ESPAÑA
AEROPUERTO INTERNACIONAL DE BARAJAS, MADRID
En cuanto aterrizaron en Barajas, se dirigieron a la ventanilla 16 del control de pasaportes. No fue necesario decir nada. El agente Francisco Javier ya estaba sobre aviso de la hora, el vuelo y los nombres de los viajeros que debía recibir. Aun así, Álex sintió un escalofrío al tender sus documentos sobre el mostrador del policía. El agente echó un vistazo rápido y selló la entrada en el país… Juraría que le guiñó un ojo al hacerlo.
Abandonó el mostrador y cuando atravesaba la sala de recogida de equipajes, se encontró a la pequeña Dolores sentada en un banco, abrazada a su vieja maleta de madera. Mantenía aquella mirada de corderillo desvalido y Álex no pudo evitar saltarse las normas de la «empresa». Su prima Paula ya se había encaminado hacia la salida, y Álex debería haber hecho lo mismo, pero aquella pequeña mulata de aspecto aniñado parecía una huérfana perdida en el gigantesco aeropuerto, así que se acercó a ella y la abrazó.
—No te preocupes, todo va a salir bien, ven conmigo —le dijo con tono maternal. Fue en ese momento cuando dos agentes de la Guardia Civil de paisano les salieron al paso.
—Por favor, acompáñennos un momento. Es un control rutinario —dijeron los agentes de la Benemérita mientras les mostraban sus placas.
—¿Qué pasa? Solo somos turistas —balbuceó Álex mientras continuaba abrazando a la pequeña Dolores, intentando que el corazón no se le saliese por la boca.
—No se preocupe, esto es pura rutina. Vienen de Colombia, ¿verdad? —Álex asintió—. Usted viene de Bogotá y su amiga de Medellín, ¿es correcto? —Volvió a asentir—. Pues si no llevan nada ilegal, no deben preocuparse. Acompáñennos por aquí, no tardaremos mucho.
Los cuatro entraron en una discreta sala del aeropuerto de Barajas, habilitada para los registros, y allí los guardias se tomaron su tiempo en registrar las maletas de Álex y Dolores a conciencia. Acostumbrados a ver miles de viajeros cada día, su intuición policial les decía que había algo raro en aquel par: lo que ellas decían y lo que ellos veían chocaba demasiado.
—¿Así que son turistas? Muy poco equipaje para tener un visado de tres meses en España, ¿no?
—No sé. Si necesitamos algo, ya lo compraremos acá —respondió Álex, que llevaba la voz cantante. Dolores permanecía con la mirada perdida en el suelo, temblando.
—Pues es raro, porque nunca he visto ningún turista que viaje sin una cámara de fotos o de vídeo —señaló perspicaz el policía.
—Sí, es que en España hay mejores cámaras que en Colombia, y más económicas, y pensamos comprar una acá —argumentó mientras sacaba de su bolso los mil euros que le había entregado don Jordi—. Tenemos dinero.
—¿Y a su amiga qué le pasa, no sabe hablar? ¿De qué tiene miedo?
—No, señor, es que allá la policía no es como acá. Allá hay mucha corrupción y la policía trata mal a las chicas a veces, ¿sabe usted? Es por eso que ella está un poco asustada. Además, es su primer viaje fuera de Medellín…
A pesar de que Álex era ágil en sus respuestas, a los policías les seguía oliendo a gato encerrado. Pero aunque vaciaron totalmente las maletas y los bolsos de mano, no descubrieron ningún indicio de mercancía ilegal. Si llevaban algo de «merca» colombiana, tenían que llevarlo encima. Así que decidieron avisar a una compañera guardia para hacer un cacheo.
En cuanto la agente, esta vez de uniforme, entró en la sala y se colocó unos guantes de látex, Dolores se puso a llorar víctima de los nervios. Álex no. Endureció la expresión, apretó las mandíbulas y clavó su mirada, llena de dignidad y orgullo, en los ojos de la policía. El registro era humillante, bochornoso, vejatorio, pero sabía que era imposible que un cacheo descubriese nada ilegal. Aunque aquella situación era demasiado tensa para alguien que nunca antes había hecho nada al margen de la ley como la pequeña medellinense.
La agente cacheó primero a Dolores. Recorrió su cuerpo centímetro a centímetro. Desde la nuca hasta los tobillos, palpando cada milímetro de su anatomía. Después le tocó el turno a Álex.
La guardia se tomó su cacheo más a conciencia. Recorrió sus brazos desde los hombros hasta los dedos de las manos. Su espalda, sus senos, sus nalgas, su cuca, sus piernas… La agente también creía que podría encontrar algo en el cuerpo de Alexandra Cardona, pero Álex sabía que nunca descubriría la «merca», por minucioso que fuese el registro. Porque la «merca» eran ellas.
