Leo1

Closing time

Every new beginning comes from some other beginning’s end.

Semisonic, «Closing Time»

Llegué al aeropuerto por los pelos. De haber tenido que facturar, no lo habría conseguido. Con la lengua fuera y el corazón rebotando en mis oídos, crucé la puerta de embarque. Mi mente todavía vagaba por el plató, anclada a las palabras de Helena: una semana. Una semana y terminaría todo.

Mientras las azafatas nos explicaban el procedimiento en caso de sobrevivir a un accidente, analicé con calma la situación. Aarón tendría que dar lo mejor de sí para salir vencedor, aunque por lo que la presentadora había dicho, temía que la manera de escoger al ganador nos pillara por sorpresa a todos… y para mal. Además, estaba el asunto de Jack y el plagio a mi hermano. Y la noche sin cámaras con Zoe. Y la prueba semanal. Y… Dios, ¿cómo había sido capaz de marcharme de allí y coger un avión a la otra punta del país en semejante situación?

Me tapé el rostro con las manos y cerré los ojos avergonzado de mí mismo. Había dejado a mi hermano solo en lugar de velar por él. «Serán solo unas horas —me repetía ya en el aire—. Las justas para encontrar a Sophie, aclarar la situación y regresar.» Aclarar una situación que no entendía, que podríamos haber solucionado por teléfono y que, en el fondo, prefería no entender.

De repente, ir a verla sin avisar me pareció la peor idea del universo. ¿Cómo me había dejado engatusar por Ícaro de esa manera? ¿Qué le diría? ¿Qué esperaba que me dijese?

¿Desde cuándo me había vuelto tan inseguro? ¿Era así como se sentían los enamorados? ¿Débiles, temerosos, infelices…? ¿El amor te sumergía en un estado de semiinconsciencia en el cual ideas tan disparatadas como aquella te parecían las más lógicas? Y todo, ¿para qué? ¿Para que después la otra persona ni las valorase? ¿Para quedar como un pardillo? ¿Para convertirte en Aarón?

Hasta ese momento siempre me había preguntado cómo había hecho para que mi hermano aceptara ayudarme con la locura de Play Serafin utilizando la excusa de Dalila. Ahora lo comprendía. Y lo comprendía precisamente porque yo estaba haciendo lo mismo por Sophie, pero a mi manera.

Yo también buscaba una explicación. Una respuesta a una pregunta no formulada. Y no pensaba marcharme hasta recibirla. El amor podría haberme cambiado en otros aspectos, pero la cabezonería me la había dejado intacta.

Para tranquilizarme, encendí a Tracy y en silencio me pregunté si aquello que estaba haciendo tendría algún sentido, si Sophie se alegraría de verme.

«I’ll Cover You», del musical Rent fue la canción que saltó.

With a thousand sweet kisses, I’ll cover you… decía la canción.

Más tranquilo con aquella señal, dejé que el sueño me elevara por encima de las nubes entre las que me encontraba flotando.

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El avión aterrizó en el aeropuerto de San Francisco seis horas más tarde. Abrí los ojos cuando la tripulación informaba del buen tiempo que hacía en la costa Oeste y de la hora local: las seis y media de la mañana. Fantástico, tendría que hacer tiempo al menos dos o tres horas hasta que Sophie entrara en la escuela.

Aproveché para tomar un café en el mismo aeropuerto, refrescarme la cara y pasear por las tiendas que había abiertas. Al no saber dónde se estaba hospedando Sophie, opté por coger un taxi y dirigirme directamente a la escuela de diseño, cuya dirección encontré en internet.

Con la energía y la ilusión de un convicto sentenciado a muerte, bajé del coche treinta minutos después y di una vuelta alrededor del edificio. Era la primera vez que visitaba San Francisco y, sin embargo, solo tenía ojos para aquella escuela de arte. Con el sol despuntando entre los edificios colindantes, encontré una cafetería recién abierta y me metí dentro a seguir esperando. Cuando me acerqué a la barra a pedir, la camarera se me quedó mirando unos instantes sin llegar a averiguar de qué podía conocerme. Había sido lo suficientemente previsor como para llevar la gorra y las gafas de sol puestas, y la chica nunca imaginaría que Leo Serafin pudiera estar allí. Ni siquiera yo me lo creía todavía.

Me pasé la hora restante mirando por la ventana y jugando al Angry Birds de mi móvil hasta casi agotar la batería.

