CORRE, ÁLEX, CORRE…

CAMPUS UNIVERSITARIO, BOGOTÁ

Al apearse del autobús en la Ciudad Blanca, el campus universitario de Bogotá, Álex se quedó un instante quieta en la acera, entorpeciendo el tráfico de estudiantes que la miraban desdeñosamente. «Muévase, chica, que la calle no es suya». No lo hizo. Permaneció allí, bajo la marquesina, con la respiración encogida, observándolo todo a derecha e izquierda. Después se giró 180 grados y también escrutó el otro lado de la calle en busca de alguna señal de peligro, pero todo parecía normal. Un día más en la ciudad universitaria. Como cada jornada, más de cuarenta mil personas, entre estudiantes, profesores y personal, circulaban por las más de cien hectáreas del campus de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá.

Estaba cansada. No había pegado ojo en toda la noche y sentía un profundo dolor en los pies, después de haber cruzado media ciudad descalza. Se había pasado la noche rezando y pensando, intentando decidir cuál sería el movimiento más razonable en la mortal partida de ajedrez en la que su novio la había involucrado sin previo aviso. Y en toda partida de ajedrez, eliminar a la Reina es objetivo prioritario del adversario…

Al llegar a casa, ya entrada la madrugada, su madre dormía. Dio varias vueltas a la manzana para comprobar que nadie la seguía y por primera vez en su vida se alegró de haber sido siempre tan discreta con la ubicación de su pequeño apartamento en Lucero Bajo, un barrio modesto del sur de Bogotá. Ningún compañero del trabajo o la facultad, ni siquiera su novio, conocía la dirección exacta de su domicilio. Álex siempre se había sentido avergonzada por la humildad de aquella vivienda, que contrastaba notablemente con los pisos modernos y los barrios residenciales de sus compañeros, mucho mejor situados económicamente. La pensión de la viuda de un profesor y el sueldo de su hija en la zapatería no permitían muchos lujos. Ahora aquella discreción había jugado a su favor y por fortuna nadie había aporreado su puerta de madrugada. Eso significaba que los asesinos ignoraban dónde vivía.

Se deshizo del vestido, que había destrozado en su huida al esconderse debajo de algún coche, o en algún callejón sucio y oscuro, cuando creía escuchar a sus perseguidores acercándose por su espalda. Se duchó, y mientras valoraba su próximo movimiento, decidió que no le diría nada de lo que había ocurrido a su madre. Desde la muerte del padre a manos de los paramilitares, sufría una depresión crónica. Adicta a los tranquilizantes, había perdido su trabajo y ya tenía bastantes preocupaciones.

Además, la policía y la inteligencia colombiana las habían presionado mucho desde que John Jairo, como otros jóvenes del barrio, se había hecho guerrillo. Una historia recurrente en algunos barrios humildes de Colombia. Tras la muerte del viejo profesor, el hermano mayor, heredero de la tradición marxista de su padre, se había alistado en el Frente 43, en el Bloque Oriental. Ella buscó consuelo en la ciencia; John Jairo, en la venganza. Evidentemente, Álex tampoco podía pedir ayuda a la policía. Estaba sola.

Solo cuando decidió que no había ninguna amenaza inmediata comenzó a caminar hacia el Departamento de Química del campus. Despacito. Observando todas las caras que se cruzaba. Sintiendo un sobresalto cada vez que detectaba un rostro que no le era familiar, o cuando su mirada se topaba con otra. Qué difícil le resulta controlar la paranoia al que se sabe perseguido.

Al llegar al edificio marrón y blanco del Departamento de Química, que pedía a gritos una reforma urgente, subió los diez peldaños y se detuvo de nuevo ante la gran cristalera de la entrada. Allí volvió a girarse. Contempló la explanada, por la que circulaban docenas de estudiantes y profesores. Se detuvo un instante en cada uno de ellos intentando localizar alguna señal de amenaza. También observó a los pequeños grupos que charlaban en algunos de los bancos de cemento que rodean el edificio, y a los recostados en el césped. La mayoría eran compañeros de química, o de otras facultades. Rostros familiares.

Sin poder evitarlo, alzó la mirada al otro lado de la plaza Jaime Garzón. Justo enfrente del Departamento de Química se erigía el edificio de Ciencia y Tecnología y las aulas de Ingeniería. Allí estudiaba Carlos Alberto. Y la imagen del sicario golpeando su cráneo con un martillo de carpintería volvió a materializarse en su retina. Quiso llorar, pero no encontró lágrimas. La rabia, el miedo y la indignación competían enérgicamente con la tristeza en su corazón. «Huevón, ¿cómo has podido meterme en esta vaina sin advertirme del peligro que corría?», pensaba. Ahora era la testigo de un crimen. No podía recurrir a la policía, ni tampoco compartir con nadie su angustia, porque hacerlo implicaría compartir la amenaza. Lo cierto es que estaba sola.

