Leo1

You can rough me up,

You can break me down,

Baby don’t stop now.

The Maine, «Don’t Stop Now»

Tres días después de cortar con Sophie, Tonya regresó a mi vida. Aquel miércoles por la mañana, el cartero dejó en la recepción del Princeton High una caja para mí. Cuando bajé a por ella, el corazón de mi bola 8 era lo último que esperaba encontrarme y, sin embargo, la emoción del reencuentro casi me hizo soltar una lágrima.

Antes de que el ascensor me devolviera a mi habitación, ya llevaba el icosaedro colgando del cuello.

La última semana de concurso estaba resultando extenuante. Ya había imaginado que sería mucho más intensa que las anteriores, pero no de esa manera. Primero, la prueba general de los artistas, luego, el ataque de Zoe y su expulsión, y, por último, el e-mail de Emma a Ícaro y a mí para informarnos de que, a todas luces, Aarón había descubierto nuestro mensaje en plena noche. Todo ello sin contar el hecho de que, dos días antes, me había liado con ella, la ex de mi hermano.

No había vuelto a ver a Emma desde entonces, y tampoco sabía muy bien cómo íbamos a afrontar el reencuentro. Después del beso, nos habíamos separado sin pronunciar palabra y habíamos estado de acuerdo en que se había hecho demasiado tarde y que debíamos volver a casa. Cada uno a la suya.

En el fondo necesitaba hablar con ella cuanto antes sobre el tema y aclarar que, a pesar de lo que ella pudiera sentir por mí, había sido un error, un malentendido producto del alcohol y las circunstancias del momento; que no podíamos seguir con ello.

Además, yo acababa de salir de una relación bastante tumultuosa que me había obligado a replantearme hasta qué punto merecía la pena eso del amor. Por no hablar de que, si Aarón llegaba a enterarse, me descuartizaría. En definitiva, se mirase como se mirase, aquello no saldría bien de ninguna manera. Fin.

Mientras hacía tiempo antes de ir a visitar a Zoe al hospital, aproveché para revisar mis correos y comprobar que, como venía sucediendo desde que se anunció la enfermedad de la violinista, había recibido nuevas peticiones de asociaciones relacionadas con ella.

De pronto, todo el mundo parecía interesado con el tema. En televisión, en la radio, en revistas y por supuesto en internet no dejaban de aparecer más y más artículos sobre la enfermedad de Addison. El descubrimiento de que Zoe la tenía había levantado semejante polvareda que hasta se estaba hablando de organizar un maratón en diferentes ciudades del mundo para recaudar dinero y ayudar a los afectados.

Cora me había obligado a empollarme el tema como si fuera a dar una ponencia al respecto. Quién era el tal Addison, dónde estaba la dichosa glándula adrenal o qué demonios era exactamente la insuficiencia corticosuprarrenal primaria eran algunas de las múltiples cuestiones que mi agente consideraba que debía saber responder en caso de que los medios me preguntasen.

Normalmente, los mensajes le llegaban a ella, pero siempre había quienes encontraban mi correo y aprovechaban para ponerse en contacto conmigo sin intermediarios. Tras reenviárselos para que lidiase con ellos como considerara conveniente, me metí en la web del programa y comprobé que no hubieran subido nuevos vídeos de los que tuviera que ser consciente.

Por suerte, desde la «noche sin cámaras», la popularidad de Aarón y Zoe había aumentado exponencialmente. De no haber tenido ella que abandonar la casa, estaba seguro de que uno de los dos se habría alzado como vencedor. Pero ahora que ella faltaba, me preocupaba que mi hermano lo mandara todo al garete.

A partir de la salida de Zoe, Aarón pasaba de tener momentos de fructífera creatividad a otros de mera contemplación al infinito. Vamos, que se tiraba en la cama con los ojos pegados al techo y no se levantaba en lo que podían ser horas. No era solo la situación de la violinista lo que le tenía sorbido el seso, sino también nuestra nota de aviso, que confirmé que había encontrado cuando, en uno de los resúmenes del martes, mostraron a los concursantes con los recuerdos que les habíamos dado en la última gala.

Aun así, tenía que reconocer que, con cada día que nos íbamos acercando a la gala final, mi hermano se iba volviendo más y más productivo. Su idea del espectáculo basado en La Odisea había causado furor en la calle, e igual que ocurría con la enfermedad de Zoe, la historia de Homero parecía estar sufriendo un revival de proporciones inesperadas. ¿Quién lo iba a decir?

Algunas tiendas avispadas habían comenzado a vender complementos de merchandising vagamente relacionados con la novela, mientras que las librerías colgaban carteles sobre pilas de libros anunciando que ese era «¡el libro que leen los artistas de T-Stars!», y no un clásico cualquiera.