Tenía miedo. No el terror que me producía de pequeño quedarme solo en casa durante una tormenta o las ratas. No, era otra clase de miedo: me sentía como si viajara descontrolado en un coche sin frenos, directo a un precipicio y, aun así, prefiriera agarrarme con fuerza al volante en lugar de saltar en marcha y salvarme de una muerte segura. La mezcla de cansancio y sobredosis de cafeína estaban pudiendo conmigo.

El reloj que colgaba en la pared opuesta de mi sofá anunció las ocho y yo me puse en pie. Me despedí con un gruñido de la camarera y salí a la calle. Crucé la pequeña plazoleta que me separaba de la escuela sin tan siquiera detenerme a mirar si pasaban coches y me aposté en la puerta del edificio con las manos agarradas a la espalda y la mirada fija en la lejanía. ¿Y si no tenía clase? ¿Y si le habían dado el día libre y se había marchado? ¿Y si estaba mala?

Saqué el móvil para llamarla, pero como tantas otras veces, su contestador me dejó con la palabra en la boca. Me senté en las escaleras de piedra y comencé a lanzar chinas a la carretera hasta que, un rato después, a lo lejos, advertí a un grupo de personas andando en mi dirección. Nervioso, me levanté, me atusé la ropa arrugada y me calé la gorra un poco más. Después caminé hacia ellos decidido. A unos diez metros advertí a Sophie, separada varios pasos de los demás… y de la mano de un chico.

Seguí caminando como un autómata, pero la imagen me produjo tal desconcierto que no advertí el cubo de basura que había en el borde de la carretera. Mi rodilla chocó con él y yo braceé directo al suelo, pero en el último momento, unos dedos apresaron mi brazo y me sostuvieron en el aire.

—Colega, ¿te encuentras bien?

Alcé la mirada para encontrarme con el chico que, con la otra mano, agarraba la de mi novia. Los ojos de Sophie se abrieron de par en par al reconocerme tras las gafas y la gorra.

Creo que musitó mi nombre, pero no lo recuerdo con claridad. De un empellón me deshice del tío que había evitado mi caída y que me miró como si fuera un loco; tal vez tuviera razón.

Después me alejé de ellos unos pasos marcha atrás. No advertí que estaba llorando hasta que una lágrima se escurrió entre mis labios y noté su sabor en la lengua. No dejé de moverme. Giré sobre mis talones y apreté el paso con los puños cerrados. Me estaba ahogando. Me estaba ahogando en mitad de San Francisco y en lo único que podía pensar era en los ojos invisibles que seguramente estuvieran observándome desde las ventanas y burlándose de mí en silencio. ¿Cómo había podido ser tan necio?

Completamente desorientado y con la respiración tan agitada que empezaba a abrasarme los pulmones, me detuve en mitad de la calle y me apoyé en la pared de ladrillos. Escuché pasos corriendo detrás de mí, pero antes de llegar a girarme, unos brazos me rodearon por la espalda y sentí el aliento cálido de Sophie sobre mi nuca.

—Lo siento… lo siento, lo siento… —decía con la voz rota en sollozos.

Despacio, me volví para enfrentarme a su mirada maquillada de morado, a su piel oscura, a sus labios rosa pálido. A sus lágrimas.

—Por favor, perdóname… No sabía que…

—¡¿Que me enteraría?! ¿Que vendría a verte? —exclamé cuando recuperé la voz—. ¿Que seguía queriéndote lo suficiente como para cruzar el país en una noche?

—Déjame que te lo explique, por favor —me rogó. Ver sus ojos enrojecidos me dio fuerzas para contener mis propias lágrimas. Sabía que de los dos era el único con derecho a llorar, pero ella no se merecía verlo.

—Que te vaya bien, Sophie —me limité a contestar.

—No, no, por favor, Leo. No te vayas. —Me estaba agarrando con tanta fuerza del brazo que me estaba marcando la piel—. Quise decírtelo… estaba tan enfadada cuando… pero pensé que se me pasaría. Sé que tendría que habértelo dicho. Leo, estoy hecha un lío… han sido tantos cambios… —Se tapó la cara con la mano y negó con la cabeza—. No quería que ocurriese así. No tendría que haber ocurrido así.

Esbocé media sonrisa.

—Ojalá estuviera en nuestra mano decidir cómo deberían ocurrir las cosas, ¿no? —comenté con ironía.

—De verdad que lo…

—¡No! —la interrumpí—. No quiero volver a oírte decir que lo sientes. Si de verdad lo sintieras nunca lo habrías hecho. —Fui a girarme, pero después me lo pensé y añadí—: Eres la única chica por la que me había atrevido a cambiar y a arriesgarlo todo. Gracias por demostrarme que todo esto del amor no es más que un cuento chino.

