One day when the sky is falling,
I’ll be standing right next to you,
Right next to you.
Chris Brown Feat. Justin Bieber, «Next To You»
—Aarón, ¿te importaría bajar de las nubes y atender?
El chasquido de dedos de Shannon me devolvió a la sala de ensayos. Los ojos de todos mis compañeros estaban clavados en mí, y también sus sonrisas aviesas.
Pedí disculpas y me obligué a prestar atención a lo que estaban diciendo, pero fue en vano. En cuanto Shannon hizo una nueva pausa para tomar aire, mi mente abandonó de nuevo mi cuerpo para volver a naufragar en los recuerdos de la noche que había pasado con Zoe. Decir que había sido increíble, maravillosa, inolvidable, era quedarse corto.
Las sensaciones que había experimentado en aquella habitación sin cámaras habían sido tan intensas que me extrañaba que no se vieran xerografiadas a fuego en mi piel. Cada beso de Zoe, cada caricia, dibujaban en mi memoria una partitura imperecedera.
Levanté la mirada del suelo, donde nos encontrábamos todos sentados en círculo, y eché un vistazo rápido a la chica que me había robado la razón, casi con la necesidad física de asegurarme que aquello había ocurrido, que ella era real, que no era producto de mi imaginación. Fue entonces cuando advertí que Zoe no tenía buen aspecto. Aunque no dejaba de prestar atención, estaba bastante callada, se le veía la cara más pálida de lo normal, y tenía los ojos medio cerrados mientras se abrazaba con ambos brazos las rodillas.
En un acto reflejo, me llevé la mano al bolsillo derecho de mi pantalón y acaricié el pequeño colgante de la cámara de juguete que me había regalado antes de salir de la habitación aquella mañana.
—Tendrás que ver la película para saberlo —contestó con la caja del DVD de Solteros en la mano cuando le dije que aún no me había explicado el significado de aquel símbolo—. Por suerte para ti, y gracias a Leo, podremos verlo en el salón… o esperar a que termine el concurso.
Era cierto: Leo, mi hermano, con quien había convivido prácticamente cada uno de los días de mi vida, había sido incapaz de dar con el objeto que más ilusión me haría tener en aquella última semana, pero había acertado de pleno con el de Zoe al entregarle aquella película. Un arrebato de celos y pena se retorció en mi pecho y cortó de raíz todas las ensoñaciones.
—Me parece bien cómo has distribuido el trabajo, Shannon —estaba diciendo Chris en ese momento—, pero ¿qué historia podemos contar en los sesenta minutos que tenemos?
—Eso me temo que tendrá que decidirlo otra persona —dijo ella alzando las manos para desentenderse—. ¿Propuestas?
Todos nos miramos en silencio hasta que Kimberly levantó la mano.
—¿Y si hacemos escenas relacionadas con el circo?
—¡Qué original! —le espetó la rubia—. Ah, no, espera, que ya existe y se llama Cirque du Soleil.
—Era solo una idea —replicó Kimberly—. No tienes por qué ser tan borde.
Shannon desvió la vista y la posó en mí antes de alzar las cejas en un gesto interrogativo. Mi primera reacción fue encogerme de hombros, sin nada que aportar. Pero entonces se me pasó por la cabeza una opción que quizá pudiera funcionar.
—La Odisea —dije.
Los cuatro me miraron con diferentes gestos de extrañeza.
—¿Quieres que hagamos una versión en una semana? —preguntó Shannon negando con la cabeza—. Vuelve a dormir, anda.
Los demás se rieron, pero Zoe salió en mi defensa.
—No habría que hacer el libro entero. Podemos escoger unas cuantas escenas, nada más. La gente conoce la historia, y no está tan trillada como otras.
Agradecí su ayuda con una sonrisa y esperé a ver qué opinaban los demás.
—Yo con tal de que nos pongamos a trabajar ya, voto por la idea de Aarón —dijo Chris.
Kimberly también asintió en silencio y, tras unos instantes, Shannon se dio por vencida.
—Muy bien, pues hagamos La Odisea. ¿Te encargas tú del guión, Aarón?
—¡Claro! —dije embargado de pronto por la ilusión de ponerme a trabajar en el proyecto—. Voy a ver qué partes del libro son las más interesantes y con cuáles podemos trabajar mejor.