También habían surgido rumores de que varias productoras de Hollywood estaban planteándose seriamente hacer remakes del clásico amparadas por el hecho de que el último era de hacía más de una década. Al menos, supuse, la situación había provocado que miles de jóvenes de todo el mundo decidieran leerse la historia de Ulises, cosa que seguro encantaba a más de un profesor de literatura.

Con una llamada perdida al móvil, Ícaro me aviso de que ya estaba abajo y que me esperaba para acompañarme al hospital. Revisé que llevara todo lo necesario encima, me puse las gafas de sol y bajé a la calle.

—¡Cuánto tiempo! —Ica se separó del coche, donde se encontraba apoyado y se acercó para darme un abrazo—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Fuiste a San Francisco? ¿Hablaste con Sophie?

Ya dentro del Bugatti le puse al día de todo lo ocurrido, excepto de lo de Emma. Me habría gustado haber podido hablar con él antes, pero preferí esperar a verle en persona. Según me había dicho en un escueto mensaje, se había pasado los últimos días con su padre de reunión en reunión por las diferentes sedes de la empresa. Desde luego se le notaba más cansado y menos enérgico de lo normal. Cuando se quitó las gafas de sol, advertí que tenía bolsas bajo los ojos, probablemente a causa de las innumerables noches de desfase que debía de haber tenido; dudaba que la presencia de su padre hubiera amainado sus inagotables ganas de salir de juerga.

—Menuda zorra —comentó cuando terminé la historia—. Al menos te ha devuelto a Tonya.

Al oír el nombre, me llevé la mano al pecho y agarré el dado.

—El amor es el mayor timo del universo —dije—. Se pasan la vida vendiéndotelo como si fuera algo único, sin lo que no puedes vivir, y después te encuentras con algo completamente distinto, mucho más defectuoso y decepcionante. ¡Y encima no existe un maldito teléfono de reclamaciones para desahogarte!

—Por eso yo hace tiempo que dejé de buscarlo. Como bien has dicho, querido amigo, no es más que una ilusión.

Fingí estar sorprendido.

—O sea, que cuando me besaste… ¡¿no estabas enamorado de mí?!

—Ya sabes que lo hice porque eres famoso —contestó él, y ambos soltamos una carcajada.

Ícaro torció por la Setenta y ocho y redujo la velocidad hasta encontrar un hueco donde aparcar. Después nos dirigimos a la puerta del hospital. Como esperaba, un grupo de periodistas se abalanzaron sobre nosotros en cuanto me reconocieron.

Intenté contestar a todas sus preguntas escuetamente, pero después de ver que no acababan nunca, y que se iban volviendo cada vez más y más personales, tuve que disculparme y abrirme paso hasta la recepción, donde me esperaban Ícaro… y Emma.

—¿No podías haber entrado por la puerta trasera? —preguntó ella con su habitual ceja alzada y el pelo recogido en una coleta larga.

Verla tan compuesta, tan tranquila, después de nuestro beso, me dejó descolocado durante un momento.

—Bueno, nadie les dice nada y están preocupados… —contesté cuando me recuperé.

—Sí, preocupados como un puñado de buitres.

Pasé por alto su comentario y le pregunté a Ícaro si sabía en qué habitación tenían ingresada a Zoe.

—En la 201 —se le adelantó Emma—. ¿Vamos?

—¿Tú también? —pregunté.

—¿Cómo que si yo también? Pues claro. Quiero saber qué ha pasado por si nos sirve para ayudar a Aarón.

—Ya, pero…

—¿Venís o qué, tortolitos?

Emma y yo nos miramos con la culpabilidad reflejada en los ojos, pero enseguida comprendimos que Ícaro, desde el ascensor, solo bromeaba. Entramos y nos colocamos cada uno a un lado de nuestro amigo.

—Vale, ¿qué ocurre aquí? —preguntó el joven productor tras unos segundos de incómodo silencio.

—Nada —me apresuré a contestar.

—¿En serio? —dijo escéptico—. ¿Os habéis liado en mi ausencia o qué? Superadlo y sigamos adelante. Paso de malos rollos si no los provoco yo. Ah, 201… es aquí —exclamó cuando las puertas se abrieron y el cartel apareció ante nosotros. Pero ni Emma ni yo nos movimos de nuestro sitio. Nos limitamos a contemplar a Ícaro con el gesto torcido y las bocas medio abiertas. Cuando se volvió para ver por qué no le seguíamos, la comprensión se dibujó en su rostro.

—Estáis de coña —dijo quitándose las gafas para confirmar que no era producto de su imaginación—. ¡Estáis de coña! Tenéis que estarlo. ¿No lo estáis? No lo estáis, joder. ¿Os habéis lia…?