Entonces advertí que, como era de suponer, el corazón de Tonya no colgaba de su pecho, lo que me hizo recordar algo.

—Por cierto… —Metí la mano en mi bolsillo, saqué el MP3 y se lo puse en las manos—. Esto es tuyo.

—No… —respondió entre sollozos—, te lo regalé. Es tuyo…

Intentó devolvérmelo, pero me metí las manos en los bolsillos.

—No funciona como yo esperaba —me limité a decir.

Después me di la vuelta y alcé la mano para detener un taxi que pasaba por la calle como parte del decorado de aquel deprimente videoclip en el que se había convertido mi vida.

Subí al coche y le indiqué al conductor que necesitaba que me llevara al aeropuerto. Sophie no volvió a intentar detenerme, no aporreó la ventana entre gritos ni se plantó delante del automóvil. Se quedó en la acera con las manos agarrando el MP3 y las lágrimas humedeciéndole el rostro. Sin apartar los ojos de los suyos mientras pasaba a su lado, me pregunté de quién había sido la culpa de lo sucedido. ¿Mía, por haber sido tan ingenuo de pensar que estaba preparado para mantener una relación a larga distancia cuando no era capaz ni de cuidar ni de mí mismo? ¿Suya, por pretender que el silencio y el olvido eran más sencillos que la realidad?

Sí, decidí. Era suya.

¿Cómo había podido hacerme eso; ser tan cobarde, no decirme la verdad?

Qué importaba ya, me dije, reclinándome en mi asiento y posando la mirada en la carretera.

En el fondo, la única cuestión a tener en cuenta era si llegaría a encontrar de nuevo una persona y una razón por las que mereciera arriesgarse a sufrir. O si estaba dispuesto a buscarlas.

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Tuve que esperar tres horas en el aeropuerto hasta que pude colarme en un vuelo de vuelta a Nueva York. Y encima me costó un pastón.

El cansancio que sentía era tan intenso que, en el instante en que me abroché el cinturón, caí en un coma profundo y no desperté hasta sentir los botes del avión durante el aterrizaje.

Ya en la Gran Manzana, pensé en regresar al hotel, meterme en la cama y olvidar las últimas veinticuatro horas, pero sabía que no lo conseguiría. Que empezaría a comerme la cabeza hasta consumirme y que, en el mejor de los casos, terminaría llamando a Sophie para proponerle volver a intentarlo.

Solo había una manera de evitar que aquello sucediera: no estar solo.

Mi primera opción fue ir a buscar a Ícaro, pero en cuanto me vio llegar, el portero me informó de que mi amigo había tenido que marcharse con su padre a uno de sus misteriosos viajes de negocios. Decepcionado y bastante sorprendido de que no me hubiera dicho nada, volví a la calle y me quedé allí parado sin saber adónde dirigirme. En realidad no existían muchas más opciones, saqué el teléfono, a punto de morir, y llamé a Emma.

—¿Ya has vuelto? —preguntó al descolgar—. ¿Cómo ha ido? ¿Todo solucionado? ¿Viviendo el «felices para siempre»?

—Hemos roto —contesté, y decirlo hizo que terminara de asimilar que aquella pesadilla era mi vida real.

Emma guardó silencio al otro lado de la línea.

—¿Quieres que quedemos?

—Por favor.

Nos encontramos veinte minutos después en un bar cercano a su piso. En cuanto me vio en la puerta, se acercó y, sin decir nada, me dio un abrazo. Después entramos en el bar.

A pesar de tener el estómago revuelto después de tanto viaje en avión (¿no había batido ningún récord?), descubrí que tenía hambre. Mientras me traían un sándwich de pollo y lo devoraba a bocados, le conté lo ocurrido con Sophie.

—En el fondo todo es culpa mía —concluí un rato después con resignación y la mente puesta en la patética disculpa de mi ex.

Emma asintió para que siguiera hablando, y tras dar el último mordisco a mi comida, añadí:

—Más me vale asimilarlo cuanto antes y olvidarlo. En serio, ¿qué pretendía apareciendo allí de repente? Creo que una parte de mí sabía lo que me iba a encontrar.

—El amor es un asco —corroboró Emma, pero me dio la sensación de que no hablaba ni de mí ni de Sophie.

—Te invito a una copa —dije levantándome—. Creo que ambos la necesitamos.