Entró en el edificio y fue directa al laboratorio. Caminaba concentrada, observando todos los detalles. Había recorrido aquellos pasillos miles de veces durante los últimos años, antes incluso de matricularse como estudiante oficial del campus, aunque nunca antes se había sentido amenazada en ellos. Se cruzó con varios compañeros, pero no les devolvió el saludo.

Al llegar al laboratorio principal, se detuvo un instante en la puerta del pasillo norte y echó un vistazo. Todo parecía normal. Las grandes mesas repletas de instrumental. Al fondo, al lado de la puerta sur que daba acceso a los pasillos de la otra ala del edificio, la pizarra llena de fórmulas químicas. A la izquierda, las ventanas que daban al patio. A la derecha, las estanterías de productos químicos. Detrás, las taquillas de los alumnos.

Cruzó la enorme sala rodeando las mesas de trabajo y se acercó a su taquilla con el corazón en vilo. Tenía la esperanza de que nada hubiese ocurrido, de que todo hubiese sido un mal sueño, pero la pesadilla continuaba. Habían forzado la cerradura. Los sicarios habían estado allí. Quizá todavía estaban. Su corazón empezó a galopar, se giró y volvió a observar a su alrededor, conteniendo la respiración para escuchar con mayor nitidez cualquier sonido sospechoso. El taconeo de un zapato de varón, una respiración ajena, el montaje de un arma…

Un arma. Eso necesitaba. Recorrió con la mirada las mesas y los estantes del laboratorio para descubrir todo un arsenal: probetas, pipetas y buretas; gradillas repletas de tubos de Thiele y de ensayo; vasos de precipitado, matraces y balanzas; mecheros Bunsen, mallas bestur y generadores de Kipp… Herramientas precisas con las que Alexandra Cardona, como cualquier químico medianamente competente, podría fabricar todo tipo de armas letales. Mezclando, descomponiendo, precipitando componentes base con iniciadores. Acetiluro de plata, fulminato de mercurio, trilita, ácido pícrico, triyoduro de amonio, tetranitrometano, nitrocelulosa, hexanitrato de manitol, cloratita…, nombres indescifrables para el profano. Un bote de polvos, un líquido o un gel en apariencia inofensivo, pero que en manos expertas podía convertirse en un instrumento demoledor.

De pronto escuchó un leve chirrido. Las bisagras de las puertas de aquel viejo edificio necesitaban un lubricante con urgencia, y aquello fue lo que la alertó. Cuando abres una puerta vieja enérgicamente, como un profesor que acude a su puesto de trabajo o un estudiante que llega a clase, no importa el óxido que acumulen sus bisagras: el sonido es apenas perceptible. Pero si empujas esa misma puerta a hurtadillas, de manera clandestina, con sigilo, el rozamiento de las moléculas de óxido en el metal delatará tus perversas intenciones con un lastimero rechinar. Alguien se acercaba al laboratorio intentando ocultar su presencia. Y eso no era bueno.

Álex echó a correr, pero antes tomó prestados algunos botes de componentes químicos de la estantería y algunas herramientas de la mesa más cercana a la puerta del ala sur. Salió por la parte de atrás del edificio, la que da a la Facultad de Farmacia, dejando a la izquierda el viejo bloque de Ingeniería y con él la memoria de su novio asesinado. En ese momento echó la vista atrás, y todos sus temores se confirmaron. Reconoció inmediatamente al sicario de acento venezolano que pretendía violarla y ejecutarla menos de doce horas antes. Todavía tenía una expresión de furia en la mirada. «Corre, Álex, corre…».

A pesar del dolor que sentía en los pies, aceleró el paso. Atravesó el bosque del Jaguar y la Playita, esquivando como pudo a docenas de estudiantes. La Playita era la zona verde de descanso preferida por la mayoría de alumnos del campus, que tuvieron que hacerse a un lado para dejar paso a aquella loca que corría como si la persiguiese el mismo demonio.

El sicario era rápido. Le estaba comiendo terreno y el dolor en los pies era cada vez más insoportable, pero Álex siguió corriendo hasta llegar a la plaza del Che, emblemático punto de encuentro de la Ciudad Blanca. Allí se paró en seco. De frente, asomando por la esquina de la torre de enfermería, descubrió al hombre que había asesinado a su novio la noche anterior. El sicario del martillo de carpintero cojeaba un poco por las quemaduras. Reconoció también la bolsa de deportes amarilla que llevaba al hombro: era la misma que Carlos Alberto le había pedido que le guardase en su armarito días atrás. Se maldijo por no haberse tomado la molestia de averiguar su contenido. «Si la hubiese revisado, quizá nada de esto habría pasado —pensó Álex mientras el sicario clavaba en ella su mirada—. El coño de madre sonríe porque me tienen rodeada».