—Nada, están limpias —sentenció la guardia cuando terminó el cacheo.
Álex respiró aliviada al escuchar aquellas palabras. Era consciente de que aquellos policías tenían el poder de impedirle entrar en España y de obligarla a regresar a Bogotá en el siguiente vuelo. Y en su caso eso podía suponer la muerte.
A pesar del humillante cacheo, cuando atravesaron la puerta de la sala de llegadas de Barajas, Álex sonreía triunfante. Había conseguido superar el primer escollo del destino en España. Paula Andrea se echó en sus brazos y la cubrió de besos.
—Ay, prima, qué mal rato he pasado. Pensaba que ya las mandaban presas de vuelta a Colombia.
—Y nosotras también.
—Venga, chicas, vámonos de aquí —las interrumpió la mujer que aguardaba con Paula Andrea. Era la Mami, que esperaba a las tres jóvenes colombianas para conducirlas a su nueva vida.
Álex la observó detenidamente. La Mami, una brasileña que llevaba más de quince años en España, aparentaba unos cuarenta. Quizá más. Las raíces oscuras de su melena rubia reclamaban a gritos la atención del tinte. Parecía alta, aunque probablemente aquellas botas de cuero y tacón pudiesen engañar en cuanto a su estatura. «Pero sin duda es más alta que nosotras», concluyó Álex tras un rápido cálculo. La concentración de bótox en labios y pómulos evidenciaba su afición al quirófano. Y hacía intuir que aquellos enormes y erectos pechos tampoco eran obra de la genética, sino de la hábil mano del cirujano.
La Mami escoltó a las tres jóvenes colombianas hasta una furgoneta Nissan azul, que las esperaba aparcada en doble fila. Álex sonrió al ver la matrícula: LU-3333. «Capicúa —pensó—, seguro que nos trae suerte». Dentro había un hombre alto y delgado, con el cabello lleno de canas y expresión seria y distante. Solo se dirigió a ellas cuando entraron en la furgoneta:
—Dadme los mil euros que os dimos para el viaje. Rapidito, que no tenemos todo el día.
Las colombianas se miraron entre ellas y rápidamente obedecieron. Sacaron de sus bolsos los sobres con el dinero que les había dado don Jordi y se los entregaron al conductor, todavía aturdidas y desconcertadas por los acontecimientos.
—Esto ya no lo necesitáis —añadió mientras les quitaba el dinero de las manos—, era solo para enseñarlo en la aduana si os decían algo. A donde vais ya conseguiréis vuestro propio dinero.
De pronto, las jóvenes se encontraron sin un solo euro en el bolsillo. Y el puñado de pesos colombianos que conservaban no iba a serles muy útil en Europa.
En los asientos traseros de la furgoneta, dos jóvenes brasileñas que acababan de llegar en el vuelo de São Paulo, captadas también por la «empresa», esperaban a que la Mami y las colombianas se uniesen a ellas.
—Estas son Dolores, Paula Andrea y Alexandra. —La Mami hizo las presentaciones—. Son colombianas. Estas son Marcia y Adriana, brasileñas. Venían con otra chica, pero la han interceptado en la aduana y no le han dejado entrar. Esta misma noche volverá a Brasil.
Al escuchar aquello Álex sintió que el corazón le daba un vuelco. Si hubiese sido ella… Dio gracias a la Santísima Virgen de Chiquinquirá y se acomodó en el asiento de la izquierda, al lado de Paula Andrea, mientras la furgoneta salía del parking de Barajas y enfilaba la A-6 en dirección norte, hacia un lugar que no conocían llamado Lugo, en Galicia, una tierra de la que jamás habían oído hablar.
Durante los más de 500 kilómetros de carretera que las separaban de su destino, no hicieron ninguna parada. Ni siquiera cuando Adriana, una de las brasileñas, alta y estilizada, insistió en que necesitaba ir al baño.
—Senhora, por favor, eu preciso ir ao banheiro…
—Espere um pouquinho mais, ceo —le repetía cariñosamente la Mami, alternando el castellano y el portugués—, llegaremos pronto. El Patrón no está tranquilo hasta que todas llegáis a casa.
Ante ellas desfilaron las praderas de Castilla, todavía anchas y planas como pecho de varón, salpicadas con castillos medievales que les hicieron rememorar cuentos de princesas. Los bosques de Zamora y León, que poco a poco iban tintando de verde el árido paisaje castellano que quedaba atrás. Y aquellas extrañas siluetas de toros bravos, en lo alto de algunas colinas, que parecían vigilar desde su atalaya los vehículos que transitaban la autopista.