Emma se resistió unos segundos, pero al final terminó cediendo. Le tendí la mano y la ayudé a salir del sillón. Después nos dirigimos a la barra del bar, donde había otra gente inmersa en sus propias conversaciones.

Nos sentamos en un par de taburetes en la zona más alejada y le hice una señal al camarero para que nos atendiera. Cuando se acercó, Emma le pidió un Manhattan.

—Que sean dos, por favor —dije yo sin apartar los ojos de ella.

Una vez que nos hubieron servido los cócteles, guindas y sombrillitas incluidas, Emma agarró el suyo y lo alzó en el aire para brindar.

—Por los corazones rotos —dijo.

—Y por la medicina para curarlos —añadí señalando con los ojos el alcohol.

Chocamos las copas y les dimos un buen trago.

—Yo tengo razones para querer perder el conocimiento antes de volver al hotel —dije—, pero ¿cuál es tu excusa?

Emma fue a hablar, pero, en el último instante, se contuvo y negó con la cabeza. Yo la miré ofendido.

—¿En serio? ¿Estamos aquí en plena noche de confesiones y te vas a callar? ¿No me digas que a ti también te han roto el corazón hace poco? ¿Quién? ¿Algún admirador secreto del que no me hayas hablado?

—Eh, eh, eh. Yo he venido para darte apoyo moral a ti, no al revés.

—Eso era antes de verte. Ahora está claro que tú lo necesitas tanto o más que yo. Venga, dispara. Lo mío no es tan malo, ¡he podido visitar otro estado!

Los dos nos reímos y, después de resoplar con paciencia, Emma me tendió su teléfono móvil y miró hacia otro lado. Lo cogí y me lo acerqué para ver qué me estaba enseñando. Era un post del foro titulado «Aarón y Zoe sin cámaras». Intrigado, me puse a leer los comentarios de los usuarios, en los que debatían qué podía haber ocurrido durante las horas que mi hermano y la violinista habían pasado solos. Una leve punzada de ansiedad me recorrió el espinazo al advertir que no había dedicado ni un pensamiento al reality desde que había visto a Sophie.

La mayoría de la gente estaba convencida de que se habían acostado y que habían terminado de «definir» su relación.

«Son novios. Ahora sí que sí. Por qué no nos han dejado verlooo?», decía una tal «Light_Gem». «Seguro q lo sacan prnto por la tv!!!», le contestaba «Shadow». «Yo también quiero tener la sonrisa con la que Zoe ha salido del cuarto esta mañana, jajajaja», añadía «Witch91».

—Madre de Dios… —mascullé incrédulo, alzando la mirada—. ¿Va en serio? ¿Lo han hecho?

Emma se encogió de hombros sin pronunciarse. No necesité más para adivinar cuál era su opinión al respecto. Sin decir nada, fui a pasarle un brazo por encima de los hombros para abrazarla, pero ella se apartó.

—Leo, ¿qué haces?

—¿Cómo que qué hago? Mostrar un poco de empatía hacia ti y reconfortarte con un abrazo, ¿no me digas que después de tantos años entre los humanos sigo sin saber cómo integrarme? Empatía. Se llama empatía.

Ella alzó una ceja y se echó a reír.

—Ahórratelo. Estoy perfectamente —me aseguró.

Me encogí de hombros y regresé a mi asiento sin llegar a creerla. Un tanto avergonzado y, para qué negarlo, incómodo, le di un par de sorbos a mi copa en silencio.

—No te habrás picado, ¿verdad? —preguntó Emma. Por respuesta, negué con la cabeza y ella resopló hastiada. Supuse que ambos mentíamos igual de mal—. Leo, no me vengas ahora con esas, por favor. Ya me conoces, ¡soy dura y fría como el hielo! —dijo engolando la voz—. ¿Por qué me iba a afectar que tu hermano hubiera encontrado una chica que le gustara más que yo? Créeme, me alegro por él; lo tengo superado. De verdad. Además, estoy segura de que ella merece mucho más la pena que yo… y que no le hará tanto daño.

—Entonces, ¿tú también crees que han…?

, Leo. Sí. Creo que Zoe y Aarón se han acostado. ¿Contento?

—Más que contento, estoy un poco perplejo —reconocí.

Ella me miró con un gesto de sorpresa mientras le daba un trago a su copa.

—¿Por qué te sorprende tanto? ¡Ha sido la mejor estrategia de Develstar para ganar audiencia! Además, se gustan, les ofrecen una habitación sin cámaras y una sola cama. No sé, yo creo que el resultado de esa ecuación es evidente… ¿O me vas a decir que tú no habrías hecho lo mismo?