Alexandra Cardona respiró hondo. De su próximo movimiento dependía la resolución de la partida. A la izquierda de la plaza, el auditorio León de Greiff, con la imagen más famosa del Che Guevara en su fachada y donde había asistido a múltiples conferencias, congresos y eventos científicos. Conocía bien sus salas y pasillos, era una buena opción. A la derecha, la gigantesca Biblioteca Central del campus, con fama de ser la mejor de Colombia: un edificio laberíntico de cuatro plantas, con escaleras zigzagueantes, anchas columnas y salas repletas de estanterías atestadas de volúmenes. Y con las hermosas esculturas a tamaño natural de la colección Roberto Pizano, algunas de las 239 piezas de arte que reproducen las grandes estatuas griegas, romanas, góticas o renacentistas que salpican las salas del edificio y su vestíbulo principal. Las efigies de patricios, senadores y pretores eran una premonición de su destino, pero ella no podía saberlo…

Aquel era el lugar preferido de Alexandra Cardona en todo el campus. Solo en el laboratorio había pasado más horas que en aquella biblioteca, que conocía como la palma de su mano. Evidentemente, esa era una mejor opción. Enroque a la derecha.

Álex echó a correr hacia la entrada principal. A partir de entonces todo ocurrió muy rápido, sin casi dar tiempo a los estudiantes ni a los empleados que se encontraban en la Biblioteca Central para reaccionar.

La joven entró en el edificio como en tromba, con el sicario del martillo pisándole los talones. Esquivó una de las estatuas de Pizano del vestíbulo. Amagó en la segunda y bordeó la tercera antes de echar a correr hacia las escaleras del ala derecha. Intentó subir los peldaños de dos en dos, pero el matón los subía de tres en tres. Inútil escapar, el hombre era más rápido, más alto y de mayor zancada. Antes de llegar a la segunda planta sintió cómo una mano atrapaba su tobillo y cayó al suelo. El sicario sonreía satisfecho.

—¡Ya la tengo, perra!

Volvió a subestimarla. Álex se giró, espalda a tierra, y comenzó a patalear con fuerza. Hubo suerte: más por azar que por tino, una de las patadas le alcanzó en los testículos, y el macho se llevó las manos a la entrepierna. Álex había ganado solo dos segundos de tiempo.

Mientras pataleaba con el asesino, reaccionó por puro instinto. Echó mano al bolso y sacó el bote de laca. Apuntó a sus ojos y apretó el pulsador. El chorro de acetato de vinilo, copolímeros, anhídrido maleico y alcohol salió a presión, impulsado por los clorofluorocarbonos, directo al rostro del sicario. El tipo ni se inmutó.

—Hijaeputa, ¿cree que va a pararme con esto?

Álex no se molestó en responder, esta vez no necesitaba producir fuego con electricidad: había tomado la precaución de llevarse un encendedor. El iniciador prendió el chorro de gas en suspensión, convirtiendo el inofensivo spray de laca para cabello en un improvisado lanzallamas.

Más por la sorpresa que por su poder de combustión, el matón acusó el atávico temor al fuego de todos los seres vivos. En cuanto aquella llama anaranjada impactó contra su rostro, quemándole el cabello, las cejas y las pestañas, dio un paso atrás. Puro instinto de supervivencia, pero su pie no encontró ningún peldaño en el que asentarse. La tierra atrajo el cuerpo del sicario como un electroimán de alto voltaje, y el tipo empezó a rodar por las escaleras con la cabellera en llamas al tiempo que Álex echaba a correr en dirección contraria. Apenas escuchó el sordo crac de las vértebras del sicario al romperse en el filo de un peldaño. Se partió el cuello limpiamente. De un golpe. Con la misma rotunda eficacia con que su martillo de carpintero le había roto el cráneo a su enamorado unas horas antes. Lex talionis.

Volvió a bajar por las escaleras del lado opuesto del vestíbulo, pero el matón de acento venezolano entraba en ese momento en el edificio cortándole la salida por la puerta principal. El cuerpo del sicario del martillo rodaba escaleras abajo, ya sin vida, golpeándose la cabeza envuelta en llamas en cada peldaño. Aún llevaba enganchada al hombro la mochila amarilla. El venezolano intentó socorrerlo, aunque ya era tarde. Con el rabillo del ojo vio a la universitaria bajando las escaleras del otro lado del vestíbulo y perdiéndose por el pasillo del fondo.

—¡Hijaeputa, lo has matado! —gritó tan furioso como sorprendido por el imprevisible desenlace de aquella persecución.

Álex lo escuchó, pero no dejó de correr hacia los lavabos de la planta baja. Desde allí saltó por una ventana hacia el exterior del edificio y continuó corriendo a través de los arbustos de los jardines de Freud, entre la Facultad de Derecho y la de Ciencias Humanas.

Mientras dejaba atrás la Ciudad Blanca, avanzando hacia la calle 26, se hizo consciente de que su pesadilla solo había echado a andar. Huir, escapar, era su único pensamiento. No solo había presenciado un asesinato, sino que ella misma acababa de matar a un hombre. De pronto supo que nunca más podría regresar al Departamento de Química: su prometedora carrera científica había concluido antes de comenzar siquiera.

Si antes ya era difícil, ahora resultaba totalmente imposible buscar ayuda en la policía. Para las autoridades colombianas no solo era la hermana de un terrorista, sino también la ejecutora del hombre que había asesinado a su novio. Nadie iba a creer que había sido un accidente. Necesitaba dinero para escapar.