Dolores y Paula Andrea devoraban todo cuanto abarcaba su mirada. Álex no. Álex estaba muy lejos de allí. En Bogotá. No podía quitarse de la cabeza el recuerdo de su madre, sola en el pequeño apartamento de Lucero Bajo. ¿Estaría bien?
—No se apure, prima, seguro que está bien —le susurró al oído Paula Andrea adivinando sus pensamientos—. Mi mamá estará pendiente de ella. Al fin y al cabo, son hermanas. Disfrute del paisaje, que estamos en Europa. Mire qué lindo…
Durante el viaje, la Mami las puso al corriente de la que iba a ser su nueva vida. O al menos, en parte.
—Creo que, salvo para Adriana, es la primera vez para todas. Adri ya estuvo aquí hace dos años, así que si tenéis alguna duda, le podéis preguntar a ella o a mí. Sabéis que hemos corrido con todos los gastos de vuestro viaje. Nos hemos ocupado de vuestros billetes de avión, de los visados, de los policías, y de prestaros el dinero para pasar la frontera. Hemos corrido con todos los riesgos y ya veis que a veces sale mal. La chica que ha tenido que quedarse en la aduana y volver a Brasil también nos costó dinero y ella no va a poder trabajar con nosotros para devolverlo, así que lo primero que tenéis que hacer es ganar dinero para pagar lo que debéis, y después todo lo que saquéis será para vosotras. —Mirando primero a las brasileñas y luego a las colombianas se aseguró de que todas la comprendían—. Você entendeu tudo? ¿Las colombianas me habéis entendido también? Así que cuanto antes ganéis los 3000 euros para saldar vuestra deuda, ya podéis empezar a ahorrar para vosotras, y podéis ganar mucho dinero, ¿verdad, Adri?
Pero Adriana no respondió. Se limitó a dibujar una mueca en los labios que intentaba aparentar una sonrisa de asentimiento. El resto del viaje lo hicieron en silencio. Un silencio que solo rompía la radio del coche. El conductor había sintonizado un programa deportivo en la radio de la furgoneta, y fue lo único que escucharon durante todo el trayecto. Ninguna se atrevió a iniciar una conversación.
Y por fin la frondosa Galicia, húmeda y asilvestrada.
Tras más de cuatro horas de autopista, la furgoneta tomó un desvío a la derecha y cruzó un polígono industrial, para luego adentrarse por un pequeño camino vecinal, absolutamente perdido de la mano de Dios.
Su destino resultó ser una casona solitaria en medio de un gran descampado. De color rojizo, bermellón, y puertas y ventanas blancas, solo destacaba un letrero triangular azul con el nombre del local en letras de neón blancas: Club Reinas. La casa se hallaba al final de un camino rural más allá del polígono industrial de O Ceao, a las afueras de Lugo. Una muralla del mismo color ladrillo rodeaba la enorme finca.
Cuando llegaron hasta la verja metálica que evitaba el paso de intrusos, o quizá la salida desautorizada de las inquilinas, el conductor detuvo la furgoneta y tocó tres veces el claxon. Un instante después, la verja metálica se desplazó hacia la izquierda, flanqueándoles la entrada. En cuanto cruzaron hacia el interior de la finca, la verja volvió a cerrarse, con un lamento del metal.
—Bienvenidas al Reinas, chicas —proclamó la Mami en cuanto se apearon del vehículo—. Aquí es donde vais a vivir a partir de hoy. Recoged vuestras maletas y seguidme a las habitaciones.
La Mami comenzó a subir las escaleras con paso firme. El ceñido vestido que dibujaba sus caderas no impedía que las contonease generosamente, marcando el ritmo a la comitiva de recién llegadas. Álex apenas tuvo tiempo de ver, mientras recogía su maleta, que todas las ventanas de la planta baja del edificio tenían rejas. Sintió un escalofrío. Aquellas rejas recordaban más a una cárcel que a un hotel.
Después todas entraron en la casa por la puerta de la derecha, siguiendo a la Mami escaleras arriba. Había otra de madera, más cuidada, a la izquierda. «Esa es la puerta al club», les explicó la brasileña. Por si quedaba alguna duda, un rústico letrero escrito con mayúsculas, impreso en un simple folio y pegado con celo en dicha puerta, advertía:
HORARIO DE BAJAR AL SALÓN ES:
17.45
LA DIRECCIÓN
Dejaron el letrero a la izquierda y siguieron la escalera que las conducía directamente a las habitaciones. En cuando entraron, la Mami les pidió sus pasaportes y los billetes de avión, con el vuelo de regreso cerrado para tres meses después.
