ÚNICA ALTERNATIVA

BARRIO LUCERO BAJO. SUR DE BOGOTÁ, COLOMBIA

Alexandra Cardona atravesó media Bogotá a pie. No tomó el alimentador. Pensó que sería más seguro caminar, siempre mirando atrás, con la angustia permanente de reconocer el rostro del sicario venezolano entre la gente, siguiendo sus pasos. Tardó horas en llegar desde la facultad a su barrio, Lucero Bajo, porque dio varios rodeos por Santa Viviana y La Pradera para cerciorarse de que nadie la seguía.

Sentía un dolor terrible en los pies a cada paso, pero la adrenalina y el miedo son poderosos anestésicos neuroquímicos para el tormento.

En cuanto llegó a su apartamento y comenzó a calmarse, acusó todo el impacto físico y emocional de aquel esfuerzo. Apenas tuvo aliento para besar a su madre y excusarse con un «tengo mucho que estudiar, mamita, me voy para el cuarto». Después se encerró en su habitación, simulando estar concentrada en el estudio, encendió la radio para amortiguar el llanto y se desplomó sobre la cama, desbordada por los acontecimientos. ¿Cómo podía haberse visto envuelta en aquella situación en solo veinticuatro horas? ¿Qué iba a hacer ahora? ¿A quién acudir? Si al menos John Jairo estuviese allí, él sabría qué hacer. Su hermano mayor era su único referente tras la muerte de su padre, pero hacía meses que no tenían noticias suyas. Los miembros de las guerrillas colombianas permanecen largas temporadas incomunicados en los frentes de combate, en lo más profundo de la selva.

Abrió su perfil de Facebook con la remota esperanza de un milagro. Cuando John Jairo tenía la posibilidad de bajar a alguna ciudad y acceder a un cibercafé, solía enviarle un mensaje desde una identidad ficticia que utilizaban para comunicarse. Álex sabía que, como todas las familias de los guerrillos, sus comunicaciones telefónicas, postales e informáticas estaban pinchadas por la policía y la inteligencia colombiana, y su hermano y ella habían acordado una serie de claves para comunicarse clandestinamente. No había ni rastro de John Jairo en su muro, ni en su buzón de correo; sin embargo, todos sus compañeros de facultad estaban comentando en las redes sociales el incidente que se había producido esa mañana en el campus, la extraña muerte de un hombre en el edificio de la Biblioteca Central y las preguntas que los miembros de la policía que habían precintado el edificio estaban haciendo a todos. Ni una palabra sobre Carlos Alberto. Tampoco sobre la mochila amarilla: imaginó que se la llevaría de allí el otro venezolano.

Álex sintió que le faltaba el aire. Era real. Estaba muerto. Había matado al asesino de su novio. De pronto recordó aquella temeraria propuesta de su prima Paula Andrea. Una oscura proposición que reciben muchos jóvenes en Colombia, y que la inmensa mayoría desestiman. Solo que a Álex se le habían terminado las alternativas. No existía otra forma de escapar de Bogotá, y ahora, aquella inconsciente invitación a una aventura alocada sonaba plausible. Ya no había nada que perder. Unas semanas antes todo era distinto: tenía un futuro que compartir con la persona amada y aquella temeridad se le antojaba inviable.

—Dele, Álex, no me puede dejar sola en este peo… —insistía su prima Paula Andrea—. Yo necesito la plata, y hablamos de mucha plata. Y mire, es Europa, España. ¿Cuándo vamos a tener una oportunidad así para viajar a Europa? Conocer gente sofisticada, interesante, con billete. Yo quiero ir, Álex, y usted tiene que acompañarme…

—¿Usted qué fue, que se enloqueció o qué, prima? Eso es muy peligroso. Mi mamá me mata si sabe que estoy metida en este cuento. Y se mata ella. Eso es un mierdero. Nadie regala nada, Paula, no sea pendeja.

—¡Verga, Álex! Eso ya lo sé. Pero es un trabajo. El patrón gana y usted y yo también. Mi cuñada ya me explicó cómo funciona todo este peo. Ella ya hizo varios viajes a Europa, no solo a España, y conoce bien la vaina. Nació en Cali y conoce a mucha gente allá que está en el negocio…

—No sea loca… Si alguien se entera…

—Nadie se tiene que enterar. Vamos como turistas, ganamos plata y volvemos con la bolsa llena. Allá podremos visitar el Museo del Prado, la Sagrada Familia, la Giralda. Podremos bañarnos en el Mediterráneo, comer paella, ir a los toros… Coño, Álex, piénselo. Quizá podamos ir a algún concierto de Alejandro Sanz, o de Amaral, o de Bisbal… ¿Se imagina? Conocer a Bisbal… Es un sueño.

—Que no, Paula, no insista. No quiero hablar más del tema…

Tres semanas después de aquellas conversaciones, el asesinato de Carlos Alberto, la persecución en el campus y la accidental muerte del sicario lo habían cambiado todo. En cuanto consiguió secarse las lágrimas cogió el teléfono y buscó el número de su prima Paula Andrea. No fue fácil. Todavía le temblaban demasiado las manos.

Alexandra era consciente de que aceptar aquella oferta también implicaba un peligro real. Tal vez un peligro de muerte. Pero si continuaba en Bogotá, tarde o temprano darían con ella y, lo que es peor, quizá con su madre.

—¿Aló?

—¿Sabe qué, prima? Lo vamos a hacer. Nos vamos a Europa.