En cuanto nos separamos, cada uno con una labor provisional impuesta por Shannon, salí al jardín con un puñado de folios en blanco y mi edición de La Odisea. Lo primero que hice fue revisar el libro, capítulo por capítulo, en busca de los fragmentos que más juego pudieran darnos. Mi idea era, más tarde, relacionar cada uno de esos trozos con la disciplina artística que más le pegase.
Sin embargo, cuando concluí con la parte de selección, me quedé observando el folio en blanco sin saber cómo continuar. Si en algún momento había pensado que escribir un guión, aunque fuera tan simple como aquel, iba a resultarme igual de sencillo que componer o escribir canciones, enseguida me di cuenta de lo equivocado que estaba.
—¿Necesitas ayuda?
—En realidad, necesitaría que alguien lo hiciera por mí —contesté a Zoe dejándole un sitio en el banco para que pudiera sentarse—. Me he precipitado aceptando el cargo.
—¿Qué habías pensado? —preguntó ella quitándome el boli y cogiendo un puñado de folios.
—Una versión sin togas ni coronas de laureles.
—¿Sin togas? Menuda decepción —bromeó ella—. Venga, dime qué tienes.
En pocas palabras le fui narrando las escenas que había escogido y la razón por la que me resultaban tan interesantes. A continuación, descartamos las más complicadas y nos quedamos con diez.
Mientras yo hablaba, Zoe iba apuntando cuáles imaginaba ella como canción, baile o escena interpretada. Yo la observaba trabajar obnubilado hasta que no pude contenerme más y le di un beso en la mejilla. El primero desde que habíamos salido de la habitación.
—¿Aarón? —preguntó ella en voz baja—, ¿te recuerdo cómo terminamos la última vez que me diste un beso?
Yo no le hice caso y volví a besarle la mejilla, para después bajar a la línea de su mandíbula y a continuación a sus labios. Con un suave ronroneo respondió a mis caricias agarrándome del pelo y atrayéndome hacia ella. Cuando nos separamos, había recuperado algo de color en sus pálidas mejillas.
—Lo de anoche… —musitó, y dejó la frase a medias.
—Lo de anoche fue perfecto —concluí yo.
Zoe apartó la mirada con la sonrisa temblando en sus labios. Sin poder contenerme, volví a besarla, feliz al saber que ella compartía mi emoción.
Después continuamos con el guión.
Estábamos tan inmersos en el trabajo que hasta nos saltamos la hora de la comida. Y yo habría seguido con ello mucho más tiempo de no ser porque Zoe se detuvo de pronto para masajearse la frente.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté.
Ella asintió en silencio, con los ojos cerrados. Dejó el bolígrafo en la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Hasta ese momento no me había fijado en que su palidez previa se había acentuado en esas horas.
—Me encuentro… un poco mareada.
—Quizá sea el calor o el hambre. Vamos dentro y te tomas algo.
Ella quiso protestar, pero no la dejé.
—Está casi terminado. Yo me encargo de lo que queda. Vamos.
La ayudé a levantarse y la acompañé dentro agarrándola por la cintura. Una vez en el salón, se sentó en uno de los sillones y corrí a la cocina a por agua y algo de fruta.
—¿Te has tomado tus vitaminas? —le pregunté de vuelta—. Dime dónde están para traértelas.
Ella abrió los ojos, pero volvió a cerrarlos igual de deprisa. Después rodó sobre sí misma y se colocó mirando al techo con la cara desfigurada en un gesto de dolor.
Le acerqué el vaso a los labios y ella le dio un breve trago, pero enseguida se incorporó, como activada por un resorte, con los ojos abiertos y la mano en la boca. Sin mediar palabra, la ayudé a ponerse en pie y nos dirigimos a toda prisa hasta el baño, donde comenzó a vomitar mientras yo le apartaba el pelo de la cara.
—Te habrá sentado algo mal… —le decía—. Seguro que se te pasa enseguida…
Alguien llamó a la puerta y la voz amortiguada de Chris nos llegó desde el otro lado.
—¿Ocurre algo? Hemos oído ruidos…
—Es Zoe. Se encuentra mal —contesté. Después me volví hacia ella, que parecía haber terminado con las arcadas—. ¿Estás mejor?