Emma se plantó delante de él y le tapó la boca antes de que terminara de hacer la pregunta.

—Sí, nos hemos liado —dijo en un agresivo murmullo—. Pero ambos íbamos borrachos y no significó nada. Ya está olvidado, ¿verdad? —preguntó volviéndose hacia mí. Cuando asentí, añadió—: Así que mejor si todos hacemos como si nunca hubiera ocurrido. Ahora, ¿podemos dejar de perder el tiempo? Gracias.

Dicho aquello, enfiló el pasillo camino de la habitación de Zoe. Ícaro, conteniendo la risa, se acercó a mí y me pasó el brazo por el cuello.

—Ya has visto que no puedes ocultarme nada —dijo, y me golpeó el pecho con su dedo índice—. Así que no vuelvas a intentarlo.

—Ya, bueno… —mascullé—. No sé cómo lo has adivinado, pero quiero que dejes de usar esos poderes tuyos conmigo —le repliqué poniéndole el dedo en el pecho antes de seguir a Emma—. ¡Y cierra la boca!

La habitación de Zoe debía de ser la suite del hospital. Eso, o Develstar se había encargado de vaciar de camas aquella sala inmensa, meter en su lugar una el triple de grande de lo normal y cubrirlo todo de flores que relucían bajo la luz del sol a través de los ventanales. Con esas condiciones, hasta yo habría fingido tener alguna dolencia.

—¡Leo! —exclamó Zoe cuando nos dio permiso para entrar—. Me alegro de verte. ¿Qué haces por aquí?

—Asegurarme de que tratan a mi artista como se merece —respondí acercándome a darle un beso en la mejilla.

La chica dejó la revista que estaba leyendo sobre la mesilla, saludó a Emma y a Ícaro y se cubrió con sus escuálidos brazos el camisón que llevaba puesto. Tenía el pelo recogido en una coleta corta y los ojos enrojecidos, pero al menos había recuperado el color de las mejillas. La última imagen que tenía de ella era la que el programa había ofrecido antes de que los médicos la sacaran de la casa, y entonces parecía un cadáver viviente.

—Te presento a Emma y a Ícaro, unos amigos que me están ayudando desde fuera —añadí en voz baja, por si hubiera alguien escuchando.

Zoe volvió a fijarse en Emma de nuevo, y por su gesto supe que la había reconocido de las pocas imágenes que se habían filtrado de ella con mi hermano el día de la première de Castorfa. De pronto la situación se había vuelto un tanto incómoda.

—¿Te han dicho algo sobre lo que pudo pasarte? —pregunté recuperando su atención.

—Hoy han traído los resultados de las pruebas y no tiene mucho sentido —contestó—. La señora Tessport está hablando con el doctor ahora mismo. Básicamente… básicamente me puse tan mal por la falta de corticoides, lo cual es bastante raro porque estoy segura de haberme tomado mis pastillas todos los días, en todas las comidas.

—¿Estás diciendo que la medicación dejó de hacerte efecto dentro del concurso? —quiso saber Ícaro. Después se sentó en un sillón cercano con las piernas por encima del reposabrazos.

—Eso es lo que parece, pero sigo sin entenderlo… —contestó Zoe con la mirada puesta en la ventana—. De haber sido así, ¿por qué no me sucedió nada durante las primeras semanas en la casa? Además, aquí me están dando las mismas pastillas y ya me encuentro mejor…

Tras escuchar aquello, empecé a pensar que quizá lo sucedido no fuera cosa del azar o de la propia enfermedad de Zoe.

—¿Y si alguien… lo hubiera provocado? ¿Y si te hubiera metido, no sé, algo en la comida? ¿Es eso posible? —Emma fue quien hizo las preguntas, y yo di un respingo al descubrir que había seguido el mismo hilo de razonamiento que yo.

Zoe asintió volviéndose hacia ella.

—También me lo he planteado, pero ¿cuándo han podido hacerlo? Con todas las cámaras y micrófonos que había espiándonos a todas horas… ¡Lo habría visto alguien!

—No necesariamente —intervino Ícaro—. Tal vez lo hicieran fuera de antena. O directamente en las cocinas, antes de llegar al comedor.

—O en las galas —sugirió Emma con voz queda.

—Ya, pero ¿qué iban a poder meterme en la comida que pudiera anular el efecto de mis pastillas?

—No lo sé, pero algo ha tenido que ser —dije yo—. Lo que está claro es que aquí huele a gato encerrado. Ícaro, me da que vamos a tener que hacerle una visita a tu colega MB.

—Es JC, capullo —respondió él sonriendo. Después le explicó a Zoe de quién hablábamos.

—Os agradezco vuestro interés, pero ¿ya qué más da? Me han descalificado, y no creo que cambie nada el hecho de que averigüemos qué ha pasado.