—¿Yo? ¡Desde luego que no! —exclamé ofendido—. Yo lo habría hecho delante de las cámaras. Hay que ser idiota para esperar todo ese tiempo solo porque el mundo entero esté mirando. —Y chasqueé la lengua.

Azuzado por la carcajada que soltó Emma, añadí:

—¡Lo digo en serio! ¿Por qué esperar si se gustaban desde el principio?

Le había dado semejante ataque de risa que también me lo contagió a mí.

—Eres único, Leo Serafin —dijo bajando la voz y secándose las lágrimas.

—Me lo tomaré como un cumplido.

—Tómatelo como quieras —replicó acabando su copa—. ¿Pedimos otra?

Dicho y hecho. Cuando estuvimos servidos, brindamos y bebimos. Ya fuera por la presencia de Emma o por los efectos del alcohol, comenzaba a sentirme relajado y a gusto; el recuerdo de Sophie cada vez más difuminado en mi memoria…

Tardé unos segundos en advertir la mirada de Emma clavada en mí. Cuando le pregunté qué pasaba, dijo:

—Eres tan distinto al recuerdo que tengo de la primera vez que te vi…

—¿En casa de mi madre?

—En vuestro primer concierto —me corrigió.

—Joder, es verdad… —Sus palabras habían traído a mi memoria la imagen de ella y la señora Coen observándome entre el público, quietas como estatuas y con gesto serio—. Que sepas que me disteis un susto de muerte. Creí que nos habían pillado y que erais de alguna organización secreta contra artistas fraudulentos. Ya sabes, la… ¿OSCAF?

Que a Emma le hiciera gracia mi pésima broma me confirmó que los Manhattan empezaban a hacerle efecto.

—Imagino que sí que debíamos de dar un poco de miedo, sin apartar los ojos de ti y vestidas con trajes de oficina. No lo había pensado hasta ahora.

—¿Y qué fue lo que pensaste en ese momento? —le pregunté intrigado.

—Que tenías una voz preciosa —contestó, y yo le dediqué una sonrisa falsa—. ¿Qué quieres? Realmente lo pensé, aunque no lo comenté con Sarah. Lo que buscábamos era una cara bonita, alguien que encajara en el perfil de los demás artistas de Develstar. Alguien con presencia que pudiera patrocinar cualquier producto.

—Era vuestro hombre.

—Lo eras. Y en el escenario lo demostraste con creces. Cuando estás bajo los focos… —Emma meditó la frase antes de seguir—: Cuando estás bajo los focos te conviertes en una verdadera estrella, ¿lo sabías? Es imposible apartar los ojos de ti. Y créeme, poca gente lo consigue.

—Es lo más bonito que me han dicho nunca —dije, y aparenté que me entraba el llanto.

Emma me acarició el hombro.

—Es una pena que ni siquiera tú mismo creas en tu talento ni aceptes consejos.

—¡Eh! —Levanté la cabeza—. Con lo bien que ibas, ¿por qué has tenido que estropearlo en el último momento?

—¡Porque es verdad! Eres un artista nato, pero estás demasiado obsesionado con conseguir la fama rápida. Por eso fue tan sencillo que Develstar se aprovechara de ti.

—¡Develstar se aprovechó de mí porque son unos monstruos crueles y sanguinarios! No te ofendas.

—No me ofendo. Pero tendrás que reconocer que no tendríamos los problemas que ahora tenemos si no le hubieras robado las canciones a Aarón.

Resoplé y tomé un trago de mi copa.

—¡Venga ya! Ese plan fue épico, lo mires por donde lo mires. Yo lo sé. Tú lo sabes. Y el tipo ese de la esquina también lo sabe —añadí alzando mi copa en dirección al viejo solitario que bebía pegado a la pared—. Si no hubiera sido por mí, nada de esto habría sucedido; ¡no nos habríamos conocido! —Y le agarré las manos. Cuando ella alzó la ceja buscando un poco de seriedad, añadí—: ¿Qué quieres que haga? ¿Esperar? ¿Cuánto? ¿Meses? ¿Años? No, gracias. Prefiero que me conozcan ahora, mientras soy joven y guapo.

—¿Ves? A eso me refiero. Es verdad que tu atractivo y tu juventud ayudan, pero no es por lo que gustas a la gente.