Ella negó despacio con la cabeza mientras se limpiaba con papel higiénico.
—Vamos arriba. Necesitas descansar —le dije.
Después le pasé su brazo por encima de mis hombros y la alcé. Una vez fuera, Chris me ayudó a cargar con ella. Parecía como si la fuerza estuviera abandonándola segundo a segundo. Shannon y Kimberly nos esperaban junto a la barandilla.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó la rubia.
—No lo sé. Estaba bien, escribiendo y eso, y de repente… —No supe cómo seguir.
Cuando llegamos a su habitación y la dejamos sobre la cama, me acerqué a una de las cámaras del techo y exclamé:
—¿A qué leches esperáis para mandar a un médico? ¿No veis que le pasa algo?
La dejamos con Shannon para que le cambiara la ropa. Fuera, Kimberly aguardaba en silencio, con la mirada cargada de preocupación y abrazándose el pecho.
—Habrá sido el desayuno —dije casi más para convencerme a mí mismo que por convencer a los demás.
—Desde luego —dijo Chris—. Eso, o tienes los espermatozoides más poderosos y veloces de la historia.
—Capullo —le dije golpeándole en el hombro sin poder evitar sonreír.
Shannon salió al pasillo minutos después. Quise entrar en el cuarto para ver cómo se encontraba Zoe, pero ella me detuvo.
—Se ha quedado dormida —dijo—. Es mejor que no la molestemos y que esperemos a que alguien venga para ver qué le ocurre. —Esto último lo dijo, como yo, mirando a la cámara de la pared—. Además, tenemos que seguir preparando la gala…
Todavía preocupado, le hice caso y regresé al jardín. Recogí los papeles, el bolígrafo, el libro, y volví al segundo piso, donde me senté en el suelo, junto a la puerta de la habitación de las chicas, cual perro guardián, a esperar.
Cerca de media hora más tarde, un hombre y una mujer con pinta de médicos de hospital entraron en la casa cargando con una camilla portátil y escoltados por Viviana. En un abrir y cerrar de ojos, Shannon, Chris y yo nos habíamos congregado alrededor de ellos. De Kimberly no había ni rastro, por lo que supuse que se encontraría en alguna de las salas de ensayo inferiores.
—Dejadles trabajar, chicos —pidió la directora.
—¿Qué le pasa? —pregunté desde el quicio de la puerta cuando los recién llegados se arrodillaron delante de la cama de Zoe. Ambos ignoraron mi pregunta y hablaron entre ellos con susurros ininteligibles—. Que qué le pasa —repetí.
—Nos la vamos a tener que llevar —dijo la mujer mirando a la directora.
—¿Adónde? —pregunté más alto, entrando en el cuarto.
Zoe se revolvía entre las sábanas, con los ojos cerrados.
—Tiene la tensión muy baja —añadió el otro médico, como si aquello lo explicara todo. A continuación, sin mediar palabra, tomó a Zoe en brazos y la colocó sobre la camilla.
La directora nos apartó con urgencia de la puerta y dejamos salir a los dos profesionales. Los acompañamos escaleras abajo, a unos pasos de ellos. Zoe abrió los ojos unos segundos antes de salir de la casa y yo me apresuré a acercar mi mano a la suya. Sin apenas fuerzas, ella sonrió y me acarició mis dedos con los suyos.
—Estarás de vuelta para la hora de la cena —le aseguré todavía sin comprender la situación.
—Nosotros nos encargamos desde aquí —dijo la directora con la mano levantada para que no pasáramos—. Os informaremos en cuanto sepamos qué le ocurre.
—Gracias —dijo Chris pasándome su brazo por encima de los hombros.
Yo no contesté. Tenía los ojos clavados en Zoe. Un millón de posibilidades, a cada cuál más horrible y definitiva, cruzaron mi mente fuera de control.
No supimos nada de ella hasta la noche, después de la cena. Aunque apenas había comido en todo el día, no probé bocado. Por el contrario, de tan nervioso como estaba, me pasé la tarde y la noche pendiente de cualquier ruido, esperando ver aparecer a Zoe de repente. Por eso, cuando oí la puerta principal cerrarse, salté por encima del sofá donde estaba tocando la guitarra, y me planté en el recibidor en un suspiro.
