PREFACIO

Ella tomó a la chica de la mano para evitar que se perdiese entre la multitud de patricios, centuriones y cortesanas, prefectos, esclavos y vestales, gladiadores, pretores y bárbaros… Él abría camino, apartando a los romanos a empujones y marcando la ruta de escape. Los sicarios les estaban pisando los talones.

El patrón solo había repetido a sus hombres las órdenes del clan de los corruptos: bajo ningún concepto podían llegar a su destino… vivos.

Los tres corrían, mimetizados entre el gentío de aquel «Coliseum» callejero, hasta que les cortaron el paso. En cuanto vio a aquel tipo plantado en medio de la plaza, con la mano oculta bajo la ropa, supo que era imposible evitar el enfrentamiento.

«Nada de disparos, eso atraería a la policía. Sed discretos. Que parezca un apuñalamiento durante un robo», había ordenado el jefe. Por eso, en lugar de una pistola el sicario extrajo un enorme machete.

El hombre hizo el ademán de sacar su arma, pero ella soltó a la chica y le sujetó la mano. «Aquí no —le dijo mirándole intensamente a los ojos—. Podrías herir a alguien inocente». El asesino sonrió mientras avanzaba resolutivo hacia sus presas. Cuando estaba a su altura lanzó el primer mandoble, y ella apenas tuvo tiempo de arrebatar a uno de los centuriones su escudo e interponerlo entre su cuerpo y la hoja de metal. El cuchillo atravesó la madera y se quedó atorado un segundo, el mismo que aprovechó el hombre para desenfundar la espada de uno de los gladiadores, y colocarse entre ellas y el sicario.

—¡Seguid! Tienes que conseguir que llegue antes de que venga el resto.

Ella dudó. Por un momento sus ojos se clavaron en los de él, mientras el sicario libraba su cuchillo y amagaba un nuevo mandoble. «No aguantará mucho», pensó cuando el filo de metal arrancó las primeras astillas de la gladium. Definitivamente, habían llegado demasiado lejos. Se sentía como el personaje de una película, pero no. Aquello era la vida real. Y les quedaba demasiado grande…