—¿Te parezco atractivo? —la vacilé—. ¿Te consideras dentro del grupo de gente a la que gusto? —apostillé dedicándole mi mejor sonrisa.

—¡Te estoy hablando en serio y tú te lo tomas a broma!

—Esto empieza a parecer una sesión de terapia de grupo —comenté—. Y para llevarla a cabo necesito algo más de alcohol en vena. Voy a pedir otra.

—¡Pero si todavía no te has terminado esta!

Por respuesta, bebí de un solo trago lo que quedaba en mi vaso y paladeé el sabor del Manhattan con los ojos cerrados.

—¿Me dejas ya? —le pregunté.

Emma puso los ojos en blanco mientras yo llamaba al camarero.

—¿Por dónde íbamos? —dije cuando me sirvieron—. Ah, sí, me estabas diciendo lo atractivo e interesante que soy para…

—Mira, déjalo —me interrumpió—. Sabía que no debería haber dicho nada.

Se volvió como para darme la espalda, pero antes de moverse siquiera, la agarré de la muñeca. Ella se detuvo y nuestras miradas se encontraron a escasos diez centímetros.

—Perdóname —le pedí—. Ya sabes que soy un bocazas… pero de verdad que te estoy escuchando. —Bajé la voz y añadí divertido—: Además, ¿con quién vas a hablar que sea más interesante que yo?

Ella pareció pensárselo unos segundos antes de beber un trago de su copa y volver a recolocarse en su asiento. Alargué mi sonrisa y asentí para instarla a que hablase. Al final, se dio por vencida.

—No eres un chico fácil, y te sobra algo de engreimiento. En eso estamos los dos de acuerdo, ¿no? —Cuando asentí, ella siguió—: Pero tienes buen fondo. Y, aunque a veces te pueden tu ego y tu egoísmo, sabes rectificar a tiempo y pedir perdón.

—En eso soy todo un profesional.

—Y eres leal —concluyó ella.

—Como un cachorro —dije. Aunque después me apresuré a darle las gracias. Me costaba verme a mí mismo como héroe de nada cuando todo lo que había hecho en mi vida había sido fracasar en cada uno de los objetivos que me había propuesto, pero no se lo dije. Por el contrario, comenté—: Aarón no sabe la suerte que tiene de que le quisieras.

Su gesto se ensombreció al oír mis palabras.

—Leo, no…

—¡Es mi turno! —exclamé tapándole la boca con un dedo—. No estoy intentando ser amable porque sí. Cuando Aarón sepa lo que estás haciendo por él, lo que has tenido que pasar… —Dejé la frase a medias y negué con la cabeza—. Lo que quiero decir es que sería un imbécil si no te diera una segunda oportunidad.

—No es tan fácil, y ambos lo sabemos —musitó agitando con suavidad sobre la barra la copa y el poco contenido que quedaba en ella. Esta vez, cuando coloqué mi mano sobre su hombro, no se apartó. Ni siquiera alzó la mirada.

—Tiempo al tiempo…

Emma se volvió y me sonrió con los ojos un poco entornados. De fondo, el «Hallelujah» de Leonard Cohen zarandeaba nuestros pensamientos en un mar de whisky. No sé cuánto tiempo nos quedamos así, en silencio, contemplándonos como si fuera la primera vez que nos veíamos de verdad. Pero cuando Emma sugirió que deberíamos marcharnos, que ya era tarde, sentí como si hubiéramos compartido una burbuja que en ese instante se hizo añicos.

—Invito yo —añadió.

Su comentario me sacó por completo de mi ensimismamiento.

—Ni de broma —contesté, y le arrebaté el bolso de las manos.

—Leo, devuélvemelo.

En lugar de obedecerla, coloqué el bolso más lejos. Emma, obcecada, se fue a poner en pie para quitármelo, pero su zapato se enganchó con las patas del taburete. En un acto reflejo, salté del mío y la agarré del brazo, evitando así la caída.

Enseguida recuperó el equilibrio, pero ni yo la solté ni ella se separó. Por el contrario, la atraje hacia mí y recorté los escasos centímetros que separaban nuestros cuerpos. Emma respondió a mi gesto con una sonrisa a la que anclé la mía, mientras el resto del bar se desvanecía junto a la voz grave del cantante canadiense.

Y sin permitir que la razón estropeara el momento, apoyé mis labios sobre los suyos, despacio, vacilantes, antes de hacerlo con toda la seguridad que me caracterizaba.

Sophie, Aarón, el bar, el reality… todo se desvaneció cuando Emma, en lugar de apartarse, respondió al beso.