Sin embargo, no fue con ella con quien me encontré.
—¿Cómo está? —le pregunté a Viviana.
—Llama a los demás, prefiero decíroslo a todos a la vez y no tener que repet…
—¡Contesta! —grité cogiéndola del brazo, harto de tanta pantomima.
La mujer me miró asustada un segundo, pero después se liberó y alzó los ojos hacia el piso de arriba, donde acababa de aparecer Kimberly. Shannon y Chris llegaron del comedor en ese instante.
—Zoe se encuentra estable —dijo la mujer—. Pero sigue en observación. Los vómitos, el mareo, el agotamiento lo ha causado su enfermedad.
—Gracias a Dios… —musitó Kimberly.
—¿Qué enfermedad? —pregunté yo con la boca seca.
—Zoe sufre la enfermedad de Addison.
Bastó con nuestro gesto para que la mujer procediera a explicarnos que era algo que se le diagnosticaba a personas cuya glándula adrenal no produce las hormonas que debería, significara lo que significase eso. Aunque se trataba de una enfermedad de fácil tratamiento, podía complicarse si el paciente no se medicaba a diario. En principio nos dijo que estaba más que controlado, y que con las pastillas que se tomaba en cada comida era suficiente.
—Entonces, ¿qué le ha pasado? —insistí notando la cabeza cada vez más embotada—. ¿Por qué se ha puesto así?
—Aún no lo saben, Aarón. Pero os pedimos un poco de calma hasta que tengamos más noticias. Por el momento, dejad de preocuparos porque ya está en buenas manos y solo necesita descansar y recuperar fuerzas.
Shannon, a mi espalda, se aclaró la voz antes de decir:
—Entonces… ¿cuándo volverá? Quiero decir… cuando volverá al concurso…
Que estuviera preguntando por el maldito concurso en lugar de por la salud de Zoe me hizo volverme y fulminarla con la mirada, pero después comprendí que tenía —o, más bien, tenían— todo el derecho a saberlo.
—Me temo que está descalificada… Los médicos han dicho que es bastante probable que una de las razones por las que ha sufrido el ataque haya sido la presión del reality. Lo siento. Daremos la noticia en el resumen de esta noche.
La disculpa la dijo mirándome a mí. Me mordí el labio para aguantar las lágrimas y asentí antes de abandonar el recibidor de vuelta al salón. Intenté frenar la sensación de culpa e impotencia que me embargaba por dentro. Sabía que si le dedicaba un solo pensamiento más, me desmoronaría.
Quería pensar que aquello no tenía nada que ver con su enfermedad, pero no podía dejar de preguntarme si Zoe seguiría bien si no hubiera ocurrido nada entre nosotros durante la noche. Si, de algún modo, yo había sido la causa de su actual estado.
«Deja de mortificarte —me imaginé que decía Leo—. Esto no tiene nada que ver contigo. Por una vez en la vida, no hay razón para que te culpes por ello.»
Me repetí la frase unas cuantas veces antes de comenzar a creérmela. Después fue más sencillo recuperar mi ritmo de respiración normal. Zoe se encontraba en el hospital y pronto estaría perfectamente. Había sido descalificada del concurso, sí, pero ¿acaso no era lo que yo quería que sucediera?
«No de este modo», me respondí enseguida, ofendido solo de haberme hecho semejante pregunta.
Sentí entonces que algo se me clavaba en la rabadilla y fui a recolocarme en el sillón cuando me di cuenta de que se trataba del llavero de la cámara de Zoe que colgaba de mi bolsillo. Casi por un impulso, lo saqué y me quedé observándolo en silencio. Después apreté el botón que tenía en la parte superior y se disparó la luz del falso flash, cegándome y dándome una idea.
Me levanté y subí corriendo a la habitación de las chicas. Kimberly se encontraba allí, sentada en su cama con las rodillas abrazadas. Me detuve en seco un segundo y le pregunté si se encontraba bien.
Ella asintió con más intensidad de lo normal y esbozó una frágil sonrisa mientras se secaba las mejillas.
—Solo estaba rezando por que se mejore —dijo.