La voz de Zoe sonó rasposa al decir aquello, como si estuviera conteniendo las lágrimas a pesar de su sonrisa.

—Puede que tengas razón —le dije agarrándole la mano—, pero si alguien ha sido capaz de semejante barbaridad para descalificarte, ¿quién dice que no pueda repetirlo? Aarón sigue dentro…

—¡Pero no estamos seguros de que nadie me haya hecho nada! —replicó Zoe—. Lo más seguro es que haya sido cosa mía. No quiero que perdáis el tiempo en… no cuando deberíais estar focalizando todos vuestros esfuerzos en Aarón.

¿Eran imaginaciones mías o sus ojos brillaban de un modo diferente cuando hablaba de mi hermano?

—No te preocupes —dijo Emma—. Creo que podemos hacer ambas cosas sin perder foco en lo fundamental. Lo que sí vamos a necesitar es que nos cuentes los secretos de la casa, si había alguna manera de volverse invisible, aunque solo fuera por unos segundos.

Zoe comenzó a sonrojarse en cuanto oyó la petición de Emma. En un principio creí que pensaba que le estaba preguntando por la noche sin cámaras, pero pronto descubrí que no se trataba de eso.

Mi hermano y ella habían tenido más de un encuentro y más de una conversación que no habían quedado reflejados en ninguna parte, y por las que el programa habría pagado millones. Sin entrar en más detalles de los necesarios, Zoe nos explicó los misterios del cuarto de baño, la ducha o la piscina. Nos descubrió la razón por la que a Shannon le gustaban tanto las pipas y por qué se había cabreado tanto cuando se le habían acabado. Mientras hablaba, la violinista no despegó la mirada de la pantalla apagada que tenía enfrente de la cama, como si estuvieran reproduciéndose en ella cada uno de sus recuerdos.

—Eso solo confirma nuestras sospechas: el sistema no es inquebrantable —dije cuando terminó.

—Muy bien, Ethan Hunt, eso solo significa que también para nosotros va a ser complicado averiguar qué ha ocurrido en realidad.

Compuse una falsa sonrisa al reconocer la referencia de Ícaro a Misión imposible y después añadí:

—Siempre podemos hablar con la organización del programa o la policía.

—No nos precipitemos —pidió Emma—. Antes de hacer saltar la alarma, intentemos conseguir alguna prueba.

La madre adoptiva de Zoe abrió la puerta y, tras recuperarse de la impresión al ver que la habitación de la chica había sido invadida, nos saludó de una manera bastante fría y nos informó de que teníamos que dejarla descansar. Nos despedimos de Zoe, no sin antes prometerle que la mantendríamos al día de todas nuestras averiguaciones. Ella, por su parte, me llamaría en cuanto los médicos descubrieran algo más sobre lo sucedido.

Una vez fuera, ya lejos de la nube de periodistas y de cualquier mirada indiscreta, nos repartimos el trabajo: Ícaro iría a ver a JC para revisar todas las horas de metraje de los últimos seis días mientras Emma y yo investigaríamos a fondo a los concursantes que quedaban en la casa.

—Tanta intriga me ha dado sed —comentó Ícaro entonces—. Voy a pillarme una Coca-Cola, ¿vosotros queréis algo?

Sin esperar nuestra respuesta, cruzó la calle y se metió en un local de aspecto bastante cuestionable. Yo me apoyé en la puerta del coche y crucé los brazos. Emma se metió las manos en los bolsillos y se apoyó en la farola de enfrente.

—Así que… olvidado, ¿no? —dije después de unos momentos.

Ella levantó la cabeza como pillada en falta y después asintió.

—Ambos sabemos que fue un error y que no debería haber ocurrido.

—¿Lo sabemos?

—Leo… —me espetó ella—. Lo digo en serio. Preferiría que esto quedara entre tú y yo.

—E Ica.

—Sí, e Ícaro. Pero creo que ambos estamos de acuerdo en que será mejor que Aarón… no llegue a saber nada de esto.

—Totalmente —le aseguré acentuando mi respuesta con un gesto de las manos.

—Bien.

—De acuerdo.

Hasta que no alcé los ojos no vi que ambos estábamos sonriendo. Cuando ocurrió, nos entró un suave ataque de risa.

—Solo recuérdame no volver a emborracharme contigo —dijo ella—. Te vuelves muy quejica.

—¡Ja! ¿Y qué me dices de ti, doña «no valgo nada. Que alguien me pegue un tiro»?

Cuando Ícaro regresó al coche, nos encontró riendo. Interesado, nos preguntó qué era lo que tenía tanta gracia, pero preferimos no contestar.

Supongo que, al fin y al cabo, los poderes de mi amigo no eran tan increíbles como quería hacernos pensar.