—No os preocupéis —dijo—, así evitamos que se pierdan o se estropeen. Os los guardará el Patrón en la caja fuerte y ahí no les pasará nada malo. Si los perdieseis o se dañasen, tendríais un problema muy serio. Y no sería la primera vez que una chica se olvida el billete de avión o el pasaporte en una chaqueta cuando la echa a la lavadora y se queda sin él…
Todas, incluidas Paula Andrea y la pequeña Dolores, obedecieron dócilmente. Todas menos Álex.
—Prefiero guardarlo yo misma, si no le importa —dijo rebelde.
—Tú eres Alexandra, ¿verdad? —respondió la Mami, sin borrar la sonrisa de su rostro, pero fulminándola con la mirada—. No busques problemas nada más llegar, cielo: estas son las normas de la casa, y son para todas. ¿Por qué ibas a ser tú diferente? Venga, dame el pasaporte como las demás y todo irá bien, ya lo verás. Confía en mí.
Pero Álex no confiaba en aquella mujer. Se daba cuenta de que se encontraba en un país extraño, y en un lugar que ni siquiera sabría ubicar en un mapa. En España no conocía a nadie. Solo a su prima Paula Andrea, que estaba en su misma situación. No tenían dinero, ni contactos, ni nadie a quien pedir ayuda. Sin embargo, no entraba en sus planes permanecer en aquel lugar más tiempo que el estrictamente necesario, y se mantuvo firme.
—No busco problemas —insistió intentando justificar su actitud—. Es solo que me siento más tranquila si lo guardo conmigo. No me gusta hacer a nadie responsable si le pasa algo a mis cosas. No se apure, yo me ocupo de conservarlo, pero le agradezco.
Durante unos segundos interminables, Álex y la Mami se clavaron la mirada en silencio, creando una tensión que casi podría tocarse con la mano. Paula Andrea intervino tratando de evitar que el conflicto fuese a más.
—Disculpe, señora, ¿puedo ir al cuarto de aseo?
—Un minuto, cielo —respondió sin apartar los ojos de Alexandra—. Ahora os enseño vuestras habitaciones. Está bien, Álex, quédatelo… por ahora. Ya se lo explicarás tú al Patrón.
Después de recoger la documentación de las nuevas, las condujo a sus cuartos. Por suerte no las separaron. Álex, Paula y Dolores, las tres colombianas, compartirían habitación con una tal Luciana, brasileña. Las demás recién llegadas se instalarían en otras.
—Podéis deshacer la maleta y organizaros —les dijo la Mami antes de marcharse—. Comemos a las dos y abrimos a las seis menos cuarto de la tarde, pero antes vendrá don José, el Patrón, a conoceros. Luciana os explicará un poco cómo funciona todo… —Y la Mami salió del cuarto fulminando con la mirada a Alexandra.
La habitación no era gran cosa, pensó Álex, pero al menos era un refugio temporal. Paredes blancas. Suelo de madera. Las camas, cubiertas con un edredón a cuadros. Una ventana corredera de aluminio, con una persiana enrollable de plástico. Sin cortinas. En las paredes, un par de pequeñas estanterías de madera con algunos peluches, una botella de anís y un reloj despertador. Álex echó en falta algún libro. Al parecer, ninguna de sus compañeras de cuarto compartía su afición por la lectura.
Unas austeras mesitas de noche y un armario empotrado. Un teléfono blanco engarzado a la pared, que solo comunicaba con la recepción. Tras la última reforma ordenada por el Patrón, todos los cuartos del Reinas tenían aseo propio, y televisión, aunque esta funcionase con un sistema de monedas similar al de los hospitales. Más dinero para la empresa. Al final todo se reducía a eso…
Alexandra escrutó con detenimiento la habitación, y después abrió la ventana corredera y se asomó al exterior. Su cuarto daba a la espalda del club, justo sobre el aparcamiento. Calculó la distancia hasta el suelo: unos cuatro o cinco metros. Demasiada para saltar sin correr el riesgo de romperse una pierna. Giró la cabeza a la derecha. A un metro y medio por debajo, la instalación del aire acondicionado. Quizá podría resistir su peso para ayudarla a bajar… Pero si se quebraba, el golpe podría costarle algún hueso. Después giró la cabeza a la izquierda: bajo la ventana de la habitación de al lado estaba una de las puertas de acceso al club, cubierta por un tejadito de uralita, a menos de dos metros de la ventana. Y otros dos metros y medio hasta el suelo. Esa era una opción más razonable.
Lamentablemente, justo al lado de esa ventana estaba colocada una de las cámaras de videovigilancia, que cubría la parte trasera del local. Si quería escapar por allí, tendría que encontrar la manera de burlarla.