Un tanto incómodo por su respuesta, le di las gracias y me dirigí a la cama de Zoe bajo la atenta mirada de la otra chica. Allí rebusqué en los cajones de su mesilla hasta dar con lo que buscaba. Saqué el DVD de Solteros y regresé al salón. Después de trastear con los botones de los mandos, logré encender el aparato, meter el disco y darle a «Reproducir película».
La historia, como pude averiguar pronto, contaba las desventuras de un grupo de veinteañeros que viven en Seattle en pleno nacimiento del movimiento grunge y que, cada uno a su manera, intenta comprender las reglas del juego del amor.
La película en sí no era nada del otro mundo, aunque me mantuvo enganchado hasta el final, pero pude intuir la razón por la que era tan especial para Zoe: la libertad y el estilo de vida que reflejaban los personajes, el trasfondo musical con Pearl Jam o Alice in Chains, la ropa… Me resultó divertido descubrir que algunos de los conjuntos que llevaban las chicas en la película eran muy similares a los de la propia Zoe, sombreros incluidos.
Con solo ver las primeras escenas comprendí el significado que Zoe le había otorgado al colgante y sentí que me faltaba el aire.
En el filme, una de las protagonistas acostumbra darle al chico con el que empieza a salir una copia de su mando para abrir la puerta del garaje y que siempre que vaya a verla tenga un lugar donde aparcar. Pero después de sufrir una terrible decepción, se jura no volver a hacerlo hasta que encuentra al chico indicado. A falta de garaje y mando para abrir la puerta, Zoe me había regalado aquel colgante como muestra de su confianza.
Con los créditos y el tema «Dyslexic Heart», de Paul Westerberg, sonando de fondo, me recosté en el sofá con los ojos clavados en el techo, intentando asimilar la gravedad de la situación. Zoe quería salir conmigo. Lo nuestro había dejado de ser un juego, de ser una amistad con derecho a algo más; ni siquiera me veía como un simple rollo.
Después de tanto pedirle que tomara una decisión, Zoe me había dado su respuesta y ahora me tocaba a mí decidir qué hacer. Sin embargo, el nuevo Aarón no estaba preparado para tomar semejante decisión y, cobarde como en el fondo era, había huido en cuanto había averiguado los sentimientos de Zoe, dejando solo al antiguo, indeciso y preocupado yo.
¿Estaba preparado para tener una relación con Zoe? La respuesta era sencilla: o sí o no. Pero lo que me vino a la mente fue un acobardado «supongo». Y lo peor fue que, al mismo tiempo, me planteé una segunda pregunta, la misma que me había estado haciendo inconscientemente todo ese tiempo: ¿seguía sintiendo algo por Emma? No sabía qué responder, aunque no podía negar que no había dejado de pensar en ella.
Pero aquel «supongo» no era definitivo. Aquel «supongo» se debía al miedo a que me volvieran a hacer daño y sabía que podía transformarse fácilmente en un contundente «Sí» que rivalizara con el de Emma. No estaba enamorado de Zoe, aún no, pero ¿quién me decía que no ocurriría pronto?
Además, no era justo que Emma siguiera invadiendo mis pensamientos. Lo nuestro, fuera lo que fuese, se había sostenido sobre mentiras. Tenía que comprender de una vez por todas que lo que quedaba de Emma dentro de mí no era ella, sino la imagen de ella que yo me había formado. Una invención.
La pantalla del televisor se iluminó con el menú de la película y di un respingo. Miré el reloj y advertí que ya era pasada la medianoche. Bostecé y me estiré en el sillón, y después me levanté para apagar los aparatos y guardar el disco en su caja.
Chris dormía a pierna suelta cuando entré en la habitación. Me cambié con una lentitud propia de quien teme la mañana y me metí entre las sábanas. Cerré los ojos e intenté dejar la mente en blanco, pero fue inútil. El sueño se encontraba todavía lejos de visitarme.
Encendí la lamparilla de mi mesilla de noche y me incorporé sin saber qué hacer. No tenía ganas de bajar y tocar la guitarra, y no iba a despertar a Chris solo para hablar. Encima me había quedado sin libros que leer…
Entonces recordé el regalo de Leo. Con reticencia, saqué del cajón el ejemplar de El catalejo lacado que me había dado durante la gala y me quedé observándolo con extrañeza. Aquel ni siquiera era mi ejemplar, descubrí al abrirlo y no encontrar el ex libris con el que marcaba todas mis novelas.
