes estuve con dos clientes sin condón y no parecían tan limpios como usted. Y usted no querrá arriesgarse a que le pegue nada feo, ¿verdad?
La argucia funcionó. El funcionario, probablemente casado, no quería arriesgarse a llevarse una gonorrea, ladillas o sífilis, de recuerdo a su esposa. Así que, aunque a regañadientes, se puso el preservativo, mientras refunfuñaba algo sobre lo putas que son las putas… Alexandra completó la frase añadiendo «y además, cuando tienen hijos, se meten a tramitadores judiciales…». Pero solo lo hizo en su mente, no se atrevió a pronunciarla en voz alta.
Mientras se plastificaba el miembro, la colombiana obedeció, subiéndose a la cama y colocándose a cuatro patas. Así al menos no tendría que verle la cara, y a todas luces al tipo le excitaba la postura. Pero lo peor estaba por venir. Era evidente que Salomé estaba cualquier cosa menos lubricada, y el ariete del funcionario se abrió camino entre sus carnes sin ninguna misericordia. La entrada fue terrible. Como si le hubiesen clavado una estaca de madera en la vagina. En ese momento, obviamente, el tamaño importaba. Para mal. Ojalá hubiese tenido un pene más pequeño, más estrecho, más corto. Aquel trozo de carne, ahora puro músculo y nervio, se abrió paso dentro de ella rozando, rasgando, arañando. Pero a pesar del insoportable dolor que sentía, Álex no gritó. Apretó los dientes, se agarró a las sábanas y buscó en la rabia las fuerzas para aguantar los empujones frenéticos y rítmicos del putero. «Córrase ya, cabrón, córrase ya».
Con el frenesí de los envites, el funcionario tiró la silla donde estaba colocada la ropa de Alexandra, y al caer al suelo, la imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá se salió del bolsillo de la camisa y miró con reproche a la colombiana desde la descolorida estampa.
Zas, zas, zas… Álex escuchaba la respiración del funcionario, cada vez más agitada, mientras apretaba, magreaba y sobaba todo su cuerpo. Las nalgas en pompa, los pechos, las piernas… El tipo mentía, como todos. Evidentemente, con o sin preservativo sentía suficiente placer como para llegar al final. Por suerte, a pesar del látex, mantuvo la erección y en unos pocos envites más explotó. No fueron más de tres, quizá cuatro minutos. Pero Dios, qué largos se pueden hacer cuatro minutos.
En cuanto se corrió, el licántropo desapareció, volviendo a transfigurarse en el dócil, tímido y amable funcionario de la barra.
—Uf. Ha estado genial. Perdona si me pasé un poco, pero es que me pusiste muy cachondo… —dijo el putero culpabilizando a la meretriz de su frenético comportamiento—. Ahora me tengo que ir, pero ya volveremos a vernos.
No esperó a que Álex se vistiese ni le acompañase. Se quitó el condón, lo tiró a la papelera que había junto a la mesilla y recogió sus cosas. Ella se quedó tumbada, boca abajo, sobre la cama. Solo sintió que le daba un beso en la mejilla antes de marcharse de la habitación, como un amante enamorado.
En cuanto escuchó cómo se cerraba la puerta al salir, la colombiana rompió a llorar como no había llorado nunca. Las náuseas se hicieron ya incontenibles, y su estómago comenzó a convulsionarse violentamente, pero los espasmos del intestino no encontraban nada dentro que expulsar. A pesar de la ferocidad de las convulsiones y la violencia de las arcadas, Álex no pudo sacar nada de su cuerpo. Ni siquiera la humillación, la vergüenza, la infamia y la degradación que se había tenido que tragar. Todo se quedó dentro de ella. Como el daño irreversible. No por el insoportable dolor que sentía en la vagina, desgarrada por la falta de lubricación y el tamaño y violencia del acto, sino por el dolor que sentía en el alma. Oficialmente ya podía considerarse una fulana, y nada volvería a ser igual desde entonces…
Quizá por eso el cielo había abominado de ella; ni siquiera le concedió la tregua de unos minutos en soledad, para autocompadecerse de su miseria. En seguida sonó el teléfono. Una de las obligaciones del recepcionista era controlar que las chicas no ocupaban los cuartos de trabajo más tiempo del contratado por el cliente. De lo contrario, serían penalizadas con una multa de 20 euros.
—Alexandra, coño, que tenemos que dejar libre la habitación para otro cliente. ¿Te crees una princesita o qué? Si quieres arreglarte, hazlo abajo, en el cuarto del tanga; esos dormitorios son para trabajar.
Álex se tragó la rabia, la culpabilidad y las lágrimas. Recogió sus cosas y salió de la habitación. La noche no había hecho más que empezar.