«Haz lo que haces siempre», me había dicho cuando me lo regaló. Pero ¿a qué se refería? ¿Qué era lo que hacía siempre con un libro si no leerlo?
Confundido, le di unas cuantas vueltas sobre las manos. Leí la sinopsis de la contraportada, acaricié la ilustración con los dedos y hasta le quité la sobrecubierta por si había algo allí debajo que no hubiera advertido, pero no encontré nada. Tal vez solo fuera el cansancio del día, pero de repente me obcequé en que mi hermano quería decirme algo con aquel libro y que tenía que descubrir de qué se trataba si quería descansar.
«Haz lo que haces siempre…»
Abrí el libro y empecé a pasar páginas sin leerlas siquiera. Lo que hacía siempre que me daban un nuevo libro era… era…
—Los agradecimientos… —musité en la oscuridad.
¿Cómo podía ser tan despistado? Lo primero que hacía siempre que tenía un nuevo libro era leer los agradecimientos y las dedicatorias.
Lo abrí por las últimas páginas y rebusqué hasta dar con las de los agradecimientos. Me concentré en buscar algo más allá de las palabras impresas hasta dar con lo que buscaba. Tuve que contenerme para no soltar un grito de emoción al descubrir el secreto de Leo. Sobre algunas de las letras había un diminuto punto hecho a lápiz. Sin perder más tiempo, comencé a reunir los caracteres señalados en busca del mensaje de mi hermano…
«Dstar está en quiebra. No habrá ganador. Díselo a los demás.»
Tuve que releer varias veces el mensaje para convencerme de que no estaba confundido. ¿Develstar estaba en quiebra? ¿Cómo podía ser cierto? ¿Y qué era aquello de que no iba a haber ganador? Más aún, ¿cómo había podido enterarse mi hermano de semejante secreto? ¿Y por qué no actuaba en consecuencia y daba la voz de alerta a los medios de comunicación?
Porque no tenía más datos, concluí seguidamente.
«Díselo a los demás.» Alcé la mirada para observar a Chris en la penumbra. Me moría de ganas de despertarle y contarle aquello, pero sabía que no era el momento con tantas cámaras a nuestro alrededor.
Volví a leer el mensaje sin saber cómo reaccionar. ¿De qué me servía saber aquello si estaba encerrado y además, en la última gala, habían avisado de que el método de selección del ganador sería diferente al de las veces anteriores?
Con la cabeza a punto de estallar, cerré el libro, lo guardé en el cajón y apagué la luz. A la mañana siguiente, lo primero que tendría que hacer sería meter el libro en el cuarto de baño y borrar las marcas, por si acaso no había disimulado lo suficiente, como me temía, mi desconcierto.
Pero había otra cosa que no se me iba de la cabeza: ¿cómo había sabido Leo que lo primero que hacía cuando abría un libro era leer los agradecimientos? Estaba convencido de que yo no se lo había dicho. Nadie, que yo recordara, conocía aquella manía mía. Ni siquiera David y Oli… No es que fuera un secreto inconfesable, simplemente era algo que nadie me había preguntado nunca y que yo no me había visto obligado a comentar.
No hasta que conocí a Emma…
No hasta ese día en la librería Strand, donde lo descubrió y me recitó de memoria el comienzo de su dedicatoria favorita, la de El Principito.
¿Emma estaba allí fuera con Leo? No podía ser… ¿o sí? El desconcierto me causó tal impresión que me atraganté con mi saliva y comencé a toser con fuerza.
¿De verdad había vuelto? ¿Y estaba ayudándonos…? ¿Ayudándome a ganar?
Una parte de mí quería pensar que era imposible, pero la otra… la otra se aferraba a las evidencias con una ansiedad desgarradora. ¿Cómo si no habían encontrado esa información sobre Develstar que seguramente nadie más tuviera?
Dejé que aquel remolino de dudas, esperanza, impaciencia y nervios me arrastrase consigo hasta el que sabía de antemano que sería un sueño convulso y lleno de pesadillas.